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© 2015, Ana Coello

© 2017, de esta edición: Nova Casa Editorial

 

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Maite Molina

Imagen cubierta

© Fotolia / picsfive

Portada

Vasco Lopes

Maquetación

María Alejandra Domínguez

Revisión

Mario Morenza

Primera edición: Abril 2017

ISBN: 978-84-16942-84-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

 

 

 

 

 

A mi hija, un ser lleno de luz…

 

 

 

 

 

En lo desconocido está el misterio, en el misterio la intriga de seguir,
y en ello, un mecanismo de protección que se verá afectado
por esas ganas de continuar, por la necesidad de volver a sentir
que la vida aún tiene algo que dar.

 

 

Sin remordimientos

capítulo 1

—¡Puf! Creí que este jodido semestre jamás llegaría —exclamó Rodrigo con hastío, observando, mientras se frotaba las manos, a los estudiantes que iban rumbo a sus aulas.

Marcel le dio una calada a su cigarro mostrando una sonrisa torcida. Sí, todos parecían asquerosamente felices por comenzar el último puto semestre y para él solo era el recordatorio de que ya estaba a un paso de ir derechito a la tumba donde se sepultaría el resto de sus días.

¡Mierda!

Joel, el más alto de los tres, tomó un sorbo de su café, y negó en silencio.

—No sé qué puñeteras disfrutas. Estamos jodidos, Rodrigo. Ahora sí se acabó el pretexto de la inmadurez. —El aludido se encogió de hombros. Era ecuánime, sosegado y, aunque disfrutaba de los desmanes y fiestas, sabía lo que quería, hacia dónde iba.

—No necesariamente, Joel. Eres un puto amargado igual que este. —Le dio un empujón a Marcel, riendo—. No todo es ir de cama en cama, de antro en antro y terminar ahogado hasta el amanecer.

—¿Ah, no? Tú has de pasar la vida en el celibato y encerrado en tu casa —se burló Marcel con sarcasmo.

—¡Vete a la mierda! —rio Rodrigo—. Algún día comprenderás que saber lo que uno quiere, no es tan malo. —Su amigo rodó los ojos dándole otra calada.

¡Y un carajo, eso ya qué más daba!

Varios chicos más se unieron conforme trascurrían los minutos. Era simplemente imposible que todos ellos pasaran desapercibidos. Ni por su físico, ni por su seguridad, ni porque se hacían notar de alguna manera.

Aún no salía el sol, el frío a las casi siete de la mañana calaba los huesos por mucho que vivieran en Guadalajara y por mucho que ahí no se conociera la nieve. Pero a ese grupo de jóvenes parecía darles lo mismo estar ahí, afuera de sus aulas, la segunda semana de enero. Gritaban, bromeaban y sonreían sin importarles nada.

Tres chicas, como otras tantas, caminaron frente a ellos por el pasillo. Parecían nerviosas pues dejaban salir risitas y sus movimientos eran rápidos, algo extraviados. Evidentemente eran de nuevo ingreso y, por su pinta, no serían de las que en un par de semanas sabrían sus nombres.

De inmediato comenzaron los codazos burlones, ya que apresuraron el paso en cuanto pasaron frente a todos, y es que a cualquiera le hubiese intimidado ver esa cantidad de chicos parloteando y aventándose, diciendo groserías, mientras fumaban y hablaban tontería y media. Por no decir que era muy evidente que se trataba de veteranos, cuestión por la cual nada les importaba demasiado.

Una de ellas, un poco más delgada que las otras dos, tropezó justo frente a esos fanfarrones. Por lo mismo, las cosas que traía entre las manos cayeron y más de uno pensó que su rodilla había resultado lastimada. No obstante, fuera de ayudarla, dejaron salir sonoras carcajadas de burla que hubiesen herido el ego de cualquiera, pero en el caso de esa joven, arrancaron una lágrima que se apresuró a esconder. Se incorporó patosa. De inmediato una de las chicas se acercó, la ayudó a levantarse y, sin verlos, desaparecieron por el corredor.

Rodrigo chasqueó la lengua negando, mientras los demás se aventaban unos a otros en plena carcajada.

—¿Vieron eso? —soltó uno burlándose.

—Pobre, seguro es nueva —respondió otro que aún se reía. Marcel volcó los ojos. Rodrigo era el típico chico de sentimientos nobles; sin embargo, tenía cierta vena endiablada pues seguía juntándose con ellos.

—Y sus lentes no sirven para nada, eso sí que es estar jodido —reviró Marcel llenando de nuevo sus pulmones de humo como si fuera lo más obvio del mundo. Así era él: cínico, sarcástico, insufrible, con un físico favorecedor que sabía usar para su conveniencia cuando se le pegaba la gana, y, por si fuera poco, inteligente y sin problemas financieros. No era que los demás carecieran de esas aptitudes, pero como Marcel, ninguno de ellos, ni en lo bueno, ni en lo malo.

—Algún día estuvimos en su lugar, imbécil. —El aludido rio abiertamente.

—En tus putos sueños, yo cuando entré no lucía así… —Las bromas siguieron hasta que el maestro llegó y todos ingresaron al aula sin chistar.

La mañana pasó aburrida, monótona y llena de invitaciones para la noche. Así era siempre. Por lo mismo muchas horas más tarde Marcel terminó ebrio, llegando de puro milagro a su apartamento en la madrugada. Nadie le diría nada, no existía quién lo vigilara, mucho menos, lo retara.

