LOS VECINOS DE ENFRENTE
TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS
DE CARLOS PUJOL
ACANTILADO
BARCELONA 2013
—¿Cómo es eso? ¡Si hay pan blanco!
Los dos persas, el cónsul y su mujer, entraron en el salón, y fue ella la que se extasió ante la mesa cubierta de emparedados artísticamente dispuestos.
Apenas hacía un minuto que alguien había dicho a Adil Bey:
—En Batum sólo hay tres consulados: el de ustedes, el de Persia y el nuestro. Pero los persas no son de recibo.
Quien hizo este comentario fue la señora Pendelli, la mujer del cónsul de Italia, y éste, retrepado en un sillón, fumaba un delgado cigarrillo con boquilla de color rosa. Las dos mujeres se reunieron sonriendo en medio del salón en el preciso instante en que unos sonidos, que hasta entonces no habían sido más que un vago rumor en la soleada ciudad, fueron en aumento, y de repente, en la esquina de la calle, se oyó una música de charanga.
Entonces todo el mundo salió a la terraza para contemplar el cortejo.
El único nuevo era Adil Bey, tan nuevo que había llegado a Batum aquella misma mañana. En el consulado de Turquía le esperaba un funcionario que había venido de Tiflis para aquella interinidad.
Este funcionario, que partiría aquella misma tarde, había llevado a Adil Bey a casa de los italianos, con objeto de presentarle a sus dos colegas.
La música se oía cada vez mejor. Podían verse los instrumentos metálicos avanzando bajo el sol. Lo que tocaban quizá no fuese alegre, pero sí rápido, y lo hacía vibrar todo a su paso: el aire, las casas, la ciudad.
Adil Bey observó que el cónsul de Persia había ido a reunirse con el funcionario de Tiflis cerca de la chimenea, y que los dos conversaban en voz baja.
Luego dirigió su atención hacia el cortejo, porque detrás de la charanga se distinguía un ataúd pintado de color rojo vivo, llevado a hombros por seis individuos.
—¿Es un entierro?—preguntó tontamente, volviéndose hacia la señora Pendelli.
Y ésta frunció los labios para no reírse al verle tan pasmado.
Era un entierro, el primer entierro que Adil Bey veía en la URSS. Los músicos de la charanga vestían como si fueran de un club gimnástico, de blanco, con zapatillas en los pies y una gran escarapela roja a la altura del corazón. El ataúd era de madera mal cepillada y mal pintada, pero de un rojo cegador. En cuanto a la gente que andaba tras él, lo seguían como a una banda de música. Unos iban en mangas de camisa, otros con camiseta de cuello alto, había mujeres con vestidos de algodón blanco, sin medias, solamente dos hombres llevaban chaqueta y corbata, sin duda jefes, se veían muchas cabezas rapadas, y en la última fila un joven montado en una preciosa bicicleta nueva, que hacía zigzags para no perder el equilibrio, y que de vez en cuando se apoyaba con la mano en el hombro de una muchacha.
En el momento de pasar ante el consulado todos levantaron la cabeza y miraron a los extranjeros de la terraza.
—¿Qué piensan?—murmuró Adil Bey.
La persa, que le había oído, replicó cínicamente:
—¡Que comeremos pan blanco!
Se reía. Los hombres que desfilaban por la calle la veían reír. Su rostro no cambiaba de expresión. Pasaban. Iban tras la banda y el ataúd rojo. Nadie hubiera sabido decir si estaban alegres o tristes, y Adil Bey, sintiéndose incómodo, retrocedió hacia el salón.
—¿Ha visitado ya la ciudad?—dijo la persa, que le había seguido.
—Todavía no he visto nada.
—¡Es un rincón del mundo!
Le miraba fijamente con aquellas pupilas negras que eran lo más desvergonzado que el turco había visto en toda su vida. Nunca nadie le había examinado de aquella manera, como un objeto que aún no se está seguro de querer comprar. Y lo peor era que las impresiones de ella podían leerse en su rostro. Se adivinaba perfectamente que estaba pensando: «No está ni bien ni mal, quizá un poco bobalicón».
Finalmente, dijo en voz alta:
—Como ya sabe, estamos condenados a vivir juntos durante meses, tal vez años. En total somos seis, incluyendo a John, de la Standard, pero siempre está borracho. A propósito, querida, ¿no vendrá John?
Todo el mundo volvía a entrar mientras la cola del cortejo desaparecía al fondo de la calle. El aire aún vibraba. Hacía bochorno.
—¿Se va usted?—se extrañó la señora Pendelli.
Porque el funcionario de Tiflis se estaba despidiendo.
—Mi tren sale dentro de una hora.
—¿Y usted también?—siguió la italiana dirigiéndose al cónsul de Persia.
—Discúlpenme un instante, vuelvo enseguida. Tengo que comentar algo con él.
Verdaderamente, Adil Bey era demasiado nuevo para poder intervenir en la actividad que le rodeaba. Volvió a encontrarse, con una taza de té en la mano, sentado en un sillón entre la italiana y la persa, mientras que, frente a él, Pendelli resoplaba quedamente, pues estaba muy gordo y el calor le agobiaba.
El salón era espacioso, con tapices, cuadros en las paredes, muebles igual que en todos los salones. En la bandeja había emparedados, pastelillos y una botella de vodka. El ventanal se abría a la terraza inundada de sol, y de allí venían vaharadas ardientes con un olor peculiar, un ambiente de calle desierta.
La taza de la señora Pendelli tintineó al chocar con el plato, y Pendelli murmuró con un suspiro:
—¿Habla usted ruso?
Parecía no dirigirse a nadie, porque miraba los emparedados, pero Adil Bey respondió:
—Ni una palabra.
—Mejor que sea así.
—¿Por qué es mejor?
—Porque prefieren a los cónsules que no entienden ruso. Todo eso salen ganando.
Pendelli hablaba condescendientemente, como alguien que se juzga a sí mismo muy bueno por tomarse tantas molestias. La persa continuaba su examen de Adil Bey. La señora Pendelli lucía una vaga sonrisa de dueña de la casa.
—Naturalmente, la harina la traen los barcos, ¿no?
A Adil Bey le pareció que la música volvía a acercarse de nuevo, pero esta vez por la parte trasera de la casa. La persa siguió en el mismo tono con que hubiese podido decir una picardía:
—¡Todo el mundo no puede ser cónsul de Italia y ver llegar un carguero por semana! Aparte de que es una distracción cenar a bordo, recibir a los oficiales…
—También acaba por cansar—dijo la señora Pendelli sirviendo té a Adil Bey.
Entonces éste cometió la torpeza de preguntar:
—¿No vienen nunca barcos turcos?
Pendelli se agitó en su sillón. Se agitó sin ningún propósito, de una forma imperceptible, pero todos comprendieron que iba a decir algo.
—¿Existen barcos turcos?
No reía. Tenía los labios entreabiertos, los párpados semicerrados.
Adil Bey aún no sabía lo que iba a suceder, pero tenía ya los ojos brillantes y las mejillas ardiendo.
—¿Qué quiere decir?
La señora Pendelli dejó caer dos terrones de azúcar en la taza. Pendelli adoptó un aire bonachón.
—No se enfade. Pero la idea de un barco pilotado por un turco…
—Somos unos salvajes. ¿No es eso?
De pronto la situación se había vuelto tensa. Adil Bey estaba de pie. Ya no veía los objetos ni los rostros con la misma claridad.
—¡Claro que no! Siéntese. Hace casi diez años que ya no cortan ustedes cabezas…
La señora Pendelli sonreía con condescendencia.
—Su té, Adil Bey.
—Muchas gracias.
—Mi marido bromea, se lo aseguro.
—Es posible, pero yo no. Somos una república joven, lo sé. Sin duda todavía conservamos ciertas ineptitudes, pero…
—¡Pero quieren que les traten como la nación más grande del mundo!
Ya nadie hubiera podido decir cómo había empezado todo aquello. El cónsul de Persia había vuelto a entrar silenciosamente.
—Acérquese, Amar. Nuestro nuevo amigo no entiende las bromas, y se pone tan divertido cuando se enfada… Dígame, Adil Bey, ¿sabe jugar al bridge?
—No—y añadió duramente—: ¡Es un juego demasiado refinado para un turco!
La señora Pendelli trató de calmarle.
—Le juro que mi marido…
—Su marido cree que Italia es lo único que existe en el mundo. Aún se imagina a Turquía con harenes, eunucos, cimitarras y feces rojos.
—¿Qué edad tiene usted?—preguntó la persa sonriendo.
A lo cual él respondió, sin renunciar a la mordacidad:
—Treinta y dos años. Me batí por mi país en los Dardanelos, y luego por la República en Asia Menor. Nunca permitiré que en mi presencia…
—¿Dónde nació?—preguntó Pendelli, que acababa de encender un nuevo cigarrillo.
—En Salónica.
