Índice


Singamia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Concepción
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Alumbramiento
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Puerperio
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
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Primera edición: mayo de 2017




Copyright © 2017, Míchel Suñén Montorio




© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
editor@edicionespamies.com



ISBN: 978-84-16970-09-4

BIC: FF



Diseño de la colección y maquetación de cubierta: Javier Perea Unceta

Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio

Fotografía del autor: Santiago Amo



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.





A mi madre.
A Noe, la madre de mis hijos.
A todas las madres del mundo,
en especial a las que lo tuvieron más difícil.






Singamia



0



Cuando los faros de su coche dejaron de iluminar el kilómetro 159,50 de la nacional 340, Alma Ollés todavía mantenía la esperanza de que aquella madrugada pudieran reunirse con las sombras del misterio. Conducía Emilio Quirón, un colaborador con el que trabajaba de manera ocasional, cuyo perfil hipster apenas podía contemplar en la penumbra que los rodeaba. Los ojos negros de Alma se clavaron en el espejo del retrovisor, mientras el cartel identificador del tristemente famoso camping de Los Alfaques terminaba de diluirse en esa noche fría, inhóspita y oscura que convertía el asfalto en una mancha negra, los árboles en siluetas inquietantes y los chalés del perímetro en sombras tenebrosas, gigantescas e irreconocibles.

—¿Qué hacemos, Alma? —le preguntó el conductor con esa voz cazallera, flamenca y envarada que transmitía una autoestima superior a su valía.

Su jefa le pidió seguir hasta San Carlos de la Rápita una vez más, antes de regresar definitivamente a Vinaroz, donde estaban alojados. Llevaban ya dos idas y venidas consecutivas por esa carretera y, comprensiva, asumió que su ayudante se encontraba fatigado. Con todo, miró a su alrededor de nuevo, cerró los ojos y trató de visionar el horror acontecido aquella tarde, treinta años atrás, cuando la monstruosa explosión de un camión cisterna cargado con veinticinco toneladas de propileno licuado se transformó en una bola de fuego, dolor, sinrazón y muerte que acabó con la vida de doscientas quince personas.

Hacía mucho frío fuera.

Radio Nacional emitía música alternativa que a ella le aburría. Sonaba tan tenue, sin embargo, que no le impedía concentrarse en sus sentidos. El sueño, consecuencia del desánimo, comenzó a hacer mella. Parpadeó para alejarlo. Cuando convenció a su acompañante para dedicar el fin de semana a investigar las presuntas apariciones fantasmales de bañistas sin rostro en ese trágico lugar, había tenido uno de sus presentimientos, así que estaba convencida de que iba a ocurrir algo. Pero, por lo visto, no iba a ser esa primera noche.

—Da la vuelta ya, Emilio, nos vamos a dormir. Mañana volveremos.

El Peugeot 307 giró tras dejar a mano izquierda el Camí de la Mestra, y enfiló de nuevo el trayecto de vuelta por la solitaria carretera. A pesar del sopor y la tranquilidad imperantes, apenas interrumpidas por el tenue soniquete de la radio, el sueño no venció a la investigadora. De nuevo en las inmediaciones del acceso al camping, el corazón de Alma se aceleró de pronto, comenzó a sentir una reconocible presión en las sienes y se vio obligada a permanecer alerta, callada, inmóvil en su asiento excepto la mirada, que barría la visión frontal de uno a otro lado igual que una cámara de vídeo 360º.

Emilio también se puso en guardia. No necesitaba haberla visto antes de aquel modo para sospechar que algo ocurría. No se atrevió a decir nada: redujo la velocidad, disimuló la tensión y aguardó el desenlace de lo imprevisible, cualquiera que fuera el modo en que se manifestase.

Habían recorrido media docena de kilómetros desde que abandonaron la periferia del pueblo marinero tarraconense cuando las luces largas del coche iluminaron, al borde de la carretera, una inesperada presencia femenina. El vehículo pasó de largo, junto a ella, algunos metros; el tiempo que le costó al conductor pisar el freno para detener el auto suavemente.

—¿Qué hacemos? —balbució, intranquilo, con las pupilas clavadas en el retrovisor que le devolvía esa imagen femenina inexplicable, con aquel frío y a esas horas de la madrugada, que caminaba hacia ellos, manteniendo los brazos pegados a su pecho y con una expresión indistinguible por la oscuridad—. ¿Quién crees que es, la chica de la curva? —Su inquietud crecía al tiempo que la mujer se aproximaba. Alma permanecía callada, girada sobre sí misma y mirando a través de la luna trasera con expresión ceñuda.

Fuera, la inesperada aparición caminaba lentamente hacia el vehículo. Despacio, pero sin vacilaciones. Conforme se acercaba, Alma empezó a apreciar mejor su aspecto: tenía el pelo largo, liso; arrastraba los pies al avanzar y parecía llevar una especie de túnica o vestido. La oscuridad le impedía ver su cara.

El chófer rompió el mutismo:

—¿Qué coño es eso?

Alma advirtió entonces que llevaba también un chaquetón de invierno, masculino, y botas de montaña. Quien fuera mantenía inclinada la cabeza, hacia abajo, como si tuviera miedo de tropezar con algo. Aquella imagen espectral no encajaba, desde luego, con las descripciones fantasmales que otros habían atribuido a aquella zona: familias de bañistas sin rostro ataviadas con ropas de baño, gorras con visera y cubos de metal, avanzando en perfecta línea recta, como flotando, por el linde de la carretera. Aquella presencia era diferente. Y continuaba acercándose en una posición extraña, con los brazos encogidos delante de su pecho. Con cuidado. Sin precipitarse.

—Pídeme que arranque ya, por favor. Dime que nos vamos…

Alma continuó, inmutable, su análisis visual. La aparición parecía llevar un bulto de ropa entre las manos, al cual dirigía su atención. Cuando los faros traseros la iluminaron, advirtió por vez primera los rasgos de su rostro: inexpresivo, cansado, lastimoso. No sonreía. No gritaba. No trataba de comunicarse, tan solo se acercaba.

—Vámonos, Alma, por tu madre; vámonos zumbando…

—No es un fantasma —dijo, por fin, la copiloto—. