HELEN OYEYEMI

EL SEÑOR FOX

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS

DE MARÍA BELMONTE

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2013

Para mi señor Fox

(Quienquiera que seas)

En la oscuridad, se preguntaron si iban a lograrlo, y supieron que lo tenían que intentar.

MARY OLIVER

Mary Foxe vino el otro día: era la última persona en la tierra a la que esperaba ver. De haber sabido que venía, me hubiera acicalado un poco. Me habría peinado y afeitado. Menos mal que me había puesto un traje; me esfuerzo por tener un aire profesional. Estaba sentado en mi estudio, escribiendo a duras penas, limitándome a poner palabras sobre el papel, a la espera de que se me ocurriera algo bueno, una frase que pudiera conservar. Ese día me estaba llevando más tiempo de lo habitual, pero no me importaba. Las ventanas estaban abiertas. Sonaba algo de Glazunov; tiene una sinfonía que sencillamente no se puede escuchar con las ventanas cerradas, así de claro. Bueno, igual sí se puede, pero a costa de ponerse muy nervioso y de darse contra las paredes. Aunque tal vez sólo me pasa a mí.

Mi mujer estaba en el piso de arriba. Mirando revistas o pintando algo, vaya usted a saber lo que hace Daphne. Pasatiempos. En mi estudio la sinfonía sonaba al máximo volumen, pero eso no era nada nuevo y ella nunca se había quejado por el ruido. No se queja de nada de lo que hago; es físicamente incapaz de hacerlo. Se lo dejé bien claro desde el principio. Le dije con toda sinceridad que una de las razones por las que la amaba era porque nunca se quejaba. Así que ahora se cuida mucho de hacerlo.

El caso es que había dejado la puerta del estudio abierta y Mary se había colado. Sonreí dulcemente sin levantar la mirada y murmuré «Hola, cariño…» creyendo que era Daphne. Hacía un rato que no la veía y, que yo supiera, Daphne era la única persona que había en la casa. Como no respondió, levanté la vista.

Mary Foxe se acercó a mi mesa alargándome la mano. Quería que nos la estrecháramos. ¡Estrecharnos la mano! Mi largo tiempo desaparecida musa se presentaba como si tal cosa para un apretón de manos. Le lancé el teléfono. Lo levanté de mi escritorio—el enchufe escupió el cable que lo conectaba a la pared—y se lo arrojé. Ella lo esquivó limpiamente. El teléfono aterrizó en el suelo junto a la papelera y tintineó durante unos segundos. Creo que fue un lanzamiento poco entusiasta.

—¡Vaya genio!—exclamó Mary.

—¿Cuánto tiempo ha pasado: seis, siete años?—pregunté.

Acercó una silla de un rincón de la habitación, cogió mi globo terráqueo y se sentó frente a mí, haciendo que los océanos dieran vueltas y más vueltas en su regazo. Yo la miraba y no podía pensar con claridad. Es la forma que tiene de moverse, la forma que tiene de mirarte. Creo que su acento inglés también ayuda.

—Siete años—asintió ella. Luego me preguntó qué tal me había ido. De forma totalmente despreocupada, como si ya supiera lo que iba a contestar.

—Como siempre. Enamorado de ti, Mary—le dije. ¿Por qué diablos tenía que decirle eso? Creo que ni siquiera era verdad. Pero cuando está cerca siento que tengo que intentarlo. Creo que resultaría interesante si me creyera.

—¿En serio?—preguntó.

—En serio. Eres la única chica que cuenta para mí.

—La única chica que cuenta para ti—dijo, y lanzó una carcajada mirando al techo.

—No te prives, anda, ríete, hiere mis sentimientos…, ya sé que no te importa—dije con voz lastimera, divirtiéndome.

—¡Oh!, tus sentimientos…, está bien. Profundicemos un poco en el asunto, señor Fox. ¿Me querrías si yo fuera tu marido y tú fueras mi mujer?

—Eso es una tontería.

—¿Me querrías a pesar de todo?

—Bueno, sí, creo que funcionaría.

—¿Me querrías si… los dos fuéramos hombres?

—Esto…, supongo que sí.

—¿Y si fuéramos mujeres?

—Por supuesto.

—¿Y si yo fuera una bruja?

—Eres lo suficientemente encantadora tal como eres.

—¿Y si tú fueras mi madre?

—¡Basta!—dije—. Estoy loco por ti, ¿está claro?

—No, tú no me quieres—dijo Mary. Se desabrochó el vestido y mostró el cuello—. Esto es lo que quieres. —Se lo desabrochó aún más y se levantó los pechos con ambas manos. Se levantó la falda por encima de las rodillas, más arriba de los muslos, y más arriba aún, y ambos nos quedamos mirando la tersura y suavidad de su piel, los volantes de encaje—. Esto es lo que amas—dijo.

Asentí con la cabeza.

—Esto es todo lo que amas—dijo, estirando su propio pelo, abofeteando su propia cara. Si no hubiera sido por la serenidad de sus ojos, habría pensado que se había vuelto loca. Me levanté para detenerla, pero en el momento en que lo hice, ella se detuvo voluntariamente.

—Yo no te quiero así. Tienes que cambiar—dijo.

