MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE BERTA VIAS MAHOU
ACANTILADO
BARCELONA 2013
Ningún artista es durante las veinticuatro horas de su jornada diaria ininterrumpidamente artista. Todo lo que de esencial, todo lo que de duradero consigue, se da siempre en los pocos y extraordinarios momentos de inspiración. Y lo mismo ocurre en la Historia, a la que admiramos como la poetisa y la narradora más grande de todos los tiempos, pero que en modo alguno es una creadora constante. También en ese «misterioso taller de Dios», como respetuosamente llamara Goethe a la Historia, gran parte de lo que ocurre es indiferente y trivial. También aquí, como en todos los ámbitos del arte y de la vida, los momentos sublimes, inolvidables, son raros. La mayoría de las veces, en su calidad de cronista se limita a hilvanar, indolente y tenaz, punto por punto, un hecho tras otro en esa inmensa cadena que se extiende a lo largo de miles de años, pues toda crisis necesita un periodo de preparación y todo auténtico acontecimiento, un desarrollo. Los millones de hombres que conforman un pueblo son necesarios para que nazca un solo genio. Igualmente han de transcurrir millones de horas inútiles antes de que se produzca un momento estelar de la humanidad.
Pero cuando en el arte nace un genio, perdura a lo largo de los tiempos. A su vez cada uno de estos momentos estelares marca un rumbo durante décadas y siglos. Así como en la punta de un pararrayos se concentra la electricidad de toda la atmósfera, en esos instantes y en el más corto espacio, se acumula una enorme abundancia de acontecimientos. Lo que por lo general transcurre apaciblemente de modo sucesivo o sincrónico, se comprime en ese único instante que todo lo determina y todo lo decide. Un único «sí», un único «no», un «demasiado pronto» o un «demasiado tarde» hacen que ese momento sea irrevocable para cientos de generaciones, determinando la vida de un solo individuo, la de un pueblo entero e incluso el destino de toda la humanidad.
Tales momentos dramáticamente concentrados, tales momentos preñados de fatalidad, en los que una decisión destinada a persistir a lo largo de los tiempos se comprime en una única fecha, en una única hora y a menudo en un solo minuto, son raros tanto en la vida del individuo como en el curso de la Historia. Aquí he tratado de evocar, a partir de las más variadas épocas y regiones, algunos de esos momentos estelares—los he denominado así, porque, resplandecientes e inalterables como estrellas, brillan sobre la noche de lo efímero—. En ningún caso se ha procurado decolorar o intensificar la verdad de los acontecimientos externos o internos recurriendo a la propia invención, pues en esos instantes sublimes que la Historia configura a la perfección, no es necesario que ninguna mano acuda en su ayuda. Allí donde ella impera como poetisa, como dramaturga, ningún escritor tiene derecho a intentar superarla.
Lo más prudente que puede hacer un hombre sensato y no muy intrépido cuando se encuentra con otro más fuerte que él es evitarlo y, sin avergonzarse, aguardar un cambio, hasta que el camino vuelva a quedar libre. Marco Tulio Cicerón, el primer humanista del imperio romano, el maestro de la oratoria, defensor de la justicia, se afanó durante tres décadas por servir a la ley heredada de sus mayores y por mantener la república. Sus discursos han quedado grabados en los anales de la Historia. Sus obras literarias, en los sillares de la lengua latina. Combatió la anarquía en la persona de Catilina. La corrupción, en la de Verres. Y la amenaza de la dictadura, en las de los generales victoriosos. Su libro De re publica se consideró en su época como el código ético del Estado ideal. Pero ahora llega alguien más fuerte. Con sus legiones galas, Julio César, al que en un principio ha promovido por ser el de más edad y el más notable, se ha convertido de la noche a la mañana en el dueño y señor de Italia. Como jefe absoluto del poder militar no necesita más que extender la mano para hacerse con la corona imperial que Antonio le ha ofrecido ante el pueblo congregado. En vano se enfrenta Cicerón a la autocracia de César, tan pronto como éste infringe la ley en el momento que cruza el Rubicón. En vano intenta movilizar a los últimos defensores de la libertad contra los violentos. Como siempre, las cohortes se muestran más poderosas que las palabras. César, a un tiempo hombre de espíritu y de acción, ha triunfado por completo. De haber sido vengativo, como la mayoría de los dictadores, podría haber eliminado sin contemplaciones, tras su clamorosa victoria, a ese obstinado defensor de la ley, o al menos haberle enviado al destierro. Sin embargo, más que todos sus triunfos militares, lo que honra a Julio César es su magnanimidad tras la victoria. A Cicerón, su opositor, ahora acabado, le concede la vida, sin hacer el más mínimo intento de humillarlo, y únicamente le sugiere que se retire de la escena política, que ahora le pertenece a él y en la que a cualquier otro sólo le corresponde el papel de figurante mudo y obediente.
