Nos gustaría darles las gracias a las siguientes personas:
Nuestros padres y hermanos: vuestro amor inquebrantable y el constante apoyo que siempre nos habéis brindado para que persigamos nuestros sueños, por muy descabellados que parezcan, son la razón de que nos hayamos convertido en los hombres que somos hoy en día.
Nuestro extraordinario círculo de amigos: por estar siempre a nuestro lado cuando os necesitamos y por comprendernos y apoyarnos de forma incondicional. Nuestras aventuras no serían lo mismo sin vosotros.
El doctor David Kirkham y el personal del Centro Veterinario de Cheltenham: por encontrar siempre tiempo para atender nuestras llamadas y responder a nuestras innumerables y pintorescas preguntas, a cualquier hora del día.
Caprice Crane: por transformar nuestros pensamientos e historias en algo que atesoraremos durante el resto de nuestras vidas. No hay espacio suficiente en esta página para expresar cuánto te agradecemos tu ayuda, paciencia, sentido del humor y amistad.
Erica Silverman, nuestra agente: nadie podría habernos ayudado mejor a navegar por este extraño y a veces abrumador mundo que es escribir un libro. Gracias por ayudarnos a darle sentido a todo esto y por ser nuestra guía en esta increíble aventura.
Lauren Plude y Libby Burton, nuestras editoras: por creer que teníamos una historia que valía la pena ser contada y por ayudarnos a conseguir que se contara a nuestra manera.
Y las innumerables personas que hemos conocido durante este increíble viaje: compartisteis vuestras historias con nosotros y nos proporcionasteis la motivación que necesitábamos para seguir adelante, incluso cuando dudábamos de nosotros mismos.
Este libro no habría sido posible sin todos y cada uno de vosotros.
Una vida sin emoción carece de sentido. Pero una cosa es un poco de emoción y otra que un tren de mercancías se dirija a toda velocidad hacia tu dormitorio a las tres de la madrugada.
Nosotros lo llamamos el «Desfile Porcino».
Suena apacible, pero en realidad no tiene nada de apacible ni plácido que te despierte de golpe una cerda de trescientos kilos recorriendo el pasillo como una bala. Primero lo sientes: una vibración empieza a retumbar a través del colchón abriéndose paso hasta tu conciencia somnolienta, y apenas dispones de unos instantes para darte cuenta de lo que ocurre y hacerle sitio a una criatura gigantesca dispuesta a ponerse cómoda… en tu cama. Por encima del estrépito de almohadas volando por los aires y humanos, perros y gatos apresurándose a quitarse de en medio, se oye el sonido de unas pezuñas corriendo por el suelo de madera, cobrando velocidad a cada paso, volviéndose más fuertes segundo a segundo. En cuanto oyes ese sonido, se te queda grabado en la mente, y tu respuesta es pavloviana. (Como los perros del experimento de Pávlov, nuestros queridos canes, Reuben y Shelby, también han aprendido qué deben hacer. Nuestros gatos, Delores y Finnegan, van a su aire.) El sonido es atronador; cada paso prácticamente hace temblar la casa… y, de vez en cuando, se oye estrellarse un mueble contra el suelo. Oyes cómo se aproxima, lo sientes en los huesos, pero no hay nada que puedas hacer para impedirlo.
Nuestra querida princesa entra en la habitación de sopetón; probablemente la haya asustado algún ruido nocturno. Se abalanza sobre nuestra cama con el mismo ímpetu con el que irrumpió en nuestras vidas y, aunque tiene lugar una frenética desbandada para hacerle sitio, también supone un nuevo y maravilloso nivel de euforia. Y no querríamos que las cosas fueran de otro modo.
Tal vez adoptar un cerdo era mi destino. Siempre me han encantado los animales. Detesto decirlo pero, si me encontrara en una situación en la que hubiera un perro atrapado y una persona atrapada, creo que ayudaría primero al animal. Los animales necesitan que los humanos los ayuden. Y, por la razón que sea, yo siempre me he sentido su protector.
Mi primer gran amigo fue la perra que tuve de niño, Brandy. Era una pastora alemana mestiza, marrón y negra con orejas caídas y una cola larga y recta, lo que creaba un bonito contraste con mi enmarañado cabello rubio platino…, aunque yo carecía de orejas caídas y cola. (Me daba un aire a Daniel el travieso, y algunos podrían decir que también compartíamos algunos rasgos de personalidad. Aunque «Steve el travieso» no suena igual de bien.) Brandy y yo éramos inseparables. Me seguía como una sombra adondequiera que fuera: a casa de mis amigos, al parque, incluso de habitación en habitación en nuestra casa.
