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Diseño de portada: Álvaro Jasso

Rubén Ortiz

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Director, investigador y pedagogo teatral. Es director artístico del colectivo La Comedia Humana; investigador y editor del CITRU; profesor del Colegio de Teatro de la UNAM; organizador del foro de escena contemporánea Re/posiciones y colaborador del encuentro Transversales; asesor académico de la dirección de Artes Escénicas del Centro de las Artes de San Luis Potosí y colaborador de la revista de arte contemporáneo La tempestad.

Ha realizado más de 20 puestas en escena en México y otros países, en las cuales ha recorrido un amplio espectro de estilos escénicos: teatro de drama (La lucha con el ángel de Ibargüengoitia); unipersonales de teatro físico (Autoconfesión y La vida muda con Gerardo Trejoluna, 2003 y 2009); teatro contemporáneo y para sitios específicos (Aquí, lejos y Axolotl —Praga—, ambas con Héctor Bourges, 2005; y Algo de Aquello, Galería Sector Reforma, Guadalajara, 2006), acciones en espacios públicos (Acciones bicentenarias, Guadalajara, 2010 y La cruzada de los niños, SLP, 2011), y escena de imaginación social (Ciudades invisibles, Cuernavaca, 2012).

Redactó la bitácora del montaje de Cuarteto (1997) y los libros El amo sin reino (Paso de Gato ediciones, 2007).

Comparte con Rodolfo Obregón el blog sobre teatro y otros temas laisladeprospero.blogspot.com

Fuera de escena

Teatro politizado y políticas del teatro mexicano (2000‑2012)

Rubén Ortiz

Prólogo

Soplar las larvas, otras apariciones de la imaginación política

La vida política es un ser públicamente enemigo de todos, y en privado, ser cada uno para sí mismo.

Platón, Las leyes.

Desde aquí surge la imagen de un naufragio en una isla vacía. Imaginemos el acto no como cataclismo sino como Ágora y con morfología de libro. Inmersión imaginaria en la que justo esa palabra (imaginatio) persiste en cada uno de los once años que abarcan el ciclo de su escritura fugitiva, escapista por entre el desacomodo del tiempo hasta devenir en la dimensión ubicua propia de la duda: es por la condición baldía de la isla que se practica la imaginación de lo otro posible sin ser evasión sino provocación de la misma nada, es por el estar afuera de la escena que se construye su mirilla más interna para capturar en el instante la fragilidad (productiva‑inútil) de su acontecer.

Por los entredichos históricos que hacen nuestro presente escénico‑político, cava la mirada del autor que ha reunido aquí el diagrama de su pensamiento, en el que hay un ejercicio de re‑imaginación del estado de las cosas, conjugado con el arte de la intempestiva fluyendo en su destino de decirlo todo: un consuelo por cierto, expuesto a la condena. Y es que detrás de cada hecho observado en el capítulo que se designa “Politización del Teatro”, irrumpe la extraña unión de convicciones y voluntades que lo componen. Que lo consagran y que además quizás vigilan el orden de las imaginaciones posteriores, amaestradas para repetir la extrañeza de esa unión. Los esquemas de consagración (política) descompuestos bajo la lente del microscopio y aquí dibujados, transpiran ausencia, la pobreza inventiva que urde los determinismos, “los nomadismos ideológicos”, los anhelos del deseo‑imagen. Mas, la habilidad de manipulación política se vuelve contra sí para ser también el instrumento de su propia disección. La política es política en la medida en que consigue descontinuar, revertir y alterar las categorías de lo político.

A partir de esa sentencia (la máquina‑monstruo que se rebela contra su inventor o la política que se voltea a ver hacia sí misma) el autor se pregunta por la pertinencia de ciertas primacías en el contexto del teatro mexicano, procedentes de un tiempo que ya no es el nuestro. Se pregunta por la idea de rebeldía petrificada, legitimada en un discurso extemporáneo cuya distancia agota las posibilidades de su fuerza, se pregunta por el elemento aparente de los parlamentos que promueve el eufemismo cultural (“no se trata de recursos para el teatro sino de recursos para unos que hacen un teatro” escribe el autor). ¿Podemos cambiar de posición respecto a lo que hemos imaginado como teatro por algún tiempo, cambiar de posición ante el paternalismo escénico mexicano y sus mitos fundacionales? Inquiere el autor: “¿Darle oportunidad a la diferencia no es lo mínimo que se le pide a una democracia?”.