A un hombre de espíritu no le puede suceder nada más ventajoso que el que se le excluya de la vida pública, política. Ésta arroja al pensador, al artista, fuera de su indigna órbita, una de esas que sólo se pueden dominar recurriendo a la brutalidad o a la hipocresía, y lo reintegra a la suya propia, interior, intangible e imperecedera. Cualquier forma de exilio se convierte para un hombre de espíritu en un estímulo para el recogimiento interior. Y a Cicerón ese bendito infortunio le sobreviene en el mejor momento, en el más propicio. El gran dialéctico se acerca, paso a paso, a la vejez tras una vida que, entre tumultos y tensiones, le ha dejado poco tiempo para la síntesis creadora. ¡Cuánto y cuánta contradicción ha tenido que presenciar el sexagenario en el limitado espacio de su vida! Abriéndose camino y haciendo prevalecer su opinión gracias a la tenacidad, a la capacidad de maniobra y a su superioridad espiritual, este homo novus o advenedizo, ha alcanzado todos los puestos y dignidades públicos, hasta entonces fuera del alcance de un hombre de provincias por estar celosamente reservados a la camarilla de la nobleza hereditaria. Ha experimentado lo más alto y lo más bajo de los favores públicos. Tras la caída de Catilina, ha subido triunfalmente los escalones del Capitolio, siendo coronado por el pueblo y honrado por el senado con el glorioso título de pater patriae, padre de la patria. Y por otro lado, de la noche a la mañana, ha tenido que huir al destierro condenado por ese mismo senado y abandonado por ese mismo pueblo. No ha habido cargo en el que no se mostrara eficaz, ni rango que no alcanzara gracias a su infatigable laboriosidad. Se ha encargado de dirigir procesos en el foro. Como soldado, ha estado al mando de legiones en el campo de batalla. Como cónsul, ha administrado la república. Como procónsul, provincias enteras. Millones de sestercios han pasado por sus manos, convirtiéndose en deudas. Ha poseído la vivienda más hermosa del Palatino y la ha visto en ruinas, quemada y devastada por sus enemigos. Ha escrito tratados memorables y pronunciado discursos que han creado escuela. Ha criado hijos y los ha perdido. Ha sido valiente y débil, voluntarioso y de nuevo esclavo del elogio, muy admirado y muy odiado, un carácter inconstante, pleno de fragilidad y de esplendor. En resumen, la personalidad más atractiva y más provocadora de su tiempo, porque irremediablemente se involucró en todos los acontecimientos de esos cuarenta pletóricos años que abarcan desde Mario hasta César. Cicerón vivió y sufrió la historia de la época, la historia universal, como un testigo sin par. Sólo que no tuvo tiempo para una cosa, la más importante: para echar un vistazo a su propia vida. Jamás este hombre incansable encontró la ocasión para meditar tranquilamente y recopilar su saber, su pensamiento.
Por fin, gracias al golpe de Estado de César, que le aparta de la res publica, de los asuntos de Estado, se le brinda la oportunidad de cuidar de modo productivo de la res privata, de los asuntos particulares, lo más importante del mundo. Resignado, Cicerón abandona el foro, el senado y el imperio a la dictadura de Julio César. Una aversión hacia todo lo público empieza a apoderarse de él. Que otros defiendan los derechos del pueblo, al que las luchas de gladiadores y los juegos le importan más que su propia libertad. Para él ya sólo cuenta una cosa: buscar, encontrar y configurar la suya propia, la libertad interior. Así, Marco Tulio Cicerón, por primera vez en sesenta años, vuelve la mirada a sí mismo, reflexionando tranquilamente, con la intención de demostrar al mundo para qué ha actuado y para qué ha vivido.
Artista de nacimiento, que sólo por error abandonó el mundo de los libros para entrar en el quebradizo mundo de la política, Marco Tulio Cicerón, conforme a su edad y sus más íntimas inclinaciones, trata de organizar su vida de manera clarividente. De Roma, la ruidosa metrópoli, se retira a Tusculum, la actual Frascati, y con ello se rodea de uno de los más hermosos paisajes de Italia. En suaves oleadas, cubiertas de oscuros bosques, las colinas inundan la campiña. Con un tono argentino, las fuentes resuenan en la retirada quietud. Al pensador creativo, tras todos esos años en el mercado, en el foro, dentro de la tienda de campaña en el frente o estando de viaje, se le abre aquí, por fin, el alma. La ciudad, atrayente y abrumadora, está lejos, como un simple humo en el horizonte, y, sin embargo, lo bastante cerca como para que los amigos vengan con frecuencia a mantener conversaciones estimulantes para el espíritu. Ático, al que le une una profunda confianza. Y el joven Bruto o el joven Casio. Una vez incluso—¡peligroso huésped!—el propio dictador, el gran Julio César. Pero si no acuden los amigos de Roma, en su lugar siempre hay otros, magníficos, unos compañeros que jamás defraudan, lo mismo dispuestos al silencio que a la charla. Los libros. Marco Tulio Cicerón instala en su casa de campo una fantástica biblioteca, un panal de sabiduría verdaderamente inagotable. Las obras de los sabios griegos alineadas junto a las crónicas romanas y los compendios de la ley. Con semejantes amigos de todos los tiempos y todas las lenguas, no puede sentirse solo ni una noche. La mañana la dedica al trabajo. Un esclavo instruido aguarda siempre, obediente, el dictado. Cuando le llama a comer, su adorada hija Tulia le acorta las horas. La educación del hijo es un estímulo diario, o al menos trae consigo alguna novedad. Y además, postrera sabiduría, el sexagenario aún incurre en la locura más dulce de la vejez. Se casa con una mujer más joven que su propia hija, para disfrutar como artista de la belleza de la vida, no sólo en el mármol o en los versos, sino también en su forma más sensual y encantadora.
De modo que parece que a sus sesenta años Marco Tulio Cicerón se ha reintegrado al fin a su verdadero ser: ya sólo filósofo y no demagogo, escritor y no maestro de retórica, dueño de su tiempo libre y no solícito servidor del aplauso del pueblo. En lugar de perorar—de hablar con énfasis—ante jueces corruptos en el mercado, prefiere fijar la esencia del arte de la oratoria en su De oratore, un modelo para todos sus imitadores. Y a la vez, en su tratado De senectute—Cato maior de senectute—, instruirse él mismo acerca de que alguien realmente sabio debe aprender que la verdadera dignidad de la vejez y de su vida es la resignación. Las más bellas cartas, las más armoniosas, proceden de esta época de íntimo recogimiento. E incluso cuando experimenta la más perturbadora de las desgracias, la muerte de su amada hija Tulia, su arte le ayuda a alcanzar la dignidad filosófica. Escribe esas Consolationes que aún hoy, después de siglos, siguen confortando a miles de personas que conocen ese mismo destino. Sólo al exilio debe la posteridad que el gran escritor surgiera a partir del que en otro tiempo fue un activo orador. En esos tres años de tranquilidad, hace más por su obra y por su fama póstuma que en los treinta anteriores que, pródigo, sacrificó a la res publica, a los asuntos de Estado.