Vivíamos en Mississauga, una ciudad bastante grande, pero eran otros tiempos: la vida era más sencilla y segura en aquel entonces. Solíamos montar en bicicleta y pasear por todas partes hasta que anochecía y era hora de regresar a casa.
Antes de que tuviéramos mascotas en casa, como era un independiente niño de seis años, me gustaba explorar los jardines del vecindario para ver qué mascotas tenían y, alguna que otra vez, acabé invadiendo una propiedad privada para hacer un nuevo amigo. Mis padres no me permiten olvidar la ocasión en la que ignoré la norma de «en casa al anochecer». Ese día había trabado amistad rápidamente con el perro de un vecino y, en un momento dado, la familia que vivía allí me dijo que era hora de volver a casa. Así que obedecí, salí por la verja y me perdí de vista. Sin embargo, en cuanto la familia desapareció en el interior de su vivienda, me volví a colar y continué jugando con el perro. Cuando eres niño, no piensas en nimiedades como «padres preocupados» o «allanamiento de morada».
Mi ardid quedó al descubierto durante una animada partida de lanzar y buscar: el palo salió volando y golpeó la ventana por accidente. (¿Os gusta cómo le he echado la culpa al palo, como si no lo hubiera lanzado yo? Eso se debe a que no encontré la forma de culpar al perro.)
Cuando las cortinas se abrieron y la pareja se asomó a ver qué era ese ruido, me quedé inmóvil. Intenté imitar a un camaleón, con la esperanza de confundirme con el paisaje. Quizá debería haber probado con un ninja en lugar de un camaleón, porque no funcionó ni por asomo. Sorprendentemente, no me volví invisible, y la amable mujer salió y me invitó a jugar con el perro dentro de la casa…, donde no habría más lanzamientos de palos ni ventanas rotas.
Una historia bonita, ¿verdad?
Es curioso cómo cambian las cosas cuando la policía llama a la puerta.
Sí, eso fue lo que pasó. Al parecer, estaban inspeccionando el vecindario a instancias de mis aterrados padres. (Al menos, está bien saber que se preocupaban por mí.) Francamente, ni se me había pasado por la cabeza la angustia que les había causado a mis padres al no regresar a la hora acordada, pero tened por seguro que me enteré al llegar a casa. Me lo recalcaron una y otra vez hasta que me fui a dormir esa noche.
Sin embargo, se podría decir que mi pequeña infracción al final tuvo recompensa, porque esa misma semana mis padres me regalaron a Brandy… para que la situación no volviera a repetirse.
Siempre que mis padres salían de la ciudad, mi abuela paterna se quedaba con nosotros. Se trataba de una mujer que creció en Escocia durante la II Guerra Mundial. No la definiría exactamente como una persona severa, pero yo tenía claro que cuando la abuela decía «no» era un no rotundo. Aun así, la adoraba. Siempre nos llevamos genial, aunque probablemente el respeto que me infundía fuera el motivo por el que mis padres se sentían seguros dejándome a su cargo.
Un día, cuando mis padres habían salido y mi abuela estaba al mando, fui a casa de los vecinos. Por algún motivo, mi abuela no me dejó llevar a Brandy. Yo sabía que Brandy se disgustaría, pero también sabía que no podía discutir con la abuela, así que me fui sin ella.
Fue la última vez que vi a Brandy con vida.
Como me encontraba justo en la casa de al lado, Brandy podía oír mi voz mientras me reía y jugaba con los otros niños, y se puso como loca. Quería estar conmigo. Sabía que solo nos separaba una valla, por lo que intentó saltarla. Pero se le enganchó el collar y se ahorcó.
Por suerte, no llegué a verla en la valla (mis padres me contaron lo que había ocurrido), pero incluso el simple hecho de saber cómo había pasado fue espantoso. Si estáis leyendo este libro, es evidente que os gustan los animales, y estoy seguro de que esta triste historia os habrá resultado dura. Podéis imaginaros cuánto me afectó a mí, un niño para quien Brandy formaba parte de la familia.
