el hombre de negro
COLECCIÓN
Las Hespérides
JOSÉ JOAQUÍN BERMÚDEZ
OLIVARES
el hombre de negro
© De los textos: José Joaquín Bermúdez Olivares
Madrid, marzo 2017
EDITA: La Huerta Grande Editorial
Serrano, 6 28001 Madrid
www.lahuertagrande.com
Reservados todos los derechos de esta edición
ISBN: 978-84-946667-3-5
Diseño portada: Enrique García Puche para 3BIEN Comunicación
A «los editores»
«Porque al que tiene se le dará, y tendrá más, pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado»
Mt. 13: 12
«Para los verdaderos crímenes no hay tribunales, cread tribunales para los verdaderos crímenes»
Diario de los personajes. Luigi Pirandello
«But that was in another country, and besides, the wench is dead»
The jew of Malta. Christopher Marlowe
Introducción
Aunque concebida (sin pecado) originalmente antes que «El último de Cuba», este Hombre de negro, segunda salida (en orden cronológico) de Rafael Sánchez, puede leerse independientemente; se ruega, no obstante, por razones fácilmente comprensibles, que se lean ambos.
Creo que ya no quedan anticuados freudianos, post-estructuralistas o críticos sobrecogidos que puedan achacar autobiografismo a este obvio artefacto literario; valga decir, en todo caso, que yo no soy Rafael y que las únicas aportaciones «reales» a esta historia son, paradójicamente, aquellas que en los capítulos múltiplos de tres nos presenta Mr. Beta (Pan Tau en el original checoeslovaco de 1969). Personaje de una serie infantil programada en España a principios de los 70 y que a mí, qué quieren que les diga, me daba miedo. He tomado de las reposiciones de aquellos capítulos en la red su sombrero, su atuendo, su apariencia general; sus aportaciones textuales son, obviamente, mías.
Tampoco debo ocultar la procedencia de los datos que, sobre todo en los capítulos iniciales, se manejan sobre las peripecias del espionaje a mediados del siglo xx; las fuentes son bastante obvias:
—«Servicios secretos». Plaza&Janés, Barcelona, 2000. Bardavío, Joaquín, Cernuda, Pilar y Jaúregui, Fernando.
—«Los amigos de Franco». Tusquets, Barcelona, 2015. Day, Peter.
—«El franquismo sin mitos». Grijalbo, Barcelona, 1981. Saña, Heleno.
Sin olvidar la información abundante y dispersa sobre los generales de Franco y el Alto Estado Mayor. Si «El último de Cuba» no era una novela histórica, menos es esta una «de espías». Pretende componer un díptico (y si Rafael sigue con vida, quién sabe si un políptico como el de los hermanos van Eyck, esos primitivos flamencos) sobre el bien y el mal, los temas eternos de la literatura y de la vida. Si el primero hablaba del bien, la verdad, la belleza, la salvación y la santidad, este segundo habla del mal, la muerte, la oscuridad… Pero no quisiera ser como aquel pintor tan torpe que se veía obligado a rotular sus informes figuras para que el espectador pudiera identificarlas. Algún exégeta vendrá (dado el carácter de clásicos inmarcesibles que adorna a estos libros) para analizar fuentes primarias y secundarias, personajes en clave y rasgos numerológicos de su estructura (las casillas de la ruleta, los múltiplos, los onces futbolísticos…).
Pero decía el maestro Dickens, hablando de una de sus propias novelas, que «piensan que estoy ansioso por ocultar justo aquello que estoy deseando revelar» y por tanto debo declarar que el doctor Knauf, un héroe de nuestro tiempo, es el investigador de los efectos de la talidomida, y que las víctimas de esta sustancia (agrupadas en AVITE) reciben aquí un modesto pero sentido homenaje. Por lo demás, cualquier coincidencia con la realidad es puro parecido.
Laus Deo, Cartagena 2017
Capítulo I: Par.
Podéis llamarme Alberto si gustáis, ya no importa. Aunque en el tiempo de esta historia no hubiera podido escribirla bajo tal nombre —ni bajo ningún otro, me temo—.
Pues, señor, la verdad es que todo empezó un 24 de febrero de 1957, aunque tal vez empezara antes, allá por Galilea.[1] Los diplomáticos, como los proverbiales maridos cornudos, somos los últimos en descubrir las novedades políticas; por eso, pese a estar más que advertido de la crisis de gobierno desde el pasado otoño, no supe de la salida de mi padre hasta que Miguel, el correo, lo confirmó.
El nuevo Gabinete (ministerial) pocas sorpresas presentaba —era aquél un régimen previsible— más allá de la presencia militar en carteras como Industria u Obras Públicas. Mi padre hubiese preferido que su relevo fuera el finalmente agraciado con Comercio (tal vez porque eran tocayos), pero es norma que todo sucesor venga a trastocar la política precedente.
—Un gobierno de plan quinquenal —resumió Rafael, que era al cabo mi tutor— durará un lustro.
—¿Eso es sinónimo de estabilidad? —dije yo.
—O de no tener ganas de cambiar las cosas —me respondió.
Puede que algún lector muy bueno (o excepcionalmente malo) se pregunte por qué tenía yo un tutor si acabo de decir que mi padre vivía. No solo era Rafael un amigo de la familia —como el doctor del curso aquel de inglés— sino mi agente al mando dentro del Servicio. Precisamente mi padre había decidido que me faltaba pasar un año en el extranjero para acabar mi formación y mejorar mi dominio de idiomas, ¿qué mejor que Suiza para lo segundo y Rafael Sánchez para lo primero?
—¿Nosotros seguiremos dependiendo del Alto?
