MINA HOLLAND
MAMÁ
TU HISTORIA EMPIEZA
EN LA COCINA
TRADUCCIÓN DE BEATRIZ GALÁN ECHEVARRÍA
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK
Para mi mamá,
con amor y agradecimiento
eternos
INTRODUCCIÓN
La receta es un formato con una alta carga
autobiográfica.
NIGELLA LAWSON,
Woman’s Hour, Radio 4, octubre de 2015
No es el sabor irresistible, sino el puro fracaso de la
comida como recompensa lo que nos lleva a seguir
comiendo. La experiencia más suntuosa de la ingestión
se halla en el intermedio: entre el recuerdo del último
mordisco y el anhelo del siguiente.
LIONEL SHRIVER, Big Brother
Primero comemos. Después hacemos todo lo demás.
M. F. K. FISHER
En mi trigésimo cumpleaños, mi mamá me regaló una caja metálica de color azul. Al levantar la tapa, descubrí en su interior una pila de tarjetitas garabateadas con la letra de mi madre en boli rojo. En la primera podía leerse «Caja de recetas, herencia de Mina». Contenía, efectivamente, un montón de recetas: las más importantes de mi infancia, escritas todas a mano (por un lado, los ingredientes y el proceso de creación, y, por otro, la historia de cómo aquel plato llegó a mi vida).
Algunas de aquellas recetas habían ido pasando de generación en generación; otras habían sido descubiertas o inventadas por mamá. Pero todas ellas tenían algo en común: la familia. Las recetas eran un conjunto de creaciones culinarias compartidas, una especie de terreno propio comestible, y nos conectaban tan intensamente como un código genético. Allí estaban los huevos Pegaso, unos huevos rellenos de anchoa que le dieron a mamá de niña y que ella preparó para mi octavo cumpleaños, bautizándolos con el nombre del caballo alado de la mitología griega. (Sí, cuando yo tenía ocho años todo precisaba de un sesgo ecuestre.) Allí estaban también el masoor dal, la crema de lentejas que se remonta al momento en que mamá, embarazada de mí, descubrió a la actriz y cocinera india Madhur Jaffrey, y el shuttle de ciruelas y almendras (tarta cubierta de frangipane) sacado de un libro de Steven Wheeler, al que entrevistó en los años ochenta, cuando trabajaba de reportera para la Islington Gazette. Esta última era una receta muy sencilla, muy sabrosa y, por aquella época, también muy desconocida, tres puntos fundamentales para el canon culinario de mamá. (Debo decir que hoy en día sigo sin saber lo que es el shuttle.)
Las recetas no son meras instrucciones para confeccionar platos. Son parte de nuestras biografías; historias vivas y sólidas, fragmentos fijados en nuestro pasado, al tiempo que crónicas de nuestro presente y nuestro futuro, adaptables y en continua transformación. Y, como las personas, ellas también cambian. Algunos de los alimentos con los que crecí son como personajes: viejos amigos que han seguido con sus vidas y evolucionado con el tiempo. Me interesa mucho más una receta cuando entiendo de dónde viene y qué historia esconde. Y, como editora, me parece maravilloso ver este renovado interés por la cocina casera, que a su vez genera un gran apetito de recetas. Pero publicarlas sin un delicioso preámbulo que explique su trascendencia para quien las comparte (esto es, dónde se inspiró, cómo fue cambiando, con qué recuerdos fue mezclándose) suele dejarme algo fría. ¿Cuántos buñuelos, curris o dulces tienes que hacer antes de que empiecen a difuminarse en uno solo? Lo que sé es que las recetas destacan cuando vienen acompañadas por historias; son estas últimas las que hacen que queramos (o no queramos, según el caso) ponernos a cocinar. Las historias que presentan una receta junto a su creador se archivan más fácilmente en mi memoria, y ahí permanecen, listas para salir de nuevo a la luz en cuanto veo el momento. Simplemente, si lo que se ha escrito sobre un plato me inspira y apela a mi imaginación, me sentiré más inclinada a llevar ese plato a la práctica.
Este fue, efectivamente, el espíritu con el que lanzamos nuestra columna fija en el Guardian Cook, el suplemento que coedito desde 2014. Quisimos ofrecer a los cocineros emergentes una plataforma temporal en la que compartir sus historias. Para ello contábamos con tres páginas en las que, una vez por semana, debía caber la historia, dos o tres recetas y algunos consejos culinarios. En la mayoría de los casos esas piezas giraban en torno a la familia, y siempre estaban inspiradas por los recuerdos. Ahí está, por ejemplo, Olia Hercules, cocinera ucraniana y autora de Mamushka, que durante cuatro semanas fue remitiéndose a las nacionalidades europeas de cada uno de sus abuelos y escribió sobre el modo en que cada uno de ellos modeló su manera de cocinar. O Rosie Birkett, cuya primera columna coincidió casualmente con el décimo aniversario de la muerte de su padre, por lo que decidió señalar el día incluyendo la receta de una crema casera para ensaladas por la que sentía predilección y cubrirla de lechugas y guisantes de su propio huerto. O Meera Sodha, cuyos padres, originarios del estado indio de Gujarat, llegaron a Lincolnshire (Reino Unido) vía Uganda, y que supo mezclar estas tres influencias y crear unos platos sorprendentes, como la salchicha al curri de Lincolnshire. En todos los casos, estas recetas habrían pasado desapercibidas si no se hubiese explicado la historia de su origen, las raíces de su herencia.
