Perdón
Traducción de Cristina Gómez-Baggethun
Título original: Musikanternas uttåg
© La traducción de este libro ha sido financiada por
Kulturrådet (Swedish Arts Council)
© Per Olov Enquist 1978
First published by Norstedts, Sweden, 1978.
Published by agreement with Norstedts Agency
© de la traducción: Marina Torres y Francisco J. Uriz
Edición en ebook: enero de 2017
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B
28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-16830-42-8
Diseño de colección: Filo Estudio
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón
Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com
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Contraportada
Ida Hegazi Høyer
(Oslo, 1981)
Escritora noruega con ascendientes daneses y egipcios. Sus raíces están en Lofoten, en el norte de Noruega, pero creció en Oslo. Høyer ha estudiado Sociología y trabajó en una tienda de ropa, y ahora escribe y vive en Oslomarka, la zona de bosques que rodea Oslo.
Es la autora de tres novelas. Ha recibido el premio Bjørnsonstipendet de Noruega, adjudicado a un joven talento prominente y en 2015 obtuvo por Perdón el Premio de Literatura de la Unión Europea. También fue nombrada en 2015 por el periódico noruego Morgenbladet una de las mejores escritoras de Noruega.
1
Había una cama en la acera. Desde el cruce al final de la calle, se veía que había una cama delante de nuestro portal, alguien que se estaba mudando al bloque, o del bloque, algo que cortaba el paso. Pero hasta que estuve muy cerca, hasta que ya estaba entrando, no vi que era nuestra cama, que eran nuestro edredón y nuestras almohadas, y que todo parecía una instalación en medio de la calle, visible de pronto, quizá por fin, bajo la luz adecuada.
Era festivo, ya casi verano, llegué a casa y nuestra cama estaba en la calle. La habías hecho. El edredón estaba bien doblado, las almohadas sin huellas de cabezas y la colcha, que en realidad nunca usábamos, tendida sobre el cabecero. Un corte de la noche eternamente interrumpido. Es probable que me detuviera, que sintiera un espera, un para, no subas. Y hacía calor, era mediodía, el cielo estaba en llamas.
Subí una planta. Dos peldaños, dos pasos, luego el resto de la escalera. No habías dejado la puerta abierta. Habías echado el pestillo. Y eso no lo olvidaría nunca, sabías que yo era la única que tenía llave.
*
La perra salió corriendo. En cuanto abrí la puerta, salió disparada. Y entonces vi. Y entendí. Tus fotos, nuestras fotos, ya no estaban colgadas en la pared. Los rascacielos estaban en el suelo, dándome la espalda, dos marcos blancos.
Éste era el aspecto que tenía la habitación: la ventana estaba cerrada y las persianas bajadas. Las puertas de los armarios cerradas, las lámparas apagadas y, en medio del cuarto, donde tendría que haber estado la cama, una silla de la cocina volcada. No había ruidos ni aire que se dejara respirar. Eran las doce del mediodía.
No me acerqué a ti. Pero entré en la habitación.
Di un rodeo a lo largo de las paredes, hacia la ventana, hacia el día. Subí las persianas, abrí la ventana y podría haber saltado, no habría pasado nada, al fin y al cabo nuestra cama estaba abajo, a mis pies, situada con precisión para las caídas. Pero no salté, sentí arcadas, eso fue todo lo que conseguí, una ínfima gotita de bilis que cayó a los pies de nuestra cama, luego respiré profundamente, una vez, y salí corriendo. Fue la última vez que te vi, al pasar noté que no olías a nada y, cuando llegué abajo, cuando salí, la calle era otra y el cielo había cambiado, las casas se habían ladeado y los tejados estaban a punto de derrumbarse, los árboles galopaban, los coches eran de otro mundo y las personas, todas las personas, ya no eran humanas.
No tenía adónde ir. Me tumbé bajo el edredón y me dejé sentir lo que quedaba de ti y de nosotros. Me tumbé bajo nuestro edredón, en la cama que estaba en la calle bajo el cielo devorador y supe, ya, que siempre vería distinto aquel cuarto.