—Claro —respondió él—, y yo dependiendo del Teniente General.
Observé un gesto de dolor en su rostro: un rictus que últimamente se repetía con alguna frecuencia. Le habían diagnosticado de PROGNAT (pitido en la región ótica no asociada a tinnitus).
El invierno (contraviniendo la indicación de mi querido colega JB voy a hablar del tiempo), había sido muy suave en la zona del lago Ginebra; «la corriente del Golfo», como decía en burla Rafael. Yo vivía en la rue de Les Arts Florissants, ocupando unas buhardillas con otros dos «junior servicemen»; Rafael, tras su primera estancia en una pensión (ver ‹‹El último de Cuba›› en esta misma colección) se había asentado en un piso amueblado de la calle Beta, en un barrio de la zona nueva, con todas sus calles perpendiculares y nombradas según el alfabeto griego; aquella situación le era conveniente para sus repetidos viajes a Mont-roux, donde seguía su hija Pilar, la nieta —morganática, decía él— del Tte. Gral. (próximo Capitán General).
Tal vez un lector futuro haya fruncido el ceño —ese gesto que sólo se ve en las novelas— ante la mención del Alto, sin más explicaciones. Dicen mis editores que las incluya ahora: no se trata de la calle del Alto, tan popular en los barrios bajos (que ocupan las zonas altas) de las ciudades con mar como Barcelona, Cartagena o Málaga, tampoco de un Alto Comisionado para los Refugiados (que resulta ser un señor bajito que vive en Suiza agradablemente refugiado él mismo), ni de un acrónimo para esconder el Antiguamente Llamado Tratado de la OTAN… ¿es un pájaro?, ¿es un avión?
En realidad es el Alto Estado Mayor, a los efectos un chalet con piso bajo y principal en la calle Vitruvio (tantas veces mal escrita con –b– en todo tipo de textos por tipos que se creen premios Nobel como Juan Ramón para escribir con jota o como García Márquez para cambiar la ortografía del español, llamado ahora castellano). Treinta años después —añado yo ahora, el author, author!— de las aclamaciones teatrales, estaría en esa calle la Fundación Mamón Pareces, que tanto nos becara en tiempos más felices. Mientras Alberto y Rafael hablan es el General Caballero Cabanillas el responsable provisional del Alto; cuando el polvo del cambio de Gobierno se asiente será el futuro Capitán General quien pase a ocupar el puesto. Sería el segundo de tal rango además del Dictador (nunca hay segundos) tras recuperarse de una de sus crónicas crisis de salud y esperábamos o temíamos su visita en Suiza para un ‹‹cambio de aires›› de un momento a otro. Por ello —y ahora tiene el paciente lector recompensa por su comprensiva espera— el gesto dolorido de Rafael contaba con todo tipo de justificaciones: fisiológicas, familiares, profesionales y morales.
—Entonces —pregunté para distraerlo—, otra reorganización burocrática en el servicio…
—Claro —asintió Rafael—, seguramente la Sección Segunda (SS) pase a ser Sección Tercera (ST) y se creen cuatro (por mor de la simetría) ‹‹grupos especiales››, a saber: Externo, Interno, Laboral-Social y Universitario.
—Con los intelectuales exiliados controlados por el último, presumo.
—Eso mismo, y ahí entramos nosotros.
Ginebra, bella ciudad situada en las orillas del lago del mismo nombre… no, tachar esto, era para un artículo de «Home and Away», la satinada revista que finalmente lo rechazó. Da capo:… Ginebra, no siendo capital estatal sino cantonal, no contaba con una «base» propiamente dicha; pero el Servicio había decidido tras los acontecimientos del año pasado que bien merecía la pena disponer de una sucursal de las bases de París y Berna. En la primera teníamos al comandante Arozamena, buen amigo de Rafael, en la segunda al joven y no tan amigo Azcona.
—Con Arozamena tuviste la aventura aquella del monedero falso, ¿no? —pregunté «interrumpiendo el hilo de sus pensamientos».
—Sí —contestó— una de las pocas ocasiones en que lo divertido y lo útil se dan cita en este oficio.
La aventura (un tanto equinoccial) había ocurrido antes de establecerse Rafael en Ginebra, al ofrecer un anarquista español una maleta de dinero falso —varios millones de 1956— e información sobre las placas que permitió detener a varios miembros de la trama a mayor gloria del inspector Cocteau, nuestro contacto en la sureté parisina. El anarquista, que luego fue medio amigo de mi padre, no pedía otra cosa que poder volver a España libre de cargos ¡para montar un bar en la costa mediterránea! No aguantaba más el tiempo centroeuropeo… atavismos patrios.
La no-base de Ginebra, decía —esto parece una receta de gin-tonic—, ahora que el servicio se ha pasado con armas y bagajes al whisky (tal vez con demasiado entusiasmo por parte de Rafael, si se me permite criticar a un superior), la no-base era ¡cómo no! un chalet con piso bajo y principal bajo el rótulo/tapadera de HSBC: Hispano-Suiza Bijou Corp. Un marbete multilingüístico que pretendía llamar la atención sobre lo improbable de su comercio para mantener alejados a los posibles incautos compradores de buena fe.
