TÍTULO ORIGINAL
Die Wunder des Lebens
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© 1976 by Williams Verlag, Zúrich
© de la traducción, 2011
by Berta Vias Mahou
© de esta edición, 2011
by Quaderns Crema, S.A.U.
Derechos exclusivos de edición
en lengua castellana:
Quaderns Crema, S.A.U.
Esta traducción cuenta con una ayuda del
Ministerio austríaco de Educación, Arte y Cultura
ISBN: 978-84-15277-10-1
DEPÓSITO LEGAL: B. 33 008-2011
PRIMERA EDICIÓN DIGITAL
marzo de 2011
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A Hans Müller,
el amigo querido
El gris pendón de niebla se cernía, pesado, sobre Amberes, envolviendo por completo la ciudad en su capa densa y opresiva. Las casas rezumaban un fino vaho, y las calles conducían hacia lo incierto, aunque por ellas circulaba, como desciende la palabra de Dios desde las nubes, un tañido estruendoso y el zumbido de un clamor, pues las torres de la iglesia, desde las que las campanas se lamentaban orando con voz ahogada, estaban sumidas en aquel gran mar de niebla indómito que llenaba tanto la ciudad como el campo y que más allá, en el puerto, ceñía el oleaje ligeramente encrespado del océano. Aquí y allá un débil rayo de luz luchaba con la vaporosa humedad y trataba de iluminar un deslumbrante letrero. Sólo el bullicio, que se perdía a lo lejos, y las risas surgidas de ásperos gaznates delataban la taberna en la que se habían reunido los que tenían frío y los que se sentían incómodos con aquel temporal. Las calles estaban vacías, y cuando alguna silueta pasaba por ellas, se trataba tan sólo de una línea fugaz, que rápidamente se deshacía en la niebla. Aquélla era una mañana de domingo desconsolada y exhausta.
Tan sólo las campanas llamaban y llamaban sin interrupción, como desesperadas porque la niebla ahogaba su grito. Y es que los devotos eran escasos. La herejía extranjera había arraigado en el país, y quien no había renegado se había vuelto más indolente y decaído en el servicio al Señor, de modo que bastaba un banco de niebla matinal para que muchos se distanciaran de su deber. Unas cuantas ancianas arrugadas, que susurraban sus rosarios con aplicación, gente pobre vestida con sus modestos trajes de domingo, se encontraban como perdidas en el interior del profundo y oscuro recinto sagrado, desde el que refulgían la brillante casulla, como una llama suave y delicada, y el oro resplandeciente de los altares y las capillas. La niebla parecía filtrarse a través de los altos muros, pues también aquí se había instalado el ánimo triste y frío que reinaba en las calles abandonadas, inmersas en la bruma. Frío, áspero, sin ningún rayo de sol, así era también el sermón de aquella mañana. Iba dirigido a los protestantes, arrastrado por una cólera salvaje en la que se fundían el odio y la firme convicción de la propia fuerza, pues los tiempos de clemencia habían pasado, y de España llegaba a los clérigos la alegre noticia de que el nuevo rey servía a la obra de la Iglesia con encomiable severidad. Y a las plásticas amenazas del Juicio Final se unían sombrías exhortaciones de cara a los tiempos venideros, palabras que tal vez habrían corrido como un murmullo cuchicheante entre los bancos de haber habido allí una multitud de oyentes, pero que así, retumbando en medio de aquel oscuro vacío, caían huecas al suelo, como ateridas por culpa del aire gélido, húmedo y escalofriante.
Durante el sermón, dos hombres habían entrado deprisa por la puerta principal, en un primer momento irreconocibles por el manto en el que iban envueltos y que llevaban subido hasta arriba, y por el cabello revuelto que les caía sobre el rostro. El más alto se deshizo de la ropa mojada con un movimiento brusco: un despejado semblante, aunque no extraordinario, a cuyo corte de tipo acomodado, burgués, le iba bien la rica indumentaria de comerciante. El otro iba vestido de una manera más singular, aunque tampoco fantástica. Sus gestos delicados, tranquilos, armonizaban con el rostro de huesos algo toscos, de campesino, aunque bondadoso, al que el blanco ondear de la larga melena concedía la dulzura de un evangelista. Pronunciaron ambos una breve oración. Después, el comerciante hizo una seña a su compañero, mayor que él, para que le siguiera y, despacio, avanzando con cuidado, se dirigieron hacia la nave lateral que se encontraba casi por completo sumida en la oscuridad, porque las velas temblaban inquietas en el húmedo espacio y tras los cristales de colores se cernía la pesada nube que seguía sin querer aclararse. Ante una de las pequeñas capillas laterales, que en su mayoría contenían donaciones y exvotos de las familias de los terratenientes locales, el comerciante se detuvo, y, señalando con una mano hacia el pequeño altar, dijo sin más:
—Aquí es.