La otra habitación: la ventana está abierta, la lámpara de la mesilla encendida. Llego a casa medio día antes. Son las doce de la noche. Estás durmiendo en la cama. O te has acostado y te vas a dormir. O estás en el baño cepillándote los dientes. O estás en el salón viendo la tele. O estás soñando. Estás caliente. Tienes un calor. Estás dormido en la cama. Me tumbo a tu lado.
2
La primera vez que te vi, acabé completamente desnuda. Estábamos junto al mar, era verano o finales de primavera. Fue dos años antes, al final de la tarde, y la luz se alargaba. No recuerdo con quién había ido, pero en ese momento estaba sola, paseaba por la orilla y había más gente, gente comiendo, gente cantando en competición con las gaviotas, y yo paseaba por la orilla, sintiendo la arena hundirse bajo mis pies, con el sol de frente, diez mil flechas sobre el mar de brillos. Cuando te vi, todo desapareció.
Tú también estabas solo. Sentado más adentro, más alejado del agua. No vi lo que hacías, no vi si leías o dibujabas o escribías, pero más tarde me contaste que pensabas, que era eso lo que hacías, que habías ido al mar a filosofar y que entonces llegué yo, y ésta fue nuestra historia, el único comienzo.
Te vi y acabé completamente desnuda. Te vi y, que quede claro, yo te vi primero. Estuve un buen rato mirándote. El agua me llegaba a la mitad de las pantorrillas y estaba fría, pero tú dabas la impresión de ser un mundo más cálido. No porque tuvieras una belleza extraterrenal, ni una tranquilidad inquietante, ni un flirteo incómodo, no tenías nada de todo eso. Pero te atrevías a estar presente sin entablar ningún contacto con nadie. Estabas tan solo… y eras lo más hermoso que había visto en mi vida. Y cuando me miraste, cuando me viste, debiste de verme negra y sagrada al mismo tiempo, fue como si asumieras y descartaras en una sola y única mirada. Entre nosotros se extendían todas las personas. Entre nosotros se extendían los gritos, la arena, las piedras y las voces. Y no pensé, ni un solo pensamiento me cruzó la mente, no vi todos los ojos que había ante mí, sencillamente me desvestí. Para ti. Me solté la goma del pelo, me arranqué la ropa y me planté frente a ti, frente a ese mundo sin amo que se extendía entre nosotros, y tú te levantaste y viniste hacia mí, había un aplauso en las olas.
Viniste hacia mí y yo estaba de pie en el agua y no desviaste la mirada y no desvié la mirada y eras alto y flaco y yo era baja y estaba desnuda y tenías veinticinco años y yo veinte y bajaste hasta el agua y pisaste mi ropa y yo permanecí inmóvil en la trémula luz. Jamás volvería a ver nada parecido.
Levantaste la piedra más grande que encontraste. Estaba medio hundida en el agua, a mis pies, y debía de pesar como un hombre joven. Pero lograste levantarla y llevártela al pecho, aunque te temblaron los brazos y, al pasar a mi lado, me miraste, hasta muy abajo, y pasaste tan cerca que pude oler tu sal, y supe que procedía de algo limpio. Olías exactamente como debías, llevabas vaqueros y te adentraste en el agua, despacio, con aquella piedra enorme, mientras el agua iba subiendo, más adentro, más arriba. No llegaban ruidos de tierra. Había silencio en las masas. Y cuando el agua te llegó a las caderas, te paraste, y con el mar hasta el vientre, me esperaste, y cuando llegué, tenías los brazos rojos. Estábamos de pie en el mar. Estábamos de pie en la luz. Tú eras alto y flaco, yo era baja y estaba desnuda, y arrojaste la piedra más grande del mundo. Y lo hiciste por mí. Y aunque no llegó muy lejos, tampoco se trataba de eso.
