PUTA, PIJA Y PERVERSA

 

 

 

 

RAMÓN PASO

 

 

 

 

PUTA, PIJA Y PERVERSA

Colección Candelabro, número 1

 

© del texto: Ramón Paso

© del prólogo: Enrique Gallud Jardiel

© de la edición: Ediciones Azimut

Imagen de cubierta: Anais Angulo Delgado

Foto del autor: Ana Azorín

Maquetación eBook: ePubOnline

 

1ª edición en Epub: abril de 2017

ISBN: 978-84-946639-3-2

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización expresa de sus titulares, aparte de las excepciones previstas en la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; +34 91 702 19 70; +34 93 272 04 47)

 

 

 

PRÓLOGO ALITERANTE

 

 

Puta, pija y perversa posee más «pes», porque es un producto que, a mi parecer, pretende primordialmente proveer al personal de un provechoso pasatiempo y provocar percepciones profundas.

Lo que persigo al presentar este preámbulo a Puta, pija y perversa no es sino preparar al público para una penetración en la producción de una de mis plumas predilectas: la de Ramón Paso, de quien me propongo hacer un panegírico (no porque sea mi pariente, sino por su pasada popularidad).

No haré una perorata sobre Paso como una precoz promesa al que pertenecerá un puesto permanente en la posteridad poligráfica de este país: eso se le presupone a quien, como él, proviene de una prolífica progenie de plumíferos. Sus polifacéticas prácticas para la pequeña pantalla y sus previas publicaciones, así como su personalidad y su prestigio, son su patrimonio y es presumible pensar que está predestinado a gran prez en un porvenir próximo.

Paso presenta el perfil de un profesional como un pino y puede presumir de poseer una pertinente preparación para pergeñar párrafos —en parte preñados de patetismo y en parte plenos de poesía— con una patente pericia y pulcritud con la palabra.

He paladeado pausadamente cada página que he procesado de Puta, pija y perversa, pues éste es un producto para pasarlo pipa, lo que no es poco. ¿Qué más es posible pedir por el precio de unas pocas pesetas?

En su pieza —un paseo a pie por las más penosas profundidades de la psique— nos hace plenamente partícipes de su proverbial procacidad y su pulida prosa, particularmente punzante.

Primero puntualizaré que los personajes que se permite plasmar son próximos, perspicaces, paradójicos y plausibles, por más que pesimistas (y algo pendones, con perdón). Pero nos provocan piedad. Esto es un procedimiento premeditado.

Los parlamentos producen una pluralidad de pasiones potentes y no se pierden en perífrasis, pleonasmos ni perifollos prescindibles. Paso no es plasta, ni pelmazo, ni plúmbeo, ni pomposo, ni pedante, sino muy pertinente y preciso en lo que se propone.

Procede precisar que sus pensamientos son penetrantes y muy peculiares; parecen permear cada pasaje y son preciosos.

Paso es pródigo y profuso en su plan proyectado. Sus planteamientos son poderosos, principian en punta, progresan sin prisas y pasan la prueba perfectamente.

La pregunta que procede es: ¿qué otros pigmentos pueden percibirse en esta pintura entre pre-rafaelista y posmoderna? Pues picardías, parodias a porrillo, perspectivas de percepción, una plétora de posibilidades personales, puntos polémicos, profanaciones, promiscuidades, perturbaciones privadas, protestas por el paro y la podredumbre política, puñaladas ponzoñosas, pensamientos prohibidos, postulados provocativos y —predominantemente— perversidad (lo pone patentemente en la portada).

Como prologuista sólo puedo piropear a Paso con mi positivo parabién por un producto perfecto que presiento que pasará probablemente a la posteridad por proporcionar puro placer a los públicos.