Más ciudadano ya de la eterna república del espíritu que de la de Roma, a la que la dictadura de César ha castrado, su vida ahora parece la de un filósofo. El maestro de la justicia terrena ha aprendido por fin el amargo secreto del que al fin y al cabo acaba enterándose todo aquel que se dedica a la actividad pública. Que a la larga no se puede defender la libertad de las masas, sino únicamente la propia, la libertad interior.
Así, Marco Tulio Cicerón, ciudadano del mundo, humanista, filósofo, pasa un verano colmado de bienes, un otoño creativo, un invierno italiano, alejado—él cree que para siempre—de los mecanismos del poder temporal, político. Apenas presta atención a las noticias y cartas que diariamente llegan de Roma, indiferente a un juego que ya no requiere su participación. Ciudadano sólo de la república invisible de las ideas y no de aquella otra, corrompida y forzada, que sin oponer resistencia se ha sometido al terror, parece curado por completo del ansia de notoriedad de los literatos. Cuando de pronto, un mediodía del mes de marzo, un emisario irrumpe en su casa, cubierto de polvo, con los pulmones machacados. Pero aún le quedan fuerzas para comunicar la noticia. Julio César, el dictador, ha sido asesinado ante el foro de Roma. Después, cae al suelo.
Cicerón palidece. Hace unas semanas comió en la misma mesa que el magnánimo vencedor. Y aun cuando él mismo se ha mostrado tan hostil frente a ese peligroso superior, aun cuando considerara sus triunfos militares con desconfianza, en su fuero interno estaba obligado a honrar el espíritu soberano, el genio organizador y la humanidad de ese enemigo único y respetable. Pero a pesar de toda la aversión que siente hacia el vulgar argumento del asesinato cometido por el pueblo, ese hombre, Julio César, con todos sus méritos y sus obras, ¿no ha cometido la especie más detestable de homicidio, el parricidium patriae, el asesinato de la patria? ¿No fue precisamente su genio el peligro más grande para la libertad de Roma? La muerte de ese hombre puede que sea lamentable desde el punto de vista humano, pero favorece el triunfo de la más sagrada causa. Pues, ahora que César está muerto, la república puede resurgir y con ella, triunfar la idea más noble, la de la libertad.
Así Cicerón se sobrepone a su primer sobresalto. Él no ha querido ese alevoso crimen. Tal vez ni en sus sueños más íntimos se haya atrevido siquiera a desearlo. Bruto y Casio—aunque Bruto, al sacar del pecho de César el puñal bañado en sangre, ha gritado su nombre, el de Cicerón, poniendo así como testigo de su crimen al maestro del credo republicano—no le han informado de la conspiración. Pero ahora que el crimen se ha perpetrado de modo irrevocable, al menos hay que aprovecharlo en beneficio de la república. Cicerón reconoce que el camino hacia la antigua libertad romana pasa por encima de ese cadáver imperial. Y su deber es mostrárselo a los demás. Un momento como éste, único, no puede desperdiciarse. Ese mismo día, Marco Tulio Cicerón deja sus libros, sus escritos y el bendito ocio del artista, la contemplación. Con el corazón palpitante, corre hacia Roma, para salvar a la república, la verdadera herencia de César, tanto de sus asesinos como de sus vengadores.
En Roma, Cicerón se encuentra una ciudad confundida, consternada y desorientada. Desde el momento en que se produce, el asesinato de Julio César se revela como más grande que sus autores. La abigarrada camarilla de los conjurados no ha sabido hacer otra cosa que asesinar, nada más que eliminar a ese hombre superior a ellos. Pero ahora que hay que sacar provecho de esa acción, se quedan desamparados, sin saber qué hacer. Los senadores vacilan sobre si deben aprobar o condenar el asesinato. El pueblo, hace tiempo acostumbrado a ser dirigido con mano brutal, no se atreve a opinar. Antonio y los demás amigos de César temen a los conjurados y tiemblan por su vida. Los conjurados, a su vez, tienen miedo de los amigos de César y de su venganza.
En medio de la confusión general, Cicerón se revela como el único capaz de mostrar determinación. En otras ocasiones vacilante y temeroso, como todo hombre de espíritu y nervio, él mismo se pone, sin titubear, tras ese crimen en el que no ha participado. Erguido, pisa las baldosas aún mojadas con la sangre de César y ante el senado reunido ensalza la supresión del dictador como un triunfo de la idea republicana. «¡Ah, pueblo mío, una vez más has recuperado la libertad!», exclama. «Vosotros, Bruto y Casio, vosotros habéis llevado a cabo la acción más grande, no sólo de Roma, sino del mundo entero.» Pero al mismo tiempo exige que a ese acto en sí criminal se le dé un sentido más elevado. Los conjurados deben tomar enérgicamente el poder, desierto tras la muerte de César, y utilizarlo para sin demora salvar la república, para restablecer la vieja constitución romana. Antonio debe encargarse del consulado. Y a Bruto y Casio hay que transmitirles el poder ejecutivo. Por vez primera, y para imponer para siempre la dictadura de la libertad, este hombre de leyes tiene que infringir, por un breve instante en la historia universal, la rígida ley.