Después nos quedamos sentados en la hierba, teníamos frío, no dijimos gran cosa. La basura flotaba en el borde del agua, casi todo el mundo se había marchado, y entonces me rodeaste con el brazo y dijiste: Soy realista y de ciencias, y lo dijiste con una sonrisa y no tuve nada que replicar a eso. Yo trabajo en una guardería, dije, y retomamos el silencio. Estabas manipulando un sedal y yo simulaba no fijarme en lo que hacías. En lo grandes que tenías las manos. En lo largas que tenías las pestañas. En cómo se te abría la boca cada vez que mirabas mar adentro, como si añoraras algo, como si te inventaras algo. Estábamos muy pegados el uno al otro. También la piel tiene un lenguaje.
Al montarnos en el último autobús, ya éramos novios. Al bajarnos, me diste el anillo. Ya no hay ni un tú ni un yo, me dijiste, y tuve la certeza de entender a qué te referías. Habías trenzado el sedal para formar un circulito que me pusiste en el dedo. El anular izquierdo, vena amoris, llega directamente al corazón, me susurraste. Era un anillo de sedal transparente, firmemente trenzado y de puntas afiladas, y después de ponérmelo, lo ajustaste y le hiciste un nudo. El sedal de pesca es lo más fuerte que hay, me dijiste, y luego lo cortaste con los dientes. Te metiste mi mano entera en la boca. El sol estaba desapareciendo y la sal ya empezaba a picar sobre la piel. Noté enseguida que era un anillo incómodo, un anillo que iba a molestarme, pero tú decías que era fuerte, más fuerte que el oro, más fuerte que la sangre, que ya no había ni un tú ni un yo. Este anillo no se romperá nunca, esas fueron tus palabras y tuviste razón. Así fue como nos prometimos, con un sedal. Y recuerdo aquel día. Recuerdo cómo nos hicimos mayores el uno al otro. Cómo insistimos en no ser una casualidad. La primera noche. Las primeras palabras que siguieron. Cómo ya nada parecía casual.
3
Enseguida nos fuimos a vivir juntos, alquilamos un apartamento de un dormitorio en pleno centro, junto a un parque. Tú apenas sabías nada sobre mí. Yo apenas sabía nada sobre ti. Pero creo que no pensábamos en eso, en que en realidad éramos dos extraños. Por las mañanas exprimíamos los restos de la noche. Por la noche nos acurrucábamos bajo el futuro. Íbamos a dar la vuelta al mundo, el sueño de los jóvenes, seríamos personas especiales, pero entre tanto yo tenía que ir al trabajo y tú a la universidad, y yo llevaba tu anillo, aunque me hiciera daño, y dormía con él, me duchaba con él, trabajaba con él, trabajaba a pesar de él y no me lo quitaba nunca. Todos los niños de la guardería acabaron con marcas de tu sedal. Día tras día cambiaba pañales y sonaba mocos, mientras tú te encerrabas en la biblioteca a estudiar filosofía. Cuando volvía a casa, reconocías en mí el olor de los niños. Quiero tener hijos, me decías entonces.
El apartamento era bonito. Era céntrico. Era barato. Teníamos un baño alicatado y prácticos suelos de tarima flotante. Venía con un enorme sofá. Venía con un montón de beneficios añadidos. Nuestro autobús, por ejemplo, que paraba delante del portal y que cogíamos todas las mañanas, en sentidos opuestos. El pub a la vuelta de la esquina, por ejemplo, en el que los martes y los jueves cantaban ópera en vivo. Aunque no íbamos nunca, nos gustaba que estuviera allí.
Me gustaban tus cosas. Me gustaba que no tuvieras muchas.
Me gustaban tus ideas. Me dabas un entorno, una vida adulta.
Así era. Fue mi época más feliz y, desde el principio, me dedicaba a hacer mapas de ti. Mapas imposibles. Mapas impenetrables. Tenías un lunar con forma de corazón en la parte interior del muslo derecho, una cicatriz hexagonal justo encima del ombligo y, en el cogote, un bultito, un pequeño planeta aparte. Por lo demás estabas inmaculado, pulido. Resultaba casi increíble lo limpio, suave, liso y hermoso que eras. Y luego, tus manos. Nunca había estado con un hombre de manos tan juguetonas. Nunca había estado con un chico de manos tan grandes. Nunca tenías bastante. Nada era suficiente para ti. Eras un sumidero, un apetito, un apetito en el apetito.
Fuimos a París. Fuimos a Ikea. Allá adonde fuéramos, encontrábamos lo bueno. Nadie está como nosotros, nos decíamos, ya estuviéramos en el parque o en el bosque, en la piel o en la cabeza, en el corazón. Nos habíamos mudado al interior del otro. Ya no hay ni un tú ni un yo, me decías casi todos los días. Como un juramento. Como un eslogan publicitario. Cocinabas, descorchabas botellas de vino y me hacías sentirme inteligente, me hacías utilizar palabras nuevas, palabras más grandes, como, por ejemplo, existencialista o relativamente. Yo nunca había conocido a ningún filósofo. No había pensando demasiado en que hubiera tantas cosas sobre las que pensar. Pero tú, tú tenías tantas tesis, tantos laberintos de ideas… Yo me adentraba por ti y me salía por ti. Venías de otra ciudad. ¿Quieres que te cuente una historia?, así lo decías siempre, déjame contar. Déjame contarte. Déjame recontarte.
Empezamos a jugar. Eso también forma parte del único comienzo. Empezamos a jugar al backgammon. Fue un sábado por la mañana, llovía y no teníamos nada mejor que hacer. Entre una partida y otra nos acostábamos y, mientras jugábamos, me hablabas de tus héroes y tus teorías. Me hablabas de Howard Roark, un arquitecto inquebrantable, un compositor de las piedras, un hombre duro entre las masas, y te declarabas en contra de la Ley de Jante, decías que los muchos no siempre tienen razón, que hay que creer en uno mismo hasta el final, y con esa sonrisa tuya, decías que eras como Howard, y cosas parecidas, luego ganabas la partida y después ganabas la conversación, al fin y al cabo yo no tenía ni idea de quién era ese Howard, tampoco sabía nada de arquitectura ni de otros tipos de construcción.
Pero te dabas cuenta de que no siempre me enteraba de lo que decías, de que no había leído lo que habías leído tú, ni visto lo que habías visto tú, ni pensado lo que habías pensado tú y, al darte cuenta de que no me enteraba, solías cambiar de tema, en eso eras considerado, de pronto empezabas a hablar de los árboles, de las nubes, de alguna leyenda del cine, de John Wayne, por ejemplo, de algo medio absurdo y medio gracioso. Y yo amaba tu risa, lo amaba todo de ti, así que me reía contigo, aunque en realidad tampoco hubiera oído hablar de John Wayne, sólo tenía veinte años. ¿Qué harás cuando te licencies en filosofía?, te preguntaba, y entonces me mirabas, como si no te cupiera en la cabeza que no lo supiera. Haré mi propia filosofía, decías, y luego nos echábamos otra partida y al final empezamos a apostar.
La primera apuesta fue sencilla. El que perdiera al backgammon tenía que salir a la calle en ropa interior, ir a la panadería y comprar pan. Éramos dos jóvenes demasiado felices, todavía no alcanzados por la normalidad inherente a todo. Me quedé en la ventana, mirando: mi flamante novio en calzoncillos por la calle, lo gracioso que ibas, el modo en que me saludaste con la mano y esa sonrisa tuya, esa sonrisa que nunca lograba averiguar si era espontánea o calculada. Había tantas cosas que no lograba averiguar… Lo que importaba, lo único que importaba, era que me dabas la sensación de que todo lo que hacías procedía de un amor desbordante, único y exclusivo, hacia mí. Y aquello acabó siendo lo nuestro: todos los sábados, cinco partidas de backgammon. El mejor de cinco, el peor de cinco, ésa era la cuestión, cada sábado una nueva apuesta. Dijiste que estabas abierto a casi todo, al fin y al cabo eras un hombre de ciencias en la facultad de letras, implicara lo que implicara eso, y yo también estaba abierta, de modo que acordamos avanzar. Para que tuviera un significado lo que hacíamos, eso de estar tirados en la cama lanzando los dados, había que jugarse algo, había que medir o computar algo. Y el sábado siguiente volviste a perder, esta vez fue peor, pero lo llevaste a cabo con absoluta superioridad. De nuevo te encaminaste a la panadería, de nuevo yo te miraba desde la ventana: mi novio, el hombre de mi vida, calle abajo, ataviado con unas braguitas y un sujetador, con mi ropa interior, con un calcetín metido en cada copa y el triunfo dibujado en el rostro. Vi cómo te aplaudían y me sentí orgullosa, me sentí contenta. Exageradamente contenta. Sabía que iba a vivir contigo para siempre, que nunca conocería a nadie mejor que tú, a nadie que encajara mejor conmigo. Decías lo correcto. Hacías lo correcto. Ya me conocías hasta lo más profundo, sabía que me deseabas y te ponía a prueba en cada portal, en cada umbral, como hacen los veinteañeros, como una pequeña ninfa recién enamorada.
Decías que me encontraba en plena revolución sexual. Tenías palabras para todo.
Las amigas, como es obvio, se fijaron en ti, en tu encanto y en tu jerga, en tu ductilidad natural. Ellas tenían novios inmaduros, chicos desgarbados y con acné que hacían la mili o trabajaban en un supermercado o repetían asignaturas que habían suspendido en bachillerato, o bien eso o bien no tenían novio, a algunas ni siquiera las habían follado aún, ni siquiera les habían metido mano, chicas desesperadas y cachondas embarcadas en una frenética búsqueda del hombre adecuado para terminar con esa virginidad que, a la larga, les resultaba tan incómoda. Yo veía cómo me miraban, lo que pensaban, lo que sentían, y nunca había estado tan orgullosa ni me había considerado tan afortunada. Ahí estabas tú con tus conocimientos, con tu lenguaje, con tu mirada, con esa manera de descorchar las botellas de vino. Y eras mío. Y vivíamos en un apartamento. Y cuando las amigas venían a vernos, algunas seguían en casa de sus padres, se sentaban en nuestro sofá y se dejaban servir vino hasta desbordarse. Recuerdo sus miradas erráticas y resplandecientes, seguramente iguales a la mía, y recuerdo lo que susurraban: Joder, qué bueno está, los modos de hablar de las chicas cuando están achispadas. Eras un extraño, eras un adulto, eras sabio y eras irrebatible. Tenías una pinta espectacular y decías cosas espectaculares.
Y un día dijiste algo verdaderamente espectacular.
Estaba hojeando el periódico cuando me topé con una foto de un tipo tirándose desde la torre del Oslo Plaza. Ése soy yo, dijiste, y miré al hombre en el aire, miré su figura borrosa, y efectivamente era alto y flaco. ¿Eres tú?, te pregunté, y asentiste con gesto serio, asentiste hasta que te reconocí, hasta que sentí una punzada.
Me enfadé, fue la primera vez que me enfadé contigo, aunque fingí estar más enfadada de lo que realmente estaba. ¿Por qué no me has contado que haces salto base? ¿Te das cuenta de lo peligroso que es eso? ¿Estás dispuesto a arriesgar nuestra vida? Ese tipo de cosas te dije. Pero, en el fondo de mi corazón, estaba un poco orgullosa. Más que un poco. Tenía un novio que era filósofo y se lanzaba desde edificios altos. Tenía un novio que me quería tanto que, por encima de todo, procuraba no inquietarme. No he querido preocuparte, dijiste, pero confía en mí, sé lo que me hago. Dijiste: Sólo es peligroso cuando no sabes calcular el viento.
Media hora más tarde, volvía a estar contenta. ¿Quieres ver una película?, preguntaste. Y quise. ¿Nos tomamos un vino?, dijiste. Y también quise.
La película estaba grabada con una cámara para casco, las vistas eran tuyas. Primero se veía el paisaje, las montañas y el fiordo, luego a los otros tres chicos. Estabais en Kjerag, había barranco por los cuatro costados, había cielo azul, paz y miedo. Y luego se veía el salto. Y luego se te veía a ti.
Me parecía inconcebible que fueras tú.
Dijiste que eras tú en tu momento más vital. Me contaste que el primero que se mató saltando al fiordo de Lyse también se llamaba Sebastian, pero que era de otro país.
Me resultaba incomprensible que dijeras algo así.
Esto eras tú: tu boca y mi boca, tu piel y mi piel, tu mano y mi mano, tu sonrisa y mi sonrisa. Y esto es todo lo que recuerdo del comienzo. Bocadillo: no hay ni un tú ni un yo.
4
La primera vez que viste a mi madre fue a mediados de noviembre. Llevaba todo el verano y parte del otoño en su casa de campo, adonde se retiraba a pintar, y tú estabas entusiasmado. Tienes una madre artista, cómo mola, decías. Te advertí que no sabía cocinar, pero aseguraste que te daba igual, que eso sólo confirmaba que era una auténtica bohemia, un verdadero cliché. ¿Y siempre ha sido artista?, me preguntaste. ¿Y qué tipo de cuadros pinta? Y de pequeña, ¿viajabas con ella cuando se iba a pintar? Te apasionaba esto del arte de mi madre, te parecía casi increíble que alguien se dedicara al arte en la realidad, casi dabas la impresión de no creerme. Yo me quedaba en casa, te respondí, cuando mi madre se marchaba a pintar, era mi padre quien me cuidaba. Y me preguntaste si mi padre también era artista, pero como no lo era, quizá careciera de interés.
¿Dónde está tu padre? Te bastó cuando respondí que no sabía dónde vivía. Lo dejaste estar.
*
El encuentro fue bien. Te pasaste toda la comida alabando sus tristes platos y, durante la sobremesa, mientras continuábamos con el vino tinto, te explayaste sobre el creciente papel del arte en el mundo capitalista. Se avecina un cambio de paradigma, anunciaste, y mi madre te miró y no te llevó la contraria. Dentro de cien años, proclamaste, cuando todas las civilizaciones estén en ruinas, nos daremos cuenta de que los codiciosos imbéciles que nos han gobernado hasta ahora se han limitado a embestir las fronteras territoriales y a masturbarse en los bancos, y en ese momento, cuando todo el mundo se dé cuenta, entrarán en juego los filósofos y los artistas, les llegará a ellos el turno de gobernar, igual que en la antigua Grecia, dijiste flameando en tu propia llama, ya veréis como todo vuelve.
Tenías confianza en ti mismo. Tenías saber. Lo tenías todo. Incluso cierta predilección por el expresionismo, que era el terreno de mi madre. Cuando te enseñó un cuadro de Ekeland y te preguntó qué pensabas, respondiste que te parecía bello, pero no tan bello como su hija. Te hacías infalible. Eras infalible. Mi madre mencionó algunos libros, los habías leído. Nombró algunas películas, las habías visto. Y al final empezaste a hablar sobre las distintas clases de uvas de vino y a mi madre se le pusieron los ojos como platos y no intentó ocultar su asombro. Sabes muchas cosas, Sebastian, dijo, y cuando te metiste en la cocina a fregar sus cacerolas chamuscadas, me dijo que confiaba en que siguiera tomando la píldora, pero me lo susurró guiñándome un ojo y me lo tomé como una buena señal. Mi madre se imaginaba que, en algún momento del futuro, le daríamos nietos, sólo que no todavía.
*
La primera vez que vi a tu madre fue en Navidades, nuestra primera Navidad, y fue otro tipo de encuentro. Fuimos porque estaba claro que teníamos que ir. Todo el mundo vuelve a casa por Navidad. Todo el mundo presenta a su novia en casa. Todo el mundo intercambia regalos por Navidad. Todo el mundo enciende velas. Y, sin embargo, se notaba que no te apetecía ir.