—Creo que para variar tienes club de fans —expresó uno de sus amigos en la cafetería central del campus. Marcel torció la boca en una sonrisa seductora que jamás fallaba. Siguió la mirada de Lalo. En la esquina, unas chicas que debían ser de primero, lo veían con ademanes de soñadoras, pero no solo a él, sino a varios de los que ahí se hallaban.

Soltó la carcajada cínicamente, les guiñó un ojo y les aventó un beso con sorna.

Una joven, que hasta ese momento notó, levantó el rostro. Era la misma que resbaló frente a ellos hacía unos días. Sus mejillas se tiñeron de rojo y, pestañeando, acomodó sus gafas. No era fea, al contrario, aunque no se trataba de una mujer que lo atrajera en lo absoluto, no debía pasar de los 18, aunque si le decía que tenía 17, le creería. Cabello castaño recogido en una trenza desordenada, tez blanca, boca de corazón y naricita respingada. El color de ojos, ni idea… Sin embargo, lucía demasiado infantil, inmadura y aburrida, muy aburrida.

Elevó una comisura de la boca con pedantería, lo suyo no eran las niñitas con pinta de no matar una puta mosca, sino las de su edad en adelante. Eso de las rabietas y tarugadas del estilo lo hastiaban de inmediato. Por otro lado, la experiencia y sensualidad crecía con el pasar de los años y, a él, eso le fascinaba, nada como una chica atrevida, osada, que se aventurara con decisión.

Las miradas continuaron algunos recesos más durante la semana. Respondían todos de la misma manera y parecía que eso les agradaba, pues aunque tenían del tipo «intelectual» reían bobaliconamente. Bueno, no todas, por ejemplo, la que se sonrojó aquel día, vivía con la nariz clavada en un libro que no tenía idea de qué iba, pero que parecía mantenerla bastante intrigada porque ni pestañeaba debido a su interés en las letras.

El lunes llegó, otra vez. Odiaba ese puto día, pero no tenía de otra salvo pasarlo y rogar que el maldito viernes apareciera.

Efrén, hermano de su padre, ya le había marcado para felicitarlo por estar tan próximo a ser lo que todos esperaban. No le agradaba en lo absoluto recordarlo. Hacía años que se desentendió de eso y creyó que nunca llegaría el negro día en que tuviera frente a él su gris y opaco futuro. Se equivocó.

Iba maldiciendo entre los pasillos rumbo al estacionamiento cuando escuchó un quejido lastimoso proveniente de uno de los salones. Enseguida, voces masculinas que reían, gritaban y se burlaban. Con las manos dentro de los bolsillos del jeans se detuvo enarcando una ceja.

—No te hagas, cuatro ojos, con esa boquita seguro te sale estupendo, hasta te va a gustar… —¡Guou!, ¿hablaban de lo que creía? Esperó, no era partidario de meterse en problemas, regularmente los ignoraba, pero tampoco se iba ir de largo así nada más sin asegurarse de que no era lo que estaba pensando.

—Dame mis lentes… ¡Déjenme! Ya, por favor —rogó la vocecilla más tierna que hubiese escuchado.

—No, no, no. No has entendido; o nos haces los trabajos o sabrás lo que es dar placer a cuatro y al mismo tiempo. —Marcel abrió los ojos bufando de enojo. ¡¿Era en serio?! ¡¿Algo así de humillante estaba ocurriendo en ese puto plantel?! Prendió el celular, activó la cámara, acto seguido entró y grabó a los bastardos hijos de puta que acosaban a la chica, mientras esta permanecía pegada a la pared, supuso, porque no podía verle el rostro, aunque sí sus manos alzarse para intentar agarrar sus gafas.

—Bravo —y aplaudió cuando estuvo completamente seguro de tener las pruebas contra ese grupo de animales. Los acosadores giraron de inmediato, furiosos. Sus edades promediarían a lo sumo los 19, pero exhibían unos rostros de depravados haraganes que no podían esconder.

—¿Tú qué, imbécil? —dijo uno, mientras otro ocultaba por completo a la joven.

—¿Yo, qué? ¿Esa es buena pregunta? —Dos dieron un paso hacia él. Los miró de forma inescrutable. Hacía mucho que el miedo despareció de su vida, pues cuando no se tiene nada que perder, nadie a quien amar, nada te puede lastimar—. No se muevan, idiotas. Resulta que el rector es mi tío y, bueno, ahora mismo le está llegando el video… —Alzó el móvil, riendo con cinismo fingiendo mandar algo. Enseguida palidecieron.

—No es verdad, ¡y no te metas! —rugió un niñato al que su cabello oscuro le tapaba casi todo los ojos.

—Bueno, si no me creen, lo harán en unos minutos que venga hacia acá para expulsarlos… —se cruzó de brazos arqueando una ceja, indolente. Entre ellos se miraron dudosos. De pronto, quien tapaba a la chica, se quitó. Notó algo desconcertado, un poco intrigado, que se trataba de la chica que vivía sumergida en el libro en la cafetería y.

Las lágrimas salían, mas no era llanto, se limpiaba las mejillas pestañeando, evidentemente nerviosa. Marcel mantuvo su expresión impávida.

Al pasar aquellos abusadores a su lado tomó uno por la camisa, el que estuvo bravuconeando. Lo levantó levemente y acercó el rostro de él al suyo, dejándolo pálido.

