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Joven Dramaturgia Vol. 3

Luis Eduardo Yee | Martha Rodríguez | Jimena eme Vázquez | David Alejandro Colorado

Diseño de portada: Álvaro Jasso

Prólogo

Conocí el Festival de la Joven Dramaturgia en el 2009, un momento álgido de la dramaturgia mexicana. Se daban cita en la ciudad de Querétaro los jóvenes autores de ese entonces. Autores que nos ofrecían un panorama de la dramaturgia nacional de punta a punta: Mario Cantú (Nuevo León), Conchi León (Yucatán), Daniel Serrano (Baja California), Hugo Wirth (México DF), Saúl Enríquez (Quintana Roo), Alejandro Ricaño (Veracruz). Yo iniciaba mi vida profesional y fue un lugar apto para profundizar en el conocimiento sobre el teatro en nuestro país así que no perdí la oportunidad y colaboro con ellos desde entonces.

En la antes Muestra (ahora Festival) de la Joven Dramaturgia he encontrado cómplices de vida y trabajo, grandes creadores que son consecuencia de una ardua labor a favor de las letras mexicanas. Ahora, al paso de los años, celebro encontrar en la generación a la que pertenezco a los autores que hoy forman este libro y a los cuales saludo en el comienzo de una gran carrera.

Las obras contenidas en este libro; El mar de veras de Martha Rodríguez Mega, Mitad tú, mitad yo de Jimena Eme Vázquez, Chimpancé: Una máquina bilógica de David Alejandro Colorado y DHL de Luis Eduardo Yee son obras potentes, con fuerza en las imágenes, en los diálogos. Estimulan al lector desarrollando temas actuales como la violencia, el abandono, la muerte, desde un punto de vista muy amargo y con una comicidad que golpea por la crudeza de los personajes.

Quizás la mejor forma de presentar este libro sea diciendo que lo que más me inspira de estos autores es que encuentro coraje en la forma de tratar los temas, son irreverentes y tiernos a la vez, son sutiles y desgarradores, ponen atención en los detalles más ínfimos que penetran en la mente del público. El vocabulario coloquial, en el caso de Chimpancé con un estilo aparentemente desaliñado. La ternura, ingenuidad y agallas extraordinarias de Felix, el personaje de DHL. La perversión y la lucha violenta entre siamesas como la obra de Jimena o la ironía y el patetismo de los personajes de Martha Rodríguez dan una rica variedad y armonía en el conjunto.

Estas obras son experiencias nuevas pero probadas de jóvenes con un camino trazado.

En suma, este libro representa uno de los momentos más luminosos de estos hacedores de teatro, ya su voz tiene fuerza y se hace escuchar. Solamente espero que disfruten tanto como yo las cuatro obras representativas del décimo tercer Festival de la Joven Dramaturgia, seguramente sus autores nos darán gratas sorpresas y veremos su desarrollo en sucesivas ediciones del Festival.

I

Seguramente voy a más de 160 kilómetros por hora. El proceso de convertirme en un papalote abandonado al aire está por terminar. Lo que comenzó con la transformación de mis huesos en delgados palitos de madera y siguió con la conversión molecular de todos mis órganos internos en papel china de colores brillantes, está por entrar en su etapa final. Siento como mis uñas, pestañas y cabello comienzan a mutar en pequeñas y hermosas formas que adornarán mi esbelta figura de papalote mientras recorro a velocidades encabronadas todas las delegaciones, estados, municipios, países y continentes de todo el jodido mundo. Veo pasar las cosas cada vez más rápido, cada vez más lejos, cada vez más pequeñas. Por un momento me da miedo estrellarme contra un avión, pero una humedad asquerosa me distrae. Nunca me ha gustado la humedad. El agua sí, estar empapado y escurrir es algo bueno, es algo que disfruto, pero la humedad es asquerosa, es como si en el gran diseño del universo a alguien se le hubiera olvidado apretar bien un tornillo, y una pequeña fuga haya provocado esa indecisión climática. ¡Vamos! O escurres o estás seco. Mi piel de papalote lucha con todos sus mecanismos de defensa para que no afecte el vuelo, pero la turbulencia crece y comienzo a moverme muchísimo. Escucho algo nuevo, detrás de mí, un zumbido insoportable. Me dan ganas de voltear, pero el viento es muy fuerte y mi cuerpo de papalote carece de articulación entre la cabeza y el torso, lo único que tengo es un largo palito de madera que me impide girar aunque sea un poco para ver qué es ese zumbido que comienza a asustarme. Puede ser el avión. A esta velocidad, entre tanta nube llena de humedad sería imposible que el capitán me vea a tiempo para girar rápidamente y evitar así un mortal choque conmigo. El zumbido crece y sigo sin poder voltear. Si estuviera seco podría hacerlo, incluso podría hacerlo si estuviera completamente mojado y escurriera por todos lados, pero esta humedad que sólo me tiene pegosteoso hace imposible que vea de donde viene ese insoportable sonido.

