STEFAN ZWEIG

CASTELLIO CONTRA CALVINO

CONCIENCIA CONTRA VIOLENCIA

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE BERTA VIAS MAHOU

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2013

«La posteridad no podrá creer que, después de que ya se hubiera hecho la luz, hayamos tenido que vivir de nuevo en medio de tan densa oscuridad.»

CASTELLIO, De arte dubitandi

(1562)

INTRODUCCIÓN

«Celui qui tombe obstiné en son courage, qui, pour quelque danger de la mort voisine, ne relâche aucun point de son assurance, qui regarde encore, en rendant l’âme, son ennemi d’une vue ferme et dédaigneuse, il est battu, non pas de nous, mais de la fortune; il est tué, non pas vaincu: les plus vaillants sont parfois les plus infortunés. Aussi y a-t-il des pertes triomphantes à l’envi des victoires...»

MONTAIGNE

«El mosquito contra el elefante.» Esta anotación de propia mano, escrita por Sebastian Castellio en el ejemplar de su polémica contra Calvino hallado en la biblioteca de Basilea, resulta en principio extraña, y es fácil suponer que se trata simplemente de una de las habituales exageraciones de los humanistas. Las palabras de Castellio no eran, sin embargo, ni una hipérbole, ni irónicas. Con tan rotunda comparación, este valiente sólo quería dejar claro a su amigo Amerbach hasta qué punto y cuán trágicamente conocía la magnitud del contrincante al que desafiaba, acusando públicamente a Calvino de haber asesinado a un hombre por celo fanático y, con ello, de haber aniquilado la libertad de conciencia en el seno de la Reforma. Desde el momento en el que, en esta peligrosa disputa, Castellio levanta su pluma como si se tratara de una lanza, es consciente de la impotencia de cualquier lucha puramente espiritual frente a la prepotencia de una dictadura armada hasta los dientes y, por tanto, de la inutilidad de su atrevimiento. Pues, ¿cómo habría de enfrentarse, y menos aun vencer, un solo individuo, desarmado, a Calvino, tras el cual se encontraban miles y cientos de miles, además del aparato militar del poder estatal? Gracias a su extraordinaria capacidad organizativa, Calvino logró convertir toda una ciudad, todo un Estado de miles de ciudadanos hasta entonces libres, en una férrea maquinaria de obediencia capaz de exterminar cualquier iniciativa, de impedir cualquier libertad de pensamiento en beneficio de su doctrina exclusiva. Todo aquello que tiene influencia en la ciudad y en el Estado depende de su poder omnipotente: el conjunto de las autoridades y de las competencias, el magistrado y el Consistorio, la Universidad y la justicia, las finanzas y la moral, los clérigos, las escuelas, los alguaciles, las cárceles, la palabra escrita, la hablada e incluso la susurrada en secreto. Su doctrina se ha vuelto ley, y a quien se atreva a hacerle la más mínima objeción, la mazmorra, el destierro o la hoguera—esos argumentos con los que toda tiranía del espíritu pone sin más punto final a cualquier discusión—, le enseñan rápidamente que en Ginebra sólo se tolera una verdad y que Calvino es su profeta. Pero el poder de este hombre, tan inquietante como él mismo, va más allá de los muros de la ciudad. El resto de las ciudades suizas confederadas le considera su aliado político más importante. El protestantismo universal escoge al violentísimo cristiano como general de los ejércitos espirituales. Príncipes y reyes procuran ganarse el favor del jefe de la iglesia, quien ha creado en Europa la organización más poderosa del cristianismo, junto a la de Roma. Ningún acontecimiento político de la época tiene lugar sin su conocimiento, apenas alguno contra su voluntad, hasta el punto de que manifestar hostilidad hacia el predicador de san Pedro es tan peligroso como hacerlo con el Emperador o con el Papa.