—Conozco gente que les encantaría mantener a tu asquerosa boquita bien ocupada, así que más vale no te vuelva a ver… Hijo de gran puta. —El chico asintió nervioso, sudoroso. Lo soltó y de inmediato salió corriendo.

En cuanto estuvo seguro de que se alejaron, guardó el móvil y giró. La joven ya se ponía los anteojos y recogía sus cosas. La observó desde su posición. Era demasiado delgada, aunque tenía lindo cabello, muy natural y una piel como porcelana.

—¿Tienes auto? —Se escuchó decir con tono amargo, sentía ácido en la garganta. Ella negó encarándolo. Su naricilla estaba enrojecida, y seguía limpiándose las mejillas con la manga de su suéter violeta—. Vamos, te llevo —con un ademán le indicó que lo siguiera.

—No… Yo…

Sí, demasiado tierna esa voz. Sacudió la cabeza, irritado.

—Dije que te llevo o preferirás que eso chicos te estén esperando por ahí. —No era de mucha paciencia, tampoco un alma samaritana, así que no le rogaría. Avanzó, consciente de que la flacucha, como la apodó en su cabeza, iba detrás. Llegó a su pickup doble cabina gris plata y subió. La chica abrió, cautelosa.

—Yo… —Marcel prendió el motor haciéndolo rugir sin mirarla.

—O subes o cierras, tengo un hambre de perros —bramó, prendiendo la radio. Al momento de entrar y encender la camioneta, conoció el aroma agradable de aquella flaca chica, pues un leve olor a cítricos le llegó a la nariz.

Salió del campus sin dirigirle la palabra.

—No sabes dónde vivo —murmuró la joven con ese tono dulce. Apenas si la escuchó, ya que Kasabian a todo volumen no ayudaba. Se encogió de hombros virando la camioneta.

—¿Para qué? —cuestionó, dándole pequeños golpes al volante al ritmo de la música. Se percató del momento justo en el que ella elevó el rostro y lo miró. Le importó una mierda.

—Yo… Yo debo llegar a casa… —su voz se quebraba.

—Después. Te dije que ladro de hambre… Ahora quiero comer. —De reojo notó como se acomodaba un mechón de su trenza castaña ya un tanto deshecha debido a lo ocurrido.

—Por… Por favor —rogó. Apagó el sonido de un manotazo y justo en un alto la perforó con sus verdes ojos.

Era realmente imponente, y muy guapo si era sincera, pero parecía duro, rudo.

—Escucha, creo que un «gracias» sería educado. Sin embargo, me importa un carajo tu agradecimiento. Me debes una y vamos a mi casa, no más discusión… Aunque siempre puedes bajarte en este puto momento y mañana averiguar si esos hijos de perra no retomarán lo de hoy —por supuesto no lo harían. Era mentira lo de su relación con el rector, pero por la tarde le marcaría a uno de sus asesores que sabía tenía estrecha relación con él y le mandaría el video. ¡A la mierda si imbéciles como esos continuaban ahí! Aun así, definitivamente no se desviaría para llevar a la flacucha a su casa.

Cuando la vio de cerca, notó que de verdad no era nada fea, al contrario. Una idea morbosa se formó en su cabeza al ver su dulce semblante. El rubor de las mejillas de la joven le hizo saber que estaba avergonzada, además de llorosa. Sin más, la chica se giró y perdió la vista por la ventana. Para su asombro no dijo nada más el resto del trayecto.

Llegaron al apartamento donde vivía treinta minutos después, ya que era la hora de más tránsito en la ciudad y todo se volvía un caos. Estacionó la camioneta en la cochera subterránea.

—Gracias… —susurró ella yendo a la salida. Marcel giró sus ojos hacia arriba. No, esa flacucha no se iría así, sin más.

—Come algo y te vas… —se detuvo vacilante—. Tenías facha de ser educada… —La pinchó chasqueando la boca y caminando rumbo al elevador. La escuchó resoplar por detrás. Sonrió. Entraron al aparato metálico en silencio. Un minuto después las puertas se abrían en el piso 17. Ingresó la llave en el número 34, oyó cuando ella cerró despacio—. Hay pizza… De ayer… Siéntate —ordenó, abandonando la mochila en el descanso del pulcro piso blanco y metiéndose enseguida en la cocina que se encontraba justo después de la ancha barra que fungía de comedor, aunque había uno que sí lo era. Obedeció, taciturna, en silencio—. Toma —dejó un plato sobre la mesa con un trozo recién salido del microondas y una gaseosa. El aparato volvió a sonar, sacó dos trozos y se ubicó frente a ella recargando su brazo con desgarbo sobre la superficie de granito.

—¿Cómo te llamas? —La cuestionó al ver que veía su comida con un poco de desagrado. La joven alzó los ojos, eran color miel revolcados con azul marino, jamás vio algo así; llamativos, redondos, como dos lagunas turbias y cristalinas. Lo cierto era que en conjunto era muy bonita, sin embargo, los pómulos se le marcaban bastante, y las leves ojeras no le ayudaban mucho.

—Anel… —Alzó las cejas devorando su segundo trozo.

—¿No piensas comer, Anel?, o ¿estás a dieta como todas las mujeres? —La chica agarró el pedazo y le dio una mordida diminuta. Casi suelta la carcajada—. ¡No inventes!, estás tan flaca que pareces de 12… —notó que se tensó, ahí, frente a él, y dio una mordida más grande, masticando a conciencia.