 

ENRIQUE GALLUD JARDIEL

 

 

 

 

 

1

 

Suena el despertador. Primer pensamiento de la mañana: los esquimales ahogaban en la nieve a su primer hijo, si resultaba ser una niña. Yo creo que hacían bien. Incluso debería convertirse en ley. Las mujeres sufrimos más que los hombres. Matarnos al nacer sería un acto de piedad. Nos ahorraría el deterioro horrible y consciente que nos impone la vida. Claro. El problema es que, al hacer eso, el mundo acabaría por despoblarse de mujeres y la perpetuación de la especie se haría imposible. No digo que sea algo malo, sólo constato un hecho.

Los hombres nos necesitan. Así que el truco fue hacernos responsables de la concepción y proliferación de la especie. Ése siempre ha sido el truco de los hombres para tenernos jodidas: hacernos responsables. De todo. De los niños, de nosotras mismas, de sus erecciones, de nuestro físico, de lo de la manzana y de tantas cosas más. Y nosotras les hacemos el juego sin dudar un segundo. Nos gusta ser responsables de las cosas porque nos gusta exponernos a sufrir. Supongo que está en nuestra esencia.

La culpa es de la vagina. Es un órgano interno.

El pene, no. El pene es externo. Ellos pueden desvincularse de él. Nosotras no podemos desvincularnos, porque se necesita confiar para dejar que alguien entre dentro de ti. Y esa confianza, obligatoriamente te ata, porque te expones y cuando te expones, te entregas, y cuando te entregas, te joden. Es como el dentista. Al margen del miedo o la falta de él (yo creo que hay que estar loca para no tener miedo a los dentistas), a nadie le gusta tumbarse con la boca abierta, y dejar que te hurguen con sus aparatos relucientes (siempre he pensado que, en tiempos de guerra, los torturadores salen de las filas de los dentistas). La intromisión corporal requiere confianza.

Cuando eres pequeña te dicen que no dejes que te toquen las tetas, que te quiten las bragas... Todo eso da igual. Alguien debería haberse molestado en explicarnos a las mujeres que siempre quedamos más expuestas que los hombres y que por eso nos ensuciamos más y sufrimos de una forma más directa.

Dios se tiró a la virgen María. Espiritualmente, pero se la folló y la dejó embarazada. Después, ella se quedó con el marrón de explicarle el asunto a su marido. No la echó un cable. La utilizó para sus planes y después, si te he visto, no me acuerdo... pero ella no se enfadó, ni se rebeló, al contrario, le siguió el juego: crió a su hijo y después dejó que lo matasen. ¿Por qué? Porque ya se había expuesto. Esas teorías que dicen que Dios es una mujer, son absurdas. Claro que Dios es hombre. Sólo un hombre puede hacer esas cosas... nosotras nos exponemos.

 

 

 

–Alguien debería habernos
advertido de cómo iban a ser las cosas...

 

 

 

CAPÍTULO I

LA PRINCESA DEL PELO DE ALAMBRE

 

Hace mucho tiempo, en un país muy lejano, vivía una princesa, la princesa Gema. Ésta era una princesa muy especial, pues, que yo sepa, no había salido en ningún otro cuento, y aunque se trataba sin duda de una princesa con un gran afán de protagonismo, no se mostraba esencialmente... inquieta.

–Ya tendré mi cuento –se decía. Ella no tenía prisa. La prisa era para los demás.

Era asombrosa la falta de interés de los señores inventores de cuentos por Gema, ya que se trataba, sin lugar a dudas, de un ser muy peculiar. En primer lugar, la princesa de nombre Gema tenía el pelo muy largo y con la consistencia del alambre.

–Esto, diría yo, que es alambre... Sí. A falta de una definición mejor, lo llamaría alambre –dijo el hechicero de la corte cuando observó aquella espléndida mata de pelo con una consistencia muy parecida al alambre.

Pero no paraba ahí la cosa, ni mucho menos. Aquel pelo hecho de alambre, era, para colmo, verde. Del verde más hermoso que se pueda imaginar.