En cuanto a su oponente, Sebastian Castellio, un idealista solitario que en nombre de la libertad de pensamiento desafía no sólo a ésta, sino a cualquier tiranía del espíritu, ¿quién es? Realmente, comparado con el fantástico poderío de Calvino, ¡un mosquito contra un elefante! Un don nadie, un cero a la izquierda en el sentido de influencia pública y, por añadidura, también un desposeído, un hombre de letras pobre como una rata, que difícilmente sustenta a su mujer y a sus hijos haciendo traducciones y trabajando como maestro a domicilio. Un fugitivo en un país extraño, sin derecho de asilo ni de ciudadanía, un emigrante por partida doble: como siempre en épocas de fanatismo universal, el ser humano, impotente, se encuentra solo en medio de los beligerantes zelotes. Durante años, este humilde y gran humanista lleva una existencia miserable a la sombra de la persecución, de la pobreza, siempre oprimido, pero también siempre libre, al no estar unido a ningún partido ni profesar ningún fanatismo. Sólo cuando siente que el asesinato de Servet invoca poderosamente su conciencia y abandona su pacífica labor para denunciar a Calvino en nombre de los ultrajados derechos humanos, sólo entonces, esa soledad se convierte en heroica. Pues, a diferencia de su adversario Calvino, acostumbrado a la guerra, a Castellio no le protege ni le rodea un séquito perfectamente organizado, cerrando filas brutalmente en torno a él. Ningún partido, ni el católico ni el protestante, le ofrece apoyo. Ningún alto dignatario, ningún emperador, ningún rey, extiende sobre él, como en otro tiempo sobre Lutero y Erasmo, su mano protectora. Hasta los pocos amigos que le admiran, incluso ellos, sólo se atreven a infundirle ánimo en secreto y al oído, pues resulta sumamente peligroso, peligroso para la propia vida, ponerse públicamente del lado de un hombre que, imperturbable, mientras en todos los países los herejes son perseguidos y torturados por el delirio de la época como si fueran ganado, alza su voz en favor de esos desposeídos de sus derechos, de esos sojuzgados, y que, más allá del caso particular, niega a todos los soberanos de la tierra, y de una vez por todas, el derecho a perseguir a cualquier hombre a causa de su ideología. Del lado de alguien que, en uno de esos terribles momentos de ofuscación que de cuando en cuando caen sobre los pueblos, se atreve a mantener una mirada serena y compasiva, y a llamar a todas esas piadosas carnicerías, supuestamente libradas a mayor gloria de Dios, por su verdadero nombre: asesinato, asesinato y nada más que asesinato. De aquel que, sintiéndose desafiado en lo más íntimo de su ser, es el único que no soporta seguir callado y grita al cielo su desesperación frente a tamañas inhumanidades, luchando solo por todos y contra todos, pues, debido a la inmortal cobardía del género humano, aquel que eleve su voz contra quienes detentan y administran el poder en cada momento, contará siempre con pocos adeptos. Así, Sebastian Castellio en la hora decisiva no tiene tras de sí más que a su propia sombra, ni más bienes que la única fortuna inalienable que posee un creador cuando lucha: una conciencia indoblegable en un alma intrépida.

Precisamente eso, que Sebastian Castellio fuera consciente desde el principio de la esterilidad de su lucha y que no obstante la emprendiera, contra todo sentido común, justamente ese santo «no obstante», engrandece para siempre a este «soldado desconocido», convirtiéndole en un héroe en la gran lucha por la liberación de la humanidad. Ya sólo por eso, por ser el único en alzarse en apasionada protesta contra un terror universal, el desafío de Castellio frente a Calvino debería ser recordado por todo hombre de espíritu. Pero también en lo que se refiere a la actitud interna frente al problema, esta discusión histórica sobrepasa con creces las circunstancias de la época, pues no se trata de una simple cuestión teológica, ni únicamente del hombre Servet, como tampoco de la crisis decisiva entre el protestantismo liberal y el ortodoxo. Esta decidida polémica suscita una cuestión mucho más amplia, una cuestión intemporal: nostra res agitur. Queda así abierta una lucha que habrá de ser siempre renovada, bajo nuevos nombres y nuevas formas. La teología, en este caso, no es más que la máscara ocasional de la época, e incluso Castellio y Calvino se revelan únicamente como los exponentes más encarnizados de una disyuntiva imperceptible, pero insalvable. No importa cómo quiera uno denominar los extremos de esta tensión permanente—tolerancia frente a intolerancia, libertad frente a tutela, humanismo frente a fanatismo, individualismo frente a mecanización, conciencia frente a violencia—, todos estos nombres expresan una opción que en última instancia es la más personal y la más íntima, la que para todo individuo resulta de mayor importancia: lo humano o lo político, la ética o la razón, el individuo o la comunidad.