El otro se acercó y se puso una mano sobre los ojos para penetrar mejor la penumbra. En una de las alas del retablo, tras el altar, había un luminoso cuadro, que en medio de la oscuridad parecía aún más tierno y delicado en su colorido, y que de inmediato atrajo la mirada del pintor. Se trataba de la Virgen María con el corazón traspasado por una espada, una imagen apacible y conciliadora a pesar de su dolor y tristeza. La figura tenía un encanto singular, no se trataba tanto de la Madre de Dios como de una soñadora doncella en su plena juventud, a la que un pensamiento melancólico roba la gracia sonriente de la despreocupación. Los cabellos negros, que caían espesos hacia abajo, rodeaban, ciñéndolo amorosamente, un rostro delgado y de una radiante palidez, en el que los labios, rojos, resaltaban ardientes, como una herida de color púrpura. Los rasgos eran extraordinariamente finos, y alguna de las líneas, como el arco esbelto y seguro de las cejas, confería un brillo casi ávido y una pícara belleza a aquel rostro suave, en el que los ojos oscuros fantaseaban ensimismados, como desde otro mundo multicolor y más dulce, del que la hubiera sustraído una dolorosa angustia. Las manos estaban recogidas en ademán de tranquila resignación, y el pecho parecía temblar aún asustado por el contacto frío de la espada, a lo largo de la cual discurría la huella sangrante de su herida. Todo ello se encontraba sumido en un maravilloso fulgor, que coronaba su cabeza con llamas doradas. Y hasta su corazón refulgía al rojo, no como la sangre que corre caliente, sino como la luz mística del cáliz en los coloridos cristales de las ventanas de una iglesia iluminada por el sol. La difusa penumbra aún le quitaba a esta imagen la última apariencia de mundanidad, de modo que el nimbo de santidad sobre aquella hermosa cabeza de muchacha resplandecía tan vivamente como si se tratara del genuino reflejo de la transfiguración.
Casi con impetuosidad, el pintor se apartó de su contemplación persistente y admirada.
—Esto no lo ha pintado ninguno de nosotros.
El comerciante asintió con la cabeza.
—Fue un italiano. Un joven artista. Pero se trata de una larga historia. Quiero contárosla desde el principio. Y vos mismo debéis, como sabéis, rematarla. Pero, ved, el sermón ha concluido. Busquemos para las historias otro lugar que no sea la iglesia, por más que nuestro empeño y nuestra obra común vayan a ser para ella.
El pintor aún se quedó vacilando unos instantes, antes de apartarse del cuadro, que parecía brillar con mayor intensidad a medida que la tiniebla brumosa se esforzaba por aclararse y la humedad cada vez más dorada se arremolinaba en torno a los arcos de las ventanas. Y casi le pareció, al quedarse allí mirando con recogimiento, como si el pliegue ligeramente doloroso de aquellos labios de niña se perdiera en una sonrisa y le revelara una nueva gracia. Pero su acompañante ya se había marchado de allí, y tuvo que apresurar el paso para alcanzarle en el pórtico. Juntos, tal y como habían venido, salieron de la iglesia.
El pesado manto de niebla con el que la mañana de comienzos de primavera había cubierto la ciudad se había convertido en un pálido velo de plata, que como un tejido de encaje se enredaba en los tejados a dos aguas. El pavimento de apretados adoquines, rezumando humedad, brillaba como si fuera de acero, y el primer destello del sol, dorado, ya empezaba a reflejarse en él. Juntos atravesaron las estrechas y retorcidas callejas en dirección al luminoso puerto, donde vivía el comerciante. Y mientras caminaban hacia allá, despacio, sumidos en pensamientos y recuerdos, la historia del comerciante llegó a su término más rápido que la marcha distraída de sus pasos.
—Ya os he contado—comenzó—que en mi juventud estuve en Venecia. Y para no alargarnos: no me comporté de una manera muy cristiana. En lugar de administrar la agencia de mi padre, me sentaba en las tabernas con la gente joven que allí se pasa el día dándose a la buena vida. Bebía, jugaba y ya había aprendido alguna canción atrevida y algún amargo juramento con los que alborotar en la mesa, como los demás. La vida me resultaba fácil, como decía mi padre, que me escribió desde casa apremiándome y amenazándome. Me conocían, y le habían advertido de que la vida disipada habría de tragarme. Yo me limité a reír, a veces con disgusto. Un trago rápido de aquel vino oscuro y dulce arramblaba con todas las amarguras. Y si no lo hacía el vino, lo hacía el beso de alguna moza. Las cartas las rompía. La maligna ebriedad se había apoderado por completo de mí. No pensé en deshacerme de ella, pero una noche me libré de todo. Fue muy extraño. Y en ocasiones aún hoy siento como si un milagro hubiera allanado de manera evidente mi camino. Estaba sentado en la taberna. Aún hoy la veo con su humo y su vapor, y mis compañeros de francachela. También había prostitutas, y una de ellas era muy hermosa. Rara vez lo pasamos tan bien como durante aquella noche tempestuosa y desapacible. De pronto, en el momento en que una obscena historia provocaba una carcajada atronadora, entró mi criado y me entregó una carta que acababa de traer el correo de Flandes. Yo me puse de muy mal humor, porque no me gustaba ver las cartas de mi padre, pues me recordaban sin cesar mi deber y mis obligaciones cristianas, dos cosas que hacía tiempo que yo había ahogado en vino. Quise cogerla. Entonces uno de mis compañeros de francachela dio un salto, un muchacho hermoso, despachado, diestro en todas las artes caballerescas.