En su reflexión se visibiliza la mecánica de los reflejos, el efecto espejeo que surten las maneras de dividir el trabajo y la retórica por parte del poder en turno sobre los modos dominantes de producción teatral. Una imaginación refleja, obediente, proyectiva, que crea, solicita y argumenta a partir del sueño refrenado de las fórmulas. Una tecnocracia resonante que transparenta la escasez de nuestra cultura política y conduce la ambición de lo que se configura como “ser artista” antes que ser un ciudadano. El teatro mexicano politizado está estacionado en un ducto inmanente que lo separa de su entorno social y del pensamiento divergente creativo, molecular. Veamos abismos ahí en donde hay lugares comunes como dice Karl Krauss —citado a su vez por el autor— y viremos una vez más, para ser políticos, el anterior enunciado hacia nosotros mismos (me incluyo en el flujo de la creencia). ¿Es esta denuncia un lugar común? ¿Somos nosotros un lugar común? “¿Quién responderá a nuestras dudas?” (el autor dixit). ¿En qué modifica el carácter intempestivo de algunos de los escritos que aquí se presentan, el estado práctico de las cosas? Expandamos un abismo en el campo.

Primero pensemos en la óptica de Zygmunt Bauman según la cual la enunciación pública de un tema (y yo añado a veces reiterativa y derivada de una voz unitaria) no lo constituye como un tema público. En este sentido la preocupación del autor sobre el efecto especular‑espectacular del teatro mexicano politizado conforma el “singular lugar común” de sus cavilaciones, pero sigue siendo un abismo en el que se dejan caer en verdadera reflexión‑proposición sólo algunos cuantos. La otra cara de la moneda la configura el segundo apartado del libro denominado “Políticas del teatro”, que responde dentro de la mirada del autor al ápice de la praxis y con el cual refuta el hastío y amargura que podría ser el hecho de abolir por abolir. El teatro politizado y las políticas del teatro conviven desde el principio en su libro‑isla no como cuadratura binaria o enfrentamiento dramático, sino como una puesta mental que imagina enredaderas, posibilidades, propuestas que emergen de su propio laboratorio de la fantasía, por el que circulan igual oscuros estallidos de hilaridad. Entre el teatro politizado y las políticas del teatro media una geometría política.

Segundo, traigamos a esta altura tres de los peligros expuestos por la mancuerna Guattari‑Deleuze en su análisis de la geometría política que oscila entre las estructuras molares (macropolíticas) y las moleculares (micropolíticas): el miedo (cuanto más dura es la segmentaridad más nos tranquiliza), la claridad (la ilusión de comprensión absoluta y la flexibilidad aparente) y el Poder (frenar las líneas de fuga a favor de una maquinaria de sobrecodificación) (vid. Las mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Trad. José Vázquez Pérez, Pretextos, Valencia, 2002, p.230). Las líneas de fuga que germinan entre el miedo, la ilusión de claridad y el Poder, son las fases de incomodidad en las que los aparatos institucionales y sus microfascismos se desgastan. En ese estado fronterizo sucedido entre la degradación de las materias, en ese soplo hacia lo larvario, aparece la imaginación política que entrevera otro tipo de negociaciones, capaces de generar intersubjetividades experimentales: acuerdos y formas emergentes cuando se logra un diálogo entre generaciones distantes, poéticas singulares que surgen de la contaminación de formatos, reformulaciones específicas de los regímenes est‑éticos cuando no evitamos “el azar de las cicatrices que nos rodean”. Deliberar pues con las cicatrices históricas con el fin de flexibilizar la dura segmentaridad del embellecimiento hegemónico y la conveniencia estatal de la convención. Al esforzar una imaginación política que permute principios con aquella que la administración de las circunstancias nos va sedimentando, se expande hasta difuminarse la imagen politizada del teatro.

Más líneas de fuga: Crear plataformas para el reparto del dinero público en programas específicos, donde existan favorecimientos en red más que una capitalización de lo exclusivo. Diseñar instructivos invisibles aptos para infiltrar los dispositivos escénicos en las entropías sociales y observar qué es lo que deviene al desmoronarse la consagración, en su encuentro con el núcleo duro de lo real.