—¿En serio conoces al rector? —preguntó una vez que pasó con esfuerzo el bocado. Su vocecilla lo sosegaba de una manera extraña, además, parecía que no conocía tonos más altos. Metió otro par de trozos a calentar, negando sin verla.

—Pero los expulsarán, sé qué hacer…

—Gracias… —murmuró.

—No me las des. No hago nada gratis —soltó sin más, encarándola fijamente. Ella perdió la mirada, descolocada—. Tranquila, no pretendo hacerte ninguna salvajada. Si te dije que pareces de 12, ¿verdad?

—Sí… —apenas la escuchó.

—¿Qué estudias?

—Derecho —dio otra mordida ridícula a su comida.

—No tienes la pinta… —Anel rodó los ojos, continuó sin verlo. De pronto, minutos después, le quitó el plato y lo aventó al fregadero—. Ven —le dijo al tiempo que se sentaba en un sillón negro de enormes proporciones con cojines oscuros en el respaldo. Se dejó caer y prendió el televisor sin darle importancia. La chica se acomodó a su lado con una distancia prudente estudiando su el lugar—. Mierda, ¿siempre luces tan tensa? —Anel volteó aturdida. Marcel ya se había incorporado, estaba a unos centímetros de su rostro—. Esperas lo peor de mí… Así que no tengo mucho que perder… ¿Qué harías si te beso? —La desafió, divertido. La situación que él mismo propició era de lo más extraña, pero por alguna extraña razón, le agradaba.

Instintivamente se hizo hacia atrás. Él rio abiertamente. Sin pensarlo, acortó la distancia pues ella ya había chocado con los cojines y posó sus labios sobre los suyos con suavidad. No tenía puta idea de qué mierdas hacía, eso no estaba planeado ni siquiera lo deseaba, pero verla con esa fría ternura, le provocó unas ganas asombrosas de corromperla, de probarla, de que se diera cuenta que no era color rosa después de todo.

No se apartó, no chistó, ni siquiera intentó quitárselo de encima.

Sabía a fresco, su aliento era agradablemente limpio, y sus labios… Dios, sus labios eran enfermizamente suaves, como dos bombones expuestos al sol de pleno verano. No se movían, aun así, se mostraban dispuestos.

Estaba casi sobre ella sin tocarla, con sus brazos a los lados de ese delgado dorso. Su respiración se sentía agitada. No dudó, atrapó uno de esas carnosas nubes y la humedeció son la lengua de manera sensual. La escuchó emitir un gemido, sorprendida, luego hizo lo mismo con el otro.

Abrió levemente los ojos sintiendo los párpados muy pesados. Anel no lo veía. Él sonrió para sí, complacido. Cuando por fin la chica en cuestión se abandonó, sintió la necesidad absurda de dejarse ir, de…

Se apartó de inmediato molesto, enojado. ¡¿Qué carajos hacía?! No era un puto quinceañero.

—Tengo cosas qué hacer —zanjó dejándola perpleja, ahí, recostada aún con los labios entreabiertos sobre el sillón—. Toma —y sacó un billete de su cartera—. El portero te pedirá un taxi. —Anel se enderezó con las mejillas, o, mejor dicho, los pómulos encendidos. Iba rumbo a su habitación pero se detuvo. Ella ya se levantaba notablemente nerviosa, perdida por la misma situación

—Esto no pasó y tú y yo fuera de aquí no nos conocemos… Evítame si es posible… —La joven asintió temblorosa.

Marcel dio vuelta en aquel pasillo y entró a su recámara aventando la camiseta de manga larga oscura que llevaba a un sillón gris. Era un imbécil, se reprendió. En primera; ¿para qué mierdas la llevó a su casa? Y luego… ¡¿Eso?!

Sacudió la cabeza de pronto, entre risas. ¡Bah!, no hizo nada malo tampoco, la chiquilla no se resistió y por si fuera poco sabía delicioso.

Dejó los remordimientos de lado sin dificultad. Sacó su móvil del bolso sonriendo torcidamente mientras se adentraba al baño, una ducha le vendría bien, pero antes que nada debía ocuparse de esos degenerados. Gente así no debía siquiera estar pisando las calles.

 

 

Entorno negro

capítulo 2

En el taxi iba retorciendo sus delgados dedos, a punto de colapsar. ¿Qué fue todo eso? Se tocó los labios con la yema pestañeando aturdida. Resopló mientras el auto serpenteaba la ciudad. Su casa no quedaba muy lejos.

Marcel, cómo sabía se llamaba por Mara, una de sus amigas, que como las demás, se derretía por todos esos chicos que se reunían en la cafetería central a gritar, parlotear y demás; le acababa de dar su primer beso. Sonrió, turbada, desconfiada. Eran guapos, de último año y, por supuesto, a ella también le gustaban, aunque prefería no mirar el mundo que le rodeaba. La gente era desprendida, egoísta, lastimaba, sin importar nada y no deseaba más heridas de las ya existentes.

Aún seguía temblando cuando entró a su casa ubicada en una zona exclusiva del área metropolitana que colindaba con la zona donde estaba el apartamento de ese chico que le robó un beso y algo más… El aliento, aceptó un tanto abochornada. Su existencia era tan gris y opaca que lo que acababa de suceder era como si una bengala hubiese iluminado por un segundo su entorno negro.