«Conmovemos a los lectores cuando añadimos la comida, porque les hacemos pensar en el lugar que ellos mismos ocupan en su alacena personal, familiar, cultural. Nuestras recetas son historias acerca de quiénes somos, transmiten los gustos del pasado a través del precepto y el ejemplo, e incluso a veces nos sugieren cómo podemos revisar nuestra vida ajustando los menús que preparamos», dice Sandra M. Gilbert en The Culinary Imagination. El libro de Gilbert es un trabajo erudito sobre la comida y la identidad cultural, pero yo creo que ya solo el título armoniza con lo que pretende resaltar: que cocinar y comer son dos actos tan imaginativos como físicos o funcionales. La cita de Lionel Shriver al inicio de esta introducción («La experiencia más suntuosa de la ingestión se halla en el intermedio») apunta precisamente a esta idea: que pensar en comida es una experiencia aún más deliciosa que la de comer propiamente, y que pensar en comida cuando se tiene apetito contribuye a saciarlo y reducir esa sensación. Las historias que se ocultan tras las recetas influyen crucialmente en su sabor. Fantasear con la comida, soñar con algún alimento o visualizar todos los detalles tangibles e intangibles que forman parte de un plato que nos apetece son, en realidad, las claves para explicar por qué nos apetece.
En «Hunger Games», un artículo que publicó en el Guardian a principios de 2016, la escritora culinaria Bee Wilson dijo: «Nuestros gustos nos siguen a todas partes, como una sombra reconfortante. Parece que nos expliquen quiénes somos». Aunque no son imposibles de cambiar, Wilson explica cómo incorporan los niños sus gustos, sus hábitos e incluso sus idiosincrasias en torno a la comida en la más tierna infancia. Nuestros hábitos alimentarios a los dos años, dice, son un marcador bastante preciso de lo que comeremos cuando tengamos veinte, y esto se debe a que los hemos incorporado emocionalmente: es agradable atiborrarse de dulces, o desmoralizador no limpiar el plato, o maleducado jugar con la comida, etc. Y al llegar a la edad adulta se intensifican todos aún más: «Solemos reiterar nuestros intentos —más o menos entusiastas— de cambiar lo que comemos, pero apenas nos esforzamos en cambiar lo que la comida nos hace sentir…».
De modo que la comida no es solo comida. La comida es emocional e imaginativa y nos identifica. Y yo no soy ni de lejos la única que muestra interés en este punto. Tenemos en la actualidad revistas, podcasts e incluso una serie de Netflix dedicados a las historias humanas que se esconden tras la comida. Mientras que los medios tradicionales apenas ofrecen la oportunidad a los cocineros de escribir sobre sus recetas, el mundo cibernético se complace en una creciente demanda de historias y confesiones sobre la comida. Ahí está, por ejemplo, la revista Lucky Peach, que en 2015 lanzó el «Mes de mamá» y publicó una serie de entrevistas, algunas con madres que trabajaban de cocineras (Alex Raij y Margot Henderson, sin ir más lejos) y otras sobre la cocina madres-hijos (Alice Waters y su hija Fanny Singer realizando su plato casero preferido, un huevo cocido en una cuchara sobre el fuego), así como una aportación del creador de la revista, David Chang, quien escribe sobre sus dos abuelas, cuyas respectivas habilidades culinarias se hallaban en los extremos opuestos del espectro del talento.
La creciente popularidad de los restaurantes informales indica que la distancia entre la cocina casera y la de los buenos locales está disminuyendo. La sencillez ha dejado de ser un rasgo distintivo de los restaurantes baratos y se ha convertido en un indicador de moda de los de gama alta. Los clientes pueden compartir una mesa con desconocidos, la comida puede servirse en bandejas comunes, y quizá incluso con vajillas distintas, mientras que las guarniciones, los menús en francés y los sumilleres hablando en lo que parece un código secreto ya no están nada de moda. (Podríamos hablar de la «democratización de la comida», de no ser porque salir a comer fuera sigue siendo un privilegio reservado a unos pocos.) Yo creo que la gente se encuentra más alejada de la comida buena y casera. Las cenas entre semana no son precisamente los platos saludables que sus mamás les habrían preparado, sino muy probablemente cualquier cosa pillada al vuelo en el supermercado (pasillo de platos preparados) que les queda de camino a casa. Así pues, disponer de algún menú reconfortante y nutritivo cocinado desde cero es algo mucho más novedoso que antes. Hay que devolverle su valor a la cocina materna.
