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Diseño de portada: Álvaro Jasso

Lejos del paraíso

Sandro Cohen

A todos aquellos que aún creen en los libros.

A quienes todavía no los han descubierto.

Y también a Josefina, por supuesto.

Primera parte:
de Cívica a Nálogos

Uno

Se levantó una parvada de aves negras cuando sonaron las alarmas: eran las seis menos quince de la tarde. Fue tan grande la mancha, que el cielo se oscureció durante casi un minuto, el cual Ariel aprovechó para repasar sus opciones. En ese momento los demás técnicos e ingenieros se disponían a volver a sus módulos, pero al escuchar las sirenas permanecieron inmóviles. Ariel comprendió al instante de qué se trataba, pero la cabeza le daba vueltas: debía trazar un plan para defenderse en caso de que fuese necesario. Si los ejecutivos ya habían descubierto sus libros, sólo quedaban dos posibilidades: que pronto sería apresado por agentes de Seguridad, o que aún se desconocía quién pudo haber llevado esos volúmenes al taller del nodo de Entretenimiento. En todo caso, tras la revelación se volvería demasiado peligroso seguir frecuentando el sótano de la vieja casa de Nálogos.

A diferencia de Cívica —capital de la corporación del mismo nombre, “modelo de urbanización y de las relaciones entre los diversos sectores productivos” según rezaban los libros de texto—, en Nálogos —prolongación urbana que rodeaba casi por completo a Cívica— abundaban las viejas estructuras incompatibles, con sus calles de asfalto, igualmente antiguas, las cuales ya se habían cuarteado gracias a la vegetación que pugnaba por alcanzar el aire desde el subsuelo. La invasión de verdura había sido tal, que en muchos lugares la capa negra había desaparecido para que en su lugar brotasen pequeñas praderas de arbustos y un pasto grueso que se mecía rítmicamente en los vientos débiles, los cuales solían recorrer las dos ciudades de norte a sur. A los niños esto les encantaba porque ahí podían jugar a las escondidillas durante horas, y cuando venían los adultos a cortar los largos tallos para facilitar el paso, jugaban en los inmensos montones de pasto que podían durar días e incluso semanas, hasta que empezaban a pudrirse y se los llevaban en carretas fuera de la ciudad, donde los carbonos y operarios se dedicaban a cultivar maíz y hortalizas, las cuales desde hacía muchos años no se comían en Cívica.

Aquella ciudad desamparada por la tecnología, dejada a sus propios recursos en todo lo que concernía a su administración, vivía a la sombra de Cívica, pegada irremediablemente a sus ubres, aunque poco se beneficiaba con la cercanía. La relación era incómoda y tirante, pero así se había definido tras las guerras corporativas que se habían concluido hacía casi siglo y medio.

Aun suponiendo que los ejecutivos de Seguridad desconocieran todavía la procedencia de los libros, Ariel era consciente de que se redoblaría la vigilancia y de que tendría que pasar un tiempo razonable antes que pudiera volver a aventurarse por las calles y callejones de Nálogos. Pero si ya se sabía quién había metido los libros dentro del viejo monitor supuestamente arrumbado en el taller, podía despedirse para siempre de Nálogos y de los recuerdos que despertaba. También perdería su identidad, el futuro que le habían prometido, sus privilegios y, posiblemente, su vida. La casa, mi casa, mis libros, mi casa de libros, mi casa libre, ser libre en casa… —las palabras empezaban a formar una especie de vorágine dentro de su cabeza—. Volver. Necesito volver a casa, a la casa, a la casa de libros, a mi casa de libros, a la casa de mis libros —y procuraba detener el flujo—. Puedo. No puedo. Pero debo. Necesito. Es necesario volver. Pero me verán, me atraparán. Y me borrarán. No importa. No me importa. Debo volver a casa, a la casa, a mi casa, a mi casa de libros, a mi…

Ariel no sabía cuándo los libros se habían esfumado, en qué momento cayeron en el olvido. En términos oficiales ni siquiera existían y no había necesidad alguna de emitir legislación en ese sentido. Pero más allá de esta veda tácita, cualquier reproducción de información por vías no digitales o fuera de los troncales preestablecidos estaba severamente penada. Para la corporación esto constituía un caso de tráfico ilegal dentro de un mercado negro de información, el más reprobable de todos los mercados negros.

Era evidente que ningún técnico, como él, podía poseer o consultar información impresa de esta índole, dado el riesgo que ello implicaba. Tampoco los ingenieros. Pero los altos mandos de la corporación no manifestaban ninguna preocupación externa al respecto porque a poca gente le interesaba leer más allá de lo estrictamente necesario: los libros sólo existían como un elemento esotérico de una leyenda primitiva a la cual casi nadie prestaba atención, del mismo modo en que nadie tomaba en serio a los unicornios.

De las prerrogativas de los ejecutivos, Ariel no tenía conocimiento. Muchas veces, después de encontrar los primeros ejemplares, había pensado en la posibilidad de que los ejecutivos sí pudiesen darse el lujo de leer materiales impresos, pero no era conveniente formular esa clase de preguntas, aun cuando su propio padre era ejecutivo. Éste nunca había llevado ningún libro al módulo donde había vivido antes que Ariel ingresara en los institutos. Y Ariel, para evitar problemas, desde que empezó a trabajar se mantenía aislado en su cubículo la mayor parte del tiempo, excepto cuando visitaba a Marisa. La sola mención de su nombre lo ponía nervioso, con lo cual empezaba a sudar y respirar más aprisa. Cuando esto ocurría, Ariel debía realizar complejos ejercicios de autocontrol para que, durante sus visitas y en las horas en que debían laborar juntos, ella no se fijara en su estado de alteración emocional. A solas en su cubículo, sin embargo, cabía la posibilidad de pensar en el amor, en Nálogos, en todo aquello que él no tenía, que desconocía, que le había sido arrebatado antes que él tuviera conciencia. ¿De qué? ¿Cómo puede tenerse conciencia de lo que nunca fue, si no se sabe siquiera de qué se trata? No soy esto. ¿Por qué soy diferente? —se preguntaba todos los días—. ¿Y quién soy yo si no soy éste que respira y camina? ¿Quién fui? ¿Quiénes son mis padres…? Mis verdaderos

Sólo los operarios y los carbonos vivían fuera de Cívica. Como técnico, Ariel no tenía por qué salir, aunque en sí no era prohibido hacerlo. Podría resultar sospechoso, sin embargo, por razones puramente comerciales: los operarios eran conocidos por los negocios que realizaban al margen de las autoridades corporativas. A ellos se les toleraba, pero a nadie más, con la excepción de los carbonos. Sólo que los carbonos estaban fuera de todo esquema. No le importaban a nadie.

Para los civiqueños, Nálogos carecía de atractivos: no tenía centros comerciales, estaba fuera de línea y el único transporte lo daban una serie de unidades eléctricas viejísimas que se llenaban hasta que la gente se colgaba de las puertas; sólo pasaban cada veinte minutos y operaban aisladamente. Faltaba construir un metropolitano.

No era un lugar peligroso, aunque sí extremadamente pobre, y pocos incorporados de Cívica se animaban a explorarlo, quienes lo consideraban feo y —además— maloliente. Si los nalagueños no pudieran aumentar sus ingresos por medio del comercio subterráneo, no tendrían manera de sobrevivir con lo que ganaban en Cívica, adonde debían reportarse a trabajar todos los días a las ocho de la mañana. Después de las seis regresaban a Nálogos en grupos compactos que se iban esparciendo, abriéndose, arrastrándose hacia los autobuses que los esperaban en cada puerta de la ciudad.