La sinfonía terminó. Fui al gramófono y la puse de nuevo.

—¿Tengo que cambiar? ¿Significa eso que quieres oírme decir que te quiero por tu…—no pude evitar sonreír con aire de suficiencia—alma?

—No tiene nada que ver con eso. Sencillamente tienes que cambiar. Eres una mala persona.

Esperé un momento para ver si ella hablaba en serio y si tenía algo que añadir. Sí, hablaba en serio, y no, no tenía nada que añadir. Me lanzó una mirada, fría como la escarcha, como si me odiara. Me puse a silbar.

—¿Que soy una mala persona? ¿Eso es lo que piensas? Voy a la iglesia casi todos los domingos, Mary. Doy unas monedas a los mendigos. Pago mis impuestos. Y cada Navidad envío un cheque a la obra benéfica favorita de mi madre. ¿Dónde está la maldad? En ninguna parte, ésa es la verdad.

La puerta de mi estudio seguía abierta y presté atención por si oía a mi mujer. Mary se volvió a poner bien la ropa para tener un aspecto respetable. Hubo un silencio breve pero denso, que Mary rompió diciendo:

—Matas mujeres. Eres un asesino en serie. ¿Puedes entender eso?

—¡Por todos los…!

Me había cogido totalmente desprevenido.

Se acercó a mi escritorio, tomó una de mis libretas de notas y leyó unas cuantas líneas para sí.

—¿Me puedes decir por qué es necesario que a Roberta le corten una mano y un pie con una sierra y se desangre hasta morir en el altar de la iglesia?—Hojeó un par de páginas más—. Sobre todo teniendo en cuenta que este otro relato termina con Louise cayendo al suelo acribillada a balazos porque los rebeldes de las montañas la han confundido con el traidor de su hermano. Y ¿es necesario que la señora McGuire se cuelgue del pomo de una puerta porque teme lo que le hará el señor McGuire cuando llegue a casa y descubra que se le ha quemado la cena? Del pomo de una puerta… ¿Es realmente necesario, señor Fox?

Me encontré a mí mismo sonriendo abiertamente—todo lo contrario de lo que quería que hiciera mi rostro. Desdeñoso y duro, le dije a mi rostro. Desdeñoso y duro. No avergonzado…

—No tienes sentido del humor, Mary—dije.

—Tienes razón—respondió ella—. No lo tengo.

Lo intenté de nuevo:

—Es ridículo preocuparse tanto por el contenido de la ficción. No es real. Vamos, no te pongas así. No son más que juegos.

Mary se enroscó un mechón de pelo en el dedo.

—Veamos…, cómo es… Soñamos y es bueno estar soñando. Sufriríamos si estuviéramos despiertos. Pero como es un simple juego, mátennos. Y que chillen, ya que jugando estamos…1

—Yo no podría haberlo dicho mejor.

—¿Qué harías por mí?—preguntó.

La miré detenidamente. Parecía hablar completamente en serio. Estaba haciendo una oferta.

—Mataría un dragón. Diez dragones. Cualquier cosa—dije.

Ella sonrió.

—Me alegro de que me sigas la corriente. Es una buena señal.

—¿De veras? Por cierto, ¿de qué estamos hablando exactamente?

—Limítate a ser flexible—dijo ella. Al parecer yo había aceptado algún desafío. Pero no tenía ni idea de qué se trataba.

—Lo tendré en cuenta. ¿Cuándo empezamos con este asunto?

Ella se acercó más.

—Ahora mismo. ¿Asustado?

—¿Yo? No.

Lo más absurdo es que, en realidad, me puse nervioso, al menos un poco. De repente su mano estaba en mi cuello. El gesto era tierno, lo cual, viniendo de ella, resultaba aún más preocupante. Puse mi mano sobre la suya; creo que estaba intentando liberarme.

—¿Preparado?—dijo ella—. ¡Ya!

DOCTOR LUSTUCRU

La esposa del doctor Lustucru no era especialmente habladora. Pero, de todos modos, él le cortó la cabeza, pensando que se la podría volver a colocar cuando quisiera para que hablara de nuevo.

¿Cuánto tiempo hacía que estaba loco el doctor? No lo sé. Bastante, supongo. No importa. No era más que un médico de cabecera.

Llevó a cabo la decapitación de la forma más limpia posible, y después puso orden a toda prisa. A continuación, Lustucru guardó el cuerpo y la cabeza en una habitación desamueblada que la pareja había esperado utilizar como cuarto de los niños. Luego siguió con sus tareas cotidianas como si nada.

La esposa del doctor había sido una buena mujer, de modo que su cuerpo permaneció intacto y no despidió olor a descomposición.

Al cabo de una semana, al viejo Lustucru le dio por pensar que echaba de menos a su mujer. Nadie le calentaba las zapatillas… En el cuarto de los niños, volvió a colocarle la cabeza a su mujer, pero por supuesto no quedaba bien puesta así como así. Fue a buscar los instrumentos de sutura. No hizo falta. El cuerpo levantó las manos y se recolocó la cabeza en el cuello. Los ojos de la mujer pestañearon y su boca dijo: «¿Crees que habrá otra guerra? No es muy probable, después de los daños generalizados de la Gran Guerra. ¿Crees que habrá otra guerra? No es muy probable, después de los daños generalizados de la Gran Guerra. ¿Crees que...?». Y así sucesivamente.