Esta conversación tenía lugar en el bar del Hispano-Suiza, regentado por un argentino, aquel mismo Miguelito al que hemos llamado antes el correo (del zar) pues aprovechaba los presuntos viajes a España con la excusa de aprovisionarse para llevar y traer mensajes reservados. Exiliado con el General Rodríguez, aseguraba haberlo conocido en los buenos tiempos del Country Club, en compañía de una chiquita con la que el general se consolaba de la reciente muerte de su primera esposa. Llamaba «El Quilombo» a aquel pequeño local cuya especialidad era la raclette de queso manchego (particularmente inapropiado para tal efecto) y el chimichurri que en realidad adquiría en grandes envases en un supermercado de las afueras (el Makró) y vertía después en unos pequeños «convoyes» resultando siempre en churretones laterales. La conversación, decía, con Rafael acodado en la barra y yo respetuosamente en oblicuo izquierda, tenía lugar durante la hora de formación en criptografía (de cuya materia era su único alumno pues mis compañeros estaban en la especialidad de imagen y sonido) y a esta altura él había consumido ya una extraña mezcla de vino rosado, pacharán y ponche con hielo. La clase, práctica según Rafael, había sido llevada hábilmente hacia una anécdota verídica:
«… esto debió de ser en junio —me contaba—, porque en el barrio Acho Tío, de las afueras de Ceuta, el calor era insufrible. El oficial al mando era Moracho, alias morito, y yo el experto criptógrafo… los dos indocumentados y pendientes de una avioneta monomotor en el aeródromo de Arrumi; el sujeto, un antiguo agente argelino, auténtico pied-noir. Para nuestra sorpresa apareció muerto de un tiro al poco de llegar nosotros y huimos por pies hacia la playa, temiendo más ser descubiertos por la policía que por el asesino ¡ese debía de estar ya al otro lado de la frontera!
—¿Entonces no sirvió de nada?—le dije yo desanimado ante mi gaseosa de bolita.
—Para un buen criptógrafo la escena de un crimen es un mensaje interesantísimo —contestó—, el flexo encendido a mediodía, el papel secante debajo y no encima del cartapacio… y unas letras en la pared medianera: «RACHE».
—¿Rachel, era todo por una mujer?
—No, hombre, no. Venganza en alemán, venganza alemana, una cosa wagneriana.
—¡Pero, te estás quedando conmigo! Eso es de Sherlock Holmes… —(no se extrañen del tuteo, en el bar todos nos tuteábamos y todos pagábamos lo nuestro, sin escotes ni tonterías).
—¡Muy bien! —respondió Rafael—. Precisamente vamos a seguir la clase con los «hombrecillos danzantes» aquellos de Conan Doyle y su aplicación a la criptografía.
Miguelito había decorado el «Quilombo» de forma harto abigarrada: un afiche de Gardel que conmemoraba los veinte años de la muerte del cantante francés y la inevitable leyenda «Cada día cantás mejor»; varias efigies de San Martín (su héroe libertador por oposición a la antipatía que le producía Bolívar); varios discos de pizarra con tangos del propio Gardel y otros…, así como una foto dedicada de su ídolo futbolístico, Corbatta. Sin embargo, Di Stéfano era su bestia negra tras nacionalizarse español el año anterior. Pero seguramente, lo más original de todo aquel santuario era una foto desvaída en color sepia, según él de la coronación de Jorge V a la que habría asistido su padre, marinero entonces de la Armada Argentina. Ciertamente el propio Miguelito tenía unos cuarenta y ocho años y decía haber estado en el ejército combatiendo en unas sangrientas escaramuzas contra Bolivia, pero la aritmética y la geografía no acompañaban.
El resto de la planta baja del palacete estaba atiborrado, para despistar, de objetos relacionados con la joyería: fotografías de ámbar, amatistas, esmeraldas, jade, jaspe, cuarzos (sobre todo de aventurina verde), rubí, zafiro, turquesa… y herramientas: limas, limatones, lijas, buriles, granetes, fresas…, todo ello prestado por la sección operativa y sus contactos con el Gremio de Joyeros de Madrid. De aquel gremio se decía que había instaurado un servicio de apoyo mutuo ante las incursiones de la Señora del Capitán General (del actual, si me siguen, no del futuro, hombre muy austero) «arramblando», como decía textualmente un documento interno, con las mejores piezas de sus exposiciones. Posiblemente era una leyenda urbana; las auténticas compradoras de joyas en aquella época eran las «artistas», ora motu proprio o modus vivendi, cuando se las regalaban sus admiradores calvos de fino bigotillo y gafas con montura metálica. Pero me estoy desviando de mi asunto, justo lo que aquella decoración de guardarropía intentaba ante posibles visitantes indeseados. El rincón favorito de Rafael por aquel entonces era un oscuro hueco de escalera que acogía el no menos oscuro póster de Servetus, conmemorando los cuatrocientos años desde su ejecución en la Ginebra dominada por Calvino.
El único asiduo del Quilombo que desagradaba a Rafael, según me contó inmediatamente, era el Capitán Sanmartin (sic), que siempre explicaba su manía de escribir el apellido junto y sin tilde, por no recuerdo qué lejanos líos heráldico-notariales allá por Lore-Toki. Con una amplia formación, tanto civil como militar, su mala fama provenía de presuntas actividades A. I. (no de Inteligencia Artificial sino de Asuntos Internos); tal vez por ello pasaba tanto tiempo en el bar, siempre el mejor lugar para captar chismorreos. El capitán tenía un hígado de titanio y suponía una pésima influencia para Rafael, que en su presencia bebía aún más.
[1] Este manuscrito llegó a la editorial en un sobre sin remite, no habiendo sido posible identificar al autor (Alberto, Rafael o un tercero), pues todas las gestiones se han realizado mediante el bufete ‹‹Acero hijos››, que ha mantenido total confidencialidad. (Nota de los editores, en adelante N. E.).
Capítulo II: Pasa.