Como la red de entretenimiento no les llegaba, algunos se quejaban de perderse los mejores programas, cuyos anuncios se escuchaban y se veían incesantemente en las pantallas públicas. No les quedaba alternativa: debían vivir desconectados. Después de volver a sus casas, después de acostumbrarse al silencio, empezaban a tocarse, a contarse historias, a elaborar el pasado. Algunos, sin embargo, se cansaban pronto y se limitaban a prender el monitor que les proveía de una programación exclusiva, especialmente preparada para la buena gente de Nálogos —como rezaban los anuncios locales—, y se perdían durante las horas que les quedaban antes de entregarse al sueño.

La primera vez que Ariel visitó Nálogos se debió a un error. Había regresado de Querenia, una de las ciudades satélites donde instalaba un nuevo nodo de entretenimiento. Estaba cansado y no se dio cuenta cuando, para salir de la terminal, dio vuelta a la izquierda en lugar de hacerlo a la derecha. Cuando vio las calles oscuras, le dio una sensación de estar cayendo lenta aunque irremediablemente dentro de un agujero negro. Sin las luces de Cívica, sus construcciones geométricamente perfectas como cristales de cuarzo y acero dispuestas sobre una retícula libre de cualquier ambigüedad, su instinto quiso que volviera sobre sus pasos para entrar de nuevo en la terminal, pero otra inclinación más profunda —hasta suicida, tal vez— lo instó a seguir caminando.

En esa ocasión no vio más allá del misterio que se encierra en no entender las formas que se abrían ante sus ojos, pero perdió el miedo y nadie reclamó su demora. Esperó en ascuas durante una semana antes de volver a Nálogos, y otra vez aprovechó un viaje para llevar a cabo su plan. Fue entonces cuando se atrevió a entrar en una de las vecindades: edificios largos, de hasta seis pisos, con muchos corredores, casi siempre mal iluminados, donde se oían voces de niños y la risa súbita de una mujer. Algunos hombres —Ariel podía verlos al pasar frente a las ventanas— se sentaban con la vista perdida en el monitor, cerveza en mano. Apenas hablaban. Otros coqueteaban con sus esposas, lo cual provocaba las burlas felices de los hijos pequeños. Desde el pasillo exterior del edificio donde se encontraba, podía ver que en las esquinas y algunos callejones se besaban parejas de novios hasta que debían volver a casa, urgidos por los gritos de sus familiares.

De repente Ariel creyó escuchar una voz conocida. Aguzó el oído para separar su hilo melódico de la interferencia de otros sonidos. Se trataba de una canción de notas largas que descendían por una escala en tono menor, sólo para volver a levantarse y modular hacia el dominante. Ariel, por su trabajo, conocía el procedimiento: confeccionaba electrónicamente esa clase de melodías; lo hacía según plantillas predispuestas; éstas eran casi siempre canciones de amores predeciblemente perdidos, pero la que escuchaba en ese momento era diferente. La tonada no pertenecía a ninguno de los temas que hubiera lanzado su nodo. Poseía otra calidad, como si fuese de otra cultura, ajena aunque propia. No entendía. Permaneció inmóvil hasta escuchar los últimos compases y sintió una punzada en el corazón cuando se dio cuenta de que era la voz de su madre, o la voz de quien él estaba seguro que era o había sido su madre.

Desde que Ariel tenía nueve o diez años, solía asomarse a su ventana para observar las torres de luz que estaban a unos cuantos kilómetros, cerca de lo que alguna vez había sido un lago, más allá de la vía del Interurbano. Esas torres emitían un aura anaranjada que lo mismo podía parecerse al fuego que a partículas de un hielo ingrávido que se transformaba con los vientos que afectaban cómo el polvo del antiguo lecho lacustre refractaba la luz. Podía permanecer durante horas absorto en esas visiones y en los pensamientos que le provocaban.

Desde allí también podía ver las casas de Nálogos, y tenía la certeza de que en ese lugar estaba su madre. Guardaba de ella sólo vagos recuerdos. Ya empezaba a olvidar su cara, el color de sus ojos, pero su voz le volvía casi todas las noches, fuera en sueños o porque él se esforzaba por escucharla. Junto con esa voz le brotaban recuerdos incomprensibles: una casa vieja que parecía a punto de caerse, pero en cuyo interior se percibía un calor casi humano, o más que humano. Retratos. Y un piano —dijo Ariel en voz baja—. Veo un piano. Así se llaman. Se usaban antes. Ya no hay. Creo.