—Eso ya no es Turquía. Al parecer los griegos la han convertido en una ciudad muy hermosa…
Adil Bey estaba furioso. Se olvidó de dónde estaba la puerta y se dirigió directo hacia un armario empotrado. La señora Amar no pudo contener la risa, y él la miró con tanta indignación que la dama tuvo que secarse los ojos con el pañuelo.
Hasta llegar a la calle, Adil Bey caminó inconsciente. Apenas advirtió que le seguía la señora Pendelli, y que, mientras andaban por el pasillo, le puso una mano sobre el hombro diciéndole con un mohín:
—No hay que tomarse en serio todo lo que dice mi marido. Le gustan las bromas pesadas.
Recogió su sombrero y se sumergió en el sol. Las calles ardían como un horno. Durante más de un cuarto de hora anduvo sin rumbo fijo, sin ver nada, rumiando su rencor. Luego trató de reconstruir las fases sucesivas de la discusión.
Era imposible. En cambio, podía evocar imágenes, sobre todo la de Pendelli, macizo, adiposo, repantingado en su sillón y fumando aquellos ridículos cigarrillos de señora. ¿No rezumaba orgullo por todos los poros? Tenía una hermosa casa con terraza, un salón y hasta un piano de cola en el que debía de tocar su mujer. Servía emparedados refinados, como en Europa. Tenía pan blanco.
—Y cree que los persas no son de recibo—dijo Adil Bey a media voz.
En el fondo, él también lo creía. No le gustaban los persas. La señora Amar le había irritado con su forma insolente de examinarle de pies a cabeza. En cuanto al cónsul, no había dicho nada. Era delgado, anodino, con un bigotito castaño, vestía un traje de no muy buenas hechuras y llevaba zapatos de charol. «¡Me han recibido así a propósito!».
Era el día de descanso que en Rusia sucede a cinco jornadas de trabajo. A medida que se acercaba al puerto, Adil Bey iba viendo más gente que andaba por las calles, y, poco a poco, a pesar de su ira, empezó a mirar a su alrededor.
Pero eran sobre todo los demás los que le miraban a él. A su paso, todo el mundo volvía la cabeza y le seguía largamente con la mirada. ¿Qué tenía de extraordinario?
El cielo se hacía cada vez más rojo; las sombras, más azules. Al menos debían de ser las ocho. La muchedumbre iba en la misma dirección, y Adil Bey, que la seguía, desembocó en el puerto. La ciudad entera se había desparramado por el muelle, y una impresión de vida tumultuosa sucedía a la sensación de vacío que percibía en las calles. También sonaba música en algún lugar. Acababa de llegar un barco de Odessa. Cientos de personas desembarcaban, y otros cientos las miraban pasar.
El cielo y el mar eran de color púrpura. Los mástiles se dibujaban en negro. Unas barcas oscilaban sin ruido.
Y hombres y mujeres rozaban sin cesar a Adil Bey, le miraban sin ningún reparo. Incluso algunos niños le seguían para verle mejor.
De vez en cuando se olvidaba del cónsul de Italia y trataba de situarse en el espacio.
A derecha y a izquierda de la bahía el horizonte quedaba cerrado por montañas, y al fondo se situaba aquel largo muelle que recorría el gentío. En la misma bahía, unos barcos, siete u ocho, quizá más, parecían enviscados en el agua tranquila.
En cuanto a la ciudad, detrás del puerto, eran callejas que se prolongaban hasta el infinito, mal adoquinadas o sin adoquinar, flanqueadas por casas decrépitas.
Sintió sed. Vio una especie de merendero junto al puerto y se sentó ante una mesa. Un camarero iba y venía sirviendo cerveza y refrescos. Se pagaba con rublos de papel. Adil Bey pensó que aún no tenía dinero ruso y se fue.
Se iban encendiendo las farolas de gas al mismo tiempo que las linternas verdes y rojas de los barcos anclados. Unos marineros italianos pasaron en compañía de mujeres con chanclos. El hombre de la bicicleta se paseaba muy lentamente montado en ella, con una muchacha sobre el cuadro. A causa de la muchedumbre, daba vueltas y revueltas.
El aire era fresco. Una fina niebla descendía hacia el pie de las montañas.
La música se oyó con mayor intensidad, como cuando el entierro había aparecido en la calle, pero ahora ya no era el entierro.
Se encontró una casa nueva con numerosas ventanas. Puertas y ventanas permanecían abiertas. Había chicos y chicas sentados en los alféizares, y dentro se veían guirnaldas de papel, retratos de Lenin y de Stalin, carteles de propaganda.