Ningún pueblo, ninguna época, ningún hombre de pensamiento se libra de tener que delimitar una y otra vez libertad y autoridad, pues la primera no es posible sin la segunda, ya que, en tal caso, se convierte en caos, ni la segunda sin la primera, pues entonces se convierte en tiranía. No cabe duda de que en el fondo de la naturaleza humana hay un misterioso anhelo de autodisolución en la colectividad. Nuestra ancestral ilusión de que podría forjarse un determinado sistema religioso, nacional o social que brindara a toda la humanidad la paz y el orden definitivos, es indestructible. El Gran Inquisidor de Dostoievski demuestra con cruel dialéctica que, en el fondo, la mayoría de los hombres teme la propia libertad y que, de hecho, ante la agotadora variedad de los problemas, ante la complejidad y responsabilidad de la vida, la gran masa ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre de tener que pensar. Esa nostalgia mesiánica por una existencia libre de problemas constituye el verdadero fermento que allana el camino a todos los profetas sociales y religiosos. Cuando los ideales de una generación han perdido su fuego, sus colores, un hombre con poder de sugestión no necesita más que alzarse y declarar perentoriamente que él y sólo él ha encontrado o descubierto la nueva fórmula, para que hacia el supuesto redentor del pueblo o del mundo fluya la confianza de miles y miles de personas. Una nueva ideología—y ése es por cierto su sentido metafísico—establece siempre en primer lugar un nuevo idealismo sobre la tierra, pues cualquiera que brinde a los hombres una nueva ilusión de unidad y pureza, apela a sus más sagradas fuerzas: su disposición al sacrificio, su entusiasmo. Millones y millones, como si fueran víctimas de un hechizo, están dispuestos a dejarse arrastrar, fecundar, e incluso violentar. Y cuanto más exija de ellos el heraldo de la promesa de turno, tanto más se entregarán a él. Por complacerle, sólo para dejarse guiar sin oponer resistencia, renuncian a aquello que hasta ayer aún constituía su mayor alegría, su libertad. La vieja ruere in servitium de Tácito se cumple una y otra vez, cuando, en un fogoso rapto de solidaridad, los pueblos se precipitan voluntariamente en la esclavitud y ensalzan el látigo con el que se les azota.

Para cualquier hombre de pensamiento no deja de haber algo conmovedor en el hecho de que sea siempre una idea, la más inmaterial de las fuerzas que existen sobre la tierra, la que lleve a cabo un milagro de sugestión tan inverosímil en nuestro viejo, sensato y mecanizado mundo. Con facilidad se cae así en la tentación de admirar y ensalzar a estos iluminados, porque desde el espíritu son capaces de transformar la obtusa materia. Pero fatalmente, estos idealistas y utopistas, justo después de su victoria, se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria, en el abuso de la misma. Y, en lugar de conformarse con haber convencido de su delirio personal a tantos hombres, hasta el punto de estar alegremente dispuestos a vivir e incluso a morir por él, todos estos conquistadores caen en la tentación de transformar la mayoría en totalidad y de querer obligar incluso a aquellos que no forman parte de ningún partido a compartir su dogma. No tienen suficiente con sus adeptos, con sus secuaces, con sus esclavos del alma, con los eternos colaboradores de cualquier movimiento. No. También quieren que los que son libres, los pocos independientes, les glorifiquen y sean sus vasallos, y, para imponer el suyo como dogma único, por orden del gobierno estigmatizan cualquier diferencia de opinión, calificándola de delito. Esa maldición de todas las ideologías religiosas y políticas que degeneran en tiranía en cuanto se transforman en dictaduras se renueva constantemente. Desde el momento en el que un clérigo no confía en el poder inherente a su verdad, sino que echa mano de la fuerza bruta, declara la guerra a la libertad humana. No importa de qué idea se trate: todas y cada una de ellas, desde el instante en el que recurren al terror para uniformar y reglamentar las opiniones ajenas, dejan el terreno de lo ideal para entrar en el de la brutalidad. Hasta la más legítima de las verdades, si es impuesta a otros por medio de la violencia, se convierte en un pecado contra el espíritu.