–Sí, parece verde –volvió a afirmar el hechicero de la corte, ante la mirada desconfiada del rey Ludovico.

La princesa Gema tenía unos grandes ojos negros que se arrugaban al sonreír, y se arrugaban mucho, pues sonreía con facilidad. Tanto se arrugaban, que un día, el rey, haciendo uso de toda su autoridad, la cual era cuantiosa, fue y les ordenó dejar de arrugarse inmediatamente bajo penas muy graves.

–No podemos hacerlo, señor rey –respondieron ellos tremendamente divertidos.

–¿Y por qué? –quiso saber el monarca.

–No seríamos nosotros mismos –comentaron los ojos encogiéndose de hombros.

Esta respuesta satisfizo completamente a la pequeña princesa, pues a ella le gustaba que la gente, y los ojos, fuesen ellos mismos. A Gema le gustaban las cosas naturales y por eso comía mucho yogurt natural. A las vacas les encantaba dar leche para el yogurt de la princesa. Y ella, que era terriblemente educada, se lo agradecía personalmente a cada una de las quinientas vacas de las granjas reales. Por eso, y por otras cosas, la princesa Gema siempre estaba muy ocupada. Y rara vez tenía tiempo para los demás, pero ella insistía en que no podía culpársela de nada, pues sus obligaciones eran obligatoriamente de una importancia obligatoria. ¿Y quién iba a llevarle la contraria cuando tenía ese modo tan encantador de decirlo?

Todo el mundo se asustó mucho el día en que cumplió los quince años, porque la princesa no se convirtió en una chica extremadamente hermosa sino que se contentó con ser bonita a secas. De sobra es sabido que las princesas, a esa edad, se vuelven muy hermosas, pero no fue ése el caso de Gema. ¿Para qué ser como las demás, si se puede ser única? Y Gema, aunque no estuviese contenta con ello, era única. Lo que pasa es que ser única conlleva muchas responsabilidades. Y tal vez por eso, secretamente, Gema odiaba ser única.

El mago de la corte fue a verla. Fue a verla el visir y después el lechero, y el herrero de la corte, y el heraldo... y nadie fue capaz de descubrir por qué ella no era una princesa como todas; una princesa hermosa.

–Padre, es que yo no tengo ningún interés en ser hermosa –comunicó muy solemne al rey.

–Pero, ¿por qué motivo, hija mía?, ¿no tienes bastante con esa excentricidad del pelo de alambre y verde? –respondió el rey muy angustiado. Pues, ¿qué futuro le esperaba a una princesa como Gema?

–No –alegó ella tímidamente–. Supongo que no.

“Pues va a ser un problema”, se dijo rápidamente el rey, que si otra cosa no, tenía un gran talento para darse cuenta de cuándo se avecinaban problemas... sobre todo, porque cuando los problemas llegaban, él prefería no estar ya allí.

–Padre, yo estoy contenta así. No quiero ser hermosa, me conformo con que me quieras... Eso me hace sentir muy bonita y especial –y era cierto, porque Gema necesitaba desesperadamente el amor de su padre.

El rey miró hacia otro lado porque sus ojos comenzaban a empañarse de lágrimas. ¡Qué orgulloso se sentía! El orgullo de padre es algo muy importante y el rey Ludovico no cabía en sí de gozo, así que hizo que los doscientos cincuenta y seis heraldos del país repitiesen la contestación de la princesa Gema durante todo el verano.

La princesa Gema poco a poco se iba mostrando ante sus súbditos como un ser extraordinario y digno de confianza. En su honor se instauró la fiesta de la princesa Gema, y en su honor se crearon los panecillos de la princesa Gema... y un inventor con mucho talento descubrió el agua hirviendo, también para mayor gloria de la princesa del pelo de alambre y verde, a quien no le gustaba nada bañarse con el agua fría, porque ella siempre tenía mucho frío.