Ésta era la casa que la música hacía vibrar, mientras que en una de las habitaciones de la planta baja, con las paredes cubiertas de gráficos, unos hombres en mangas de camisa escuchaban a un camarada que hablaba y que daba puñetazos sobre la mesa.
Si aquello le recordó el entierro, no fue solamente por la música. Había algo común en la actitud de la gente, en los que antes iban detrás del féretro o en los que ahora estaban en las ventanas o escuchaban al orador, algo que hizo pensar a Adil Bey que nunca llegaría a comprenderlo.
Pero ¿qué era? No era tan sólo su manera de vestir, que evocaba un club o una sociedad de beneficencia. La mayoría iba de blanco, con el cuello de la camisa abierto. Muchos tenían la cabeza rapada. Las mujeres no llevaban medias, sino en la mayoría de los casos unos calcetines arrollados sobre el tobillo, con vestidos de algodón de colores claros.
¿Por qué le parecían todos tan extraños a él, incluso los de la calle, que daban media vuelta al pie de la estatua de Lenin, un Lenin de bronce, de corta estatura, macizo, con los pantalones flojos y los pies apoyados sobre una bola que representaba el mundo?
Existía un violento contraste entre el hombre negro, tan pequeño, y aquellos muchachotes, aquellas jóvenes vestidas de colores claros, que pasaban una y otra vez ante él, y que miraban a Adil Bey entre risas.
«¿Cómo empezó la disputa?», se preguntó de nuevo. Ahora estaba triste. Se sentía solo; Fikret, el funcionario que había ocupado el puesto interinamente, había regresado a Tiflis, y en cualquier caso no era simpático. Apenas se había tomado la molestia de recibir al cónsul.
—Lo encontrará todo en la misma situación en que yo lo encontré hace un mes, a la muerte de su predecesor—le había dicho.
—¿De qué murió?
El funcionario no tenía ganas de hablar.
—La secretaria vendrá mañana por la mañana. Ya está al corriente. Desde luego, es rusa.
—¿Hay que desconfiar de ella?
Su interlocutor se había encogido de hombros. ¿No hubiera debido darle algunas explicaciones, como suele hacerse entre compatriotas, y de este modo ayudar a Adil Bey en la organización de su vida material?
De pronto cayó en la cuenta de que ¡ni siquiera sabía dónde podía comer! Recordaba haber visto a una criada en la cocina, y también a un hombre cuyas funciones ignoraba. ¿Estaban a su servicio?
Ahora, ¿a quién podía dirigirse? Se había peleado con los italianos, y a la vez probablemente con los persas.
Continuaba siguiendo a la muchedumbre, desde la estatua de Lenin a la refinería de petróleo. Cerca del puerto de pesca había varias casas nuevas en medio de descampados, y, allí, hombres, mujeres y niños, sentados o tendidos en el suelo. No eran los mismos que los del entierro, ni tampoco los de la casa grande, ni siquiera se parecían a los del gentío en movimiento. Eran sucios y tristones. Adil Bey oyó hablar turco, y comprobó que lo hablaban los más miserables, vestidos con andrajos, revolcándose en el polvo como gitanos.
Ya les había dejado atrás, pero dio media vuelta y, deteniéndose cerca de ellos, preguntó:
—¿Sois turcos?
Se levantaron varias cabezas indiferentes. Le miraban de arriba abajo. Luego, con la misma lentitud, volvieron la cabeza. ¡Y sin embargo aquellas gentes hablaban su mismo idioma!
Debía de parecer un estúpido, allí, de pie en medio de ellos, y sintió al mismo tiempo vergüenza y cólera.
Al menos había recorrido seis o siete veces aquel muelle en toda su longitud. El gentío era cada vez menor.
Serían poco más de las diez. En un rincón había varias mujeres, y una de ellas dio dos pasos al frente para cruzarse en su camino, luego volvió con las otras.
«La señora Pendelli debe de ser más inteligente que su marido», pensó. Pero ¿de qué podía servir? Ya no podía prestarle ninguna ayuda. Volvió a ver todas las ventanas con jóvenes asomándose. Durante unos minutos anduvo envuelto en una nube de música.
Se preguntaba de qué había muerto su predecesor. ¿Quién era? ¿Qué edad tenía?
Dos veces se equivocó de camino al querer regresar al consulado. Las calles se parecían, con la calzada llena de surcos abiertos por la lluvia y las aguas inmundas, con montones de piedras abandonadas y puertas que se abrían a oscuros portales.