En Londres encontramos un ejemplo particularmente sorprendente, una empresa llamada Mazi Mas en la que las comidas de negocios se aúnan con lo social. Ideada por un posgraduado greco-estadounidense, Niki Kopcke, Mazi Mas (que en griego significa «juntos») nació para ofrecer trabajo en la gastronomía inglesa a mujeres emigrantes y refugiadas, y, aunque en sus inicios adoptó la forma de «restaurante itinerante», en la actualidad ha logrado instalarse de manera permanente en Hackney, al este de Londres. Todas las noches, la cocina que se ofrece refleja el origen de la mujer que se halla al mando en la cocina (Roberta de Brasil, o Azeb de Etiopía, o Zohreh de Irán…), no solo con el objetivo de presentar a los paladares británicos los sabores propios de sus países, sino también, y sobre todo, para demostrar que la comida de un restaurante no tiene por qué estar exclusivamente en manos de cocineros profesionales. De la cocina de Mazi Mas salen platos como la moqueca de peixe (guiso de pescado con leche de coco, típico de Brasil), el gheymeh bademjan (estofado amarillo de guisantes con azafrán y berenjena, de Irán) y grandes cantidades del guiso llamado wat y de tortitas injera, ambos etíopes, que emergen de la cocina y permiten a los comensales una incursión en los platos típicos de esos países, pero también, y especialmente, en sus hogares.
Otra empresa social, ubicada también en Londres, se ha propuesto utilizar el medio universal de los alimentos como una forma de llevar a cabo terapias de grupo. La metodología de «Recipes for Life», de Natale Rudland Wood, se inspiraba en «los diferentes tipos de conversaciones que parecían posibles en la cocina» mientras trabajaba en un centro de detención juvenil. «Las recetas se sucedían a la vez que las historias de la gente. Allí oí contar las experiencias vitales de muchas personas y sus vínculos con los alimentos, los lugares y los seres que amaban.» Los recuerdos sobre la comida actuaban como un punto de partida del que hablar para acceder finalmente al mundo emocional de los pacientes, y el vocabulario familiar de la cocina, usado alegóricamente, proporcionaba un marco adecuado para la curación. El grupo hablaba de ingredientes (por ejemplo, «esperanza», «perseverancia», «optimismo irracional», o quizá incluso «oración», como receta para superar tiempos difíciles…), de las fuentes en las que hallar esos ingredientes («historia familiar», «creencias espirituales», «cultura folclórica»…), del método con el que llevar a la práctica estas recetas («combina honestidad y paciencia, incluye una pizca de desesperación»), de técnicas («a veces las técnicas son el resultado de errores o percances… y lo mismo sucede con la gastronomía») y de sugerencias a la hora de servir («con el apoyo de la familia», «en presencia de la abuela»). Los miembros del grupo presentaban entonces sus recetas para la vida, basadas en platos de verdad. Y la comida les ofrecía la oportunidad de hablar, tanto física como metafóricamente, en la mesa del comedor. Fue en relación con el asunto de la técnica que me pareció más conmovedora la idea de Wood. «A veces —dijo— las técnicas son el resultado de un error […] en la vida hay conocimientos muy importantes que son fruto de los contratiempos que sufrimos […] y eso también es válido para el mundo de la cocina.» Podéis encontrar más información al respecto en el capítulo titulado «Improvisación».
Tanto si estas asociaciones te parecen positivas como si no, la comida está dotada de un significado personal y cultural para todos, y lo que comemos está a menudo inextricablemente entrelazado con nuestro estado emocional, puesto que partimos de las ideas de la «comida confortable», esa que nos permite permanecer tranquilos (incluso en los casos en los que esa comida provoca que nuestro estómago se sienta algo incómodo). Es por lo general a través de los padres que experimentamos el alimento por primera vez. Son ellos los que nos presentan la comida, nos enseñan cómo y cuándo comerla, cómo interactuar con ella… Y, en la mayoría de los casos, son nuestras madres (las criadoras originales, si tenemos suerte de tenerlas) las responsables de amasar esos recuerdos tempranos de la comida y de fijar nuestros gustos. Por lo tanto, la historia comienza en casa. Sí, crecemos y nos convertimos en comedores independientes con la capacidad de escoger qué alimentos queremos y no queremos comer, pero esos recuerdos tempranos (los de los platos que se repetían una y otra vez, los que olían y sabían a casa) permanecerán para siempre con nosotros.
Si provocan en ti buenas asociaciones, se quedarán ahí, esperando a que recurras a ellos.
En mi caso, están dentro de una caja metálica de color azul.
Este libro se titula Mamá en honor al punto de partida de todas las historias sobre gastronomía —es decir, las madres— y, al mismo tiempo, para referirse a la comida casera, a la «comida de mamá», que es la que defendemos en estas páginas. Quizá se trate de un formato algo inusual para un libro de cocina, dado que no es una mera recopilación de recetas, ni tampoco un escrito sobre comida al estilo convencional, sino más bien un conjunto de entrevistas, anécdotas, prescripciones y notas que nos ayudan a presentar la idea de que el alimento que comemos (y cocinamos) es propio e inherente a cada uno de nosotros. Este libro es, pues, una exploración de la gastronomía como clave de la identidad, que comienza en la infancia de cada uno, o quizá incluso en el vientre materno.