Perturbado por lo ocurrido, el doctor trató de quitarle de nuevo la cabeza a su esposa. Pero el cuerpo no estaba dispuesto y se resistía denodadamente. ¡Vaya lío! Se vio obligado a dejarla allí, encerrada en el cuarto de los niños, planteando y respondiendo una y otra vez la misma pregunta.

La noche siguiente, ella rompió una ventana y se escapó.

Lustucru comprendió entonces que se había portado mal con la mujer. Permaneció despierto durante largas noches, temiendo su regreso. Lo que más le obsesionaba era la idea de que su venganza sería rápida, que moriría repentinamente sin tener un momento para comprender lo que pasaba. Con esa idea en mente, no preparó una defensa verbal de su conducta. Finalmente, su miedo alcanzó un punto crítico que le permitía vivir. De hecho, llegó a convertirse en su apoyo y le curó de su locura, problema que ni siquiera sabía que tenía. Después de varios meses no quedaba más rastro de su horror que un latido ligeramente más rápido de lo normal. Toda su vida, el viejo Lustucru se preparó para recibir de nuevo a su mujer, para responderle. Pero nunca tuvo ocasión.

—¡Eh…! ¿Qué está pasando aquí?—pregunté. Habíamos cambiado de posición. Yo estaba despatarrado sobre una silla, como si me hubiera caído. Suponía que estábamos todavía en mi estudio, pero no podía decirlo con seguridad, porque las manos de Mary apretaban firmemente mis párpados.

—¿Mary?

No respondió.

—¿Qué está pasando?—pregunté de nuevo.

—Mejor que no me mires en este momento—dijo ella.

—¿Estás bien?

—¿Tú qué crees, después de lo que has hecho, pedazo de bruto?

—¿Estás diciendo que éramos nosotros? ¿Realmente nosotros? ¿Tú y yo? ¿El doctor y su esposa?

—Sí, sí—dijo ella muy seca—. Sólo necesito un par de minutos, si no es pedir demasiado.

Silbé «I Can’t Get Started» hasta que caí en la cuenta de lo que ella estaba diciendo. Es mi canción recurrente, mi refugio durante muchas horas muertas. Experimenté con la longitud de las notas, alargando un par de compases por aquí, acelerando otro par de compases por allá, rápido, lento, rápido, rápido, lento, lento, lento. El temblor en las manos de Mary me dijo que se estaba riendo en silencio. Era tranquilizador. Me detuve a la mitad de la tercera interpretación para preguntar si ya podía mirarla.

—No, mejor que no.

No necesitó decirme que las cosas andaban mal. Digámoslo de este modo: ella estaba cerca, justo enfrente de mí, pero su voz procedía de otra dirección completamente distinta, a mi izquierda.

—Escucha, ¿cómo hemos podido…? Quiero decir, ¿cómo ha podido ocurrir?, ¿cómo lo hemos hecho?, ¿cómo es siquiera posible que lo hayamos hecho juntos?

—Es todo muy técnico—dijo ella altaneramente—. Posiblemente no lo entenderías.

—Inténtalo.

—La verdad, creo que no es un buen momento.

Eché de menos sus manos cuando las retiró.

—¡No mires! Lo digo en serio—me advirtió.

Al cabo de un momento, escuché un ruidito seco y ella lanzó un grito ahogado. Mantuve los ojos cerrados.

—Mary, simplemente es lo que pasaba en el relato. No sabía que éramos nosotros. Tal vez si me lo hubieras explicado con antelación…

—Oh, ya lo sabías. Desde luego que sí. —Su voz sonaba apagada.

—Pero no te preocupes. Me viene bien que hayas sido el primero. La siguiente jugada es mía y puedes estar seguro de que no te va a gustar.

SÉ VALIENTE, SÉ VALIENTE

PERO NO SEAS TEMERARIO

MARY FOXE

17 de febrero de 1936

St. John Fox

Astor Press

Calle 58 Oeste, 490

Nueva York

Estimado señor Fox:

He leído Doctor Lustucru con gran interés. No estaba mal. De hecho, le felicito por ello. Aunque no espero respuesta, me siento obligada a preguntarle por qué ninguno de sus libros contiene una fotografía de su autor. ¿Es usted especialmente feo, especialmente tímido, o se trata simplemente de que está más allá de la existencia física?

Atentamente,

MARY FOXE

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

ST. JOHN FOX

2 de junio de 1936

Mary Foxe

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

Estimada Mary (perdóneme la familiaridad, pero es potencialmente menos presuntuoso que llamarla «señorita» cuando puede que sea una «señora» o «señora» cuando puede que sea una «señorita»):

Gracias por su carta. Ese tipo de cortesías significan mucho para mí.

Le contesto para confirmarle que soy increíblemente feo. He sido el afligido propietario de varios perros, a los que les puse el nombre de Néstor, y todos y cada uno de ellos encontraron mis rasgos tan agobiantes que se escaparon de casa.

Tengo el presentimiento de que usted, sin embargo, es todo lo contrario. ¿Me equivoco? Le ruego adjunte una fotografía suya a vuelta de correo.

