Primera edición: Febrero 2014
© Eladi Romero García
© de esta edición: Laertes S.A. de Ediciones, 2014
C./ Virtut 8, baixos - 08012 Barcelona
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ISBN: 978-84-7584-936-2
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Impreso en: Arvato
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Impreso en España
Eladi Romero García
EL DÍA EN QUE LOS
EXTRATERRESTRES
LLEGARON A LA URSS
(PARA MATAR A RAJOY)
Editorial LAERTES
Se trataba de un pozo cegado desde hacía muchos años. Al situarse en una propiedad privada, su excavación requería únicamente del permiso de sus dueños, aunque estos se hubieran negado en todo momento a concederlo. No querían que el pasado se removiera en sus tierras.
Hasta que el joven heredero de la finca, seducido acaso por una de las bellezas del grupo, decidió cambiar de opinión y colaborar en la causa de la memoria histórica.
Los historiadores y curiosos habían sabido desde siempre que el pozo, ubicado en el municipio oscense de Tamarite de Litera, había servido de tumba furtiva para muchos de los asesinados durante los primeros días de la Guerra Civil. Dado que el lugar quedó desde un principio en zona republicana, el primer vendaval de violencia se llevó por delante a propietarios, falangistas o simples gentes de misa que olían a cera. En general, simpatizantes con la recién iniciada sublevación fascista. Luego vinieron los contrarios a la colectivización, individuos sin ideología que únicamente pretendían conservar la propiedad de sus pequeñas parcelas, y que fueron eliminados por los anarquistas de la zona. Y por fin, ya en el 38, cuando Aragón sucumbió ante el ímpetu de los militares rebeldes, todos los que cayeron en manos de los verdugos franquistas, deseosos de vengar a sus mártires. No sabemos el motivo, pero tras la guerra el pozo acabó cegándose, y todos aquellos cuerpos depositados a modo de estratos ideológicos quedaron allí, poco a poco olvidados a medida que el franquismo avanzaba hacia la historia.
Sin embargo, la oscura leyenda de aquel lugar se mantuvo en la memoria colectiva de las gentes más próximas. «Aquí mataron a mucha gente», se decía, aunque sin concretar detalles.
Concluida la dictadura, el olvido se impuso como la misma losa que cubrió al dictador. Hasta que a comienzos del siglo xxi, cuando se hizo cargo del gobierno el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, a la gente le dio por abrir fosas en busca de los restos de aquellos asesinados durante la guerra, cambiar huesos de sitio o dignificar los lugares donde en el pasado se habían amontonado cadáveres y cadáveres en un principio anónimos. Y a todo este proceso se le dio incluso un nombre con mayúsculas: la Memoria Histórica.
La victoria del Partido Popular en las legislativas de noviembre de 2011 dejó de nuevo sin Memoria a la ciudadanía, sumida en el pesimismo y la desazón a causa de la profunda crisis económica que vivía el país. Con los recortes en derechos, hachazos al estado de bienestar y sustanciosos aumentos de impuestos, los nuevos gobernantes lograron que la gente se olvidara incluso de que setenta y siete años atrás muchos muertos habían sido enterrados de mala manera, sin la decencia debida ni el conocimiento de sus allegados. Se acabó el hurgar de fosa en fosa dilapidando el dinero del contribuyente, un dinero más necesario para pagar sobresueldos a los politicuchos del país que para cultivar la memoria.
Sin embargo, el pozo de Ventafarinas constituyó una excepción. Aquí, en ese desconocido lugar situado al sur de la provincia oscense, ya en la raya con Cataluña, un grupo de jóvenes historiadores, más por pasar el tiempo mientras buscaban un trabajo que probablemente nunca encontrarían que por otra razón, se lanzó a la aventura de descubrir esos cadáveres anónimos y darse así a conocer en el mundillo académico. El dueño de la finca donde se situaba el pozo, ya hemos dicho que cautivado por el escultural cuerpo de una de las aventureras, les concedió su permiso para abrir el pozo, y cierta mañana de marzo, con el campo cubierto por una pálida neblina, comenzaron las primeras labores.