Así llegamos a la conclusión de que la princesa Gema era un ser feliz que hacía felices a cuantos estaban a su alrededor, pero, ¿a qué se dedicaba la princesa en sus ratos libres, que no eran muchos? En eso consistía su gran y único secreto... algo que se negaba a compartir con nadie.

–Es mi momento –pensaba.

Y era cierto que se trataba de su momento, pues la princesa Gema, que tenía el pelo de alambre y de color verde, usaba su tiempo libre para mirarse el corazón. ¡Sí! Cuando no estaba dando consejos a sus súbditos (consejos que estos seguían a rajatabla y pasaban de padres a hijos), contando historias a los niños, jugando con los animales, saludando a las vacas, leyendo a los clásicos griegos o caminando por los jardines reales, la dulce princesa Gema se miraba el corazón.

–Tengo un corazón maravilloso –se decía a sí misma en secreto por las noches.

Y era verdad... su corazón era realmente bello, al menos para ser algo rojo y lleno de sangre. Tanto le gustaba su corazón, que había impedido que sus pechos creciesen para tener un mayor acceso a él. ¡Su corazón era el mejor corazón del mundo y así había que tratarlo!

¿Qué opinaba el corazón de esta situación? El pobrecito estaba muy triste y lo lamentaba mucho, pues Gema le acunaba, le mimaba y le cantaba hermosas baladas del siglo XVI, pero no le permitía enamorarse.

Gema hablaba mucho con su corazón, aunque nunca le escuchaba y nadie se había dado cuenta, en todo el reino, de su gran problema, porque la princesa del pelo de alambre hacía muy felices a todos y como todos eran humanos, se preocupaban más de sí mismos que de escarbar en el pecho de Gema para ver si ella, o su corazón, tenían algún problema. Así que ni Gema, ni el rey, ni el pueblo, ni el visir, ni menos aún el lechero, sabían que el corazón de Gema sufría en silencio... y no sufría en silencio porque fuese muy valiente, sino porque nadie le escuchaba.

 

ALEX SALVADOR

Alex Salvador era un pobre muchacho que tenía la vida más triste del reino, pues se encargaba de adecentar los sanitarios del ejército del rey Ludovico.

Ese ejército contaba con los ochenta y siete mil guerreros más guarros y peor educados del reino de O, pues así se llamaba el reino donde vivía la princesa Gema, poseedora del corazón más bello del universo real y de unos cuantos imaginarios, y que hasta el momento no había salido en ningún cuento.

La historia del cuento poco le importaba a Alex, pues habitaba junto al ejército a noventa días del castillo, y eso a caballo. Y la distancia hace que nos preocupemos poco de las cosas que pasan lejos.

Por ese motivo y por muchos otros que no vienen al caso, Alex no sabía nada del palacio y menos aún de los acontecimientos que allí se desarrollaban... hasta que un día llegó al campamento del ejército un juglar que cantaba sobre lo simpática que era Gema y el corazón tan bonito que poseía aquella princesa que, además, contaba con una melena como el alambre y de un color que, a falta de otro nombre, habría de ser verde.

–¿Una princesa con el corazón más bonito que se pueda imaginar y el pelo de alambre? –se dijo, entusiasmado, Alex– ¡Esto no puedo perdérmelo!

Su intuición le decía que debía conocer a esa chica a cualquier precio y, con esa idea en su mente, trepó fuera de las letrinas del campamento y se dirigió, más corriendo que andando, hasta la tienda del General.

–¿Qué te ocurre, Alex? –preguntó el General en un tono de voz autoritario. Al General le gustaba más que nada en el mundo hablar con un tono de voz autoritario. Es sabido por todos, que a los militares sólo les gusta entrar en combate y hablar en un tono de voz autoritario. Y como lo primero estaba terminantemente prohibido por el rey, al General sólo le quedaba lo segundo, y, claro, tenía que conformarse.

–Quiero ir al palacio y conocer a la princesa Gema.