Muchos hemos sufrido la tragedia de que un coche atropellara a una de nuestras queridas mascotas, y no pretendo restarle importancia a ese doloroso suceso. Pero las circunstancias de la muerte de Brandy fueron devastadoras. No podía sacarme esa imagen de la cabeza: mi perrita colgando allí inmóvil y sin vida, simplemente porque quería ir a jugar conmigo. Se me rompía el corazón.
Aunque la mayor parte de mis recuerdos de la infancia son bastante borrosos, este destaca entre todos ellos, claro como el agua. Es el primer recuerdo que tengo de sentirme realmente desconsolado y saber que había perdido algo que nunca había pensado que perdería. Cuando eres niño, no piensas en la injusticia que suponen las breves vidas de tus mascotas: das por hecho que tu amigo estará contigo para siempre. No obstante, aunque hubiera sido consciente de que un día, al cabo de unos diez o catorce años, tendría que despedirme de ella, nunca me habría imaginado que podría ocurrir así. Hoy en día, todavía se me llenan los ojos de lágrimas al pensar en ella.
La mayoría de mis recuerdos de la niñez son de vacaciones o de montar en bicicleta alrededor del lago que había cerca de mi casa. Y, sí, de mis aventuras explorando el vecindario al estilo de Daniel el travieso. La muerte de Brandy es el único momento de asoladora tristeza que recuerdo como si hubiera sido ayer: una aguda punzada de pérdida, unida a la culpa porque ella solo intentaba reunirse conmigo en la casa de al lado. Durante meses, me despertaba en medio de la noche, llamándola, y luego me echaba a llorar a lágrima viva al darme cuenta de que no había sido una pesadilla: Brandy se había ido de verdad. Me sentía muy culpable. Creo que fue entonces cuando decidí que nunca abandonaría a ningún animal que me necesitara. Sencillamente, siento una gran inclinación por los animales. Puede que rayana en lo problemático.
Incluso antes de que llegara Esther, ya estábamos bastante apretados: éramos dos hombres, una mujer, dos perros y dos gatos viviendo en una casa de trescientos metros cuadrados en Georgetown. Nuestra modesta vivienda de una sola planta se componía de sala de estar con cocina abierta y tres dormitorios. Derek y yo compartíamos uno de los dormitorios, nuestra compañera de piso ocupaba otro y el tercero se convirtió en una especie de estudio que cada uno utilizaba para lo que necesitara: yo lo usaba para llevar mi negocio inmobiliario y Derek realizaba llamadas telefónicas para gestionar las reservas de sus espectáculos de magia.
El único televisor del que disponíamos se encontraba en la sala de estar; pero, en las raras ocasiones en las que los tres queríamos ver algo juntos, no había suficiente espacio para poder sentarnos todos. Por no mencionar que teníamos dos perros que también requerían asientos cómodos, y apartarlos de uno de los tres disponibles no parecía justo si vives según la nor- ma de «el primero que llega, se lo queda». Puesto que esta regla también incluía a los animales, con frecuencia uno o más humanos acababan sentándose en el suelo, sobre un cojín en el mejor de los casos.
También compartíamos un cuarto de baño, y si alguna vez habéis convivido con compañeros de piso (o, aún peor, niños) en una situación similar, ya sabréis lo competitivo que eso te vuelve. Oyes pasos por la mañana y sales disparado de la cama, con la esperanza de adelantarte. De lo contrario, podrías tener que esperar veinte minutos a que la otra persona termine y, dependiendo de la urgencia con la que necesites entrar al baño, esos veinte minutos pueden hacerse muy largos. Esto suponía una de las mayores complicaciones de vivir tan hacinados. Con demasiada frecuencia, nuestros horarios coincidían de la peor manera posible: yo tenía una reunión urgente, Derek tenía una función… y todo el mundo necesitaba ese único baño. Siempre había alguien con prisa, y siempre había otra persona que tenía que hacer pis.
Cuando no estábamos compitiendo por llegar primero al váter, nos tropezábamos constantemente unos con otros en la reducida vivienda. Así que procurábamos estorbarnos lo menos posible. Yo solía llevarme el portátil a la sala de estar y trabajar desde allí cuando Derek estaba en el estudio. Precisamente nos habíamos distribuido así cuando, de pronto, recibí un mensaje en Facebook de una chica con la que salí en el instituto, y con la que hacía quince años que no hablaba.