Durante los días previos, empezaste a hablar un poco sobre ellos, sobre esa familia de la que en realidad nunca me habías contado gran cosa. Me hablaste de tu abuela materna, que había sido una de esas mejores abuelas del mundo, pero que ahora estaba senil y no se podía charlar con ella. Y me hablaste de tu madre, que era médico, pero estaba de baja, me contaste cómo te remendaba de pequeño cada vez que te caías, cómo te cogía en brazos, te limpiaba las heridas y te las cosía sobre la encimera de la cocina, donde casi siempre tenía una masa creciendo para luego hornearla. Me dijiste que de pequeño te caías mucho, que eras muy lanzado y activo. Pero que tu madre era buena en lo que hacía, nunca habías tenido que ir al hospital ni nada por el estilo, tu madre procuraba siempre que regresaras enseguida al juego, que volvieras a la bicicleta, a los esquís o a lo que fuera que estuvieras haciendo. Tu padre, añadiste, también era bueno en lo que hacía, trabajaba mucho, se esforzaba. ¿A qué se dedica?, pregunté, y te vi apartar la mirada, tú nunca apartabas la mirada. Es taxista, dijiste al cabo de un rato.
En el tren parecías preocupado. Bebiste mucho e ibas constantemente al baño, pero no te servía de nada, estabas nervioso. ¿De qué tienes miedo? No recuerdo si llegué a preguntártelo, ni si en el fondo me importaba. Para mí eras un polo de atracción en ti mismo. Nunca te había visto nervioso, quizá ni siquiera me di cuenta. ¿Y de dónde eras? De Larvik o de Narvik, de Moss o de Voss, me daba igual. Nunca me importó la pequeña ciudad de la que procedías. Nunca me molesté en conocer la geografía que habías abandonado.
Por cierto, me dijiste, fue justo antes de que nos bajáramos del tren. Por cierto, mientras estemos en casa, es mejor que no me llames Sebastian, dijiste. En realidad me llamo Daniel, o más bien me llamo Daniel Sebastian, pero mis padres me llaman Daniel y les apenaría saber que he dejado de usar mi primer nombre, ¿vale? Y entonces se abrieron las puertas y nos bajamos y allí estaba tu padre con el taxi. Hola, hola, nos dijo, y metimos las maletas atrás, nos montamos en el coche, él encendió la radio y nos fuimos a tu casa, a vuestra casa, y cuando nos bajamos, tu patio nos estaba esperando y tu padre había arrancado antes de que llegáramos a la puerta.
Tu casa era sombría. Todas las paredes estaban pintadas de colores oscuros, todas las lámparas a medio gas. Había cientos de fotografías, pero ni rastro de la Navidad. Mi madre odia los duendecillos, dijiste, como si fuera algo especial, como si de alguna manera la convirtiera en una intelectual o algo parecido.
También tu madre era sombría. Sin embargo, su nombre era Solvor y se llamaba a sí misma Sol, y había en ella una calidez, al menos cierta amabilidad en la intención. Quería saber quién era yo y a qué me dedicaba en la vida, así que le hablé de mi trabajo en la guardería, de mis planes de viaje y de los estudios que quizá emprendiera con el tiempo. Vaya, así que trabajas en una guardería, dijo, encendiéndose un cigarrillo. ¿Dónde? ¿En qué sección? ¿Qué tipo de puesto tienes? ¿Cuántos niños? ¿Cuántos compañeros? Estaba muy interesada. Estaba muy interesada en los detalles. Quería hacerme hablar y hablar y hablar y, cada vez que yo creía que habíamos acabado, volvía a la carga. ¿Qué rutinas de sueño tienen los pequeños? ¿Cómo se organizan las comidas? ¿Quién es el principal responsable? ¿Quién es el principal responsable si pasa algo? Y todo el rato, mientras yo hablaba, durante todo aquel animado interrogatorio, tú permaneciste en el sofá junto a mí, rodeándome con el brazo, y ella frente a nosotros, en su sillón, todos con una copa en la mano, todos sonriendo mientras yo enumeraba las rutinas que seguíamos en mi centro de trabajo. Y asentías con la cabeza a cuanto yo decía. Y nunca la interrumpías.
Así que te gustan los niños, dijo por fin, una frase seguida de puntos suspensivos y luego un punto final o un signo de interrogación, no estaba segura, pero dije: Sí, claro que me gustan los niños, y entonces sonreíste, como aliviado, como orgulloso. Luego me levanté y dije que tenía que ir al servicio, aunque en realidad fui al baño a beber agua. Cuando volví, seguíais callados.