—¡Fuera con el pájaro de mal agüero!—gritó y, tirando la carta hacia lo alto, con un hábil movimiento sacó su estoque y dejó la hoja, que revoloteaba hacia abajo, clavada en la pared, de modo que el flexible acero tembló. Sacó con cuidado el estoque y la carta, cerrada, se quedó allí, en su sitio.
—Mira cómo se ha quedado el murciélago—dijo él riendo. Los demás arrancaron a aplaudir. Las mozas saltaron alegres hacia él. Brindamos a su salud. Yo mismo reí, bebí con ellos, forzándome a sentir una alegría maniática, con la que me olvidé de la carta y de mi padre, de Dios y de mí mismo. Nos marchamos, sin que yo pensara ya en la carta, a otra taberna, donde nuestra alegría se convirtió en locura. Yo estaba embriagado como nunca, y una de las mozas era hermosa como el pecado.
El comerciante, de manera instintiva, se detuvo y se pasó la mano varias veces por la frente, como queriendo apartar una imagen poco agradable. El pintor enseguida se dio cuenta de lo penoso que le resultaba aquel recuerdo y no le miró, sino que dejó que su vista descansara, como llevada por la curiosidad, sobre un galeón que a toda velocidad y con las velas desplegadas se aproximaba al puerto, a cuyo caos multicolor habían ido a parar ellos dos caminando lentamente. El silencio no duró mucho, y el narrador prosiguió con precipitación.
—Podéis imaginar lo que ocurrió. Yo era joven y estaba confundido. Ella era descarada y hermosa. Caminamos juntos, y yo me sentí embargado por la inquietud y el deseo. Pero sucedió algo extraordinario. Estando yo en sus galantes brazos, mientras sus labios se apretaban contra los míos, aquella muestra de cariño ya no me resultó un placer salvaje al que yo respondiera con gusto, no, de un modo asombroso aquella boca me recordó la tierna despedida nocturna en casa de mis padres. De golpe, de manera extraña y apenas creíble, estando en los brazos de la prostituta me acordé de la carta de mi padre, arrugada, aplastada y sin leer. Y fue como si sintiera la estocada de mi compañero en mi pecho sangrante. Me levanté, tan súbitamente y tan pálido, que la moza, con una mirada de terror, me preguntó qué era lo que me había pasado. Pero yo me avergoncé de mi estúpido miedo, y me avergoncé de aquella mujer extraña, en cuyo lecho había yacido y de cuya belleza había disfrutado, sin querer confiarle el disparatado pensamiento de un instante. En aquel momento toda mi vida dio un vuelco, y hoy como entonces siento que sólo la gracia de Dios puede obrar algo así. Le arrojé el dinero, que ella tomó de mala gana, pues temía que la despreciara, y me llamó chiflado alemán. Pero yo ya no oía nada, sino que me lancé a la fría noche de lluvia y, como un desesperado, grité por los oscuros canales llamando una góndola. Al fin apareció una, que se hizo pagar el trayecto en oro. Pero mi corazón latía con un miedo tan impetuoso, tan atroz y tan incomprensible, que no pensaba en otra cosa más que en la carta que un milagro me había vuelto a recordar de manera tan repentina. Cuando llegué a la taberna, la avidez por aquellas líneas estalló como si la fiebre me consumiera. Bruscamente, me precipité como un loco furioso en el interior, sin prestar atención a las alegres y sorprendidas voces de mis compañeros. Salté sobre una mesa llena de vasos tintineantes, arranqué la carta de la pared y seguí corriendo, sin reparar en las frenéticas carcajadas de burla ni en las encolerizadas maldiciones. En la primera esquina desplegué la carta con manos temblorosas. La lluvia caía del cielo cubierto de nubes y el viento tiraba de la hoja que yo sujetaba en mi mano, pero no la dejé hasta que lo hube descifrado todo con los ojos anegados por el llanto. No eran muchas las palabras: mi madre estaba enferma de muerte, y yo debía ir a casa. No había ninguna palabra de crítica o de reproche, como en otras ocasiones. Pero el corazón me ardió con la más honda de las vergüenzas cuando vi que el estoque había atravesado el nombre de mi madre…
—Un milagro, una evidente señal milagrosa, no comprensible para todo el mundo, pero sí para aquel a quien iba destinada—murmuró el pintor, cuando el narrador, hondamente conmovido, se sumió en el silencio.
Durante un rato caminaron de nuevo el uno junto al otro sin decir una palabra. A lo lejos, la lujosa vivienda del comerciante resplandecía frente a ellos. Cuando el comerciante levantó los ojos y se dio cuenta, avanzó a toda prisa.