Debo decir —me dijo Rafael—, que en esa presunta animadversión que me achaca Alberto no me reconozco. La panoplia de sospechosos habituales era muy brillante illo tempore y Sanmartin uno más entre ellos. Mis favoritos eran los de la kultur y los del fútbol. Grande fue la sorpresa al día siguiente de lo narrado en el capítulo anterior cuando supe de mi adscripción al INANE… Instituto Nacional de Arte Nuevo Español, ¡con el encargo de conseguir un Premio en la próximaTrienal Escultórica do Sertao (Estados Unidos del Brasil) para el vasco Jaun Atiza!, y además me tenía que ocupar de asuntos deportivos ¡yo, un mutilado de guerra!
El primer documento de «archivo» que me facilitaron fueron dos páginas del Globo, diario de la tarde (en sepia) que se usaba para envolver los huevos blancos en el Quilombo: la crónica del partido España-Holanda (5:1) disputado el mes pasado. Más que el resultado se destacaba el debut —hay que decirlo en francés para mayor claridad— de Di Stéfano, que había conseguido tres de los goles (ahora que estoy jubilado me entero de que esto se dice con un anglicismo). Du côté del arte conseguí un tomo sin cubiertas y con ilustraciones en blanco y negro de los «Primitivos Flamencos» de Panofsky. La fecha del partido coincidía con la del acontecimiento que entonces realmente nos preocupaba, la muerte «en extrañas circunstancias» del General Evangelista Sánchez (nada que ver conmigo ni por lo uno ni por lo otro) en un hotel de Sabiñánigo tras volver de unas maniobras en Jaca. El hecho, sin duda fortuito, de que acabara de cruzar más que palabras con mi no-suegro (su superior), difícilmente podía contribuir a tranquilizarme.
La alineación de una noche cualquiera (las últimas órdenes a las diez en punto, Miguelito era muy mirado) podía constar de:
—Tijereta (procedente del Sanse), joven portero promesa conocido con tal apodo por sus ídems cuando salía a blocar por alto. Su verdadero nombre era Isaac.
—Chillón (portero suplente y coach vocacional). Una lesión de ligamento semitendinoso le había retirado de la Real Sociedad cuando ya sonaba para el Madrid. Ahora chillaba desde la banda (sobre todo a su paisano Isaac) y de ahí su remoquete.
—Arozamena, Azcona y Atiza: tremendo trío de stoppers conocido como la ‹‹triple A››, motto: «pasará el balón pero no el hombre». Atiza se atizaba unos vasos de pacharán como si «serían» (sic) agua que podían hacer necesario un cambio táctico.
—Con el «sinco», Jones, joven de color (negro) a punto de probar con el Atlético, descubierto en su Mérida natal por el profesional Adelardo.
—En el centro del campo (vamos, en la zona teórica de medios volantes que hubiera dicho Don Matías Prats), Alberto, yo mismo y Sanmartin; conocidos como «los del servicio» y entre Alberto y yo como «las que tienen que servir». Ni que decir tiene que mi pierna defectuosa me relegaba al papel de «palomero» esperando conseguir el nunca mejor dicho «gol del cojo».
—En las alas (ala infernal) Yago Ramón, crítico de arte contemporáneo y su colega y sin embargo amigo el moderno Aúllan.
Teníamos incluso un mecenas, don Juan Duarte, que lo era asimismo de Atiza y nos había provisto de unas camisetas arlequinadas con la leyenda «Atlético Hispano-Suiza». Navarro de pura cepa, era ardiente defensor del pretendiente al trono portugués (del que tomaba su apodo) en un momento de gran sintonía entre las dictaduras ibéricas; tal vez por ello coqueteaba —si de hombre tan austero se podía predicar el concepto— con simpatizantes o compañeros de viaje de la oposición, más bien estética que política.
Una velada típica, bajo los grandes lemas de «lo que se dice aquí no sale de aquí» y «no se fía», frecuentemente incumplidos ¡no en vano estábamos en una sede de espionaje!, ha llegado hasta nosotros gracias a la transcripción que el Alto realizaba aleatoriamente de sus bases extranjeras.[2]
El balón solía ponerlo en juego Yago Ramón, uno de los primeros en llegar, hablando de su tema favorito —los títulos nobiliarios de origen vaticano derogados por la República—. Su interés procedía del vano empeño por hacerse sobrino político del gran Ramón y Cajal, según él legítimo heredero de un título foral, pues Petilla era enclave navarro en Aragón; para «mover» este anhelo se arrimaba a Duarte, hombre fuerte en la zona. Inmediatamente era desmentido por Aúllan, a voz en grito, proclamando que era justo al revés, un enclave aragonés en Navarra. Precisamente aquella noche habían aparecido con dos ejemplares descabalados de un «Diccionario etimológico heráldico-genealógico Fournier 1821-1934» que, curiosamente, carecían de la página RA/RC.
Cuando Miguelito intentaba «templar el balón» leyendo en el ABC recién llegado (el correo aéreo era de los pocos lujos que teníamos en el servicio) la sección heráldica de Ángel Fausto llegaba Atiza y recordando tal vez los tiempos de la furia española ¡a mí Sabino que los arrollo!, pegaba un grito «ostentóreo» (sic) al efecto de que todos los títulos eran una pamema —creo que empleaba otra palabra también con p— y que cuánto tendría que esperar para que el «perezoso barman criollo» le pusiera su acostumbrado vaso bajo con sidra y vermú blanco (conocida en el Quilombo como «Castiza»). Los del centro del campo veíamos pasar la pelota sobre nuestras cabezas con aire de profesional indiferencia y era el joven Jones quien se interesaba con Chillón sobre las calidades respectivas del césped en España y Suiza (Miguelito rezongaba —pasto, no diga césped, diga pasto boludo—). ¿Puedo cerrar el paréntesis después del punto y seguido?