Bitácora de sueños raros.

Deberían prohibir despertar antes de que salga el sol. Es horrible. No puedo creer que en miles de años de humanidad y con tantas religiones, no haya habido un genio aprovechado que se robara las escrituras sagradas para rayonearlas y poner como mandamiento: “No despertarás antes de las 10 de la mañana, y sólo en caso de haber sol. Si está nublado o vives en Siberia, Alaska o cualquier otro lugar de esos que por estar tan lejos ni el sol les llega, mas que cada seis meses, permanecerás en cama y nadie, ni siquiera Dios Padre, puede reclamar ni castigarte por esta acción”. O algo así.

Sigo soñando que vuelo, que floto en el aire indefinidamente. ¿Qué significa? ¡Al diablo! ¡Para qué me esfuerzo! Siempre he sido lo suficientemente tonto como para no tener una respuesta a la mayoría de cosas que se preguntan: ¿Dios existe?, ¿qué es el amor, el tiempo? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Qué significan lo sueños? ¡No lo sé! No me importan esas cosas. Por eso elegí mi trabajo. No debo esforzarme. Todo está escrito, todo perfectamente planeado para que alguien como yo, con un intelecto limitado, llegue única y exclusivamente a ejecutar, seguir el plan, mirar el instructivo, recorrer la vereda, y entonces todo funciona. Habemos personas así. Habemos algunos… la mayoría, que no aspiramos a ser genios, ni siquiera nos lo preguntamos. Acepto mi condición de homo sapiens nivel 1 y soy feliz ejecutando una tarea que cualquier chimpancé entrenado podría realizar.

II

—Hola.

—Más o menos.

—Volví a soñar raro. Que me convertía en papalote.

—No sé. Un papalote normal.

—¿Qué?

—Qué chingados importa de qué color era. Sólo me convertía en papalote y ya. Mis huesos se hacían palitos de madera y todas mis tripas se hacían papel china…

—No.

—Ya te dije que no me acuerdo de qué color era.

—No mucho. Iba en el aire y de pronto escuchaba un zumbido muy fuerte, era como un avión, pero no podía voltear; estaba todo pegosteoso y me costaba trabajo.

—No… no estoy canalizando nada, Rosa. Fue un sueño y ya.

—No se…

—Desde hace como un mes.

—Pájaro, avión, gota y papalote.

—Sí, una gota.

—¡No sé!

—Ándale. Sí… te quiero, Rosa.

—Adiós.

Soñar que vuelo.

Que raro.

III

Entregar paquetes a tiempo es algo fácil. Muchas veces la gente piensa que hacemos magia o somos una especie de “encuentralugaresdifíciles”, pero la verdad es que mi trabajo es fácil. Por eso lo elegí. No es que vaya por todo el mundo buscando direcciones difíciles, no. Me asignan un sector, me entregan un mapa, lo estudio; basta con que identifique las interjecciones de las calles pequeñas con las avenidas grandes, ni siquiera debo usar el GPS, ni siquiera me gusta usar esos estúpidos aparatos sin botones que me hacen sentir que algo perdimos como especie: El derecho a apretar un botón; ahora todo es plano y no hay ninguna certeza de estar presionando lo que la pantalla dice que presionamos. Prefiero no usarlo. Creo que es la única prueba de inteligencia a la que me someto. Identificar las interjecciones de las calles pequeñas con las avenidas grandes que corresponden al sector que me asignaron. ¡Sí señor! Conozco cada número, casa, tiendita y puesto de periódicos de Isabel la Católica, desde su esquina con Independencia donde venden los mejores tacos de bistec del mundo, hasta su transformación en República de Chile, pasando por miles de cosas, desde una tienda de abarrotes que sirve también como imprenta de revistas porno, hasta una sede de los Yacusa, la mafia japonesa. Una vez escuché que los Chinos no miran, sospechan. No sé si tiene algo que ver, pero para mí todos los orientales son lo mismo.