Cordialmente,

ST. JOHN FOX

Astor Press

Calle 58 Oeste, 490

Nueva York

MARY FOXE

2 de julio de 1936

St. John Fox

Astor Press

Calle 58 Oeste, 490

Nueva York

Señor Fox:

Después de releer la carta inicial que le envié, no creo que mereciera una respuesta tan ofensiva. Si le importa tanto su aspecto, tal vez debería abstenerse de responder a preguntas sobre él. Y si el suelto del 4 de enero en el The New York Times es correcto y usted acaba de obtener recientemente su tercer divorcio, ¿no es raro que repela a los perros y sin embargo atraiga a las mujeres? Dicen que el sarcasmo es la forma más baja del humor, y estoy de acuerdo.

M.F.

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

ST. JOHN FOX

6 de julio de 1936

Mary Foxe

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

M.F.:

Con qué deliciosa facilidad se ofende y qué desconcertantemente bien informada está. También parece que sea británica (por el humor).

Como puede ver, me he apresurado a contestarle, tal es mi grado de inquietud por que su opinión sobre mí pudiera haber empeorado. ¿Lo ha hecho? Dígame que no, por favor.

ST. JOHN FOX

Astor Press

Calle 58 Oeste, 490

Nueva York

P.D. La no inclusión de una fotografía suya en su última carta ha sido registrada.

MARY FOXE

11 de julio de 1936

St. John Fox

Astor Press

Calle 58 Oeste, 490

Nueva York

Parece resentido, señor Fox. ¿Tiene problemas con su próximo libro?

M. FOXE

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

ST. JOHN FOX

16 de julio de 1936

«Mary Foxe»

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

Estimada «Mary Foxe»:

¿Es ése su auténtico nombre? ¿Nos hemos encontrado en algún lugar? ¿Nos conocemos? ¿La he ofendido en algo?

Sea franca. Permita que repare el daño causado,

ST. JOHN FOX

Astor Press

Calle 58 Oeste, 490

Nueva York

MARY FOXE

22 de julio de 1936

St. John Fox

Astor Press

Calle 58 Oeste, 490

Nueva York

Estimado señor Fox:

Encuentro sus preguntas estúpidas.

Atentamente,

MARY FOXE

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

ST. JOHN FOX

28 de julio de 1936

Mary Foxe

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

Mi querida señorita Foxe:

Eso sí que es vocabulario. Aunque no son tiempos para desperdiciar papel, tinta y sellos. ¿Qué es lo que quiere de mí?

S. J. F.

Calle 77 Oeste, 177

Apartamento 25

Nueva York

MARY FOXE

2 de agosto de 1936

St. John Fox

Calle 77 Oeste, 177

Apartamento 25

Nueva York

He escrito unos relatos y me gustaría que los leyera.

M.F.

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

ST. JOHN FOX

6 de agosto de 1936

Mary Foxe

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

¿Por qué yo?

S. J. F.

Calle 77 Oeste, 177

Apartamento 25

Nueva York

MARY FOXE

1.o de septiembre de 1936

St. John Fox

Calle 77 Oeste, 177

Apartamento 25

Nueva York

Señor Fox:

Disculpe la brevedad de mi nota anterior, debida a una combinación de factores: me quedé sorprendida por la franqueza de su carta y por el hecho de que incluyera lo que parece ser su dirección personal. Además, había tenido una semana muy difícil, pero quería responder inmediatamente, así que me vi forzada a hacerlo sin sutilezas. ¿Por qué usted? Mi respuesta no es muy original: Soy-una antigua-admiradora-de-su-obra-y-me-ha-resultado-una-gran-ayuda-mientras-escribía-garabatos-imaginar-que-usted-leía-lo-que-yo-iba-escribiendo. Ya está, ya lo he dicho. En resumen, sólo le pido su sincera opinión sobre mis relatos. Soy consciente de que el mero hecho de pedirlo es una imposición, y de que a mí, sin duda, me sentaría mal si yo estuviera en su lugar, por lo tanto, no me sentiré ofendida si pone fin a esta correspondencia no contestando, y seguiré siendo,

Su interesada lectora,

MARY FOXE

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

ST. JOHN FOX

10 de septiembre de 1936

Mary Foxe

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

Mi pequeña señorita Foxe:

Si realmente se ha documentado bien, sabrá que soy la última persona del mundo a la que consultar sobre sus escritos. Me sorprende que pueda referirse al artículo de enero del New York Times sobre mi tercer divorcio sin recordar también el de febrero que me describía como «una presencia agobiante en la mesa de desayuno…, un cruel destructor del impulso creativo femenino». ¿Por qué no escribe a la autora del artículo? Estoy seguro de que tendrá algunos consejos prácticos para usted.

Atentamente,

S.J. FOX

Calle 77 Oeste, 177

Apartamento 25

Nueva York

MARY FOXE

13 de septiembre de 1936

St. J. Fox

Calle 77 Oeste, 177

Apartamento 25

Nueva York

Señor Fox:

Desconfía de mí. No lo haga. Siente que las recientes noticias sobre su vida privada le han puesto en evidencia y piensa que me estoy riendo de usted o preparando el terreno para algún tipo de chiste, que le enviaré algunas páginas satíricas sobre un escritor con treinta y siete esposas, todas las cuales le odian y culpan de sus propios fracasos. Me decepciona que vea de forma tan transparente todas sus interacciones como una narrativa. Perdone que le diga que es un tópico.