Yo creo firmemente en ello; lo considero una verdad universal. Cada vez que el tema de este libro emerge en una conversación, todo el mundo comparte entusiasmado conmigo sus propios recuerdos sobre la comida y los platos que solían preparar sus madres. A la gente le encanta modificar la percepción que tienen otras personas acerca de algún plato con el que crecieron —una lasaña, pongamos por caso— y constatar que la suya no es una mera lasaña más, sino una con un significado profundo e indiscutible. Todos conocemos al típico italiano que dice que su nonna hace el mejor ragú —o las mejores albóndigas, o el mejor risotto o el mejor lo que sea—, y es aquí donde quiero poner el foco de atención. Tal como el escritor estadounidense Bill Buford escribió en The New York Times: «El mayor atractivo de la comida es que habla de cultura, abuelas, muerte, arte, identidad, familia, sociedad… y al mismo tiempo no es más que simple comida». La comida es (o debería ser) mundana; todos la necesitamos, todos la ingerimos… y, sin embargo, cuando el cocido lo ha hecho tu mamá, o el pastel te recuerda a algún amigo ausente, o la lechuga creció cerca de tu casa, o visitaste la panadería en la que se horneó el pan, se convierte en algo personal, y eso le confiere una especie de magia.
En estas páginas he perfilado nueve figuras relevantes de la industria alimentaria,1 cada una de ellas con una actitud distinta frente a la comida. A pesar de que no todas sus posturas resultan necesariamente armónicas —Claudia Roden, por ejemplo, es una panegirista de la tradición, mientras que Yotam Ottolenghi cree que un cocinero debe sentirse capacitado para jugar con las convenciones—, todos ellos coinciden en que la infancia emerge como un momento vital y formativo para forjar nuestros hábitos gastronómicos. Mi propósito con estas entrevistas era sacar estas figuras a la luz, mostrar algo de ellas, de sus vidas, de sus historias personales, de su forma de pensar y de comer, escribiendo un breve relato del rato que pasé charlando con ellas. En todos los casos empiezo con la infancia, por lo general centrándome en la figura de sus madres (como Jamie Oliver me dijo en una ocasión, «todo empieza con las tetas»), y observo cómo los alimentos han moldeado sus vidas: Stanley Tucci cuenta lo que la cocina le ha enseñado sobre la creatividad; Anna Del Conte no aprendió a cocinar de pequeña, sino que lo hizo por necesidad cuando se casó y se mudó de Italia a Inglaterra («una triste historia de los años cincuenta en lo tocante a la comida»); la misión de Alice Waters es conseguir que los niños cultiven un huerto y desarrollen una comprensión holística de dónde proviene la comida, lo que los conducirá a una mejor dieta por delegación; la campaña de Jamie Oliver pasa por atacar la obesidad infantil con medidas como un impuesto sobre el azúcar, y la psicoterapeuta Susie Orbach no se preocupa tanto por lo que la gente está comiendo como por los motivos que los llevaron a seguir ciertos hábitos gastronómicos generadores de «angustia». Estos son, en fin, algunos ejemplos de los temas que aparecen en este libro.
Además de estos nueve perfiles, hay en este libro nueve capítulos dedicados a temas relacionados con la comida y con lo que esta dice sobre nuestra identidad: naturaleza, tradición, improvisación, equilibrio, mujeres, cohesiones, obsesiones y dietas carnívoras. Lo he pasado muy bien escribiéndolos; han sido una oportunidad para hablar sobre mis propias historias culinarias, que, espero, puedan elevarse a ciertas verdades universales.
También están los apartados dedicados a los ingredientes —ocho en total— que cubren los principios fundamentales de mi cocina casera: huevos, pasta, legumbres, aliños, patatas, yogures, verduras y especias y hierbas. Estos son los ingredientes con los que crecí y que forman lo que Jamie Oliver describió como la «paleta» regular de mi cocina, los indispensables de mi nevera y mi despensa. Todos ellos son asequibles y todos —a excepción de las verduras— están disponibles en cualquier época del año, pues la idea era ofrecer recetas que pudiesen llevarse a cabo en cualquier momento.