La movediza geometría política (y el infinito de sus imaginarios) que intercede entre el teatro politizado y las políticas del teatro mexicano está a prueba para todos los que la integramos, y Rubén Ortiz nos entrega aquí por lo pronto un muestrario de sus testimonios, relativismos y profanaciones. Ponerse a imaginar y escribir políticas públicamente, a transversalizar disposiciones en este caso por medio del teatro trascendido con este habitus de la imaginación, es un desafío hacia las acciones, un urgente duelo entre credos.

Por consiguiente, cuando uno de los aspectos medulares que se tratan en este libro es —y retomo una frase del autor— “Lo que imaginamos que el arte y la cultura tendrían que ser en un país lastimado como el nuestro, con aspiraciones democráticas”. ¿De qué tipo de imaginación estamos hablando, cuando las más de las veces es imposible enunciar desde afuera de esa arquitectura de macroimaginación cristalizada llamada institución, sea ésta de una modalidad u otra? ¿Cómo huir del aparato de resonancia ideológica desde su interior y además sin pesimismo político? ¿Qué sucede cuando ya no se puede dejar de ver el edificio teatral y la mayoría de lo que pasa adentro de él como una proyección del poder en turno?

Hace tiempo que los estudios socio‑estéticos transmutaron la idea dicotómica del bufón vuelto rey. Desde que Dios murió, y sobrevive la luz tenue pero contrapoderosa de las luciérnagas como señala Didi Huberman, se ha transcodificado el valor de las micro‑experiencias. La sobre‑experiencia inhibe el nacimiento de los pequeños gestos, de las interrelaciones entre minorías, pero eso no significa que no puedan tener lugar. Siempre buscarán una línea de fuga, una micro‑experiencia imaginada, por ejemplo abrir un sitio virtual o una correspondencia de opinión pública (pienso en el blog La isla de Próspero, la isla vacía, que el autor comparte con Rodolfo Obregón y del cual derivan varios de sus textos), crear un tráfico de referentes entre comunidades de conocimiento, desaparecer como autor en el trazo de mapas afectivos inusitadoss, dar cuenta de las dispersiones de la experiencia personal a los que vienen (por una pedagogía del investigador‑creador), etc. Movimientos imaginados que de ínfimos se puedan convertir gradualmente en otros tiempos y en otros lugares en simientes de breves prácticas emancipatorias o al menos que participan en la formación de alguna subjetividad que todavía no conocemos. Movimientos que se inventen palabras‑acto cada vez para contrarrestar las palabras secuestradas, privatizadas, como la palabra “academia”, la palabra “teatro”, la palabra “política” o la palabra “experiencia”.

Este libro es uno de esos movimientos de micro‑experiencia política imaginaria que sobrevivirán. Tal vez en él Rubén Ortiz haya inoculado un criadero de enigmas expansivos que no busca dar respuestas específicas, y mucho menos descartar todas las variables que seguramente su lectura tendrá.

Shaday Larios

Ciudad de México, primavera del 2013

Prólogo ensimismado

A finales del siglo pasado comencé a escribir reseñas de teatro. Así como para muchos, significaba para mí satisfacer una curiosidad, organizar un diálogo, no pagar entrada y, por supuesto, un dinero que nunca está de más. Pero había algo que no marchaba, en la mayoría de las obras me aburría a morir y, peor que eso, al ver las reseñas de mis colegas me asustaba de que hubiéramos asistido a teatros diferentes con la misma obra: donde ellos encontraban innovación dramatúrgica, yo hallaba el mismo juego sentimental, existencial o político, nada más que revolcado; donde ellos alababan lo intrépido de la dirección escénica, yo miraba reiteración y comodidad; donde ellos se elevaban con la escenografía, yo sentía ostentación; y donde ellos veían actuaciones reveladoras yo histrionismo o autoimitación. O aún más, sus objeciones y disgustos en nada resonaban con lo que a mí me indignaba; a fin de cuentas su petición de principios era de un academicismo endeble, incapaz de decir su nombre pero demandante en su prescriptiva y que poco se relacionaba con mi inquietud por entender cómo y por qué teníamos una obra así frente a nosotros.

Por otra parte, tampoco pude atender a las voces que me prevenían de estar en misa y en la procesión; en ese momento hacer crítica era una manera de preguntarme por mi incipiente oficio de director de escena.