Mi aniversario fue en junio y cumplí veintiún años. No, no soy guapa. Me temo que nada guapa. Sí, soy británica, y de hecho estoy directamente emparentada con John Foxe, autor del Libro de los mártires (estoy muy orgullosa de ello; considero que es el mejor libro del siglo XVI). Crecí en una rectoría, mi padre es vicario y cuando era niña creía que él había escrito la Biblia. Soy la única ocupante de una habitación de tamaño medio en un ático no muy lejos de usted; el lugar está lleno de Objetos que me temo romperé sin querer. Ahora hace un año que soy tutora y acompañante general (no existe un nombre para mi trabajo) de una chica de catorce años a la que pidieron que no regresara al colegio porque la mayoría de sus compañeros la temían. Los fines de semana la familia suele salir de la ciudad y es entonces cuando tengo la oportunidad de pasar a máquina lo que he escrito en mi cuaderno. No estoy muy segura de lo que quiero decir al escribirle estas líneas ni si le causarán una impresión tranquilizadora o siquiera interesante las cosas que le he contado. No soy lo que usted piensa, eso es todo.

M. FOXE

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

ST. JOHN FOX

17 de octubre de 1936

Mary Foxe

Calle 65 Este, 85

Apartamento 11

Nueva York

Estimada M.:

Sus cartas me han interesado más que todas las que me han enviado en mucho tiempo, y si todavía desea que lea sus páginas, estaré encantado de hacerlo. Pero debe dármelas en persona; sólo leo la obra de gente a la que conozco personalmente. Y antes de que haga una observación inteligente, sí, conocí a Shakespeare. Es verdad que soy tan viejo.

Casi siempre paso una hora o dos en el bar del Hotel Mercier los domingos—no para escuchar las conversaciones de los demás; hoy en día todo el mundo se esfuerza demasiado por resultar escandaloso—, simplemente lo hago para beber. Estaría encantado si me acompañara el próximo domingo, a las siete de la tarde. No hace falta que conteste, acuda simplemente y veamos si podemos reconocernos. Si lleva las páginas bien a la vista la consideraré una aguafiestas.

Saludos cordiales,

S.J.

Calle 77 Oeste, 177

Apartamento 25

Nueva York

Recibí esa carta el miércoles por la mañana y la abrí en la mesa de desayuno mientras Mitzi Cole lamía gajos de pomelo y Katherine Cole estaba sentada con los ojos cerrados, repitiendo «Divide a la alondra divide a la alondra divide a la alondra divide a la alondra»1 con lo que ella consideraba un acento inglés. A los pocos minutos, Mitzi se puso a acompañarla: «Divide a la alondra divide a la alondra divide a la alondra divide a la alondra», pero sus palabras se quedaban amontonadas e informes en las pausas que Katherine hacía para respirar.

Katherine abrió sus ojos azul glaciar y recitó: «Y encontrarás la música».

Mitzi me dio en la muñeca con la cuchara:

—¿Algo digno de mención?—preguntó.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—Sólo una carta de mi padre.

No había mentido exactamente. Junto a mi plato había un sobre sin abrir con la letra de mi padre.

Los Cole tienen un reloj musical colgado de un soporte en la sala de estar; tiene forma de farol con una abertura circular para la esfera. Suena cada hora, de siete de la mañana a diez de la noche, y da unos fragmentos de «Für Elise». Ahora me río cuando me acuerdo que «Für Elise» me solía producir un escalofrío en la columna vertebral. Katherine ha dicho varias veces que el reloj atenta contra su sensibilidad, pero al señor Cole le gusta, así que ahí se queda. Cuando la familia me entrevistó en Londres, la segunda o tercera cosa que me dijo el señor Cole después de estrecharme la mano fue que no tenía absolutamente nada de cultura. Mitzi, pequeña, con el cabello rubio blanco y deliciosamente redonda, como un suave diamante, había respondido inmediatamente:

—Dios bendiga a Papá Oso; él no necesita ninguna cultura.

El reloj estaba dando las nueve cuando Katherine se volvió hacia su madre y dijo:

—¿Sabes? Tienes una dicción horrible.

Mitzi acarició el pelo de Katherine y dijo:

—¡Vaya!, gracias, cariño.

Katherine replicó:

—Tenías zumo de pomelo en las manos y ahora está en mi pelo. —Dicho lo cual salió de la habitación, mostrando determinación más que mal genio. Mitzi y yo escuchamos cómo abría los grifos del baño y nos miramos.

—Me resulta un poco absurdo que Katy sea mi hija—observó Mitzi, y continuó con su pomelo. Leía el diccionario (acababa de empezar con la letra K) a la vez que miraba un catálogo de Bergdorf Goodman, a fin de elegir ropa para Katherine.

Katherine regresó a la mesa con el pelo empapado. Mitzi señaló una página del catálogo con su pluma y preguntó:

—Cariño, ¿qué te parece este trajecito con falda?