Lo más importante, no obstante, es que he optado por escribir sobre aquellos ingredientes que creo que han dejado una marca indeleble en mí: los huevos fueron el punto de partida —mis primeras comidas—, pues ya se sabe que lo primero fue el huevo, ¿no? (es importante no decírselo a la gallina); al conectarme con las ideas que giraban en torno al equilibrio y mi propio paladar, los aliños emergieron para ayudarme a cobrar mayor conciencia de mí misma; las patatas me impulsaron a forjar relaciones intensas y a entablar amistades duraderas; gracias a la pasta quise aprender a cocinar, y seguí haciéndolo; el yogur templó no solo mis recetas sino también mis ataques de furia infantil; las verduras me ayudaron a discernir; las legumbres me hicieron seguir avanzando y formaron la columna vertebral de mi dieta, una fuente de proteínas esencial, económica y reconfortante; por último, las hierbas y las especias me invitaron a experimentar, a probar cosas nuevas, a hacer las cosas un poco distintas cada vez. (Ah, y las sobras me hicieron ser ingeniosa.) Este es, por así decirlo, el árbol genealógico de mis ingredientes; ellos me han hecho ser lo que soy. Seguro que vosotros también tendréis vuestros equivalentes.
Como veréis, todas las recetas que propongo ponen a trabajar alguno de estos ingredientes. Suele decirse que las madres usan apenas nueve recetas que van rotando para alimentar a sus familias, así que, ¿cómo es posible, os preguntaréis, que yo disponga de tantas maneras de prepararlas y presentarlas? La respuesta es simple: todo lo que hago es trabajar variaciones de los mismos temas (las diferentes salsas de yogur son un buen ejemplo), versiones de una idea similar con algunos sabores básicos cambiados aquí y allá. Y muchas de mis recetas nacieron por accidente, creadas a partir de las sobras de un plato anterior. Los cocineros caseros son maestros de la reinvención; una comida fluye a la perfección en otra: el agua en la que se han cocido las verduras se convierte en una especie de caldo, el aceite que dejan las verduras a la plancha forma la base para la salsa de un plato de pasta, la pasta que sobra de una comida sirve para hacer una tortilla al día siguiente… En esencia, hay maneras sencillas de agregar variedad a los alimentos caseros, sin cambiar los alimentos básicos que estamos acostumbrados a comprar.
Algunas de las recetas que aquí presento son de platos con los que crecí (alimentos caseros de mi infancia que de un modo u otro han perdurado en mi madurez), otras me las he inventado y unas terceras las he aprendido de amigos y conocidos, y las he reconstruido y adaptado a mi gusto, partiendo de aquellas cosas que me gusta cocinar con regularidad… Este es un libro acerca de cómo los alimentos se convierten en parte de nuestras vidas —con los papeles y formas que adoptan—, pero al mismo tiempo trata sobre la relación directa entre la crianza de los hijos y la comida. Todas las recetas, pues, tienen una historia, y todas están hechas con alimentos que acostumbro a utilizar, desde el más prosaico hasta el más insólito.
En su mayor parte, sin embargo, mis recetas no son raras. De hecho, a menudo son bastante sosas. La insipidez me reconforta. A menudo a la gente le sorprende la sencillez de las cosas que me gusta comer: pasta pomodoro, patatas al horno, espinacas hervidas con zumo de limón, dal y arroz, lentejas cocidas y pescado desmenuzado… Todo muy saludable y a menudo arraigado en mi pasado. Esta es la comida a la que regreso una y otra vez. Casi siempre anhelo el sabor común de lo que como en casa. (Esto fue ciertamente lo que sucedió cuando volví a instalarme con mi madre para escribir estas páginas. Tenía una gripe de campeonato, y lo primero que probé en dos días fue una lasaña de quorn, que la mayoría de los cocineros habrían considerado sosa —eso en el caso de que se hubiesen atrevido a probarla, claro; últimamente me he dado cuenta de que la palabra quorn, que para mí apela a una saludable proteína, suele provocar rechazo—. El caso es que la lasaña hizo su efecto, y aquello era lo único que deseaba.) Al contrario de lo que podrían pensar los editores de libros de recetas, no creo que la mayoría de la gente quiera comer en casa como si se encontrara en un restaurante.
La mayor parte de mis recetas son inéditas. En el capítulo «Improvisación» quedará claro que en casa no suelo seguir recetas, a menos que esté haciendo algo técnico como hornear, trabajar con aceite o grasa (es decir, freír) o tratando de recrear algo muy particular (fattee de pollo de Casa Moro, sí, estoy pensando en ti). Con la comida, prefiero las pautas a las reglas. Una de las razones por las que siempre he sido reticente a apuntar las recetas es que prefiero cocinar intuitivamente y nunca trato de hacer algo de la misma forma dos veces. La especificidad de las recetas, la presión de tener que seguirlas al pie de la letra, puede atrofiar la creatividad. Así que seguid las de este libro a vuestro modo, consideradlas ideas, puntos de partida o meras fórmulas cuyas cantidades, ingredientes, adiciones o sustracciones deben quedar siempre a vuestra voluntad. De hecho, muchas de las recetas que aparecen en estas páginas apenas podrían ser consideradas como tales, y allí donde ofrezco más una descripción que una lista de ingredientes o un método, espero que no os sintáis estafados, sino libres para actuar a vuestro albedrío. Esta transmisión de unos a otros —esta herencia, si se prefiere— es absolutamente natural, y es, de hecho, el modo en que evoluciona la comida. Por esta razón, no creo en el plagio culinario; la derivación es inevitable en la cocina: vamos incorporando cosas a lo largo del camino, absorbiéndolas y adaptándolas a nuestro modo de ser para que sus genes cambien y sigan viviendo. Como las personas que las llevan a cabo, las recetas tienen una genealogía.