Entonces pensé que las respuestas a mis interrogantes sólo podían provenir de afuera, es decir que aquello que hace que un teatro así sea posible, pensé, no puede estar en la escena sino, tal vez, fuera de la escena. Y entonces se me atravesó el Citru. Como editor de las investigaciones que allí se realizan, durante ocho años he echado un ojo al gato y otro al garabato. Quiero decir que si bien me he ocupado de comprender los textos y documentos para su presentación a los lectores, también he llenado páginas enteras de subrayados acerca de usos y costumbres, instituciones, hábitos de consagración, flujos de financiamiento y otras tantas vertientes del quehacer teatral del país. He podido leer investigaciones acerca de actividades performáticas prehispánicas, virreinales, decimonónicas y del siglo pasado; he rastreado las relaciones entre la estética y la conformación de las instituciones posrevolucionarias; he leído recopilaciones de crítica teatral de tres siglos, así como historias de la edificación y derrumbes de recintos teatrales; he tomado nota de los intentos pedagógicos, de las tramas biográficas y de acontecimientos escénicos tanto del teatro de arte, comercial y populares. Y esta recopilación de notas me ha permitido ubicar un mapa en dónde poner un “usted está aquí” que me hace entender de alguna manera por qué el teatro mexicano con el que me ha tocado convivir es lo que es.

Asimismo, tanto en la investigación como en la práctica escénica he podido entender y, a mi vez, ayudarme en la práctica artística y del pensamiento con marcos teóricos de la historiografía, la ficción, el feminismo, el postestructuralismo, la antropología, el posmodernismo o las nuevas conceptualizaciones, por mencionar algunos.

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Entonces, este libro ha sido escrito en la emergencia de la labor, la mitad del tiempo con rabia y la otra mitad con admiración. Rabia por ver cómo la dinámica de la gente que hace teatro repite mucho de la peor política mexicana ofreciendo los mismos frutos corruptos, y admiración por quienes a esto le trazan una línea de fuga e intentan ubicar al teatro como parte de una conversación común en busca de otros mundos posibles.

En el libro corren juntos artículos, ensayos, conferencias y reseñas de acontecimientos vistos en la ciudad de México, que han querido ordenarse para que el lector dé un paseo de lo existente a lo posible.

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Por último, sería faltar a la verdad saltar un asunto contingente. Aún hoy, si se revisa la nómina de colaboradores de la revista Paso de gato debe ser evidente que mis textos sólo son inferiores en número a los de la Redacción, la Dirección y un tercero del que algo diré en el siguiente párrafo. Así que en efecto muchos de los textos aquí reunidos fueron redactados a petición de la revista en la que fungí como parte del Consejo Editorial, corrector y colaborador. Gracias a la existencia de esta revista he podido pulir la pluma, pasar de la reseña al artículo, al reportaje o al ensayo, y es justo anotarlo.

Asimismo es menester reconocer también el juego de ideas que he compartido con el director y crítico Rodolfo Obregón, quien ha sido mi jefe inmediato en el Citru (luego de años de soñar juntos una editorial de textos teatrales); mi blogmate en laisladeprospero.blogspot.com (donde hemos podido compartir “el mismo desprecio por casi las mismas cosas”); y uno de mis pocos amigos en este quehacer (que tan mal paga en amistades).

Teatro politizado

La actoralidad en nuestro teatro. Una revisión de las maneras de concebir la actuación en México (Fragmento) (2009)

Quien trate de acercarse a su propio pasado debe comportarse como un hombre que cava […] Pues los estados de las cosas son únicamente almacenamientos, capas, que sólo después de la más cuidadosa exploración, entregan aquello que son los auténticos valores que se esconden en el interior de la tierra.

Walter Benjamin, Crónica de Berlín.

[…]