Empecé a mirar las fotografías. Había muchísimas. Tú de pequeño, por todas partes. Comenté lo mono que eras y tu madre me dedicó una breve sonrisa antes de meterse en la cocina. ¿Queréis cenar?, preguntó, y tú querías, estabas muerto de hambre. Durante la cena, tu madre se embarcó en el siguiente tema: los planes de viaje. ¿Por qué quería viajar? ¿Adónde quería ir? ¿Cuánto tiempo pensaba estar fuera? ¿Cómo pensaba financiarlo? ¿Planeaba hacerlo contigo? ¿Que si planeaba hacerlo contigo? Nos miramos y tú bajaste un poco la mirada. Claro que lo haré con él, dije, nos marcharemos tan pronto como acabe los estudios, ¿verdad, Daniel? Y entonces le tocó a ella agachar un poco la mirada, y volvió a hacerse el silencio.
¿No le has contado que vamos a viajar?, te pregunté al acostarnos. Claro que sí, dijiste, pero es una mujer de campo, ya sabes, no está acostumbrada a estas cosas. Y cuando me levanté a media noche para hacer pis, la vi en el salón, todavía en su sillón, todavía con una copa en la mano, como un fantasma y sin ninguna lámpara encendida. Y a la mañana siguiente, al levantarnos, continuaba allí. ¿No has dormido?, quise preguntarle. Pero no dije nada. Era una hoja de álamo temblón, tu madre. No me atreví a tocarla. No me atreví a tocar nada en tu casa.
Pasamos allí dos días. Dos días y una noche. Comimos albóndigas y bebimos ponche de Navidad. Fuimos a la residencia a visitar a tu abuela sin habla. Y tuvimos el sótano entero a nuestra disposición, allí no nos molestaba nadie. Fue una visita extraña, pero cuando nos marchamos, tu madre me puso la mano en la mejilla. Eres una chica linda, me dijo. Tenía la voz ronca y los ojos llorosos.
Luego llegó tu padre con el taxi. Hola, hola, le dijimos y él arrancó al son de su estrepitosa música. Cuando nos bajamos en la estación, nos dijo: Feliz Navidad, así, con énfasis; luego hizo una especie de reverencia con la cabeza y desapareció.
*
En el tren de regreso estabas más animado y locuaz, más tú mismo. La visita había ido bien y volvíamos a casa. Dijiste que les había gustado muchísimo y que estaban deseando que volviéramos pronto. La próxima vez, dijiste, en verano, dijiste, montaremos en moto. ¿Les he gustado?, te pregunté y asentiste con vehemencia, por supuesto que les había gustado y añadiste que, en el garaje, tenías una gran motocicleta que lamentablemente se te había olvidado enseñarme. ¿No vamos a volver hasta el verano?, te pregunté entonces, pero sería difícil porque tenías que prepararte los exámenes de fin de carrera, y además tu moto tenía nombre propio, dijiste, y alma propia, agregaste, podríamos recorrer el país entero con esa moto, sólo que primero tendríamos que ir a recogerla y lo haríamos después de los exámenes. Adivina de qué color es, me pediste, pero no llegué a hacerlo, era roja, roja y un poco negra, se te escapó, como si cargaras con algo enorme y delicioso que se te estaba derritiendo.
Fuimos a la cafetería y pedimos vino, querías beber, querías sentarte en la barra y avanzar a toda velocidad, y cuando te dije que tu madre parecía apenada, fuiste muy muy objetivo, podría haberme ahorrado tantos miramientos. No es nada raro que esté un poco deprimida, dijiste, al fin y al cabo está de baja, está exhausta y quemada, ha trabajado demasiado duro durante demasiado tiempo. Dijiste: Eso le pasa a la gente que es buena en su trabajo, que se esfuerza demasiado, y quizá también se sienta sola. Al fin y al cabo sólo me tiene a mí, ya sabes. Lo dijiste con una especie de sonrisa, sin atisbo de preocupación.