En los tiempos que corren es muy fácil apelar a una visión romántica de la comida. Los que trabajamos en los medios de comunicación y tratamos temas relacionados con aquella, somos particularmente susceptibles a ofrecer una perspectiva intermitente del paisaje culinario moderno. A juzgar por la bandeja de entrada de mi correo electrónico, ahora todo son productos artesanales, vinotecas ecológicas y restaurantes pop-up, que prestan mucha menos atención a la creciente demanda de bancos de alimentos o a las normativas sobre bienestar animal de la industria cárnica. Un artículo reciente publicado en www.firstwefeast.com señala algunos de los déficits en el mundo mediático alimentario, entre los que se halla precisamente este énfasis excesivo en la información positiva. Parece que somos mezquinos al cubrir el lado menos apetecible de esta industria, y preferimos dejar el asunto en manos de la política y los canales de opinión. El otro día estaba hablando con un colega sobre un trabajo bastante mediocre que un colaborador particular había llevado a la editorial. Se trataba de una receta que estaba llena de ricas imágenes sobre sus fiestas infantiles, con deslumbrantes descripciones de los platos y rituales familiares. Sin embargo, por algún motivo nos pareció aburrida. «Es nostalgia —dijo mi colega—, hay demasiada nostalgia por los alimentos ahí fuera.» Asentí en un gesto de aquiescencia, preocupada en silencio por la posibilidad de que mi libro pudiera contribuir también a esa oleada de nostalgia de la que hablábamos y que se ha ido instalando impunemente en la prensa. Sí, mis propios recuerdos culinarios —algunos sublimes, otros más bien ridículos— han desempeñado un papel importante en este libro; pero más que pintar de rosa los alimentos de mi vida, espero haber sido capaz de demostrar de veras el modo en que cada alimento ha influido en mi vida y en la de las personas a las que he entrevistado, como podría haberlo hecho con cada uno de vosotros.
Cuando nos conocimos, Susie Orbach dijo algo que me llamó la atención: habló sobre la importancia de que los padres cocinen con sus hijos «para lograr que la comida resulte, al mismo tiempo, muy corriente y extraordinaria». En efecto, la comida es algo normal a la par que asombroso, y quizá sea al aceptar esta dualidad cuando podamos mantener una relación sana no solo con la propia comida, sino también con nosotros mismos.
1 Esta edición en castellano incluye un capítulo más dedicado a la chef Elena Arzak (véanse páginas 287-296). (N. del E.)
TRADICIÓN NEGOCIADORA
La tradición me parece importante porque
he visto hasta qué punto les importaba a
los judíos egipcios apátridas que, como mi
familia, se desplazaron a Londres […] les
hacía sentir que formaban parte de algo más
grande.
CLAUDIA RODEN,
entrevistada en Londres, julio de 2015
Sin tradición, el arte es un rebaño de ovejas
sin pastor. Sin innovación, es un cadáver.
WINSTON CHURCHILL
ENTRANTES
La vinagreta de la abuela se hacía más o menos así: cuatro cucharadas de aceite de oliva, tres de vinagre de vino, una cucharadita de polvo de mostaza de Colman, dos dientes de ajo prensados, sal y pimienta. Una vez juntos, medimos ritualmente los componentes, los agitamos en un tarro de mermelada y dejamos caer el denso líquido sobre la lechuga verde y brillante que lo espera, expectante, en un tazón de madera.
Una vez comida la lechuga y aquello a lo que acompañara en el menú, fuera lo que fuese, seguro que la picadura de ajo crudo y el vinagre puro se asentaban en mi estómago y me repetían y repetían durante varias horas seguidas. Pese a todo, prometí que solo compartiría la vinagreta de mi abuela, y en eso estoy. Recuerdo haber sido muy dura con mi madre durante un tiempo, pues cada vez que ella añadía balsámico, limón o una pizca de azúcar a sus aderezos para ensaladas, yo la tachaba de hereje por desviarse de la forma en que lo hacía la abuela. Su modo de proceder era el correcto; la verdad y la vida. He tardado mucho tiempo, mucho, en admitir que —contando con el beneficio de la retrospectiva, y tras haber preparado muchos aderezos para ensaladas— he logrado hacer una mejor.
En la comida, la tradición es una presencia evangélica que lo guía todo, desde su creación hasta el modo en que nos congregamos a su alrededor; desde los ingredientes y las técnicas hasta el momento de la comida, y cómo, qué y con quién comemos. Esto es obviamente cierto desde una perspectiva cultural: la alimentación emerge como un componente integral de la convivencia humana y la evolución de la comunidad. Tal como sugiere la cita anterior de Claudia Roden, la comida evoca en nosotros un sentimiento de pertenencia a algo, ya sea un lugar o un grupo de personas. La comida nos identifica.