Rafael solía dirigirse a esas alturas hacia la banda con andar concentrado y un vaso en la mano ligeramente temblona: solía ser un ‹‹vaquerito››, whisky en vaso de 125 cc. y un solo hielo, por oposición al ‹‹John Wayne›› doble en vaso grande y dos piedras; alegaba que tenía calor ¡en Ginebra y en febrero! para encerrarse en el lavabo, de donde salía pálido y con los ojos húmedos.
Pues, en efecto, Tijereta había ido a Suiza con el improbable propósito de realizar un documental sobre los campos de juego helvéticos —en particular el de los Saltamontes F. C.— y por ello necesitaba el apoyo de los organismos públicos, el INANE y el INCULTO (Instituto de Cultura Totalmente Objetiva). Contaba ya con el apoyo interesado de una oscura compañía barcelonesa, ese famoso eje catalano-vasco tan partidario del proteccionismo y los dineros gubernamentales para la buchaca. Debatían ahora sobre la altura exacta del corte, si era mejor el paralelo a las líneas de fondo o el ejecutado en redondo; se aducían catálogos a todo color de la empresa de la Sra. Costa-freda (el contacto de Tijereta) relativos a (sic), la humedad relativa de la capa estacionaria de aire en contacto con la hierba, tipos de semillas y condiciones luminotécnicas (aquí aprendí el hermoso término candela para la unidad de intensidad de luz artificial).
Aúllan, que iba para poeta postmoderno, le quitaba el periódico a Miguelito y se extasiaba con los anuncios comerciales, en yuxtaposición típicamente dadaísta: supositorios ROVI con jalea real Apidyk (de la afamada marca Dykinson Ltd, nada que ver con el whisky) recitando a voz en grito pasajes de Emily Dickinson «I couldn´t live with you… that would be life»; túrmix, «ese vórtice futurista al alcance de toda ama de casa» con Depuradoras de Rota ¡derrota de la depuradora y depuradora rota ante el aluvión de mierda americana!
En lo más nutrido de la debacle anunciaba Miguelito imperturbable las «últimas órdenes»: hora de irse que mañana hay que abrir ¿es que no tenéis casa? Entonces no había más remedio, a aquellas horas (10.30 p.m.) y en aquella ciudad, que ir al «Cabaré Voltér»; la primera palabra por deterioro del cartel original y la segunda por un pleito interminable con los herederos del aristócrata autoexiliado por aquellos parajes: en dicho pleito se habían asesorado los propietarios del local con un bufete (libre) famoso por su intervención en el caso de Marx Bros. Vs Warner and Warner a cuenta del título de la película «Una noche en Casablanca» cuya resolución impedía a los hermanos Warner llamarse Hermanos.
Yo les seguía por pura desidia y una mezcla de admiración y estima hacia Rafael. Las bebidas del Voltér estaban si cabe más adulteradas que las del Quilombo y apenas el agua de seltz me salvaba de las improbables granadinas, petit marniers y champagnes bautizados de la carta. Para entonces las conversaciones se habían reducido a gruñidos, los gestos a búsquedas desesperadas de monedas para comprar un último paquete de tabaco Gitanes y las caras reflejaban esa mueca de ¡un día más! que todo noctámbulo conoce.
Alguien (seguramente Azcona) había recuperado una hoja arrugada del periódico y se burlaba de los huecograbados de los nuevos gobernantes, otro (seguramente Atiza) hacía un boceto en la servilleta con logotipo del local (una peluca dieciochesca sobre campo de gules lúgubres)…, yo buscaba con la mirada a Rafael, que se había enfrascado en un secreteo alcohólico con otro tipo, seguramente agente de algún servicio amigo a ratos.
A la luz tenue de aquellas lamparitas rococó tenía un cierto parecido con ¿Donald Maclean?[3]
Supongo que ya no usaría el Sir después de su huída, cinco años antes, con el bulto sospechoso de Burguess. Aquel tipo tenía también un pelo pajizo y cara alargada con un «indefinible aire de tristeza en los ojos entornados por el humo de un cigarrillo Camel» —yo por entonces tenía una lupa como buen estudioso de Sherlock Holmes—. ¿Qué podía estar tramando Rafael con un tipo tan inconfundiblemente británico? Recordé que Maclean había estado en El Cairo tras la guerra y que mi padre había pasado buena parte del año anterior enfrascado con el Teniente General en la crisis de Suez, uno desde Exteriores y otro desde Defensa.
Cuando nos echaron amablemente del Voltér acompañé un trecho a Rafael y su andar desigual, un poco por el bastón y otro mucho por el escocés. Lo último que me dijo fue: «mañana no hay clase».
[2] Es poco creíble que una transcripción contuviera estas valoraciones y usos metalingüísticos; seguramente se trata de una consideración irónica y un recurso para la introducción de tantos (puede que demasiados) personajes (N. E.).
[3] Maclean y Burguess son, obviamente, dos de los integrantes del «grupo de los cinco de Cambridge», espías británicos al servicio de la URSS. Tal vez la fuente sea el texto de Cyril Connolly Los espías desaparecidos (1952). (N. E.).
Capítulo III: Negro.
Estos son los hechos.
Cuando me despedí del joven Alberto me dirigí con paso firme a la calle Beta. Subí a mi departamento y encendí una luz tenue. Puse en marcha aquella gramola —que ya estaba allí antes de alquilar el piso— y esperé a que fueran las doce en punto.