Hacía una semana que entró a clases. Nada era diferente de lo que su vida solía ser. Las ganas de desaparecer ahí seguían, la ansiedad por lograr evadirse continuaban y la esperanza de que algo cambiara, también.

Abrió la pesada puerta de madera. La opulencia en la que vivía era patética, asfixiante, abominable. Desde que su madre se casó con ese tipo, ya todo iba de mal en peor y parecía que cada vez se alejaba más el día de que tuviese un retorno.

El malestar provocado por esos chicos en el aula aún continuaba atorado justo en medio de su garganta. El sabor amargo de saberse tan expuesta, nuevamente, ante imbéciles que lo único que deseaban era alardear; la cimbró más de lo que hubiese deseado. Justo cuando pensó que algo realmente malo pasaría y el terror hizo que se mordiese la lengua tanto que hasta le sangró, llegó él.

Todavía sentía esa marea de alivio cuando lo escuchó decir todo aquello. Odiaba el miedo, pero era lo único que sabía hacer: temer. Después, de alguna manera, su hostilidad, su firmeza, su gesto inescrutable, le brindaron la certeza que ansiaba en ese momento de tanto pavor.

Lo siguió sin chistar pues no deseaba averiguar si esos tipos la esperaban por ahí. Luego, cuando no la llevó a su casa, debía confesar que sintió cierto alivio. No era el sitio que más le gustaba, sino todo lo contario, y alejarse de ahí con el pretexto que fuese le parecía buena idea. Pero, además, estaba la forma en la que él se manejaba, la seguridad que proyectaba.

Era un chico atractivo, cabello oscuro, casi al ras del cráneo, de ojos verdes, enormes, cejas muy pobladas, mirada dura, nariz ancha y boca grande, fuerte. Barba incipiente, no más de uno ochenta y cinco, complexión media notoriamente apetecible y bien torneado, o por lo menos así lo catalogaban Mara y Alegra. No fue muy sensato ir a su apartamento, debía aceptarlo, menos dejarse manejar de esa forma… Pero a últimas fechas ya todo daba lo mismo…

—¿Dónde estabas, Any? — Cleo le preguntó en susurros cuando atravesó la puerta de la cocina. Se trataba de la ama de llaves y cocinera de aquella repugnante mansión. Any se encogió de hombros agotada—. Tu madre preguntó por ti…

—Tuve que hacer algo en la universidad —le daba igual si la regañaban, si la castigaban, si…

—¿Comiste? —Se detuvo dubitativa. Evocó con una sonrisa la pizza que Marcel le ofreció. Odiaba con toda su alma ese alimento, pero tampoco podía nombrar alguno que le gustara en particular, salvo el helado de cereza o menta con chocolate, los plátanos y el pastel de tres leches, nada le agradaba, no desde hacía mucho tiempo, no desde que comer se tornó en tortura y espacio para reclamos, gritos, arrumacos asquerosos y peleas. Al final asintió sin girar. No tenía hambre.

Al llegar a su habitación, justo cuando iba a tomar el pomo de la puerta, una mano dura que reconoció de inmediato, rodeó su cintura. El pánico regresó y el ácido en la garganta la quemó como si de fuego se tratara. La quitó de un jalón respirando agitada.

—¿Por qué no nos acompañó en la mesa, mi caramelito? —Lo detestaba, lo odiaba como nunca odiaría a nadie más. El típico sudor regresó, así como los temblores.

—Tenía… Tenía que hacer unos trabajos. —Recargó su espalda en la puerta buscando la manija para abrir. El hombre sonrió de esa forma que la aterraba, que aborrecía. Las malditas náuseas aparecieron y sus dientes comenzaron a titiritar al tiempo que el sabor de su saliva se volvía amarga. Alto, fornido, cabello rizado y pulcramente peinando, siempre inmaculado con sus trajes de marca y tan cerdo por dentro. La repugnante mano se acercó a su antebrazo rosándolo con el dorso. Anel tragó saliva con ansiedad.

—En la cena será entonces, caramelito. —Lo observó alejarse con las piernas apunto de doblarse. Entró a su recámara casi hiperventilando, con la cabeza martillando a tal grado que creía que explotaría, eso sin contar las enormes ganas de devolver el estómago que la invadían, pues la bilis subía y bajaba con ardorosa efervescencia.

Desde que se casó Analí, hacía más de tres años, ese hombre se convirtió en su todo. Por él respiraba, reía, actuaba y pensaba. Ary y ella, fueron hechas a un lado sin contemplaciones, pues Alfredo —nombre del repulsivo tipo que se le acaba de acercar y marido de su madre— la absorbía y le lavaba la cabeza que era un encanto.

Su hermana mayor, Ariana, los ignoraba. Hacía un año que se graduó de Diseño y pasaba todo el día fuera de casa trabajando, además, ese hombre jamás la miró como a ella. Desde la primera vez que la vio, en la casa donde solían vivir, con apenas 13 años, la contempló de una manera que le puso los vellos de punta.