Dicho esto, me pareció que lo mismo podía decirse de nuestros apegos a la «cocina familiar». Si parte de la magia de la comida es proustiana —es decir, que gira en torno a la memoria—, entonces no es de extrañar que nos sintamos apegados al modo en que nos la cocinaron por primera vez, o al sabor que descubrimos en ella. La comida nos recuerda intensamente al pasado intangible, canalizado en la persona que la preparó, en los que compartieron con nosotros aquel momento y en el lugar donde nos hallábamos cuando comimos aquello por primera vez. Las tradiciones familiares pueden ser tan fuertes como las culturales propiamente dichas (y a veces más fuertes que ellas).
He pasado mucho tiempo pensando en la cuestión de la tradición relacionada con la comida. En mi primer libro, El atlas comestible, me propuse descomponer un conjunto de tradiciones culinarias en bloques de construcción simples y digeribles, para ayudar así a la gente a familiarizarse con cada una de esas tradiciones. El resultado no estuvo nada mal, y ello por tres razones:
1. Las tradiciones culinarias son vastas. Abarcar el tema en su totalidad era un trabajo ímprobo y prácticamente imposible. Una empresa de locos, más bien.
2. Abordar «un tipo de cocina», así en abstracto, sirve en general para presentar las «reglas» de un estilo de cocina nacional o cultural, pero no tiene en cuenta la idea de la cocina familiar a la que me he referido anteriormente.
3. La cocina cambia continuamente. Desde que la gente empezó a viajar por el mundo, y sobre todo desde que se impuso la globalización, el mundo entero ha ido convirtiéndose en un crisol de ingredientes, culturas y familias, en su mayoría cruzadas y mestizas. Al escribir un libro como El atlas comestible solo podía aspirar a ofrecer una instantánea global del momento preciso en que fue escrito.
Por estas razones, la tradición culinaria puede resultar algo problemática para el cocinero entusiasta. Puede provocarle una crisis de identidad. ¿Cómo redefinir las reglas con las que creció? ¿Cómo honrar las raíces culinarias sin comprometer su creatividad? ¿Cómo convertirse en su propio cocinero, a la sombra de las recetas de sus padres, o de quienes le precedieron y a quienes permanecerá para siempre unido?
Tras el fallecimiento de mi abuela, en 2004, pasé un tiempo tratando de emular su aliño para ensaladas, pero nunca me quedó igual; no podía ser lo mismo sin su cuenco de madera oscura, sin esa lechuga Norfolk siempre tan verde esperando la cobertura ocre, y sin su capacidad para extraer hasta la última gota del frasco de mermelada y sentarse luego frente a mí para comer juntas (masticando solo por un lado, pues había sufrido un tumor cerebral a mediana edad que le había dejado media cara paralizada). Así que, al final, dejé de hacerlo. Fui a la universidad, nunca tenía mostaza en polvo en casa y desarrollé una intolerancia al ajo crudo. ¡Un desastre! Fue liberador comenzar a usar jugo de limón, algo de miel y mostaza integral; aceptar que aferrarme a la receta de la abuela no iba a traérmela de vuelta. Tal como dijo Woody Allen, «la tradición es la ilusión de permanencia», y por muy intensa que fuera mi devoción por su vinagreta, nada iba a lograr que ella siguiera viva. Mi abuela se había ido, pero yo aún tenía ensaladas que comer y disfrutar.
Pese a todo, podemos mantener vivo el recuerdo de alguien, y opino que la comida es uno de los mejores métodos para lograrlo. Como sucede con cualquier alimento, solo tiene que saber bien para que valga la pena cocinarlo. Hay numerosas recetas de la abuela que todavía sigo; muchas aparecen dispersas a lo largo de este libro. Y aunque a veces cambio algo aquí o allá para hacerlas más mías, lo cierto es que su aparición en estas páginas es mi manera de reconocer la influencia de ella en mi cocina. Me provoca una enorme satisfacción pensar que algún día alimentaré a mis hijos con las comidas con las que, primero mi padre, y luego mi hermano y yo, fuimos criados, y saber que la abuela fue y seguirá siendo la fuente.
Sin duda, es imposible crear algo completamente nuevo. Algunas de las mejores cosas derivan, versionadas o mejoradas, de otras cosas —similares pero diferentes— producidas con anterioridad. Quizá no hubiera escrito este libro sin los escritores que me inspiraron: Laurie Colwin, Nigella Lawson, Joan Didion. Lo mismo podría decirse de la mayoría de las cosas jamás creadas (no se trata de plagio, sino de evolución), y, por supuesto, también de las recetas. Jane Grigson aludió al asunto en su obra English Food:
Ninguna receta pertenece exclusivamente a su país, o a su región. Los cocineros toman elementos prestados —siempre lo han hecho— y van adaptándolos en el transcurso de los siglos […] Lo que cada país hace es aportar a cada uno de ellos, sean prestados o no, un toque de carácter nacional.