Mientras Alex intentaba explicarle los mil y un motivos de su repentino interés por Gema, el General se estiraba los bigotes con fuerza ante la sorpresa. ¿El encargado de los sanitarios del ejército hablando amigablemente con la princesa? ¡Inconcebible!

–Eso no puede ser, muchacho.

–Pero...

El General no le dejó acabar la frase, pues se puso a cantar con todas sus fuerzas y todos los razonamientos de Alex se perdieron por la habitación con tan mala suerte, que nadie nunca logró encontrarlos. Y por mucho que se esforzaba Alex en hacerle entender, nada conseguía, porque el General era un experto en no entender las cosas cuando no eran lo que él pensaba.

Así se marchó Alex Salvador hasta su cama con el alma hecha un ovillo. Él no comprendía el porqué, pero desde el primer momento en que oyó hablar de la princesa, la notó muy cerca de su corazón... no había sido capaz de pensar en otra cosa. ¡Una princesa con el corazón de oro y el pelo de alambre era mucho para cualquiera!... Pero más para Alex, pues él nunca renunciaba a algo una vez se le había metido en la cabeza.

Se tumbó en su colchón y pensó... y pensó, y de tanto pensar, se quedó dormido. No soñó con nada agradable como era su costumbre, pues un chico que no hacía más que limpiar los urinarios del ejército debe intentar tener los sueños más agradables que haya en el país de los sueños. Tuvo sueños turbios en los cuales la oscuridad se cernía sobre la princesa. Malos presagios de ésos que, cuando despiertas, siguen presentes durante horas, e incluso días...

–La princesa está en peligro –dijo, entrando precipitadamente en la tienda de mando del General–. He tenido un sueño en el que la he visto llorando amargamente... hasta que se le secaban los ojos.

El General intentó ser comprensivo con Alex, pues, en el fondo, sentía un gran cariño por el joven caballerizo, pero al fin terminó por perder la paciencia y con la paciencia perdió su casco de guerrear favorito... y eso acabó de enfurecerlo.

–¡Alex, deja de decir chiquilladas! –gritó–. En el palacio hay mucha gente que cuida de la princesa. Quedas arrestado hasta que entres en razón.

Dos soldados agarraron a Alex por las axilas mientras el pobre chico no salía de su asombro. ¡Arrestado! ¿Él? ¿Es que todos se habían vuelto idiotas de pronto? ¡Arrestado, él, y sólo por preocuparse por la princesa!

–¿Qué castigo le imponemos? –preguntó uno de los soldados con desgana, pues le caía muy bien Alex y no le hacía gracia tener que castigarle.

–¡Que limpie las letrinas! –respondió el General, que no quería cargar al muchacho con un castigo demasiado duro–. Eso será suficiente.

Esa misma noche, harto de que nadie creyese que él tenía razón y que la princesa corría un gran peligro, Alex Salvador escapó del ejército.

Corrió libre como el viento del norte, mientras pensaba en lo feliz que sería al evitar que la princesa se pusiese triste. El pobre Alex no tenía un plan, sólo sabía que iba a presentarse ante la princesa de pelo de alambre a cualquier precio. ¡A Gema no se le secarían los ojos mientras él viviese!

El infeliz Alex, que nunca había salido de sus sanitarios, se estaba enamorando de la princesa sin tan siquiera conocerla. Y como el amor hace ligera a la gente, Alex voló por encima de las montañas y de los campos, y de los ríos... y casi se muere del susto cuando comprobó que sus pies no tocaban el suelo.

–¡Vuelo! ¡Estoy volando! –gritó– ¡Puedo volar!

–Y nosotras–le respondió una pareja de águilas reales que pasaba por allí–. Pero no vamos dando gritos y asustando a la gente.

–¿Podéis hablar? –Alex no salía de su sorpresa–. Pues sí que es interesante el mundo fuera del ejército. ¡La de cosas que me he estado perdiendo!