Cuando se casaron, comenzó a acercarse de manera más… Atrevida. Le insinuaba cosas, se sabía vigilada. Intentó más de una vez decírselo a su madre, que solía escucharlas, hablarles, quererlas. Nunca le hizo caso, y, al contrario, lo que ganó fue una especie de resentimiento que crecía día a día. La empezó a humillar en público, a burlarse de su apariencia, de su andar, de lo que decía… A menospreciar. Y a pesar de que Ariana le decía que no le hiciera caso, eso creó mella en su autoestima, en su interior desquebrajando de a poco su alma, lo que en realidad amaba.

El hombre seguía viéndola de esa forma lasciva que la hacía temblar. Si por algo su mamá lo hallaba cerca de ella, sabía bien que todo terminaría de forma desagradable, pero si osaba decirle que él era quien la buscaba; las cosas se tornaban violentas. Por lo mismo, las comidas eran un suplicio, ese tipo solicitaba, por lo regular si sabía estaba en casa, que los acompañara. Frente a su plato, no lograba pasar bocado pues solía estar bajo ese par de miradas que la intimidaban de diferentes maneras.

No se maquillaba, en realidad no se preocupaba en embellecerse, esperanzada en que eso lo ahuyentara, que no la viera de esa manera, pero tal parecía que sus esfuerzos no surtían el efecto deseado: Alfredo seguía avanzando en sus intentos.

Dormía con la habitación bajo llave. Se duchaba muerta de miedo. Nadie sabía lo que vivía a diario. Intentó al principio huir, era menor de edad y su madre la recibió furiosa. Luego, le rogó la mandase a algún internado, por supuesto, su padrastro se negó y Analí no dijo más. Contactó a su padre, él era de Chicago, lugar donde ella y Ary nacieron, pero que, sin haber cumplido siquiera el año, dejaron pues no se soportaban y no lograron una vida juntos. No lo veía, se hacía cargo de sus gastos a través de su madre, pero con él hablaba una vez al semestre. En esos momentos le pidió la alojara allá. Se negó ya que tenía una familia y no veía cómo podrían convivir.

Su tía, Nuria, una hermana de Analí, era más hueca que una piscina sin agua. Vivía en quirófanos y salas de belleza para mantener bien atado a su millonario marido. Laura, su otra tía, era una mujer que tenía un alto puesto en una compañía de comercialización de software por lo que viajaba todo el tiempo, aunque con frecuencia se iba a dormir a su apartamento y lograba relajarse. Ella era agradable, extrovertida, sonriente, aun así, no se había atrevido a decirle nada de nuevo. Primero; porque temía. Su madre la tenía más que amedrentada para que no estuviera repitiendo esas «tonterías» tal como las creía. Segundo; nadie le creería a una chica tan insignificante, tan poca cosa, que un hombre como ese la acosara. Y, por último, porque tenía pánico que al verse descubierto, al fin cruzara la línea y le hiciera algo que de verdad la marcase.

Se duchó, como siempre, con lágrimas en los ojos. Se puso un pantaloncillo deportivo holgado y se dispuso a hacer sus deberes.

Ni estudiando lo que su madre deseaba le agradaba. Frustrada, vio todo lo que tenía que leer y que le parecía por demás aburrido. Debía buscar la manera de irse. Sin embargo, Analí le advirtió que no quería saber que buscaba un trabajo cualquiera. Su esposo tenía una reputación que cuidar y que ni se le ocurriera irse de la casa como una fulana sin educación, pues la encontraría y haría que regresara truncándole todos los planes. Alfredo era un hombre al cual «el qué dirán» le importaba demasiado, no deseaba verse envuelto en escándalos ya que su familia y apellido eran de abolengo en la ciudad y eso valía mucho, según él. Además, contaba con mucho dinero, así que si su madre se lo proponía, sí, lo cumplirían.

Intentando encontrar sentido a los documentos que debía leer, el tiempo pasó y sin percatarse, cayó profunda sobre el escritorio.

—Any… —era Cleo. Alzó la cabeza desorientada. Casi no dormía, no cuando su madre estaba fuera de la ciudad, ya que debido a su trabajo eso sucedía con cierta frecuencia y esos días fue justo lo que ocurrió.

—¿Qué pasó? —preguntó bostezando.

—Me mandaron a decirte que la cena ya está servida. Baja, evita problemas —asintió desganada. Sin pasarse un cepillo por la cabeza llegó al comedor. Ahí estaban los dos. El hombre le sonrió lujurioso, gesto que ignoró deliberadamente. Su mamá rodó los ojos ante su aspecto desparpajado.

—Eres una facha, en serio, Anel. Das lástima… Péinate por lo menos. —La joven no dijo nada, agachó la cabeza asintiendo—. Así dudo que algún día alguien se fije en ti… Pero es tu problema. ¿Verdad, amor mío? —Y su tono cambió por uno meloso y empalagoso.

—Comamos, Preciosa… Después debemos recuperar el tiempo perdido. —Anel casi vomita sobre ellos. Se besaron como si no existiera mañana, ahí, frente a ella. Su muestra de afecto era molesta, no lo hacían frente a nadie más, solo cuando se encontraba ella sola. Escuchaba los chasquidos de la saliva, los gemidos asquerosos. Jugó con la sopa hasta que la pareja se levantó varios minutos después, ya que cenaron y se cenaron al mismo tiempo.