El grupo estaba integrado por cinco personas, dos mujeres y tres varones, todas con edades comprendidas entre los veintisiete y los veintinueve años, un grado de Historia por la Universidad de Zaragoza perfectamente enmarcado, en situación de paro y sin nada que rascar desde que el gobierno autónomo aragonés, ahora también en manos del Partido Popular, decidió eliminar las ayudas al programa Amarga Memoria. Un programa destinado a investigar sobre la Guerra Civil en la comunidad, y que les había permitido durante tres años malvivir gracias a las becas recibidas. Juan, el más viejo de los cinco, se había postulado como director del proyecto Ventafarinas, aunque en realidad era la escultural Melissa, veintisiete añitos como veintisiete soles, la que llevaba el peso del asunto. O al menos las negociaciones con Ricardo, el propietario de la finca convertido en su más ferviente admirador, quien, y a pesar de no tener ni el título de Enseñanza Secundaria, se había presentado aquella mañana con todo un aparejo de cuerdas y poleas para colaborar en las labores de excavación del pozo. Previamente, se había calculado la profundidad del agujero y establecido la firmeza de su fondo, a fin de evitar cualquier peligro imprevisto.
La primera tarea de aquel día fue, precisamente, la de instalar las poleas y sujetar las cuerdas, para, a continuación, colocarle un arnés a Santiago, el escalador del grupo, y hacerlo descender hacia la oscuridad.
—Ten cuidado, Santi —le instó Inés, veintiséis años, buena presencia, aunque menos escultural que Melissa.
—Tranquila, chica, esto no es una película de terror. Solo son ocho metros.
Santiago le lanzó un beso con la palma de la mano a modo de exorcismo y se dispuso a bajar lentamente, ayudado por sus colegas. Entre su equipo llevaba, lógicamente, una potente linterna plana colgada del cuello y una pequeña mochila que contenía agua y un botiquín.
Transcurridos algo menos de cinco minutos, se encontraba ya en el fondo, desde donde lanzó el aviso de llegada.
—¡Ya estooooy!
Su voz se vio potenciada por el inevitable eco propio de tales oquedades.
—¿Cómo es el fondo? —le gritó Juan haciendo altavoz con sus manos.
—Blando..., aquí hay mucho barro.
—Pues vigila y no sueltes la cuerda.
La luz de la linterna fue recorriendo todos los rincones del pozo, hasta que volvió a escucharse la voz de Santiago, esta vez mostrando algo menos de firmeza.
—Aquí..., hay algo...
—¿Algún zombi? —bromeó Juan.
—Más o menos... Es un muerto.
—¿Cuánto de muerto?
—Un muerto poco muerto. Aún tiene carne..., y gusanos. Subidme, por favor, esto huele que apesta y me está entrando canguelo.
—Menos guasa, colega.
—¡Ni guasa ni hostias! ¡Subidme de una puta vez!
Las exclamaciones no dejaban lugar a dudas. Comprendiendo que su compañero no bromeaba, los historiadores lo izaron hasta la superficie, curiosos ante lo que pudiera haber descubierto.
—Pero, ¿era un ser humano? —le preguntó Inés ofreciéndole la mano a Santi.
—Claro que era un ser humano.
—Pues habrá que avisar a la Guardia Civil.
—¡Joder! —exclamó Ricardo, imaginando ya los problemas que aquel descubrimiento le iba a suponer—. En qué mal momento se me ocurrió dejaros bajar.
En poco más de una hora, el lugar se llenó de agentes uniformados de verde adscritos al vecino puesto de Tamarite de Litera. Luego llegó un secretario judicial, la pertinente ambulancia, cinco guardias más procedentes de Huesca al mando del teniente Alfredo Vargas y, por fin, varios especialistas de la policía científica enviados desde Zaragoza. A primera vista, se trataba de un cadáver relativamente reciente de mujer, desnudo, y cuya presencia en el interior del pozo solo podía explicarse bien porque se hubiera caído accidentalmente, bien porque alguien lo lanzara allí. Y todo apuntaba a que la segunda posibilidad era la más correcta, porque nadie en su sano juicio se hubiese asomado a aquel agujero de forma tan temeraria como para acabar cayendo en él. Además, ¿quién podía haber sido tan estúpida de acercarse sola hasta aquel lugar, situado a seis kilómetros del pueblo más cercano, para dedicarse a hacer equilibrios completamente desnuda sobre el brocal? Únicamente podía tratarse de alguna borracha o drogadicta actuando en solitario, pues ninguno de los agentes presentes recordaba que, en los últimos meses, se hubiera denunciado accidente alguno acaecido en aquel lugar. Una suposición que carecía de sentido, por lo que, decididamente, y hasta que los expertos no determinaran lo contrario, todo apuntaba a que aquel cadáver había sido lanzado al pozo por alguien interesado en ocultarlo.