Aunque no tenía figuritas recortadas sobre el giradiscos (basta de Holmes por ahora), pronto apareció la inconfundible silueta de un hombrecillo ¿tal vez una marioneta? moviéndose a 45 RPM con un como desperezamiento que no dejaba de ser armónico: un hombrecillo de quince centímetros y que —aparentemente— tendría mi edad. Vestido con un elegante traje de paseo a la moda de cincuenta años antes, pantalón de raya diplomática, chaqueta de esmoquin, sombrero hongo brillante y una flor ¿gardenia? en el ojal.
¿Cómo fue que de pronto estaba en el suelo, convertido en un jovial caballero de un metro setenta y nueve aparentando cuarenta y cinco años? Con zapatos de charol y una sonrisa ligera, manipulaba un pequeño orificio en el lateral de la gramola —nunca antes visto por mí— al tiempo que decía algo sobre jack. ¿Era que yo le entendía o que había telepatía? ¿Por qué hubiera dicho que me hablaba en checo? Al terminar con aquello dijo:
—Estos son los hechos, tengo el télex con el cierre de Nueva York, comprueba la hora si así lo deseas. —Lo hice, eran las doce, otra vez.
—Alguien te dirá que estás borracho, otros te hablarán de poltergeist, no faltarán alusiones a tu salud mental… Pero yo nunca te mentiré, es imposible para mí, no hay mentira posible en lo que llamamos ‹‹no real››. Compra Consolidated, vende Quaker Oats, mantén posiciones en las acciones de Standard Oil. No tienes nada que perder.
—¿Quién eres? —para mi estado mental no era una pregunta tan trivial como suena ahora.
—Puedes llamarme Beta, escucha.
»Dentro de diez años habrá una terrible conmoción en el país del que piensas que vengo, una debacle, un amago de Guerra Mundial. Aquel país al que tú sirves, sin embargo, celebrará los diez años de su más famoso coche familiar. Tú serás un veterano del Servicio pero estarás bajo las órdenes no ya de un Teniente General sino de un Almirante, y ese colega con nombre de santo será tu superior aunque no te guste. Habrá pasado un lustro desde tu más destacada actuación y el resto será técnica de finales, esperar y nunca ser feliz.
»¿Piensas en Nostradamus, verdad?, —lo había adivinado—, pero ¿qué es el tiempo en realidad? Un Premio Nobel que murió hace veinte años decía: «Pasa el tiempo que no es nada». Otro que nunca lo será dirá dentro de doce años: «La textura del tiempo». Pero tú sabes que hace ya años que la vida no avanza para ti.
»Ese tipo del MI6 con el que hablabas tiene los detalles del asunto Horror, no desaproveches la ocasión; con la muerte de Evangelista y el ascenso a Capitán General de tu, digamos pariente, tienes un tanto que apuntarte pero el precio será muy alto: el precio de la existencia es el error.
»Conseguirás también el Premio tan ansiado en la Bienal, pero Atiza nunca será un éxito para el Régimen, ni tu selección se clasificará para eso que llamáis Mundial 58. Las películas también empezarán a ser famosas pero ¡desengáñate!, todos son unos comunistas ¡si lo sabré yo!
Al hablar (si aquella comunicación era verbal) hacía molinetes con un bastón mucho más ligero que el mío, como una mezcla entre Chaplin y Maurice Chevalier, entre Candilejas y C´est Magnifique. ¿Quién podía ser? Seguramente me hablaba como «La voz de su amo» por algún procedimiento mecánico para mí desconocido, pero el mueble que acogía la gramola solamente contaba con unos discos de pizarra de 78 RPM que ya estaban allí al ocupar yo el alojamiento, de hecho le había pedido a Miguelito algunos microsurcos (aunque más no fuera que de tangos) ya que aquellas «Canciones b/pizarras» eran un tostón.
¿Tengo que decir que acertó en todo? ¿Que aquel encuentro arruinó irreversiblemente mi vida? (como el de Federico con la señora Arnoux).
Pero estos son los hechos. Comenzó a pasear por la habitación, proyectando a la luz de los apliques esas sombras distorsionadas que nos apasionaban cuando había cortes de electricidad (bueno, en la posguerra no nos apasionaban precisamente, antes bien nos aprisionaban), con paso lento, mesurado, ecuánime, muy en consonancia con su manera de hablar. Por delante del entelado de franjas blanquirrojas, algo desleídas, remedo acaso de mi antigua afinidad hacia un equipo de fútbol madrileño al que nunca había visto jugar; por delante del buró (político) con sus ínfulas de bargueño —un mueble donde encontrar antiguas cartas de Henry James—, por delante de la lámpara de pie, ahora apagada, de pantalla apergaminada y tubo broncíneo de salomónica inspiración; por delante del aparador de la patrona —Mme. Récamier— lleno de platos que nunca se usaban y de fuentes con un sutil craquelado sajón; por delante del juego de sillas con respaldo de marquetería y asientos tapizados en dorado y verde, vestigio de algún heráldico color para mí desconocido; por delante de la puerta que yo mismo dejara entornada, manivela de acero y molduras en cerezo barnizado, por delante de la estantería en cuyas baldas los huecos de la prisa separaban los pocos tomos que mi reciente ocupación había apilado: «Ortodoxia» de G. K. Chesterton, «Las cruzadas» (edición de 1937) de H. Belloc, «Textos mitológicos de las Eddas» de Snorri Sturlusson, «Frankenstein» de Mary Shelley et al., «4.50 from Paddington» (una primera edición valiosísima, needless-to-say), «The Divine Comedy» de la recientemente fallecida D. L. Sayers, por delante de otra primera edición en francés de Lolita, que mantenía oculta en un cajón disimulado tras los libros, junto con una pistola Astra del 9 que podría haber estado mejor engrasada y un pasaporte a nombre de Luis García Grande con una foto donde parecía ser un poeta gangoso. Podría seguir todo el día pero tengo una cita el año que viene en Marienbad y no puedo pasar el día entero en las ramas. Por delante de nuevo del mueble-gramola donde había empezado su tour-au-tour de la chambre para detenerse y mirarme irónicamente:
—No tienes por qué creerme, la verdad no depende de la fe como tampoco de la geografía.