«Hola, Steve. Sé que siempre has sido una gran amante de los animales. Tengo una minicerdita que no se lleva muy bien con mis perros. Además, no puedo quedármela porque acabo de tener un bebé.»
Me picó la curiosidad de inmediato, allí solo, en la sala de estar. Puede que incluso echara un vistazo a mi alrededor para comprobar si alguien podía ver la pantalla de mi ordenador o mi expresión de entusiasmo. ¿Una minicerdita? ¡Qué cosa más adorable! ¿Quién no iba a querer una minicerdita?
Repasándolo ahora, a posteriori, es cierto que toda aquella situación fue un tanto sospechosa: hacía más de una década que no sabía nada de esa mujer. Por cierto, ahora podría ser un buen momento para admitir algo (creedme, ya saldrá a colación más tarde): siempre he sido demasiado confiado. Me dejo llevar, por así decirlo. En aquel momento, no pensé: «Vaya, esto huele a chamusquina». Mi reacción fue más bien: «Vaya, pero si es Amanda. ¡Qué alegría saber de ella!». No se me ocurrió pensar que hubiera gato encerrado. El hecho de que me ofreciera una minicerdita simplemente me pareció maravilloso.
No había ninguna fotografía adjunta al mensaje, así que debía decidir a ciegas. Pero no me hacía falta una foto para saber que me interesaba. Contesté con tono de indiferencia: «Déjame hacer unas averiguaciones y ya te digo algo». Pero supe de inmediato que quería aquella cerdita…, solo me faltaba averiguar cómo lograrlo.
No es tarea fácil meter un cerdo, aunque sea uno en miniatura, en la casa que compartes con tu pareja. Y una compañera de piso. Y varias macotas más. Pero es que encima, apenas nueve meses antes, ya me había traído a casa un gato nuevo sin consultárselo primero a Derek. Como os podéis imaginar, la cosa no fue nada bien. (Y sé perfectamente que yo tuve toda la culpa.)
Así que esta vez debía planearlo bien, que pareciera que no lo hacía a espaldas de Derek, aunque esa era la total y absoluta realidad. Debía dar la impresión de que no era cosa mía, sino que la cerdita simplemente había… aparecido, así sin más.
Los cerdos aparecen de la nada, ¿verdad?
Unas horas después, recibí otro mensaje de Amanda: «Hay otra persona interesada, así que si la quieres, perfecto. Si no se la quedará él».
Seguramente seáis lo bastante listos como para daros cuenta de que esto no era más que una táctica de manipulación y, por lo general, yo también soy bastante perspicaz: después de todo, soy agente inmobiliario. Pero, cuando quiero algo, debo tenerlo… y ahí es cuando mi coeficiente intelectual cae en picado. ¿Cuánto? Probablemente hasta cero.
No iba a permitir que esa cerdita se me escapara.
No sé por qué. Ni siquiera la había visto, pero me aterraba perderla. Pensaba que tendría más tiempo para decidir. Pensaba que quizá podría investigar un poco y (puede, tal vez, nunca se sabe) hasta hablarlo con Derek. No me imaginé que tendría que responder dos horas después. Pero así estaban las cosas. Un nuevo mensaje amenazaba con entregarle la minicerdita a otra persona. Así que, sin llegar a meditarlo con detenimiento, le dije a Amanda que me la quedaba. Le pasé la dirección de mi oficina y quedamos en vernos allí por la mañana.
En mi cabeza, lo había hecho sobre todo para evitar que Amanda pudiera llegar a un acuerdo con la otra persona interesada. Si es que existía siquiera. Pero, repito, no te planteas esas cosas cuando eres tan confiado como yo. (O, como lo denominarían ciertas personas, un auténtico pardillo.)
En fin, que acordé reunirme con Amanda. Me propuse documentarme un poco esa noche. No sabía nada de minicerdos: qué comían, cuánto crecían… Así que me puse a investigar por Internet. Encontré unas cuantas páginas en las que afirmaban que «los minicerdos no existen». Sí, eso debería haberme servido como señal de advertencia, pero me cegaba mi confianza en Amanda (y la repentina obsesión de tener un cerdo como mascota). Me conocía, habíamos ido juntos al instituto. No se lo estaba proponiendo a un desconocido. Amanda aseguraba que se trataba de una minicerda y yo la creía, porque ¿por qué me iba a mentir?