Por fin reconoció la casa de la que ocupaba el primer piso. La escalera no estaba iluminada. Tropezó con una pareja que se abrazaba y balbuceó disculpas.
Tenía una llave. Apenas dio los primeros pasos comprendió que el piso estaba vacío, y eso le produjo una vaga inquietud. En el consulado de Italia se charlaba lánguidamente en el salón iluminado, delante de unos emparedados y unos vasos de vodka. El perfume de la señora Amar hubiese bastado para impregnar la atmósfera de feminidad.
—¿Hay alguien?—gritó en la oscuridad mientras buscaba el conmutador eléctrico.
De una bombilla sin pantalla descendió una luz triste, y vio el vestíbulo con sus dos bancos, sus paredes decoradas con avisos oficiales, su olor a miseria.
La habitación siguiente era su despacho. Luego, a la izquierda, había una especie de comedor. Un velador atrajo su atención, y al principio no supo por qué. Más tarde consiguió recordar. Por la mañana había visto allí encima un fonógrafo y unos discos. Ahora el fonógrafo había desaparecido. ¡Como también había desaparecido el tapiz turco que recubría el diván!
—¿No hay nadie?—repitió con voz insegura.
No, nadie, ni en su habitación ni en la cocina, donde podía verse un grifo encima de un sucio fregadero.
Todo estaba sucio: las paredes, los techos, los muebles, los papeles, cubiertos de una suciedad lúgubre, como la que se ve en los cuarteles y en ciertas oficinas públicas. Sobre el aparador no había nada de comer, y los platos del almuerzo tampoco se habían lavado.
—¿A qué venía tanta insistencia en despreciar Turquía?—gruñó mientras buscaba un lugar donde sentarse.
Recordaba muy bien la bonita mano de la señora Pendelli sujetando las tenacillas del azúcar encima de su taza. La señora Pendelli estaba muy bien. Su vestido de seda azul hacía resaltar sus contornos, porque era carnosa. Como también eran carnosos sus labios, que al abrirse dejaban ver unos dientes blanquísimos. Pero sobre todo se movía por su salón con una soltura de mujer de mundo. «¡No es como esa morenucha de la persa! Una desvergonzada, con la carne dura como una aceituna, que seguro que se echa en brazos de todos los hombres».
Adil Bey ni siquiera sabía dónde estaba su cama. No le había dado tiempo para deshacer su equipaje. Bebió agua del grifo y le encontró un sabor farmacéutico.
Oyó pasos en el piso de arriba. Miró por la ventana y vio a alguien acodado en la ventana de enfrente, en la oscuridad, tomando el fresco sin decir nada.
Como en el consulado no había cortinas, veían todo lo que estaba haciendo Adil Bey. ¿Había visto cortinas por la mañana? No conseguía recordarlo. Y cuando trató de instalarse en algún sitio, todas las lámparas se apagaron a la vez, no sólo en el piso, sino también en la calle.
La pareja de enfrente seguía acodada en su ventana, porque no había advertido ningún movimiento. Adil Bey acabó incluso por distinguir la blancura de la camisa del hombre, y luego la mancha lechosa de las caras.
Las bombillas seguían sin encenderse de nuevo. No era una avería, sino el corte de corriente de todos los días a medianoche. Se oyeron pasos en una calle vecina. Un animal gritó, un gato o un perro.
¿También el consulado de Italia se quedaba sin corriente? ¿No tendrían al menos preparadas linternas para estos casos? Adil Bey, que no fumaba, ni siquiera tenía cerillas.
Miraba desoladamente a su alrededor, mientras un vago halo, procedente del cielo por el que corrían unas nubes blancas, impregnaba poco a poco la oscuridad.
Lo único que podía hacer era irse a dormir. Se acostó completamente vestido sobre el diván y se sobresaltó cuando le alcanzó un rayo de luna. ¿Había llegado a adormecerse? No lo sabía. Se precipitó hacia la ventana. Buscó con los ojos la ventana de enfrente, y al principio vio un punto brillante, la brasa de un cigarrillo, luego la manga de una camisa, un brazo doblado, la cabeza de un hombre, y, muy cerca, la mujer que había dejado caer sus cabellos sobre los hombros.
La claridad de la luna se infiltraba hasta la misma sombra de detrás de la pareja. Adil Bey adivinó el rectángulo blanco de una cama. «Me están viendo—pensó—. Es imposible que no me vean».
A modo de bravata, pegó su cara al cristal, sin detenerse a pensar si su nariz aplastada contra él resultaba amenazadora o cómica.