La diáspora

Ahora bien, para mediados de los años ochenta este movimiento [el del llamado Teatro Universitario] tenía sus días contados. Por un lado, su administración dependió muchísimo de esa especie de práctica perversa mexicana que se llama rotar el poder: los propios directores de escena se relevaban en los puestos administrativos, desde la dirección de Teatro de la Universidad hasta la dirección de la propia escuela [el CUT] y, por supuesto, cada uno intentaba borrar la huella del funcionario anterior. Esto redundó, más que en una experimentación, en una diseminación de resultados. Asimismo, la burocracia universitaria fue tomando su lugar e institucionalizó sus beneficios. Por otro lado, la crisis de 1982 y la hasta ahora imparable pérdida de civilidad en la ciudad de México hicieron la vida teatral más difícil: la reducción de presupuestos, la inseguridad nocturna en las calles y el desinterés de algunos profesores se unieron a la “constante renovación de criterios y puntos de vista en lo que respecta a la formación del actor” de otros maestros1 para sacar esta iniciativa de formación al ámbito de las escuelas privadas. En menos de una década (de 1987 a 1995), quedaría consumada la diáspora de los grandes maestros del CUT hacia las instituciones privadas:2 Mendoza formaría el Núcleo de Estudios Teatrales; Margules el Foro Teatro Contemporáneo y Tavira la Casa del Teatro, donde llevarían a cabo sus propias interpretaciones de la experiencia del CUT, en concordancia con la evolución de su estética personal.3

Así, tras la consumación del NET a principios de los noventa, Héctor Mendoza se desinteresó de los proyectos institucionales y prosiguió con su cátedra en el Colegio de Teatro de la UNAM y sus clases privadas, sin dejar de reflexionar sobre la actoralidad en una serie de textos dramáticos: Actuar o no, La guerra pedagógica, Creator Principium, El burlador de Tirso y El mejor cazador. En una entrevista de 1995, con el periodista Carlos Paul, Mendoza aclara sobre estos textos:

En Actuar o no se pone de manifiesto lo necesario para saber qué es lo que sucede con el funcionamiento del actor, es decir, definir lo que es actuar, ponerse de acuerdo respecto de lo que va a ser la base, porque ya una vez definido qué es actuar se puede pasar a otra cosa.4 […] Luego de ese breve texto, y aunque no está escrita en ese orden, le seguiría La guerra pedagógica, obra en la que se reflexiona sobre dos singulares métodos actorales enfrentados. Mediante esa especie de conflicto la idea es hacer que el alumno reflexione sobre cómo llegar a tener un buen resultado escénico.5 […] En Creator principium vamos más allá de esos principios sobre la educación del intérprete. Se aborda esencialmente el manejo de la creencia escénica. […] Con El burlador de Tirso lo que se desarrolla es el enfrentamiento con el personaje, la manera de construirlo. […] Luego de esos textos sentí que hacía falta un elemento más respecto de la creación del personaje, el cual se refiere sobretodo a esas líneas de pensamiento, que tiene todo ser humano, pero que en este caso las utiliza el actor para su desempeño. Son dos líneas de pensamiento, entre las que se oscila: una consciente y otra inconsciente, esa sería la propuesta teórica que se desarrolla en El mejor cazador.6

Luis de Tavira, por su parte, aunque afín a Mendoza, ha proseguido por su propia línea. Brechtianamente, apuesta por una actuación menos vivencial y más mediada por la reflexión. Pretende superar la dialéctica planteada por Mendoza entre formalismo y vivencia al instigar al actor a:

romper su relación e identificación con el personaje y mostrarse como actor para criticar o ponderar la emoción que en ese momento está teniendo ese personaje, a partir de la situación en la que está; para darle una dimensión histórica y referirnos no ya a la situación creada escénicamente, sino a la situación de la vida cotidiana, de el aquí y el ahora.7

De tal manera, en la Casa del Teatro, la única de las tres escuelas activa hasta hoy (2009), Tavira ha acuñado una especie de retiro que lleva a los pupilos a olvidarse del mundo y jugar a lo que llama la indeterminación:8 un entrenamiento del aspirante a actor que resulta en puesta en tabula rasa de su persona mediante ejercicios de básica actoralidad con otros catárticos y de trance. Ejercicios que en la formación y en la práctica profesional se complementan con un tour de force del intelecto en el estudio del texto, bajo los parámetros del análisis tonal y que se congregan en una partitura de acciones físicas cuya ejecución el director precisa como la dramaturgia del actor. Este proceso, en la escena taviriana, ha encarnado en obras de largo aliento, a veces de más de tres horas de duración, con grandes pretensiones de didactismo activista. Felipe Ángeles de Elena Garro (2000), Santa Juana de los mataderos de Brecht (2001) o Bajo la piel de castor (2007) daban a ver una actoralidad casi meyerholdiana: grandes gestos con grandes expresiones vocales, en medio de una gran maquinaria escénica. El máximo de uso del aparato escénico moderno.