Es importante trabajar en lo que uno elige.

A veces me imagino cómo serán los mensajeros en China. Los únicos chinos que conozco son los de los restaurantes chinos que están sobre Isabel la Católica y sus interjecciones, y al señor Chu, mi jefe.

Nunca he salido de este país. No lo necesito. No quiero. ¿Para qué? Es como tener un sector asignado. Allí perteneces. ¡Qué necesidad tendría yo de conocer las interjecciones que hay en el sector de Plutarco o de Reforma si no fui asignado! No señor, no quiero, no lo necesito.

Rosa dice que es porque le tengo miedo a las alturas.

Y sí. Nunca he volado. Nunca me he sometido a la tortura de estar más arriba de un quinto piso, y eso sin acercarme a la ventana.

Descubrí que me dan miedo las alturas desde muy chico. Por la misma época que conocí a Rosa.

Mi mamá me inscribió en el Gabilondo Soler, el mejor kynder de la colonia sin tomar en cuenta el Lucy, “Kynder Lucy”, que claro, como es de paga, es mejor, y es que siempre es así, basta con que a algo le pongas un nombre en inglés y ya, todos creen que es algo diferente, innovador. Pero el Gabilondo Soler era de Vanguardia. Hasta teníamos alberca. Bueno un chapoteadero que llenaban una vez al año y en el que apenas cabíamos todos los niños dentro, pero sumado a las clases de música de la maestra Paquita, era, por mucho, la mejor institución educativa de la colonia. Tenía un área de juegos. Allí fue donde me di cuenta que me dan miedo las alturas. Es horrible. Es injusto que un niño no soporte la sensación de estar parado al borde de la resbaladilla, o un empujón en el columpio. La verdad es que me da miedo hasta subir los pies a la cama. Ese momento en donde las plantas de mis pies no tienen contacto con una superficie plana, en donde no siento realmente que peso y cuánto peso. No sé muy bien cómo describirlo, pero es como si por un momento perdiera la capacidad de elegir a dónde voy. El miedo me paraliza y no puedo pensar en nada. Ni siquiera en mi sector o en Rosa.