Pero el espíritu se comporta de un modo enigmático. Invisible e impalpable como el aire, parece adaptarse fácilmente a todas las formas y a cualquier fórmula. Y eso lleva siempre a las naturalezas despóticas al delirio de creer que se le puede reducir por completo, encerrar y embotellar dócilmente. Sin embargo, con cada represión aumenta su capacidad de reacción, y precisamente cuando es aplastado y comprimido se convierte en un material incendiario, en un explosivo. Toda represión conduce tarde o temprano a la revuelta, pues la independencia moral de la humanidad a la larga resulta—¡eterno consuelo éste!—indestructible. Nunca hasta ahora ha sido posible imponer de modo dictatorial una única religión, una única filosofía, una sola forma de ver el mundo a toda la tierra, pues el espíritu siempre sabrá resistirse a cualquier servidumbre, siempre se negará a pensar de una forma que le sea prescrita, a que lo conviertan en algo vacío e insípido, a dejarse restringir y unificar. Qué banal y qué vano resulta por ello todo empeño de querer reducir la sublime variedad de la existencia a un común denominador, así como el de dividir de un modo maniqueo a la humanidad en buenos y malos, piadosos y herejes, en obedientes y hostiles al Estado, basándose en un principio impuesto solamente por la ley del más fuerte. Siempre habrá espíritus independientes que se alcen contra semejantes violaciones de la libertad del ser humano: los objetores de conciencia, los que con decisión se insubordinan frente a cualquier coacción ejercida sobre la conciencia. Ninguna época ha podido ser tan bárbara, ninguna tiranía tan sistemática como para que algunos individuos no lograsen escapar a la violencia ejercida sobre las masas y defender el derecho a una opinión personal frente a los violentos monomaníacos y a su verdad única.

También el siglo XVI, exaltado como el nuestro por sus violentas ideologías, conoció tales espíritus libres e incorruptibles. Leyendo las cartas de los humanistas de aquellos tiempos, siente uno fraternalmente su profundo dolor ante los trastornos provocados por el poder. Conmovidos, experimentamos la aversión de sus almas ante las estúpidas proclamas que los dogmáticos gritan en el mercado, pregonando todos y cada uno lo mismo: «Lo que nosotros enseñamos, es cierto, y lo que no, es falso.» Qué grande el espanto que sacude a estos serenos ciudadanos del mundo a la vista de esos inhumanos reformadores de la humanidad que, proclamando con espuma en la boca sus brutales ortodoxias, han irrumpido en su universo, un universo que cree en la belleza. Qué profunda repugnancia sienten ante todos esos Savonarolas, John Knox y Calvinos que quieren destruir la belleza que hay en el mundo y convertir la tierra en un seminario de moralidad. Con trágica clarividencia, todos estos hombres sabios y humanitarios reconocen el mal que esos fanáticos furibundos habrán de traer sobre Europa. Tras sus airadas palabras escuchan ya el fragor de la batalla. Y en su odio presienten la futura y terrible guerra. Pero, aun conscientes de la verdad, estos humanistas no se atreven a luchar por ella. En la vida, los destinos están casi siempre separados: quienes comprenden no son los ejecutores, y quienes actúan no comprenden. Todos esos trágicos y afligidos humanistas se escriben unos a otros conmovedoras cartas llenas de ingenio, se lamentan a puerta cerrada en sus gabinetes de estudio, pero ninguno de ellos sale a escena para hacer frente al Anticristo. De cuando en cuando, Erasmo, desde la sombra, se atreve a lanzar un par de flechas. Rabelais, en medio de feroces risas y oculto bajo el hábito de bufón, reparte unos cuantos latigazos. Montaigne, ese noble y sabio filósofo, encuentra en sus ensayos las más elocuentes palabras. Pero ninguno de ellos trata de intervenir seriamente, ni de impedir aunque sea una sola de esas infames persecuciones y ejecuciones. Con los furibundos, reconocen estos hombres de mundo y, por tanto, prudentes, el sabio no debe pelear. Lo mejor, en tales épocas, es refugiarse en la sombra, para evitar ser apresado e inmolado uno mismo.