Pero ahora se demuestra la debilidad de los conjurados. Sólo eran capaces de urdir una conjura, de cometer un asesinato. Tenían únicamente la fuerza necesaria para hundir sus puñales a cinco pulgadas de profundidad en el cuerpo de un hombre indefenso. Y con ello se acabó su entereza. En lugar de hacerse con el poder y emplearlo para restablecer la república, se afanan por conseguir una amnistía a buen precio y negocian con Antonio. A los amigos de César les dan ocasión para reunirse y con ello desperdician un tiempo precioso. Cicerón, con perspicacia, reconoce el peligro. Se da cuenta de que Antonio prepara un contragolpe, que habrá de liquidar no sólo a los conjurados, sino también las ideas republicanas. Previene, lanza invectivas, instiga y pronuncia discursos, para obligar a los conjurados, para obligar al pueblo a que actúe con decisión. Pero—¡histórico error!—él mismo no lo hace. Ahora tiene todos los recursos en sus manos. El senado está dispuesto a declararse conforme. El pueblo en definitiva sólo espera a alguien que con decisión y arrojo se haga cargo de las riendas que se han escapado de las fuertes manos de César. Nadie se habría opuesto. Todos habrían respirado aliviados, si ahora él se hubiera hecho cargo del gobierno y en medio del caos hubiera puesto orden.
El momento histórico, el momento universal de Marco Tulio Cicerón, que tan ardientemente añorara desde sus discursos catilinarios, ha llegado por fin con esos idus de marzo. Y si hubiera sabido aprovecharlos, la asignatura de Historia que todos nosotros estudiamos en la escuela habría sido bien distinta. El nombre de Cicerón no se habría transmitido en los anales de Livio y Plutarco como el de un mero escritor notable, sino como el del salvador de la república, como el del verdadero genio de la libertad romana. Suya sería la gloria imperecedera de haber tenido en sus manos el poder de un dictador y de haberlo devuelto voluntariamente al pueblo.
Pero en la Historia se repite sin cesar la tragedia del hombre de espíritu que, en el momento decisivo, incómodo en su fuero interno por la responsabilidad, rara vez se convierte en un hombre de acción. Una vez más, en el hombre de espíritu, en el creador, se renueva la misma escisión: ver mejor las necedades de su época le lleva a intervenir y en un momento de entusiasmo se lanza con pasión a la lucha política, pero, al mismo tiempo, duda sobre si se ha de responder a la violencia con violencia. Su conciencia retrocede ante la idea de practicar el terror y derramar sangre. Y esa vacilación y esa deferencia en ese momento único, que no sólo autoriza la falta de consideración, sino que incluso la exige, paraliza sus fuerzas. Tras un primer arranque de entusiasmo, Cicerón observa la situación con peligrosa clarividencia. Observa a los conjurados, a los que aún ayer ensalzaba, y ve que no son más que unos pusilánimes, que huyen de las sombras de su propio crimen. Observa al pueblo y ve que hace tiempo que ya no es el viejo populus romanus, aquel pueblo heroico con el que soñara, sino una plebe degenerada que sólo piensa en el beneficio y en la diversión, en comer y en el juego, panem et circenses, que un día recibe con júbilo a Bruto y a Casio, a los asesinos, y al siguiente a Antonio, quien clama venganza contra ellos, y al tercero a Dolabela, que manda derribar todos los retratos de César. En esa ciudad degenerada, reconoce, nadie sirve ya con honradez a la idea de la libertad. Todos quieren únicamente el poder o su bienestar. César ha sido eliminado en vano, pues todos ellos sólo aspiran y pelean por su herencia, por su dinero, por sus legiones, por su poder. Tan sólo buscan el provecho y la ganancia para sí mismos, y no para la única causa sagrada, la causa de Roma.
En esas dos semanas, tras su prematuro entusiasmo, Cicerón está cada vez más cansado, se vuelve cada vez más escéptico. Nadie más que él se preocupa del restablecimiento de la república. El sentimiento nacional se ha extinguido, el interés por la libertad se ha perdido por completo. Al final siente repugnancia ante ese turbio tumulto. No puede seguir entregándose al engaño con respecto a la impotencia de sus palabras. A la vista de su fracaso, debe reconocer que su papel conciliador ha terminado, que ha sido demasiado débil o demasiado cobarde para salvar a su patria de la amenaza de la guerra civil. De modo que la abandona a su destino. A principios de abril deja Roma y—una vez más defraudado, una vez más vencido—vuelve a sus libros en la solitaria villa de Pozzuoli, en el golfo de Nápoles.
Por segunda vez, Marco Tulio Cicerón ha huido del mundo para refugiarse en su soledad. Ahora se da cuenta definitivamente de que, en una esfera en la que el poder equivale a la ley y en la que se fomenta más la falta de escrúpulos que la prudencia y el espíritu conciliador, él, como hombre instruido, como humanista, como garante de la justicia, ha estado desde el principio en un lugar que no le correspondía. Estremecido, ha tenido que reconocer que en esa época afeminada, la república ideal, tal y como la soñara para su patria, es decir, el restablecimiento de las viejas costumbres romanas, ya no es posible. Pero como él mismo no ha podido consumar la acción libertadora en la realidad, esa materia recalcitrante, quiere al menos salvar su sueño para una posteridad más sabia. Los esfuerzos y los conocimientos de sesenta años de vida no pueden perderse por completo y quedar sin efecto. Así, este hombre humillado recuerda cuál es su verdadero poder, y, como advertencia para otras generaciones, redacta en esos días de soledad su última obra, al mismo tiempo la más grande, De officiis, la enseñanza de las obligaciones que el hombre independiente, el hombre moral, ha de cumplir frente a sí mismo y frente al Estado. Lo que Marco Tulio Cicerón escribe en Pozzuoli durante el otoño del año 44 a. C. otoño también de su vida, es su testamento político y moral.