Tras firmar el secretario judicial el preceptivo permiso, el cuerpo fue trasladado al depósito de cadáveres del Hospital Provincial de Huesca. Los guardias civiles integrados en la policía científica llegados de Zaragoza continuaron recogiendo huellas, mientras que el teniente Alfredo Vargas y la sargento Sofía Valcárcel, adscritos a la unidad de la policía judicial de Huesca, acompañaron a la ambulancia hasta el mencionado hospital para asistir a la autopsia. Si el forense descubría en el cuerpo algún tipo de violencia, ambos agentes serían los encargados de investigar el suceso. Además, habría que echar mano de las desapariciones denunciadas y archivadas en su base de datos para determinar también la identidad de la finada, así como el tiempo que podía llevar muerta. Una tarea bastante compleja que, sin duda, requeriría de diversos peritos, pruebas de adn y más de un interrogatorio.
Durante el camino, el teniente informó por teléfono de las diligencias a su superior en la capital altoaragonesa, un teniente coronel recién llegado al puesto que le instó a centrarse en la investigación.
—Tú envíame puntualmente todos los informes por correo electrónico, que nosotros nos encargaremos del papeleo en la subdelegación. Os quiero a ti y a la sargento metidos de lleno en el caso sin que nada ni nadie os estorbe. Estos asuntos en los que el muerto se descubre pasado un tiempo suelen tener mucha repercusión mediática, ya lo sabes...
—Descuide, mi teniente coronel, no es la primera vez que trabajamos con cadáveres ya viejos.
—¿Y dices que lo han encontrado unos historiadores que buscaban muertos de la Guerra Civil?
—Sí, mi teniente coronel.
—Así les entrara a todos las peste aviar.
A continuación, y siempre a través del móvil, Vargas ordenó a uno de sus subordinados de la comandancia que le fuera preparando la lista de desaparecidos con un perfil acorde a las características del cadáver.
—Parece una mujer, aunque no te puedo precisar nada más. Apenas queda nada, ni siquiera unos pendientes o un anillo. Bueno, sí, puedo decirte que el pelo es más bien oscuro. Yo diría que en vida fue negro.
Ante el estado de putrefacción del cuerpo, la autopsia fue practicada por un forense cincuentón, rechoncho y con perilla, que actuó acompañado por un criminólogo algo más joven y atlético, perteneciente a la misma policía judicial oscense. A diferencia de lo que suele ocurrir en las películas norteamericanas, ninguno de ellos mostraba rasgos asiáticos. Bajo la atenta mirada del teniente Vargas y su sargento, los dos especialistas iban abriendo lo que quedaba del cadáver, guardando muestras biológicas en placas de microscopio y recogiendo líquidos y larvas para su análisis. A primera vista no se observaba ningún resto de ropa, circunstancia que apuntalaba todavía más la posibilidad de un asesinato. Como ya habían supuesto junto al brocal, nadie se lanza desnudo a un pozo de forma voluntaria.
Transcurrida casi hora y media, durante la cual los intercambios de información fueron mínimos y las bromas macabras se mantuvieron en los límites que marca la decencia profesional, el forense avanzó los primeros detalles.
—Un par de meses, quizá más. Y de momento, ninguna señal de violencia, aunque podría haber sido envenenada o estrangulada. Porque se trata de una mujer, eso está claro. Y bastante joven, no más de veinte o veinticinco años, y de raza blanca. Un dato que os permitirá acotar las posibilidades.
—¿Tenéis para mucho rato? —preguntó el teniente.
—Bueno... La observación completa del cuerpo nos llevará otra hora u hora y media. Pero los análisis biológicos y toxicológicos tardarán un poco más, ya sabéis. Habrá que enviar algunas muestras a Madrid. De todas formas, mañana tendréis un primer informe en vuestro correo.