—¡Fenomenal!, me lo quedo—dijo Katherine sin mirarlo. Katherine es como Mitzi en miniatura y en moreno, carente por completo de conciencia. Tengo la profunda sensación de que, a menos que Katherine sea vigilada de cerca, un día le hará algo terrible a otra persona o incluso, tal vez, a un gran grupo de personas. Creo que la clave está en no sacarla de quicio.

Mitzi hizo una gran marca en la página del catálogo.

«Veamos si podemos reconocernos…».

Miré las paredes mientras me comía una tostada; todo era mantequilla y mermelada. Eran de la madera más amarilla que Mitzi había podido encontrar, encimeras amarillas, mantel amarillo, linóleo del mismo color, aunque de un matiz tan chocante que nunca puedo estar totalmente segura de él, y constantemente me encuentro a mí misma caminando o sentándome sólo con las puntas de los dedos en el suelo, nunca con todo mi peso.

Katherine se había mojado la blusa de seda blanca al lavarse el pelo, así que tendría que cambiársela. La llevaría a la tintorería antes de nuestro paseo matutino. Su falda color verde pino tenía un corte tan sencillo que estaba segura de que había costado al menos el equivalente a tres meses de mi salario.

—Será mejor que te cambies de blusa, Katherine—dije. No dio muestra alguna de haberme escuchado. Cogí la carta del señor Fox («si todavía desea que lea sus páginas, estaré encantado…». Encantado, estará encantado de hacerlo…) y la carta de mi casa y me las llevé a mi habitación, donde las coloqué junto a las demás, entre las tapas de mi ejemplar de los Mártires de Foxe, un libro hacia el que Katherine había mostrado aversión, así que allí estarían lejos de su alcance.

Mitzi había conectado la radio; una orquesta estaba tocando Gershwin, con los trombones muy fuertes. Regresé a la cocina para limpiar los platos y las tazas.

—He estado leyendo tus poemas—dijo Katherine a su madre. Mitzi abrió los ojos alarmada:

—¿Y?

—No tienen ningún sentido—dijo Katherine—. ¿Y sabes una cosa? Tengo algunas preguntas. —Se sacó un trozo de papel del bolsillo de la falda y lo desplegó. Mitzi miró a las cuatro esquinas de la habitación en busca de ayuda. Yo me di la vuelta y me puse a aclarar los platos.

—¡Oh!, pero si está en blanco…—murmuró Mitzi, con gran alivio—. Cariño, está en blanco. Le querías hacer una jugarreta a tu pobre mamá.

—¡Día de los inocentes!—dijo Katherine a modo de explicación.

—¡Pero si estamos en octubre!—contestó Mitzi.

Katherine no dijo nada durante algún tiempo; parecía estar cavilando. Nadie decía nada. La orquesta de la radio comenzó a tocar otra canción y yo me puse a secar los platos. Le daría al señor Fox sólo tres relatos; ya había decidido cuáles. El fin de semana anterior había repasado los relatos que había escrito a máquina, leyéndolos una y otra vez. «Si el señor Fox piensa que no eres buena—me dije a mí misma—, ¿qué harás?».

El paño de cocina también era amarillo; mientras secaba las tazas me examiné las manos por si tenía ictericia. Katherine se situó a mi lado. Se había puesto un vestido gris.

—Venga, Mary—me dijo, dándome el abrigo—. Vamos a dar nuestro paseo.

Había llovido por la noche y de los árboles seguían cayendo gotas. Cada rama de la calle 65 arrojaba hojas sobre nosotras. Las hojas eran oscuras, y su humedad, sonora. Daba la sensación de que podrían morderte en cualquier momento; eran como murciélagos. El Hotel Mercier estaba en la última manzana de nuestra ruta a Central Park. Las palomas correteaban a través del blanco pórtico que se alzaba sobre las puertas y a lo lejos se podía oír el ir y venir de la gente moviéndose por detrás del cristal ahumado.

Nos detuvimos en la tintorería para dejar la blusa de Katherine y un par de trajes del señor Cole. Luego le hablé a Katherine sobre la tarea de literatura que pensaba encomendarle: leer La dama de blanco y El conde de Montecristo para luego responder a la pregunta: «¿Qué es un villano?». Tenía sendas copias de cada libro en mi cartera para cuando se sentara a leer en el parque. Quería leer a la vez que ella, para ver si era posible adivinar lo que estaba pensando. La lectura no era un problema para Katherine; leía todo lo que caía en sus manos. El problema era sacarle una respuesta. Si le pedía que hiciera una crítica, ella se limitaba a hacer un refrito de la historia.

—Bueno, todo el mundo tiene una opinión, ¿no es cierto?… Todo el mundo tiene algo que decir—añadía, cuando yo quería saber si le había gustado el libro.

Como era de esperar, Katherine no estaba escuchando lo que yo le decía. Se estaba quitando hojas de su boina negra.

—Dime, ¿crees que mamá me dejará cortarme el pelo como tú?

Cruzamos el semáforo de la mano.

—Tu pelo está bien tal como está.

—Pero yo quiero llevarlo a lo garçon. Mamá dice que es un peinado curioso porque está muy pasado de moda.