Que ese tratado sobre la relación del individuo con respecto al Estado es un testamento, la última palabra de un hombre que ha dimitido y que ha renunciado a todas las pasiones públicas, lo demuestra ya la alocución inicial. De officiis está dirigido a su hijo. Cicerón le confiesa con toda sinceridad que no se ha retirado de la vida pública por indiferencia, sino porque, como espíritu libre, como republicano romano, considera que servir a una dictadura está por debajo de su dignidad y de su honor. «Mientras el Estado aún era administrado por hombres que él mismo había escogido, dediqué mi energía y mis ideas a la res publica. Pero desde que todo cayó bajo la dominatio unius, bajo el dominio de uno solo, no quedó espacio para el servicio público o para ejercer la autoridad.» Desde que el senado fue abolido y se cerraron los tribunales, ¿qué puede él buscar en el senado o en el foro sin perder el respeto a sí mismo? Hasta ahora, la actividad pública, la actividad política, le ha robado demasiado tiempo. «Scribendi otium non erat», al que escribe no le quedaba tiempo libre. Y nunca pudo formular de modo concluyente su visión del mundo. Pero ahora que se ve obligado a permanecer inactivo, quiere aprovecharlo al menos en el sentido de la espléndida frase de Escipión, que de sí mismo dijo que nunca estuvo más activo que cuando no tuvo nada que hacer y nunca menos solo que cuando estaba solo consigo mismo.
Estas ideas sobre la relación del individuo con respecto al Estado, que Marco Tulio Cicerón expone a su hijo, con frecuencia no son nuevas ni originales. Combinan lo leído con lo generalmente aceptado. A los sesenta años un dialéctico no se convierte de pronto en un poeta, ni un compilador en un creador original. Pero las opiniones de Cicerón adquieren esta vez una nueva carga emocional por el tono de dolor y de amargura que en ellas resuena. En medio de guerras civiles sangrientas y de una época en la que las hordas pretorianas y la canalla de los distintos partidos luchan por el poder, el espíritu verdaderamente humano sueña una vez más—como siempre los individuos en épocas semejantes—con la eterna quimera de una pacificación universal a través del conocimiento de las costumbres y de la conciliación. La justicia y la ley, por sí solas, deben ser los férreos pilares del Estado. Los realmente honrados, y no los demagogos, son los que tienen que alcanzar el poder y con ello la justicia dentro del Estado. Nadie tiene derecho a tratar de imponer al pueblo su voluntad y con ello su capricho. Y es un deber negar la obediencia a esos ambiciosos que arrebatan el gobierno al pueblo, «hoc omne genus pestiferum acque impium». Exasperado, este hombre de una independencia inquebrantable, rechaza cualquier colaboración con un dictador, así como prestarle cualquier servicio. «Nulla est enim societas nobis cum tyrannis et potius summa distractio est.»
El dominio ejercido por la fuerza viola cualquier derecho, argumenta. La verdadera armonía en una república sólo puede producirse si el individuo, en lugar de tratar de sacar provecho personal de su puesto público, antepone los intereses de la comunidad a los privados. Sólo si la riqueza no se despilfarra en el lujo y la disipación, sino que se administra y se transforma en cultura espiritual, artística, sólo si la aristocracia renuncia a su orgullo, y la plebe, en lugar de dejarse sobornar por los demagogos y de vender el Estado a un partido, exige sus derechos naturales, sólo entonces puede restablecerse la república. Panegirista del centro, como todos los humanistas, Cicerón reclama la conciliación de las divergencias. Roma no necesita un Sila, ni un César, como tampoco a los Graco. La dictadura resulta peligrosa. E igualmente lo es la revolución.
Mucho de lo que dice Cicerón se encuentra ya en el Estado con el que soñara Platón y se puede volver a leer en Jean-Jacques Rousseau, así como en todos los idealistas utópicos. Pero lo que eleva su testamento tan sorprendentemente por encima de su época es ese sentimiento nuevo que medio siglo antes del cristianismo se expresa aquí por vez primera: el humanitarismo. En una época de la más atroz crueldad, en la que hasta César cuando conquista una ciudad manda cortar las manos a dos mil prisioneros, en la que los mártires y las luchas de gladiadores, las crucifixiones y lapidaciones son hechos cotidianos y naturales, Cicerón es el primero y el único que alza la voz para protestar contra cualquier abuso de poder. Condena la guerra como el método de los beluarum, de las bestias, así como el militarismo y el imperialismo de su propio pueblo, la explotación de las provincias, y solicita que la anexión de otras tierras al imperio romano sólo se haga por medio de la cultura y de las costumbres, jamás por la espada. Alza la voz contra el saqueo de ciudades—y reclamación absurda en la Roma de entonces—exige clemencia incluso para aquellos que están más desamparados frente a la ley, para los esclavos (adversus infirmus justitia esse servandum). Con mirada profética prevé la caída de Roma en la sucesión demasiado rápida de sus victorias y en sus conquistas malsanas, por ser sólo militares. Desde que con Sila la nación emprendiera guerras con el único objeto de hacerse con un botín, la justicia en el propio imperio se ha perdido. Siempre que un pueblo recurre a la violencia para arrebatarles la libertad a otros, pierde con ello, en una enigmática venganza, la fuerza portentosa de su propio aislamiento.
Mientras las legiones, bajo el mando de jefes ambiciosos, marchan hacia Partia y Persia, hacia Germania y Britania, hacia Hispania y Macedonia, para servir al delirio efímero de un imperio, una voz solitaria eleva aquí su protesta contra ese peligroso triunfo, pues ha visto cómo a partir de la cruenta simiente de las guerras de conquista crece la cosecha aún más sangrienta de las guerras civiles. Con gravedad, este impotente defensor de la humanidad suplica a su hijo que honre la adiumenta hominum, la colaboración entre los hombres, como el ideal más elevado, el más trascendente. Al fin, el que durante demasiado tiempo ha sido maestro de retórica, abogado y político, alguien que por dinero y por la fama defiende con idéntico brío cualquier causa, sea buena o mala, el mismo que aspirara a cualquier puesto, el que pretendiera la riqueza, el honor público y el aplauso del pueblo, llega a esa clara intuición en el otoño de su vida. Justo antes del final, Marco Tulio Cicerón, hasta ahora sólo un humanista, se convierte en el primer defensor de la humanidad.