Así que eso que encontré en Internet fue la única pega. Todo lo demás era monísimo. Al parecer, este tipo de cerdos llegaban a pesar unos treinta kilos como máximo. Más o menos como Shelby, uno de nuestros perros. Así que supuse que sería como tener otra Shelby. Quizá una Shelby un poquito más «torpe». Pero me pareció aceptable. ¡Y diferente!
¡Un cerdo!
Ese día, le dije a Derek que iba a ir a Kincardine (que estaba a dos horas al norte) para asistir al Scottish Festival and Highland Games. Planeaba llevar a cabo la «reunión» en mi oficina antes de salir de la ciudad y, en cuanto viera por fin a la princesita, decidiría si esto funcionaría y cuál sería el siguiente paso.
En realidad, sí iba a ir a Kincardine: esa parte era verdad. Lo había programado dos semanas antes de enterarme siquie- ra de la existencia de la cerdita. Simplemente tuve que hacer algunas modificaciones cuando ella apareció, y me benefició tener que salir de la ciudad, porque me proporcionó algo de tiempo para solucionarlo. La idea era decirle a Derek que había encontrado un cerdo cuando regresaba de Kincardine. Esas cosas pasan, ¿no? Después de tantos años juntos, probablemente no le extrañaría. Derek, más que nadie, es consciente de mi debilidad por los animales. Y mi tendencia a traérmelos a casa sin hablarlo previamente con él.
Reservé habitación en un hotel situado cerca del festival. Planeaba alojar allí unas horas al nuevo miembro de la familia durante mi primer día en Kincardine mientras trazaba mi estrategia. Y lo discutía con mis amigos tomando unas cervezas. Regresaría por la noche, dormiría en la habitación con la cerdita y luego haría lo mismo al día siguiente hasta que fuera hora de volver a casa con una nueva mascota y una historia perfectamente detallada. (Sí, ya lo sé. A veces, mis planes son más complicados que el atraco de Ocean’s Eleven.)
Sin embargo, en cuanto vi a Esther y la sostuve en mis brazos, el plan se fue por la borda.
Pero me estoy adelantando. Cuando Amanda aparcó, no había ningún cerdito a la vista, solo una cesta para ropa en el asiento del pasajero con una manta de franela encima. Rodeamos juntos el vehículo y, entonces, ella abrió la puerta y apartó la manta.
Y allí estaba: una criatura diminuta y encantadora que me miraba con inocencia. ¿Eso que tenía en las pezuñas era laca de uñas rosada? Restos de laca de uñas, para ser precisos. Pobrecita. Alrededor del cuello llevaba un raído collar para gatos con lentejuelas del que colgaban hebras deshilachadas. Recuerdo que pensé: «¿Cómo es posible que una cría tan pequeña esté hecha ya semejante desastre?». Tenía un aspecto patético. Pero adorable, al mismo tiempo. Y me moría de ganas de abrazarla. De inmediato. Pero no allí fuera, donde la gente podría vernos y ella podría asustarse. Volvimos a cubrirla con la manta y llevamos la cesta de ropa a mi oficina, donde la saqué y la sostuve en brazos por primera vez.
Era muy pequeña: debía medir unos veinte centímetros del hocico a la cola. Podía sujetarla con una sola mano. Para ser sincero, la pequeñina no tenía muy buen aspecto. Tenía las orejas completamente quemadas por el sol. Me recordó a esas señoras adictas a los rayos uva o aquella mujer con la piel achicharrada de Algo pasa con Mary. Pero resultaba enternecedora, como un cachorrito triste y mojado. Antes de verla, todo esto me parecía simplemente una idea original: un cerdo de mascota. ¡Qué divertido! Sin embargo, cuando la vi, solo pude pensar: «Oh, Dios mío, ¿qué le han hecho?». Se le marcaban los huesitos de las caderas. ¡Y aquellas orejas! Supe de inmediato que tenía que curárselas, y también supe que ya me había encariñado de la cerdita.
Amanda me dijo que tenía seis meses y estaba esterilizada. Me contó que hacía una semana que la tenía. Se la había comprado a un criador en Kijiji (una página web de anuncios clasificados parecida a Craigslist). Por su forma de tratarla y hablar de ella, me di cuenta de que Amanda no sentía el más mínimo afecto por la cerdita. Me costó asimilarlo, y hasta me asustó: ¿qué haría Amanda si no aceptaba quedármela?
Así que lo hice.