Me ruboricé violentamente. Inútil preguntar si Mitzi había dicho realmente eso.

Katherine me miró de reojo.

—¿Por qué llevas así el pelo? ¿Estás esperando que vuelva la moda de los años veinte?

—Llevo este pelo porque no me importan las modas sino lo que me sienta bien a mí. Ah, y muchas gracias por preguntarlo—respondí con severidad.

En realidad llevo el pelo corto porque he dejado de preocuparme por él. Tiene un color tan pálido que si me lo retiro de la cara parece que estoy calva. Mi madre solía besarme en las mejillas y pasarme los dedos por el pelo. Cogía mechones y los miraba a la luz diciendo: «Mira qué color, es como hilo de oro. Vas a ser una mujer muy hermosa…».

Siempre supe que era un cuento, como los otros cuentos de hadas que me contaba. No me ha dolido que no haya sido verdad. Ni espero que lo sea nunca.

Pasé la mañana del domingo mecanografiando nuevas copias de los tres relatos que quería darle al señor Fox. Por lo general hago muchas faltas y por esa razón desperdicio bastante papel. Pero esta vez las faltas eran mínimas; la adrenalina me proporcionaba precisión. Hice sonar una y otra vez la canción «Mama Loves Papa» en el gramófono de Katherine, que ella había traído a mi habitación antes de irse a Long Island con sus padres. Los tres habían partido vistiendo ropa de tenis de un blanco almidonado; pensaban jugar dobles por turnos en su pista de tenis, para que el señor Cole se olvidara de las complicaciones de la semana laboral. Yo no he estado en la casa de Long Island, pero he visto fotografías, y espero que los Cole no me pidan nunca que vaya. Además de la pista de tenis tienen una piscina y un laberinto de setos. Y también un cocinero. ¿Qué iba a hacer yo en un lugar así? Supongo que morirme. Los Cole están teniendo una Depresión.

A veces Mitzi me pregunta qué hago los fines de semana y le digo que trabajo como voluntaria en un comedor benéfico en Times Square.

Cuando terminé de mecanografiar, puse las páginas en una carpeta negra y la metí en mi cartera. Me dieron arcadas y traté de vomitar en el baño, aunque sin éxito. Me tumbé en la cama con El conde de Montecristo y volví a leer su asombrosa fuga del Château d’If. «Bien hecho, conde de Montecristo. Tu fuga es una lección para todos los carceleros de este mundo». He renunciado a tratar de colocar la cama de manera que se pueda ver el cielo por la ventana del dormitorio; sencillamente, no existe cielo en esta parte de Manhattan. Los días soleados las nubes se reflejan en la superficie acristalada en el centro de los edificios más elevados, pero eso es lo mejor que se puede obtener en este lugar.

Es curioso cómo me aferro a mi habitación, incluso cuando el apartamento está vacío; de hecho, me aferro más cuando está vacío. No puedo explicar la razón; no se trata de que sienta apego por la habitación en sí, ni tampoco tiene nada que ver con una sensación de seguridad o de pertenencia. Tampoco es timidez o desorientación. Tal vez los Cole me eligieron por esa misma razón; me miraron y pensaron: «Esta chica no es una amenaza para nuestro hogar, para nuestro cristal tallado y la plata de la familia, para nuestros paisajes y encajes enmarcados, oh, nuestros encajes. Es inglesa pero no es una engreída. Sabe cuál es su lugar, vaya sí lo sabe. Esta chica tiene algo de fantasmal…, aparece en algunos momentos y lugares, y en otros desaparece en una oscuridad indiferente. Mary Foxe “la Fantasma”».

Decidí estar en el bar antes de que él llegara. Para espiarle antes de que él me espiara a mí. Me sentaría cerca de la puerta con una copa de vino, y la bebería lentamente con los ojos entrecerrados. Luego, a las siete en punto, levantaría la vista y examinaría a todos los presentes. Sería como el final de un misterio de Agatha Christie, con todos los posibles culpables reunidos en una habitación.

Pasados tres minutos de las siete me acercaría al hombre cuya apariencia fuera la menos destacada y diría: «Le importa que me una a usted, señor Fox», sin signo de interrogación. Hablaríamos durante una hora; le entregaría los relatos y estaría de regreso a las ocho y diez, las ocho treinta como mucho. Los Cole estarían en casa a las nueve.

Decidí hacer mi entrada a las seis y media. Su invitación para las siete hacía improbable que él llegara antes de las siete. A menos que las siete representaran la última mitad de las «una o dos horas» que pasaba en el bar, en cuyo caso ya estaría sentado, los cubitos de hielo fundiéndose en su whisky. Ninguno de los personajes de sus relatos beben whisky; beben cualquier cosa bajo el sol salvo ésa, me he dado cuenta, de modo que el whisky es probablemente una bebida que el señor Fox se reserva para él. Esperaría hasta que el hielo y el alcohol se hubieran mezclado completamente antes de dar el primer sorbo. Mientras esperaba…, ¿qué haría? ¿Iba realmente solo al bar del Hotel Mercier la mayoría de los domingos o tenía un colega de copas llamado algo así como Sal, el tontaina y pánfilo Sal, periodista deportivo cuyo letargo ocultaría un conocimiento enciclopédico de todas las estadísticas del boxeo profesional desde los comienzos del deporte? El bueno de Sal, una compañía sin complicaciones. O tal vez al señor Fox le gustaba beber con admiradores de sus libros, jóvenes periodistas con las mangas de la camisa arremangadas, chicas elegantemente vestidas que escribían cartas de rechazo en nombre de diversos editores y agencias literarias. Probablemente le gustaban las actrices. Todavía no había estado casado o relacionado con ninguna actriz, sólo con escritoras, pero tal vez una starlette de Broadway estaba escrita en las cartas, un antídoto contra su racha de mala suerte. Si me encontraba al señor Fox sentado en el bar con una actriz tontorrona, no me iba a molestar en hablarle, me marcharía inmediatamente.