Pero mientras Cicerón, sereno y sosegado en su retiro, medita sobre el sentido y la forma de una constitución moral, crece la agitación en el imperio romano. Ni el senado ni el pueblo han decidido aún si hay que ensalzar a los asesinos de César o desterrarlos. Antonio se prepara para la guerra contra Bruto y Casio, cuando de modo inesperado se presenta un nuevo pretendiente, Octavio, al que César nombró su heredero y al que ahora le gustaría hacerse cargo de esa herencia. Apenas ha desembarcado en Italia, escribe a Cicerón para ganar su apoyo. Al mismo tiempo, Antonio le pide que vaya a Roma. Y a su vez Bruto y Casio le llaman desde sus plazas fuertes. Todos ellos pretenden que el gran defensor defienda su causa. Todos ellos solicitan del célebre maestro de leyes que haga que la injusticia cometida contra ellos se convierta en justicia. Con acertado instinto, como hacen siempre los políticos que quieren el poder, en tanto no lo tienen aún, buscan el apoyo del hombre de espíritu, al que después apartarán a un lado con desdén. Y si Cicerón aún fuera el frívolo y ambicioso político de antaño, se habría dejado engañar.
Pero Cicerón en parte está cansado, y en parte se ha vuelto prudente, dos impresiones que a menudo se parecen entre sí de un modo peligroso. Sabe que ahora sólo necesita una cosa: acabar su obra, poner orden en su vida, en sus pensamientos. Como Ulises ante el canto de las sirenas, cierra su oído interno frente a las seductoras llamadas de los poderosos, no atiende a la de Antonio, ni a la de Octavio, ni a las de Bruto y Casio, tampoco a la del senado, ni a la de sus amigos, sino que, convencido de que tiene más fuerza con la palabra que actuando y de que es más sensato mantenerse solo que en medio de una camarilla, sigue escribiendo su libro, consciente de que será su despedida de este mundo.
Sólo cuando ha terminado ese testamento, levanta la vista. Y es un mal despertar. El país, su patria, está al borde de la guerra civil. Antonio, que ha saqueado las arcas de César y las de los templos, ha conseguido reunir mercenarios con dinero robado. Pero a él se enfrentan tres ejércitos en armas. El de Octavio, el de Lépido, y el de Bruto y Casio. Es demasiado tarde para la reconciliación y la mediación. Ahora hay que decidir si sobre Roma debe imperar un nuevo cesarismo bajo Antonio o si debe perdurar la república. Todos han de elegir en ese momento. También el más prudente y el más precavido, el que, siempre buscando el equilibrio, se mantuvo por encima de los partidos o indeciso vaciló entre unos y otros. También Marco Tulio Cicerón tiene que decidirse de una vez.
Y ahora sucede lo extraordinario. Desde que Cicerón ha hecho llegar a su hijo su De officiis, su testamento, es como si, a partir del desprecio que siente por la vida, hubiera cobrado un nuevo valor. Sabe que su carrera política, que su carrera literaria ha concluido. Lo que tenía que decir, lo ha dicho. Lo que le queda por vivir no es mucho. Es viejo, ha terminado su obra, ¿para qué defender aún ese resto miserable? Como un animal agotado por el acoso, que, cuando sabe que tras él los mastines aúllan a muy poca distancia, se vuelve de pronto y, para apresurar el final, se arroja contra los perros que le persiguen, asimismo Cicerón, con un coraje verdaderamente mortal, se lanza una vez más al centro de la lucha y desde su peligrosa posición. El que durante meses y años sólo ha manejado el silencioso cálamo, retoma la piedra de rayo del discurso y la arroja contra los enemigos de la república.
Conmovedor espectáculo. En diciembre, el hombre de cabellos grises se encuentra de nuevo en el foro de Roma, para una vez más invitar al pueblo romano a que se muestre digno del honor de sus antepasados, ille mos virtusque maiorum. Con sus catorce Filípicas fulmina a Antonio, el usurpador, que ha negado la obediencia al senado y al pueblo, consciente del peligro que supone erigirse sin armas en contra de un dictador que ya ha reunido a sus legiones dispuestas a avanzar y a matar. Pero quien quiere incitar a otros a que sean valerosos sólo resulta convincente si él mismo demuestra de modo ejemplar ese valor. Cicerón sabe que ya no se bate ociosamente con palabras como lo hiciera en otro tiempo en ese mismo foro, sino que, para convencer, esta vez ha de empeñar la vida. Decidido, desde la rostra, la tribuna de los oradores, confiesa: «Cuando era joven defendí ya la república. Ahora que me he hecho viejo, no la dejaré en la estacada. Estoy dispuesto a dar mi vida, si con mi muerte se puede restablecer la libertad de esta ciudad. Mi único deseo es, al morir, dejar atrás un pueblo de Roma libre. Los dioses inmortales no podrían concederme mayor favor.» No queda tiempo, demanda enfático, para negociar con Antonio. Hay que apoyar a Octavio, que, aun siendo pariente de sangre y heredero de César, representa la causa de la república. Ya no se trata de hombres, sino de una causa, la más sagrada—res in extremum est adducta discrimen: de libertate decernitur—. Y la causa ha llegado a la última y más extrema de las decisiones. Se trata de la libertad. Pero donde ese bien inviolable, se ve amenazado, cualquier titubeo resulta perverso. Así, el pacifista Cicerón reclama que los ejércitos de la república se enfrenten a los de la dictadura. Y él que, como más tarde su discípulo Erasmo, por encima de todo odia el tumultus, la guerra civil, solicita que se declare el estado de excepción para el país y se dicte el destierro contra el usurpador.