Nuestra gastronomía debería estar influenciada por la tradición, no dominada por ella. Aunque su manera de cocinar quede a años luz de la mía, el chef italiano Massimo Bottura es muy lúcido en este sentido. El menú de su restaurante de Módena, Italia (la Osteria Francescana), rinde homenaje a los platos clásicos de su país, deconstruyendo, por ejemplo, el sabor de los emparedados de mortadela (que para los niños de la Romaña viene a ser como la mantequilla de cacahuete para los estadounidenses) y dándole un nuevo aspecto. El resultado es algo así como un acto de amor y subversión. Podría decirse que se trata más de un ejercicio intelectual que de una experiencia gastronómica. En su libro Never Trust a Skinny Italian Chef, Bottura no incluye recetas para sus platos, sino un breve ensayo sobre cada uno (mousse de mortadela sobre una tostada de pan de molde de Módena untada con manteca de cerdo). Sin embargo, el punto fuerte de Bottura se halla en el mindfulness (me permito tomar prestada la palabra de moda del momento), es decir, en apelar a la presencia plena al tratar la tradición: «Es duro permanecer a un solo paso de la nostalgia, pero es básico encontrar esa distancia crítica y seguir adelante, incluso cuando no dejamos de mirar atrás». La gracia está, en mi opinión, en que cuanta más información tengamos sobre la tradición, ya sea cultural o familiar, mejores serán los resultados que se obtengan. Quizá sea necesario entender el pasado para poder trabajar en el presente y preparar el futuro. Esto ayudaría a evitar que las tradiciones se olvidaran y desaparecieran.
Al final se trata, evidentemente, de una cuestión de equilibrio. Permitamos que Jane Grigson nos dé su aprobación para pedir prestada la historia a nuestros antepasados, e inspirémonos en Winston Churchill (citado más arriba) para mantener la armonía entre la tradición y la propia creatividad. Si construimos sobre lo que ya existía, contribuimos a mantenerlo vivo. De este modo, la cocina sigue viva. Y, aunque yo siga echando de menos a mi abuela y me sienta terriblemente culpable por haber dicho que su aliño para ensaladas era mediocre, el resultado final es de una enorme satisfacción.
UN APUNTE SOBRE MI CONDICIÓN DE BRITÁNICA
Al cocinero británico moderno podría perdonársele el hecho de sentirse desarraigado, falto de tradiciones…, aunque, por supuesto, no lo está. ¿Qué son si no el roast beef y los pudings de Yorkshire, el estofado de Lancashire y las fish and chips? Y todo esto sin mencionar nuestra infinidad de postres, pasteles y exquisiteces de la hora del té. Pero aun así nos sentimos desarraigados, es cierto; ignorantes y ajenos a una rica y variopinta historia culinaria, que en tan solo un siglo ha embotado nuestra conciencia colectiva.
Los gustos que denota el libro de Jane Grigson English Food son demasiado monocromos y prosaicos como para resultarle atractivos a un público que vaya más allá del pequeño sector de entusiastas lectores culinarios. En una nota algo más alegre, Nose to Tail Eating, de Fergus Henderson, fue escogido recientemente2 —de entre mil títulos distintos— como el mejor libro de cocina de todos los tiempos, en opinión de un jurado formado por chefs y críticos culinarios. Fiel a la opinión de Claudia Roden de que solo la innovación está de moda, el actual mercado de masas prefiere aquellos platos en los que la pasta está hecha de calabacín y sopa rebautizada como «caldo de huesos», y, en cambio, no siente el menor interés por ahondar en las raíces de la cocina tradicional, cuyos cuidados relega a los perdedores y a los frikis.
Como británica, a veces me ha entristecido comprobar que no nos sentimos especialmente orgullosos de un producto o un plato regional propio de nuestro país, tal como sucede en casi cualquier zona del Mediterráneo. He tenido que aprender sola a preparar los clásicos platos británicos, del mismo modo que he aprendido a preparar todo lo demás. Cómo envidio a los franceses por crecer sabiendo intuitivamente con qué vino acompañar cada plato, y a los genoveses porque el pesto prácticamente se filtra en sus poros al nacer, y a los pulleses por su habilidad para hacer orecchiette (imaginad la forma de esta pasta…). Es decepcionante que las tradiciones culinarias británicas hayan descarrilado de semejante modo.
Dicho lo dicho, creo que sí hay algo en lo que un cocinero que haya crecido ajeno a una tradición cultural fuerte y saludable puede salir ganando: una cierta libertad, tal vez, respecto a los grilletes del «esto tiene que hacerse así». Si quiero meter una lima —y no un limón— en mi pollo asado, lo haré. Asimismo, si creo que es mejor y más integrador asar patatas con un buen aceite de oliva en lugar de grasa de pato, no dejaré de hacerlo.
2 En octubre de 2015.