Creo que lo de Rosa y yo siempre ha tenido que ver con mi miedo a las alturas. Así la conocí. Un día en el recreo, en el kynder, después de la clase de música con la maestra Paquita, me dije a mi mismo: “Vamos, Felix, tienes que aventarte de la resbaladilla, no puedes ser un cobarde toda tu vida. No puedes quedarte aquí abajo para siempre viendo cómo todos tus amigos y compañeros crecen y se apoderan del mundo mientras tú solamente te sientas en una llantita y masticas nerviosamente tu sandwich con frijoles. La vida tiene que ser diferente. Algo bueno debe haber allá arriba para que todos estén tan divertidos. No seas cobarde”. Y lo hice. Terminé de masticar el bocado de sandwich que me había metido a la boca, le robé un trago de agüita a mi amigo el Pollo que tampoco se subía a la resbaladilla porque era demasiado gordo y le daba pena, caminé decididamente hasta la escalera que conducía a la cima, sin cerrar lo ojos y ante la mirada atónita de todos los alumnos del Kynder Gabilondo Soler comencé el ascenso hacia lo que sería la encrucijada de mi vida. Ahora pienso que me hubiera gustado que las cámaras de televisión estuvieran presentes para ver tan gloriosa hazaña, pero no estaban y punto; sólo todos los noventa y seis alumnos de primero, segundo y tercero y las maestras Margarita y Paquita; escuchaba el silencio que había provocado, el mundo esperaba el momento en que yo venciera al destino y me resbalara por esa superficie que me conduciría, no hacia abajo con los demás mortales, sino que me proyectaría al mismísimo cielo junto a los demás Dioses. Y así, paso a paso, en medio del silencio, llegué al borde del precipicio. No sé cuánto tiempo pasó. No sé en que momento todo mi sistema nervioso colapsó y empecé a orinarme en los pantalones. No escuchaba las carcajadas de todo el mundo, solo sentía una pequeña brisa entre mis piernas y una parálisis que me invadía completamente. Creo que comencé a morir en ese momento. No sé si era la luz que me conducía al mundo de los muertos o el sol del medio día que me pegaba justo de frente, pero cuando mis ojos no captaban más que una cegadora brillantez, de repente y como si el mismo cielo la hubiera mandado, una mano chiquita, pegagosa y llena de una paleta derretida de grosella, me tocó el hombro haciéndome volver del infierno. Era la mano de Rosa. Cuando giré la cabeza y vi su cara también llena de grosella fue tan fuerte el impacto que volví a orinarme, pero esta vez a conciencia y con placer. Me había enamorado. El calorcito que recorría mis piernas me hizo pensar en lo inútil de la situación: ¿De qué carajo servía que me enamorara de una niña a los cinco años? Mis papás se iban a enojar. No sabía si me iban a dar permiso de estar enamorado de esa niña que tuvo el coraje de rescatarme de la muerte y que sin importarle que estuviera todo lleno de meados, puso su mano sobre mi hombro y me dijo con sus labios y cachetes llenos de grosella: “Quítate meón, yo sí me voy a aventar”. Y haciéndome a un lado vi cómo descendía como un ángel hasta tocar con sus piecitos el piso que tanto extrañaba. Mi amigo el Pollo, en una acción deseperada por compartir la valentía y el coraje, había decidido subir y aventarse también, sin importarle que con su peso y su tamaño lo más seguro es que se atorara a la mitad del camino y luego tuvieran que arrastrarlo hasta el final, así que una vez que llegó arriba, al borde, junto a mi, su infantil inmensidad me empujó hacia un lado, y en medio de una tormenta de risas, orines y grosella, comencé el descenso no por la resbaladilla, sino en caída libre hasta el piso. Lo siguiente que recuerdo es que desperté en la enfermería de la escuela por un jalón de pelo que me dio mi mamá mientras me decía que era un cochino por haberme orinado en los pantalones y un bruto por no meter las manos al caer, que ahora mi castigo sería quedar deforme y vivir con un hoyo en la cabeza debido a la descalabrada que me había provocado al caer de forma tan torpe y descompuesta. Nada me importó. Ni el dolor, ni las puntadas en la cabeza, ni todas las cabecitas y las risas de los niños asomados por la ventana de la enfermería. Yo sólo podía pensar en Rosa y en que por absurdo e inútil que fuera, a mis cinco años, estaba perdidamente enamorado de la niña con los cachetes color grosella.

IV

Soy mensajero profesional desde hace mucho. Tiempo suficiente para conocer a la perfección mi sector. Me molesta cuando otras personas me dicen repartidor o cartero, son cosas diferentes. Ser mensajero implica un riesgo. La gente nos contrata porque quieren asegurarse de que su paquete, contenga lo que contenga, llegará pronto a su destino. ¡Qué fácil! Ser paquete. No tienes que hacer nada. Alguien decide por ti todo. Desde el orden en que irás acomodado, tu contenido, si eres urgente o no, y finalmente, eso que nadie en la historia de la humanidad ha podido responder, sólo el servicio de mensajería y paquetería profesional: ¿Existe el destino? Claro que existe. Por lo menos en mi sector sí. Son muchos. Y yo los conozco todos.

Un día la vida cambió. Llegué a la central, donde recojo todos los paquetes que hay que entregar en ese día y hago una pequeña revisión para organizar según su ubicación, la ruta que seguiré en mi sector. Todo marchaba bien hasta que uno de los paquetes: pequeño, ligero, clasificado como “Urgente”, tenía un destino peculiar.

—Hola.

—Más o menos.

—Hay algo que no entiendo.

—No es ese tipo de cosas, Rosa.

—Es que no sé cómo decirlo. Me da pena.

—No te vayas a burlar.

—Promételo. Promete que no tevas a burlar.

—Mmm… No encuentro una dirección.