En esos catorce discursos, desde que no actúa como abogado en procesos dudosos, sino como defensor de una causa noble, Cicerón encuentra palabras verdaderamente grandiosas y ardientes. «Que otros pueblos vivan, si es su deseo, en la esclavitud», exclama ante sus conciudadanos. «Nosotros, romanos, no queremos. Si no podemos conquistar la libertad, dejadnos morir.» Si el Estado ha llegado realmente a la más extrema de las humillaciones, entonces a un pueblo que domina el mundo entero—nos principes orbium terrarum gentiusque omnium—le corresponde actuar como lo harían en la arena los gladiadores reducidos a la esclavitud. Mejor morir haciendo frente a los enemigos que dejarse matar. «Ut cum dignitate potius cadamus quam cum ignominia serviamus.» Mejor morir con honor que servir con ignominia.
Con asombro, el senado escucha atentamente. También el pueblo reunido escucha con atención esas Filípicas. Algunos quizá se den cuenta de que será la última vez a lo largo de siglos que semejantes palabras puedan pronunciarse libremente en el mercado. Allí, pronto no habrá más remedio que inclinarse como un esclavo ante las estatuas de mármol de los emperadores. Sólo a los aduladores y a los delatores se les permitirá un cuchicheo insidioso, en lugar de la libertad de palabra que en otro tiempo reinara en el imperio de los Césares. Un estremecimiento recorre a los oyentes, mitad miedo y mitad admiración por ese hombre viejo que, solo, con el valor del desesperado, de una íntima desesperanza, defiende la independencia del hombre de espíritu y el derecho de la república. Vacilantes, le apoyan. Pero tampoco la rueda pirotécnica de las palabras puede ya enardecer la podrida estirpe del orgullo romano. Y mientras en el mercado este idealista solitario predica el sacrificio, quienes sin escrúpulos detentan el poder en las legiones cierran a sus espaldas el pacto más deshonroso de la historia de Roma.
El mismo Octavio, al que Cicerón ha ensalzado como el defensor de la república, el mismo Lépido, para el que solicitara al pueblo de Roma una estatua por sus servicios, porque los dos se habían retirado para eliminar a Antonio, el usurpador, ambos prefieren negociar en privado. Como ninguno de los cabecillas, ni Octavio, ni Antonio, ni Lépido, es lo suficientemente fuerte para apoderarse por sí mismo del imperio romano como si se tratara de un botín personal, los tres enemigos jurados están de acuerdo en que es mejor repartirse la herencia de César en privado y entre ellos. En lugar del gran César, Roma tiene de la noche a la mañana tres pequeños césares.
Se trata de un momento decisivo en la historia universal, pues los tres generales, en lugar de obedecer al senado y respetar las leyes del pueblo de Roma, se unen para formar un triunvirato y dividir un imperio inmenso, que abarca tres continentes, como si fuera un botín de guerra cualquiera. En una pequeña isla, cerca de Bolonia, donde se juntan las aguas del Reno y del Lavino, se instala una tienda en la que habrán de reunirse los tres salteadores. Como es natural, ninguno de estos grandes héroes militares confía en los otros. Demasiado a menudo se han llamado unos a otros en sus proclamas mentiroso, canalla, usurpador, enemigo del Estado, bandido y ladrón, como para no estar al corriente del cinismo de los otros. Pero a quien está hambriento de poder sólo le importa ejercerlo y no la opinión de los demás, únicamente el botín y no el honor. Tomando todas las precauciones posibles, los tres interlocutores se acercan uno tras otro al lugar convenido. Sólo después de que los futuros dominadores del mundo se hayan cerciorado de que ninguno de ellos lleva armas consigo para asesinar a esos aliados demasiado recientes, se sonríen amablemente y entran en la tienda en la que se ha de acordar y constituir el futuro triunvirato.
Antonio, Octavio y Lépido permanecen durante tres días en esa tienda, sin testigos. Tienen que ocuparse de tres asuntos. Sobre el primero—cómo deben repartir el mundo—se ponen al instante de acuerdo. Octavio recibirá África y Numidia. Antonio, Galia. Y Lépido, Hispania. Tampoco la segunda cuestión les plantea demasiadas preocupaciones: cómo reunir el dinero para pagar la soldada que desde hace meses deben a sus legiones y a la canalla de sus partidos. Este problema se resuelve con ligereza, siguiendo un sistema a menudo imitado desde entonces. A los hombres más ricos del país se les arrebatará su fortuna y, para que no puedan quejarse en voz demasiado alta, al mismo tiempo se les quitará de en medio. Cómodamente sentados a la mesa, los tres hombres redactan una lista, la notificación pública de los nombres de los proscritos, los dos mil hombres más ricos de Italia, entre ellos doscientos senadores. Cada uno nombra a aquellos a los que conoce, añadiendo también a sus enemigos y adversarios personales. Con un par de rápidos trazos, el nuevo triunvirato, tras la cuestión territorial, ha despachado también la económica.
Ahora toca discutir el tercer punto. Quien quiera establecer una dictadura, para asegurar su dominio, debe ante todo hacer callar a los eternos rivales de cualquier tiranía: a los hombres independientes, a los defensores de esa inextirpable utopía que es la libertad de espíritu. Antonio exige que el primer nombre que figure en esa lista sea el de Marco Tulio Cicerón. Ese hombre ha reconocido su auténtica naturaleza y le ha llamado por su verdadero nombre. Es más peligroso que todos los demás, porque tiene fuerza de espíritu y voluntad de independencia. Hay que deshacerse de él.