A las seis menos diez entré en la habitación de Katherine y abrí su armario, que de tan ordenado parecía vacío. Cogí su falda verde de una percha y me la puse; me quedaba bien. Luego fui a la habitación de Mitzi. El reloj dio las seis y atacó el «Für Elise». Me senté ante el tocador vestida con la falda de Katherine y mi sujetador negro (quedaban veinte minutos; me llevaría diez caminar hasta el Mercier) y me puse todo lo que estaba a la vista. Me empolvé la cara, me di colorete en las mejillas, me puse máscara en las pestañas y me peiné las cejas. Cuando terminé, me lavé la cara y me lo quité todo porque el resultado era exactamente el que esperaba; estaba horrible. En los tres minutos que quedaban, me abotoné la blusa de seda de Katherine, apagué el gramófono y salí.

El ascensorista me preguntó si tenía una cita. Le ignoré. Es toda una experiencia ignorar las palabras de quien comparte un ascensor contigo. Supongo que habría que hacerlo cuando no se tiene absolutamente nada que decir. Se levantó la gorra y, cuando salí en la planta baja, dijo:

—Vale, señorita presumida, que pase una buena tarde.

Por dentro, el Mercier era todo latón, caoba y palo santo encerado. También terciopelo rojo y perfume, tan profundamente empapado en alquitrán que olía a sucio, pero a una suciedad agradable. Me senté en una mesa incómoda que una pareja acababa de dejar libre. Se les veía a gusto juntos, caminando con los cuellos de los abrigos levantados y las puntas de los dedos apenas tocándose. Puse mi copa de vino entre las que habían dejado vacías y pedí al camarero que no se las llevara. Entre el enorme blasón de mármol del bar y el grupo de mesas y sillas que lo rodeaba no había casi nadie sentado a solas. Había unas cuantas parejas más, pero prácticamente todos los presentes formaban grupos de cinco, seis, siete personas…; las mujeres sorbían cócteles arrugando sus naricitas, los hombres utilizaban sus cigarros y vasos de whisky para dar énfasis a lo que estaban diciendo.

Cuando faltaban veinte minutos para las siete, alguien dijo:

—¡Hola!

Levanté la vista y vi a hombre con un vaso de cerveza en la mano. Mechones de pelo separados le cruzaban la cabeza como los nervios de una hoja. Mostró una sonrisa burlona.

—¿Estás sola?

—¿Es usted el señor Fox?

Hizo un guiño y cogió la silla que estaba frente a mí.

—Por supuesto, soy él. Te estaba mirando y…

Puse mi cartera en la silla antes de que pudiera sentarse.

—Estoy esperando a alguien.

El hombre se retiró sin comentario alguno, se sentó en el bar y giró el taburete para estar frente a mi mesa; cada vez que yo miraba en su dirección sonreía. No podía evitar mirarle de vez en cuando, simplemente para comparar. Comencé a estar segura de que el hombre del bar era el señor Fox después de todo. Sus ojos eran pequeños y brillantes, con mucho blanco, y estaban demasiado juntos, pero, a pesar de ello, su sonrisa era agradable, relajante.

A las siete y diez vino una camarera con otra copa de vino para mí.

—El caballero de la barra le ha cogido simpatía. Le envía esto con sus saludos. Dice que su nombre es Jack.

Hice un gesto de asentimiento y dejé que pusiera la copa ante mí. No bebí ni una gota. Se quedó allí, concediéndome tiempo para seguir esperando sola en ese lugar. Miré el vino y sentí que me ahogaba en él. El señor Fox no había venido.

Eran las ocho y media cuando salí del bar. Hacía una noche muy cruda; corrientes alternas de coches privados y taxis, con sus bocinas estridentes, reclamaban con ahínco su espacio: allí está la calzada, aquí la acera. Pero la calzada parecía mucho más animada. ¿Y si probaba a meterme en ella?

A menudo pienso que sería todo un lujo volverse loca y no tener que preocuparse de nada. Serían los otros quienes tendrían que ocuparse de mí, cuidarme. Habría cierta clase de doctores que me dirían: «No te preocupes, Mary, lo único que te pasa es que estás loca. Estate tranquila y tómate esta pastilla». Y yo pensaría «así que esto es todo», y me pondría muy contenta. Pero diría en voz alta: «¿Cómo? Estoy perfectamente cuerda. Vosotros sois los que estáis locos…». Aunque lo diría suavemente; sólo para impresionar.