Sin embargo, Castellio, y de ahí su gloria inmortal, es el único de entre todos esos humanistas que, con decisión, se sale de la fila, enfrentándose a su destino. Heroicamente, se atreve a alzar la voz para defender a los compañeros perseguidos y, con ello, su vida. Sin ningún fanatismo, aunque amenazado a cada paso por los fanáticos, sin dejarse llevar tampoco por la pasión, antes bien, con una firmeza digna de Tolstoi, enarbola como un estandarte su testimonio sobre los enconados tiempos, en el que declara que a ningún hombre se le debería imponer una concepción del mundo y que sobre la conciencia de un hombre ningún poder terrenal debería tener jamás autoridad. Y como no redacta su testimonio en nombre de ningún partido, sino que lo hace desde el espíritu imperecedero de la humanidad, sus ideas, al igual que algunas de sus palabras, se han mantenido inmunes al paso del tiempo. Las ideas intemporales, válidas para todos los seres humanos, al ser formuladas por un creador, conservan siempre su carácter. La profesión de fe ligada al mundo siempre sobrevivirá a la doctrinaria y agresiva. Pero, sobre todo desde el punto de vista ético, el coraje ejemplar y sin precedentes de este hombre olvidado debe ser un modelo para las generaciones venideras. Cuando Castellio—enfrentándose a todos los teólogos del mundo—califica a Servet, asesinado por Calvino, de víctima inocente; cuando rechaza todos los argumentos de Calvino con estas inmortales palabras: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre», cuando en su manifiesto en defensa de la tolerancia—mucho antes que Locke, Hume, Voltaire, y mucho más brillantemente que ellos—proclama de una vez por todas el derecho a la libertad de conciencia, este hombre empeña su vida a cambio de sus convicciones. Sin embargo, no se trata de comparar la protesta de Castellio por el asesinato legal de Miguel Servet con las mil veces más famosas de Voltaire en el caso Calas y de Zola en el asunto Dreyfus, pues semejantes comparaciones no alcanzan ni de lejos la altura moral de su acción. Voltaire, cuando emprende la lucha en favor de Calas, vive ya en un siglo más humano. Además, el mundialmente célebre escritor cuenta con la protección de reyes y príncipes. Del mismo modo, tras Émile Zola, como un invisible ejército, cierra filas todo un mundo: la admiración de toda Europa. Con su acción, ambos arriesgan su reputación y su comodidad en aras de un destino ajeno, pero, y ésta sigue siendo la diferencia fundamental, no su propia vida, como hace Sebastian Castellio, quien en su lucha en pro de la humanidad sufre la inhumanidad de su siglo con toda su mortífera violencia.

Sebastian Castellio pagó su heroísmo moral hasta con la última gota de sus fuerzas. Resulta estremecedor cómo este heraldo de la no violencia, que no quiso servirse de más armas que las puramente espirituales, es sofocado por la fuerza bruta. Una y otra vez se descubre que, cuando un individuo, sin más autoridad tras de sí que la del derecho moral, se defiende frente a una organización cerrada, la lucha no tiene salida. Cuando una doctrina logra hacerse con el aparato del Estado y con todos sus medios de presión, pone en marcha sin el menor escrúpulo la máquina del terror. A quien ponga en cuestión su poder omnipotente le corta la palabra y la mayor parte de las veces también la garganta. Calvino nunca respondió seriamente a Castellio, prefería hacerle enmudecer. Se destruyen, se prohíben, se queman, se requisan sus libros. En el cantón vecino, imponiéndolo por medio de la extorsión política, se le prohíbe escribir. Y ya apenas puede contestar, rectificar. En seguida, los secuaces de Calvino caen sobre él, difamándole. Muy pronto no se trata ya de una guerra, sino de la execrable violencia ejercida sobre un hombre desarmado, pues Castellio no puede hablar, ni escribir. Mudos permanecen sus escritos en el cajón. Calvino, en cambio, tiene las imprentas y el púlpito, la cátedra y los sínodos, todo el aparato de poder. Y sin piedad, lo pone en marcha. Cada paso de Castellio es vigilado. Cada una de sus palabras, espiada. Cada una de sus cartas, interceptada. No sorprende que una organización semejante, con cientos de cabezas, triunfe sobre el individuo. Tan sólo una muerte prematura libró a Castellio del exilio o de ser quemado en la hoguera, aunque el odio frenético de los dogmáticos triunfantes no se detuvo siquiera ante su cadáver. Estando ya en la fosa, arrojan sobre él, como si se tratara de cal viva, calumnias y difamaciones y cubren su nombre de cenizas. La memoria de este individuo, que no sólo luchó contra la dictadura de Calvino, sino en general contra el principio de toda dictadura del espíritu, debía olvidarse y perderse para siempre.