De senectute,Neque turpis mors forti viro potest accedere.
Y así, Cicerón, que se había puesto ya en camino hacia Sicilia, ordena de pronto a sus gentes que de nuevo pongan rumbo hacia la hostil Italia y tomen puerto en Caieta, la actual Gaeta, donde posee una pequeña finca. Ha sucumbido al cansancio, un cansancio que no es simplemente de los miembros, de los nervios, sino un cansancio ante la vida y una misteriosa nostalgia por el final, por la tierra. Sólo quiere descansar una vez más. Respirar una vez más el dulce aire de la patria y despedirse. Despedirse del mundo, pero reposar y descansar, aunque sólo sea un día o una hora.
Respetuoso, saluda, en cuanto toma puerto, a los lares de la casa, los espíritus protectores. El hombre de sesenta y cuatro años está agotado. El viaje por mar le ha dejado exhausto, de modo que se echa en el cubiculum, en el dormitorio o mejor dicho en la cámara funeraria, y cierra los ojos, para por anticipado disfrutar durante el ligero sueño del placer del eterno descanso. Pero apenas se ha acostado, cuando atropelladamente entra un esclavo de confianza. En las proximidades hay unos hombres armados, que resultan sospechosos. Un empleado de su casa, al que durante toda su vida ha dado pruebas de amistad, ha revelado su llegada a los asesinos para cobrar la recompensa. Tiene que huir, huir de inmediato. Una litera está preparada. Y ellos mismos, los esclavos de la casa, quieren armarse y defenderle durante el corto trayecto hasta el barco, donde estará a salvo. El anciano, extenuado, se niega. «¿Para qué?», dice. «Estoy cansado de huir y cansado de vivir. Dejadme morir en esta tierra, a la que yo he salvado.» Por fin el viejo sirviente de confianza le convence. Dando un rodeo a través de un pequeño bosquecillo, los esclavos armados llevan la litera hasta el barco salvador.
Pero el hombre que en su propia casa le ha traicionado no quiere quedarse sin su vergonzoso dinero. A toda prisa, reúne a un centurión, un capitán y un par de hombres armados. Todos ellos corren tras la comitiva a través del bosque y aún les da tiempo a alcanzar la presa. Al instante, los sirvientes se agrupan en torno a la litera y se disponen a luchar, pero Cicerón les ordena que lo dejen. Su vida está acabada, ¿para qué sacrificar otras ajenas, más jóvenes? En el último momento, este hombre siempre vacilante, siempre indeciso y sólo en ocasiones valiente pierde por completo el miedo. Siente que sólo puede acreditarse como romano en esta su última prueba si sapientissimus quisque aequissimo animo moritur—encara la muerte con dignidad. Por orden suya, los criados se apartan. Desarmado y sin ofrecer resistencia, brinda a los asesinos su anciana cabeza con estas grandiosas y sabias palabras: «Non ignoravi me mortalem genuisse.» Siempre he sabido que soy mortal. Pero los asesinos no quieren filosofía, sólo su paga. Y no lo dudan mucho. De un fuerte golpe, el centurión derriba al hombre indefenso. Así muere Marco Tulio Cicerón, el último defensor de la libertad de Roma. Mostrándose en su última hora más heroico, más viril y más decidido que en otras miles y miles durante toda su vida.
A la tragedia sigue una cruenta pieza satírica. De la urgencia con la que Antonio ha ordenado esa muerte, los asesinos deducen que esa cabeza ha de tener un extraordinario valor. Naturalmente no sospechan su valía en el contexto espiritual del mundo y de la posteridad, pero sí la importancia que tiene para quien ha ordenado ese acto sangriento. Para que no les disputen el premio, deciden llevarle a Antonio en persona la cabeza como prueba elocuente de que sus órdenes se han cumplido. De modo que el jefe de los criminales le corta al cadáver la cabeza y las manos, las mete en un saco y cargando a la espalda ese fardo del que aún gotea la sangre, corre lo más deprisa posible en dirección a Roma, para alegrar al dictador con la noticia de que el mejor defensor de la república romana ha sido eliminado por el procedimiento habitual.
Y el criminal menor, el jefe de esos asesinos, ha calculado bien. El gran criminal, que ha ordenado el asesinato, transforma su alegría por el crimen cometido en moneda, dando una recompensa digna de un príncipe. Ahora que ha mandando saquear y asesinar a los dos mil hombres más ricos de Italia, Antonio puede por fin mostrarse generoso. Por el sanguinolento saco que contiene las manos cortadas y la ultrajada cabeza de Cicerón paga al centurión un brillante millón de sestercios. Pero con ello su venganza aún no se ha enfriado, de modo que el odio estúpido de este hombre ávido de sangre maquina aún una especial ignominia para el muerto, sin darse cuenta de que con ella él mismo se verá envilecido por todos los tiempos. Antonio ordena que la cabeza y las manos sean clavadas en la tribuna desde la que Cicerón incitara al pueblo contra él para defender la libertad de Roma.
Un espectáculo deshonroso espera al día siguiente al pueblo romano. En la tribuna de los oradores, la misma desde la que Cicerón pronunciara sus inmortales discursos, cuelga descolorida la cabeza cortada del último defensor de la libertad. Un imponente clavo oxidado atraviesa la frente, los miles de pensamientos. Lívidos y con un rictus de amargura, se entumecen los labios que formularon de modo más bello que los de ningún otro las metálicas palabras de la lengua latina. Cerrados, los azulados párpados cubren los ojos que durante sesenta años velaron por la república. Impotentes, se abren las manos que escribieron las más espléndidas cartas de la época.
Pero con todo, ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve—¡es una dictadura!—a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su república crucificada.