—Pero la fe sí puede depender de la geografía, de la teología y de la geometría.
—Precisamente conozco el caso de un joven escritor americano… —comenzó para detenerse con una mano en el bolsillo— ¿no tendrás fuego?
—¿No deberías saber que fuera de España no fumo?
Esbozó una sonrisa y encendiendo él un fósforo surgido nadie sabe de dónde desapareció.
Bueno, puesto que son hechos lo que cuento, volvió a ser un hombrecillo del tamaño de una marioneta, apoyado en la bocina de la gramola que había detenido su giro, dejando ver en el plato un single: «Coronelas» (vals charro).
Cuando el disco se detuvo miré de nuevo el reloj: las doce en punto. ¡Claro!, durante los cambios de estado la temperatura no varía, es una de esas leyes de la Termodinámica que suenan a proverbio de autoayuda. Antes de acostarme encendí todas las luces y cerré todos los postigos; al volver a examinar la gramola encontré en el suelo una flor, una gardenia, de tamaño natural. Me acordé de algunas historias de Wells y del porteño-ginebrino Borges (cuyo nombre tenía la desagradable virtud de recordarme siempre mi herida) pero esas son otras historias.
Al avisar a Alberto de que al día siguiente no había clases, algún adusto lector ventajista ha torcido el gesto y murmurado «por la resaca». Si hubiera tenido la precaución de consultar un buen calendario perpetuo (o a uno de esos genios autistas que contestan en microsegundos a la pregunta «¿qué día de la semana era el 29 de febrero de 1900?»), habría averiguado que estábamos en la semana de Carnaval, ese intrigante carnaval del Cantón de Vaux que se desarrolla a lo largo del Lago Lemán con 24 horas de homenaje a un texto literario, que en 1957 resultó ser el «Prufrock» de T. S. Eliot por el cuarenta aniversario de su publicación (bodas de rodio, si no he mirado mal la tabla periódica en edición de Levi).
Tras un somero repaso al Journal de Genéve para comprobar si aquel homúnculo se había copiado sus sorprendentes noticias del periódico, me dirigí al encuentro de mi amigo Jean Etienne d´Eau, —familiarmente conocido como Jet d´Eau en referencia al chorro que amenizaba las tranquilas aguas del lago—, y juntos nos subimos al trenecito turístico rojo y verde que la mancomunidad cantonal ponía a disposición de los paseantes carnavalescos. Por supuesto la parada principal era Lausana, donde Eliot residió durante la composición de «The waste land» para ser tratado de su abulia por el junguiano Dr. Vittése —me contaba Jet, no siempre bien informado de las fuentes primarias—. Yo entretenía el trayecto repasando el Journal; la única referencia útil era un suelto de la agencia ‹‹Petit Suisse›› firmado por José Planas sobre la elección para la Academia de la lengua de D. Camilo Cela Truelove, definido como cuentista «galaico-británico», herido en la pasada contienda civil y autor de «Santuario San Camilo» de inequívoca (sic) raigambre (sic) folkneriana (sic). Por cierto que Planas, horrorizado por la elección dejó de escribir su Journal durante nueve meses. El recuerdo del Diario de Planas le llevó, inevitablemente, a recordar la sustracción de los Cuadernos de Azaña en el Consulado de Ginebra por un pariente lejano de su colega (de Rafael) Sanmartin, pariente que aún no tenía la veleidad de escribir junto su apellido; veinte años haría ya de aquello, veinte años ya de casi todo como el agradable hombrecillo Beta había tenido la indelicadeza de recordarle. Alguna relación tenían los tales cuadernos con mi familia, ya que durante la Guerra se intentó emplearlos como moneda de cambio para liberar a mi pariente Sánchez Mazas e incluso al Obispo de Teruel, vilmente asesinado en un barranco.
Jet, a su lado, Jet que era descendiente lejano de aquel noble d´Eau de la liga antiduelos cuyas andanzas había investigado Rafael para su libro nonato sobre el Obispo Santander; Jet, decimos, con el que había compartido un café-au-lait y un auténtico croissant au beurre… con parecido entusiasmo que el de Maisie con sir Claude; Jet finalmente, tal vez harto de este párrafo, se removió inquieto sobre el duro asiento del trenecito:
—¡Mira, los arlequines![4]
En efecto, aquel año se había optado por mezclar varias obras de Eliot, ya que algunos pasajes del «Prufrock» habían sido tachados de obscenos por las autoridades (ramalazos de calvinismo al fin y al cabo, cuatro siglos no son nada). Así, a la altura de aquel embarcadero sobre el lago, tal vez Ex, se encontraba una figurante de negro «La figlia che piange» junto a una guía turística que declamaba… Stand on the highest pavement of the star… y un acompañamiento de extras con traje de dominó.
Rafael sonrió triste (mi editora me informa de que esto es un oxímoron) y murmuró «para sí»: … and besides the girl is dead but I wonder how we could have been together!, para extrañeza de Jet que se fijaba más bien en la joven enlutada:
—¿No es aquella una de las amigas de Pilar?