A su madre le gustaba cantar, y lo hacía para arrullar a su único hijo. Ariel diría que durante esos años conoció la felicidad, pero un día su madre desapareció.

De esos años no guardaba ninguna imagen clara de su padre. Era como si no hubiera existido, o como si no fuese más que un fantasma. Siempre le había parecido curioso o difícil de explicar el que sólo después que desapareció su mamá, empezara a tener recuerdos del padre. Recordaba, por ejemplo, cómo le rogaba para que le dijera dónde estaba ella, pero él sólo se encogía de hombros y le decía —como si se tratara de un oscuro pariente que había conocido alguna vez en un viaje justamente olvidado—. No lo sé. Sólo ella entiende por qué hace lo que hace. Y lo más seguro es que no vuelva nunca —las palabras de su padre le caían como brasas sobre la piel—. Más vale que te vayas acostumbrando.

Ariel tendría para entonces unos cuatro años y medio. Se acordaba muy bien porque poco antes que desapareciera, su mamá le enseñaba a amarrar los cordones de sus zapatos. Estaban en la cocina de su módulo. Ella, sentada en una silla giratoria; él, en el piso con el pie recogido de modo que su rodilla casi le daba en la cara:

—¿Mamá?

—Si, hijo.

—¿Cuántos años tengo?

—Cuatro y medio. Tú sabes que cumpliste en…

—¡No! ¡Tengo cuatro años! ¿Verdad que tener cuatro años es más que tener cuatro y medio?

Su madre se rió.

La primera vez que le volvió ese recuerdo le dio vergüenza. ¿Cómo es posible que creyera yo eso? Pero, por otro lado —pensó años después—, tener cuatroaños suena más contundente. Al decir cuatro y medio, parece como si uno estuviera inventándose adornos para impresionar a alguien.

El padre de Ariel jamás le dio una razón que pudiera convencerlo, pero Ariel sentía que su madre estaba más allá de la vía del tren, en alguna de esas vecindades o en cualquiera de las casas antiguas que aún se hallaban en pie, construcciones de madera y ladrillo, ventanas de cristal, algunas de las cuales todavía estaban intactas. Por encima del murmullo de esas noches de infancia, le parecía escuchar su voz, ese canto que lo llenaba de tristeza aunque también de esperanza. A veces lloraba a solas.

Pero a los doce años terminó sus estudios primarios que se impartían en el conjunto de módulos donde vivía con su padre, y debió salir a los institutos y sólo volvía a casa una vez al año. Apenas si hablaba con ese hombre que no conocía, que siempre estaba absorto en lo suyo, que no parecía estar vivo, en cuyo pecho no latía ningún corazón. Ésa, por lo menos, era la imagen que de él tenía el muchacho.

Incluso durante las visitas anuales sus conversaciones no pasaban de meros intercambios: ¿Cómo van esas calificaciones? / Bien. / ¿Ya decidiste en qué vas a trabajar? / No. Ariel y su padre nunca se entendieron. En el fondo, y sin realmente entender por qué, el muchacho lo culpaba a él de manera directa de su soledad, su sentimiento de desamparo, su falta de pertenencia.

Había vuelto a escuchar la voz y quedó paralizado. Hacía años que se obligaba, sin éxito, a dejar de pensar en su madre. Él ya tenía veintitrés, y en ese momento se reprochó el que sólo pudiera recordar su voz, algunas melodías que nadie más conocía. Unos cuantos recuerdos dispersos como hojas que se lleva el viento de otoño.