Y el poder ejercido contra este hombre pacífico estuvo a punto de lograr también ese extremo: esa represión metódica no sólo sofocó la influencia temporal de este gran humanista, sino también su gloria póstuma durante muchos años. Aún hoy, un hombre culto no tiene por qué avergonzarse si no ha leído, ni escuchado nunca el nombre de Castellio, pues, ¿cómo conocerle cuando lo fundamental de sus obras, por culpa de la censura, no pudo imprimirse durante decenas de años, incluso durante siglos? Ningún impresor en el entorno de Calvino se atreve a publicarlas, y cuando aparecen, mucho después de su muerte, es demasiado tarde para que obtengan la gloria merecida. Otros, entretanto, han retomado las ideas de Castellio. Bajo diferentes nombres, ha continuado la lucha, en la que él, el primero, cayó demasiado pronto y casi inadvertido. A algunos se les ha condenado a vivir en la sombra, a morir en la oscuridad. Otros, después, han cosechado la fama que le correspondía a Castellio. Y aún hoy día se puede leer en los libros de texto el error de que Hume y Locke fueron los primeros en proclamar la idea de la tolerancia en Europa, como si el heterodoxo manifiesto de Castellio nunca se hubiera escrito, ni publicado. Su hazaña moral, la lucha en favor de Servet, ha quedado olvidada. Olvidada, la batalla contra Calvino: «el mosquito contra el elefante». Olvidadas, sus obras. Un deficiente retrato en las obras completas en holandés, un par de manuscritos en bibliotecas suizas y holandesas, unas cuantas palabras de agradecimiento por parte de sus alumnos, es todo lo que ha quedado de un hombre al que, de común acuerdo, sus contemporáneos no sólo ponderaron como uno de los hombres más sabios, sino también como uno de los más nobles de su tiempo. Aún hoy hemos de saldar una deuda de agradecimiento frente a este olvido y expiar una terrible injusticia.

Pues la Historia no tiene tiempo para hacer justicia. Enumera, como los fríos cronistas, sólo los éxitos, rara vez en cambio los mide con criterios morales. Sólo se fija en los vencedores, dejando a los vencidos en la sombra. Sin el menor escrúpulo, estos «soldados desconocidos» son enterrados en la fosa común del olvido. Nulla crux, nulla corona—ninguna cruz, ninguna corona—celebra su olvidado, su estéril sacrificio. Aunque, en realidad, ningún esfuerzo emprendido con verdadera convicción puede ser calificado de estéril. Ninguna movilización de fuerzas morales se pierde del todo en el universo. Incluso como vencidos, los derrotados, los que con sus ideales intemporales se adelantaron a su época, cumplieron con su misión, pues una idea está viva en la tierra con sólo ganar testigos y adeptos que vivan y mueran por ella. Desde el punto de vista del espíritu, las palabras «victoria» y «derrota» adquieren un significado distinto. Y por eso es necesario recordar una y otra vez al mundo, un mundo que sólo ve los monumentos de los vencedores, que quienes construyen sus dominios sobre las tumbas y las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder, como Castellio frente a Calvino en su lucha por la libertad de conciencia y por el definitivo advenimiento de la humanidad a la tierra.