[Cuando Rafael me entregó estos apuntes, disjecta membra, a punto ya de jubilarse, en un día equidistante del 23-F de 1981 y el 28-O de 1982, me sorprendió leer esta pregunta. ¿Hasta qué punto estaba Jet familiarizado con la situación real de Rafael? ¿Por qué conocía incluso a las amigas de Pilar, a quien se refería por su nombre de pila? Estas y otras preguntas serán contestadas en capítulos siguientes de «El Hombre de Negro» (próximamente en sus pantallas). De hecho, la publicación de tales revelaciones era impensable entonces y sólo mi propia jubilación hacia el milenio me permitió pergeñar la primera edición no venal de las andanzas de Sánchez].
—Sí, respondí con no poca sorpresa, es Melodía.
La primera vez que llevé a Jet a Mont-roux, el establecimiento donde vegetaba Pilar, lo hice por su perfecto conocimiento de la lengua francesa y sus contactos con las fuerzas de seguridad helvéticas (no en vano era, al modo de Flambeau, un antiguo ladrón reconvertido ahora en azote de maleantes, usando para ello técnicas ortodoxas y no tanto), pero me arrepentí al ver la mirada que dedicó a mi prima lejana Melodía. Nacida en 1934 en plena revolución asturiana, conocida por toda la familia como Meloa (Cercas) había terminado su formación en el establecimiento de la Contessa unas temporadas antes y permanecido allí como profesora ayudante, a cargo de las recién llegadas y especialmente de las chicas de habla española (dominicanas, argentinas de padres peronistas exiliados y Pilar). Alta para la época, con un leve parecido a Audrey Hepburn en Sabrina, trilingüe y extremadamente sensata, yo estaba fantaseando por entonces con enamorarme de ella; o tal vez enamorarme del amor, y Jet era una complicación imprevista.
Bajamos del trenecito y nos confirmó, dejando su pose unos momentos mientras la nativa se dedicaba a pastorear una horda de turistas japoneses, que había sido elegida para el personaje como muestra de benevolencia hacia el Hotel Escuela por parte de las autoridades locales; era la más joven (y su tono indicaba que la más guapa sin decirlo) de las profesoras y la Contessa había querido «quedar bien». Como estábamos empezando a poner cara babosa de admiradores, y puede que también por otros motivos, sugerí la posibilidad de tomar unas copas de blanco en el cercano Bar Grexit —«sí, Pilar estaba bien, gracias», «no, no se le hacía pesado el Carnaval», «sí, la Contessa trataba muy bien a sus empleadas, como una familia bien avenida», «no, el señor belga no pasaba mucho tiempo por allí», «muy amables pero tenía que volver a posar o la guía se enfadaría».
La siguiente parada era Lausana, y en la puerta del Comité Olímpico se concentraban un montón de gatos: Mr. Mistoffelees, Old Deuteronomy, Heavise Layer, Macavity, Asparagus… todos sacados del «Old Possum Book», personajes muy prácticos que encantaban a niños y mayores. Tomamos otro Riesling y seguimos hasta Mont-roux, donde la Contessa en persona impersonaba a La Mujer y nos pidió que, chaquetas fuera, representáramos a los solitarios en mangas de camisa de «J. Alfred Prufrock» mientras llegaba Pilar. Afortunadamente lo hizo enseguida (había estado mirando por la ventana) pues, aunque suave, la temperatura de un 27 de febrero suizo no es propicia a la exhibición de brazos desnudos.
Dicen que cuando un padre —aunque sea desnaturalizado— ve la expresión de su hija, no más un momento (que diría el bolero), sabe instintivamente cuál es su estado de ánimo. Yo/Alberto no puedo decir nada al respecto, nunca llegué a ver tal expresión. Como portavoz de Rafael sé que aquella mañana tal expresión era radiante con un matiz de sorna hacia Jet:
—Hola, Jet Set, ¿venís acaso vos por un casual de guardaespaldas?
—¿Para proteger a Rafael de sus ataques, señorita?, respondió él quitándose el sombrero (ya nos habíamos vuelto a poner la americana) y pronunciando ‹‹segnourida›› al modo americano.
Básicamente Pilar estaba en lo cierto, como suelen estarlo los inocentes que acaban de ser culpables de alguna trastada. Yo había conseguido ahuyentar al molesto primo pretendiente de mi hija con no poca ayuda del Servicio y de mi amigo el comisario Alter de la Sureté helvética, y para asegurarme de que no había juego sucio encargué a Jet un discreto dispositivo de vigilancia con empleo de jardineros y falsos empleados de Gas de Suisse (ni un solo escape, rezaba su motto). Entendí por ello la puya de Pilar como un reproche pero no supe interpretar —con la ceguera que los dioses regalan a las generaciones mayores respecto a sus vástagos— la risueña mirada de una muchacha a la que, por su bien como siempre, le habían espantado al novio.
[Ahora que he aprendido a usar el corchete, y todavía más importante, a soltarlo, debo decir que aquella visita donde Jet se encaprichó de Meloa fue también mi (soy A.) primer encuentro con Pilar, que resultó en un coup de foudre, un amour fou… y todos los tópicos que ustedes quieran amontonar. Quiero pensar que ése era el motivo de la alegría de Pilar ¡qué poco importa ya! Todas nuestras antiguas amantes son cadáveres o esposas, o las dos cosas].
—¿Y tú no representas ningún personaje?
—Claro, soy la tierra del chaleco (The waist-coat land), por eso llevo este de lana fría.
[4] Esta parece una cita evidente a Nabokov, V. Pero puede que solo se trate de una técnica comercial, pues las fechas no concuerdan. Look at the harlequins es de 1974. (N. E.).