En tanto, Margules se dedicó en los últimos años de su carrera a una radicalización de la puesta en escena en busca de “aniquilar la situación y elevar a la octava potencia el conflicto humano […] eliminando el ornamento, el adorno, lo insustancial, lo superficial, tratando de llegar a la esencia de lo que para mí significa la esencia teatral”.9 Esta búsqueda de la esencialidad es pariente de Beckett, Bergman o Jan Kott, y en donde la ascesis deviene desafío: en su metodología actoral y en sus últimas puestas en escena (Cuarteto, 1996; Los justos, 2001 y Noche de reyes, 2004) no había lugar para trucos histriónicos ni en forma ni en contenido, de manera que, por ejemplo en Los justos, los actores rozaban las rodillas del espectador:

los actores prácticamente no se mueven, acorralados entre el muro metálico y los espectadores, que así los tocan, aplastados por un techo de luz despiadada, que alcanza también al público, para que no se refugie en un cómodo anonimato. No hay espacio para subterfugios ni escondites, ningún truco.10

A la distancia, de cierta manera, la poética actoral de Margules supuso el cierre del arco de exigencia, rigor y acorralamiento vital —y una leyenda negra, a veces justificada, de crueldad metodológica— iniciado con Seki Sano.11

La diversidad

Roto, entonces, el lazo entre práctica y formación en las instituciones públicas y con los maestros en retiros exclusivos, la situación actoral en los años noventa retomaría el curso de la confusión babélica. A las instituciones públicas —escuelas y puestos públicos— llega la oleada de las primeras generaciones formadas en el CUT, que convivirán tanto con la vieja guardia (ahora considerada formalista) y con profesionales de otras escuelas. De manera que, sin estilo de conjunto o espíritu de articulación, sobreviene una mezcolanza de interpretaciones de los maestros que da como resultado una miríada de sistemas en cada puesta en escena. Al respecto, en 1993, Margules afirmaba: “En una puesta hay tantos niveles y escuelas de actuación como actores haya en el escenario. Resulta ya imposible homogeneizar la actuación para alcanzar un estilo de puesta en escena”.

Esta “debacle moral del teatro universitario”, como la llama Rodolfo Obregón, se enfrentaba también a otros dos fenómenos. Por un lado, a que la suma de inseguridad en las calles más agotamiento estético dejara a los teatros de arte semivacíos de público, y, por otro, a que el riesgo de sobrepoblación, tan temido en los años setenta, se materializara en un incremento en la población teatral escolar y profesional. Así que, además de todo, las generaciones formadas bajo el cobijo de los maestros tenían un dilema: por una parte, proseguir la línea “experimental” —ya vuelta, como se ve, más bien personal e intransferible— recibida y transformarla bajo el riesgo de continuar con los teatros semivacíos o bien buscar nuevas maneras de atraer a la gente al teatro; mientras se seguía luchando por los presupuestos que, aunque mayores en monto y en tramitología con la creación del FONCA,12 eran menores a la hora del reparto.

El teatro cayó bajo el influjo de la tiranía del público. En los primeros años noventa, Sexo, pudor y lágrimas, escrita y dirigida por Antonio Serrano y Entre Villa y una mujer desnuda escrita y dirigida por Sabina Berman, dejaron ver que había la posibilidad de hacer un entrecruce entre el teatro de arte y el teatro comercial. Había únicamente que disminuir las pretensiones artísticas de forma y fondo y darle al público temas con mayor digestión y amabilidad. La alianza parecía provechosa para todos los involucrados. El público pareció interesarse otra vez por el teatro (pero no por eso volvió a las obras experimentales como parecía decir el discurso de los que apostaron por ese teatro light: “si vienen a nosotros, se interesarán por todo el teatro”).13 Los dramaturgos creían haber hallado una nueva veta: pasaron del costumbrismo al dramcool. Los funcionarios comenzaron a justificar los presupuestos con parámetros cuantitativos. La puesta en escena pasó de privilegiar la calibración del director a capitalizar el esteticismo de la producción. Y en el caso de los actores significó, de nuevo, la relajación del oficio: adiós a la mística, saludos a la chamba. Si los trucos escénicos repetían las fórmulas probadas en las pantallas de cine y televisión (agilidad videoclipera de escenas, imperio del gag, esteticismo escenográfico), la actuación se acercó peligrosamente al tono cinematográfico autoimitativo de Hollywood o a los trucos efectistas de las telenovelas.

mainstream14