—Cómo siempre, te haces la víctima… Sabes que no caeré en tus chantajes. Si no quieres comer, no comas. Solamente te diré que con cada kilo que pierdes te ves aún peor, Anel. Pero es tu salud… Ya sabrás tú y tu autoestima hasta dónde llevas esto. —Avanzó, contoneando las caderas al tiempo que Alfredo la seguía. Ya casi desparecían cuando él giró y le guiñó un ojo. La joven recargó la cabeza en el respaldo con los puños apretados bajo la mesa, ya ni ganas de llorar tenía.

Cleo la observó desde el umbral negando. En esa casa todo estaba tan torcido que dudaba que las cosas salieran bien.

La noche estuvo atiborrada de pesadillas; chicos que abusaban de ella, una mano enorme que la toqueteaba y unos brazos que la envolvían logrando alejar, con mucho esfuerzo, todo aquello de su débil espíritu. Solía sucederle, aunque jamás nadie la hacía sentir «segura» como en esa ocasión. La transpiración provocada por la mala noche y las repetidas imágenes detestables, empaparon su ropa como si una cubeta llena de agua se hubiese derramado sobre su esbelta figura, tanto, que se duchó nuevamente.

Por la mañana el frío calaba y, abrazándose a sí misma, bajó del auto que el chofer, impuesto por aquel hombre, conducía y tenía a su disposición y al cual usaba muy poco.

El día pasó sin nada interesante, lo común en su vida. Sin embargo, sí estuvo alerta de no encontrarse con esos chicos que la mañana anterior le dijeron cosas tan humillantes. En cuanto a Marcel, le quedaba muy claro que no se lo volvería a topar salvo en la cafetería cuando sus amigas babeaban por esos chicos y él mientras ella leía a José Saramago. Si su vida era deprimente, Ensayo sobre la ceguera lo era aún más, así que por lo menos no se sentía tan miserable.

—Son unos bombones —parloteó Mara sorbiendo de su jugo.

—Y ya se dieron cuenta de que eso es justamente lo que piensas —le reclamó Alegra.

—Ash, tú tampoco dejas de verlos —rezongó.

—Ni medio campus.

Anel rodó los ojos y continuó su lectura. Absorta en aquellas hojas reflexionó en lo que la mente podía crear cuando no se contaba con la vista… Lo que el mundo se distorsionaba cuando algunos de los sentidos no existían. Así, evadiéndose, era como lograba pasar los días, las horas, el dolor y el vacío.

—¿Y tú?… ¿No te gusta ninguno? —Negó sin levantar los ojos mientras bebía de su malteada—. ¿En qué vas? —Le preguntó Alegra acercándose. Pronto comenzaron una discusión sobre el libro olvidándose lo que a su alrededor ocurría. Si beso al hermoso chico el día anterior, parecía ni siquiera recordarlo, vaya, de hecho lo enterró tan adentro de su memoria que de verdad le daba lo mismo. Aunque si era sincera, aún podía evocar la dureza y gentileza de sus labios sobre los suyos. Sonrió, discutiendo con sus amigas sobre el texto.

Iba caminando por los pasillos rumbo a la salida después de haber hecho eso que tanto le gustaba por unos minutos, cuando unos brazos la jalaron dentro de un salón. Tembló llena de pánico. No de nuevo. Al ver esos enormes ojos aceituna tan cerca de los suyos, soltó todo el aire contenido como si de un globo se tratase. Marcel. No supo si reír, llorar o qué…

—Te veo a las cinco en mi apartamento —ordenó, musitando muy cerca de su piel. Anel intentó alejarse. ¿Era en serio? El chico veía su boca y sus ojos. Parecía nervioso, no deseaba que nadie se percatase, compendió resentida, un tanto dolida.

—No…, no —de pronto se irguió y enarcó una ceja mirándola severamente.

—No detecté la pregunta en lo que te dije. Si deseas saber lo que les ocurrió a esos tarados que ayer te acosaron, ahí estarás… Y si… —susurró contra su oído—, Y si no quieres que lo sucedido en ese salón se sepa, no fallarás. —Anel palideció. No se atrevería. Pero al ver su semblante supo que no bromeaba. Un segundo después salió de ahí sin decir nada dejándole las piernas como gelatina.

Pasó saliva ansiosa, con las palmas sudorosas. ¿Qué fue todo eso? Recargó su cabeza en el muro. Era todo un imán para imbéciles, aunque ese, en particular, no le desagradaba, al contrario, pero de que era uno, lo era.

Sacudió la cabeza con una sonrisa boba, no tenía nada que perder. Total, sabía qué clase de chico era y ella no era ninguna ingenua, o bueno, no tanto. Algo distinto podía ser interesante.

Poco después de la hora en que la citó, llegó. Demoró unos minutos más, pues, leyendo, el tiempo se le escurrió sin percatarse. De pie ante el umbral, el guardia del edificio la vio y de inmediato le abrió.

No tenía idea de por qué accedió. No debía prestarse a ese tipo de juegos, menos de chantajes. Sin embargo, algo en su ego se infló al saber que él deseaba verla nuevamente.

Sí, ese era el motivo por el que se encontraba ahí.

En cuanto las puertas del elevador se abrieron tragó saliva respirando agitadamente. El apartamento estaba abierto. Entró con las manos entrelazadas frente a su cadera.

—Llegas tarde… —soltó Marcel, sentado en el gran sofá, en el que el día anterior la besó, jugando con la consola algún juego de carreras.