—De acuerdo, pues nosotros nos vamos a la comandancia. Allí nos espera mucha faena. Con un poco de suerte, quizá esta misma tarde dispongamos de estructuras de adn de desaparecidos que podamos comparar con las de este cadáver.
—Eso sí es espíritu de sacrificio —alabó irónicamente el criminólogo—. Os pueden bajar el sueldo y quitaros la paga extra, que vosotros inasequibles al desaliento... Como en los viejos tiempos.
—No nos toques los cojones, que la cosa no está para tomarla a guasa —replicó Vargas—. Nosotros hacemos nuestro trabajo y punto pelota. Ahora bien..., si me encontrara con alguno de esos chorizos del Partido Popular en privado, no sé lo que le haría.
—Uy, uy, uy, teniente, cuidado con lo que dices, que luego todo se sabe.
—Me importa un bledo. A veces pienso que deberíamos gritar todos bien alto para que nos oyeran y se enteraran de lo que opinamos de ellos.
—¿Te crees acaso que no lo saben? El problema es que les importa una mierda. Ellos, a lo suyo, que es recibir sobres y más sobres de sus tesoreros, y la ciudadanía que se joda.
—Bueno, vale ya de política, porque si seguimos hurgando al final no acabaremos la faena del mal cuerpo que nos quedará —zanjó Vargas, cuyo optimismo vital, en aquellos momentos, no iba más allá del manido «virgencita, virgencita, que me quede como estoy».
Hacia las seis de la tarde, los dos investigadores se encontraban ya en la comandancia, observando en su ordenador la lista de personas desaparecidas que el sargento Barrau les había preparado. Una lista que incluía treinta y dos nombres de mujeres cuya desaparición había sido denunciada durante los últimos dos meses en Aragón y Cataluña. Si el cadáver hallado en el pozo de Ventafarinas no correspondía a ninguno de esos nombres, habría que ir ampliando la lista tanto desde una perspectiva geográfica como cronológica.
El registro informático incluía la estructura del adn de casi todas las desaparecidas, obtenida bien gracias a las muestras de restos biológicos entregadas por los familiares denunciantes, bien a las investigaciones llevadas a cabo en cada caso por la propia policía científica. Cabellos, saliva de las colillas, improntas de sudor en la ropa... Cualquier residuo podía servir para conocer el adn de alguien y luego compararlo con el de otros posibles restos hallados posteriormente. Así se habían resuelto múltiples casos, y así pensaban los agentes que también podría resolverse el que ahora se traían entre manos.
—Le enviaré un correo con estas estructuras al forense —anunció Laura.
—Hazlo. Luego nos pondremos a estudiar quiénes tienen más números para ganar el concurso Rascayú.
—¿Rascayú? —preguntó la sargento extrañada.
—¿Acaso nos has oído nunca la canción de Rascayú?
—Sinceramente, no.
—Sí, mujer, esa que dice «Rascayú, cuando mueras ¿qué harás tú? Tú serás un cadáver nada más». Me la cantaba mi madre cuando era pequeñito y, para serte sincero, me daba bastante miedo.
—Pues no, no la había oído. Debe de ser muy vieja.
—Sí, del principio de la época franquista. Pues lo que te venía diciendo, que hemos de comprobar entre nuestras desaparecidas cuál de ellas tiene más números para ser la propietaria del cadáver.
Sofía creó un archivo con los adn de aquellas mujeres y lo envió al forense. A continuación, dedicaron una hora para estudiar y separar cuatro de las fichas recogidas por el sargento Barrau. Justo aquellas que, tanto por la edad como por la proximidad de su residencia al pozo de Ventafarinas, podían coincidir con los datos de la mujer cuyo cadáver había sido hallado esa mañana.
—Una chica de Binéfar, otra de Fraga y dos de Lérida —leyó Vargas en la pantalla—. La de Binéfar parece la más cercana, el pueblo está a solo trece kilómetros del pozo. Además, a esa ya la conocemos, se trata de Raquel López Fernández...
—Vaya, la chica que andan buscando nuestros colegas de la Unidad Central...