De regreso a la terminal, pasó una serie de casas viejas y abandonadas detrás de la vecindad donde había escuchado las canciones, y volvió a detenerse cuando oyó de nuevo la música. Se desvió de la avenida principal y se adentró por una calle más pequeña. Localizó la casa de donde provenía la línea melódica que le revolvía y revivía su pasado como si de golpe volviera a ser ese niño de cuatro años y medio. Vio que de su interior emanaba una luz. Ésta no salía de ninguna ventana sino de una trampa al nivel del piso, junto a la estructura. La calle estaba desierta. El pasto, a la altura del pecho, producía un murmullo suave al moverse con la brisa. Se acercó en silencio hacia la abertura y se dio cuenta de que se trataba de una escalera que conducía a un sótano. Dos puertas cubrirían la trampa en circunstancias normales, pero una de ellas estaba abierta. Bajó con cuidado. Al principio no vio nada, pero en el rincón extremo vislumbró algunos objetos que no lograba identificar. Se acercó despacio, con los brazos extendidos, como si fuese a caerse, a pesar de que ya podía ver bien con la luz que había. Desconocía la razón de ser de la mayoría de los objetos que tenía a la vista, pero lo que más le llamó la atención eran los que estaban encima de un sofá desvencijado.

—Libros —se dijo en voz alta. Los reconoció por los iconos de lectura que antes se habían empleado en el trabajo. Se acercó despacio, con los ojos bien abiertos, preso de una sensación de maravilla que no había conocido antes.

—Libros —volvió a decir. Se cercioró de que nadie lo observaba y tomó el primer volumen. Resultaba casi imposible leer las palabras que había en la tapa. Las letras le resultaban extrañas. Abrió su chaqueta y lo metió en la pretina del pantalón. Se subió el cierre y se encaminó hacia la escalera. Cuando se volvió una vez más pensó que había visto un par de ojos que lo observaban desde una abertura oscura que se encontraba al otro extremo de la misma pared donde estaban los libros—. Ratas —pensó—. En Nálogos todavía hay ratas. Por eso nos decían, cuando éramos niños, que nunca debíamos venir acá. “Te van a comer las ratas”.

Subió la escalera, salió a la calle, se dirigió a la terminal y siguió caminando de regreso a su módulo. No había pasado más de una hora.

Desde entonces volvía una vez a la semana. Sabía que no era buena idea juntar los libros en su módulo —y ya eran cinco—, porque podía ser escaneado en cualquier momento. Decidió abrir un viejo monitor inservible que pidió en el trabajo. Para sacarlo, le había dicho al ingeniero que deseaba estudiar unos interruptores de entrada y salida porque le habían dado una buena idea para un nuevo virtual. Quitó de la parte de atrás el número de serie, lo abrió, removió los circuitos y colocó los libros alrededor del cinescopio. Lo volvió a cerrar.

El lugar más seguro sería el más evidente: el taller. Allí se acumulaban monitores, estaciones, moduladores y demoduladores de objetos, palancas y hasta teclados, mismos que habían caído en desgracia cuando se perfeccionó el reconocimiento de voz y la traducción instantánea. Los teclados eran numéricos. Nunca habían servido para escribir sino para programar. Los únicos que escribían, según le habían informado, eran los ejecutivos que se dedicaban a la publicidad.

Ariel, en toda su vida, sólo había visto a un ejecutivo —que no fuese su padre—, cuando lo llamaron sorpresivamente a una junta. (En público, los ejecutivos no se distinguían de los ingenieros. Era cuestión de seguridad). En esa ocasión necesitaban ver el prototipo de una tarjeta virtual que él estaba evaluando en un circuito cerrado de módulos en Querenia.

Cuando entró, hablaba el ejecutivo. Los demás guardaban un silencio reverencial. Ariel tampoco pudo evitar caer en su aura. Las palabras fluían de su boca sin esfuerzo. Empleaba muchos términos que poca gente usaba en su discurso cotidiano, pero se entendían. Cuando el ejecutivo lo vio, se interrumpió repentinamente y permaneció en silencio. Uno de los ingenieros le recogió la tarjeta, le dio las gracias y le señaló la puerta.