—Lo… Lo siento, tuve que…

—Da igual, ven, toma un control. —Se acercó lentamente. Él le tendió uno sin verla. Lo agarró de inmediato—. ¿Ves ese auto rojo? Soy yo… Tú serás el gris… Estos sirven para moverte, así giras y aquí frenas… ¿Ya? —Anel abrió los ojos sin entender nada—. Listo… Ya estás en la carrera —giró al televisor con el comando entre sus delgados dedos y comenzó a picarle sin sentido—. Te saliste de la pista, Anel… —Lo miró un segundo y de nuevo se centró en la pantalla. ¿Sí? Ni si quiera sabía qué auto era, había más de uno gris. Marcel la sujetó por el codo e hizo que se acomodara a su lado—. No eres mala, eres malísima —soltó, deteniendo el juego. Ella no alzó la vista pues sus grandes manos se acercaron a las suyas, así como también su cuerpo. La calidez que emanó la alertó sin poder evitarlo. El chico comenzó a explicarle cada cosa con burlona paciencia mientras asentía ante cada instrucción dicha—. Ahora… ¿Empezamos? —quiso saber enarcando una ceja, se atrevió a girar. Él estaba a un par de centímetros—. Me agradas, no parloteas, ni te la vives quejándote… —expresó sereno. Se encogió de hombros y reanudó el juego.

Una hora después Marcel reía a pierna suelta sobre el sofá con una mano en su plano abdomen.

—En serio, eres un caso perdido. —La joven lo estudió con las mejillas enrojecidas, por mucho que intentó no lograba mantener al auto sin estamparse con otro o dentro de la pista, definitivamente era más difícil de lo que parecía.

—Nunca había jugado —admitió con voz queda. Marcel sacudió la cabeza negando al tiempo que se erguía.

—Eso me quedó claro, pero tampoco se necesita ser brillante. —Anel desvió la vista incómoda ante la crítica. Su apartamento era agradable, muy moderno, en realidad, no cargado de cosas, ni de colores. Negro, blanco y madera oscura era lo que ponderaba, espacios abiertos y grandes ventanas cubiertas por cortinas blancas de gasa. Vivía solo, comprendió de pronto—. ¿Te gusta? —escuchó detrás de ella. Volteó y, al hacerlo, él, ahí, a un par de centímetros. Fue evidente que no lo esperaba ninguno de los dos. Sintió su aliento sobre sí; cigarro, pasta de dientes, colonia. No olía mal, no como pensó olería alguien que tuviera ese vicio, al contrario, le daba curiosidad volver a sentir su sabor sobre sus labios.

—Sí —dijo, perdida en su boca. En un instante tenía al chico devorándola sin tregua. Pestañeó aturdida, embelesada, maravillada. La lengua de él, sin más, ingresó en su cavidad, tomándola por sorpresa. Quiso retroceder al sentirlo. La mano de Marcel tras su nuca y acunando parte de su mejilla, se lo impidieron.

Era extraño, placentero, intimidante. Sus alientos se fundían sin que pudiese evitarlo. Aferró con dedos débiles su muñeca y, sin más, se dejó llevar por sus exigencias. Abrió más los labios permitiéndole robar todo lo que en su interior había.

Respirar comenzó a costar trabajo, pensar ni se diga… Eso ni siquiera lo intentó. No supo si fueron segundos u horas, lo cierto era que no deseaba que terminara. El oxígeno empezó a escasear y mantener llenos los pulmones se convirtió en una tarea complicada. Intentó alejarse, sintiéndose de pronto mareada. Él se percató y, jadeando, dejó de besarla no sin antes succionar por última vez con ansiedad uno de esos elixires dulzones.

Permanecieron en silencio casi un minuto sin dejar de verse. Marcel agachó la cabeza rompiendo el contacto, frotándola con sus manos, ansioso y se levantó.

—Tengo cosas que hacer… —La chica comprendió lo que sus palabras querían decir, se puso de pie con las palmas sudorosas. ¿Por qué se portaba así?

—S-sí… Yo… —Marcel se sentía irritado, molesto consigo mismo. La citó porque, maldita sea, no pudo dormir evocando sus labios y lo patán que se había portado. Deseaba contarle que esos imbéciles no regresarían al campus. Pero como si fuese un animal, un gran hijo de puta, la atrajo con ruines chantajes, por si fuera poco, no se pudo resistir y terminó de nuevo sobre ella intensificando ahora más que el día anterior el beso. ¡Y es que una mierda!, sabía delicioso, como un chocolate derritiéndose a puto fuego lento.

—Será mejor que te vayas, espero a alguien y… —Anel sintió ganas de llorar. Aun así, logró que no saliera ni una lágrima —. Escucha, tú no eres el tipo de chica que me gusta, mucho menos del tipo con que suelo estar —esa estocada dolió aún más. Pestañeó, desviando la mirada al tiempo que asentía—. Además, pareces una chiquilla y ni siquiera sabes besar. —No aguantó más. Se dio la media vuelta, humillada, y salió de ahí sin decir nada.

Marcel se dejó caer sobre sillón furioso dándole un golpe a la superficie demasiado irritado. Era lo mejor. Ni él necesitaba una niña así a su alrededor, ni ella un tipo tan complicado, tan amargado. Seguro su vida llena de rosa y libros le decía que las cosas siempre terminaban así; «con finales asquerosamente felices» y él mejor que nadie sabía que eso era una mierda. Estar solo era lo mejor para no sufrir, para no decepcionar, para… No necesitar a nadie.