Pero eso lo cambió todo. Y no solo hablando de mi vida en general. El plan original para contárselo a Derek, con todas sus maquinaciones cuidadosamente ideadas, se evaporó. Porque me había encariñado de esa cerdita. Solo hacía doce minutos que la conocía y ya sentía un amor instintivo hacia ella que sentenciaba: «No puedes dejarla en la habitación de un hotel durante horas mientras te vas de juerga a un festival». Apenas era un bebé. Me necesitaba.
Cancelé el viaje al norte, así que ahora tenía que inventarme dos historias para Derek: por qué no estaba en Kincardine y por qué había traído un cerdo a casa. El plan original consistía en situarme en el papel de héroe. El bueno de la historia. «¡Salvé a esta cerdita! Claro que no quería quedármela, pero ¿qué podía hacer?» Estaba convencido de que el ardid funcionaría… y entonces el karma me dio una patada en el culo.
Pensé que dispondría de un par de días y un montón de amigos para ayudarme a pulir los detalles de mi historia, y ahora todo se había ido al traste porque una cerdita me había robado el corazón. Tendría que ver a Derek ese mismo día y solo me quedaban unas horas para solucionarlo.
Ahí fue cuando empezó la verdadera presión.
Llamé a los amigos que me esperaban en Kincardine para explicarles que no iba a ir y por qué, lo que les pareció desternillante. Sabían que Derek iba a flipar, así que querían que los mantuviera informados. Me hicieron dos peticiones: en primer lugar, que les enviara una foto de la cerdita y, en segundo, que les enviara una foto de la reacción de Derek.
A continuación, llamé a nuestros amigos Erin y Wally. Necesitaba que cuidaran a la cerdita mientras yo iba a toda prisa a comprar los ingredientes necesarios para la magnífica cena que iba a prepararle a Derek y con la que esperaba ganarme su perdón por traerme un cerdo a casa. En realidad, no les especifiqué que la mascota que necesitaba que me cuidaran era un cerdo, así que no tenían ni idea de qué les iba a llevar hasta que me presenté en la puerta de su casa y la cerdita se puso a corretear por el suelo de la cocina. Erin se quedó pasmada. Me parece recordar que sus primeras palabras fueron: «Joder, Derek te va a matar». Resulta que Derek y Erin fueron novios en el instituto, así que lo conoce casi tan bien como yo.
En cuanto terminé las compras, pasé a recoger a la cerdita. En el coche, en el asiento del pasajero, parecía nerviosa y de- sorientada. Le hablé y la acaricié mientras recorríamos las pequeñas carreteras secundarias que llevaban a nuestra casa. La llevé dentro y dejé salir a los perros. Nos quedamos allí sentados un rato en la sala de estar, los dos solos, mientras yo meditaba qué darle de comer. (Con todo este lío, se me había olvidado averiguar qué come un cerdo y dónde conseguirlo.) Así que le ofrecí lechuga, comida para perros, tomates…, todo lo que se me ocurrió. Ella se decidió por lechuga y comida para conejos.
En cuanto me aseguré de que hubiera ingerido algo, me puse a limpiar un poco y preparar la cena. Supuse que la mejor forma de invertir el tiempo disponible era limpiar la casa de arriba abajo y preparar una sabrosa cena para que, cuando Derek llegara a casa, se encontrara con este romántico gesto. Al principio, mantuve a los perros alejados para que la cerdita pudiera acostumbrarse al nuevo ambiente. Los gatos mostraron su habitual mezcla de curiosidad e indiferencia. Dejé que los perros la vieran un momento, asegurándome de sujetar- la bien y de que no pudieran acercársele demasiado. Shelby y Reuben siempre se ponen como locos al ver cachorros y niños, así que hubo muchos gimoteos y brincos. Les permití olisquearla un poco e incluso darle unos cuantos lametazos amistosos antes de esconderla en el estudio, al final del pasillo. Decidí que lo mejor sería asegurarme de que Derek estaba de buen humor antes de presentarle a la recién llegada. Además, los otros animales estaban un poco confundidos, por lo que preferí mantenerlos separados de momento.
Limpié lo mejor que pude en tan poquísimo tiempo y luego preparé una cena especial, el plato favorito de Derek: hamburguesas frescas con queso y beicon, acompañadas de patatas caseras con ajo. El escenario estaba preparado. Serví el vino y encendí unas velas para darle el toque final.
Y me dispuse a esperar…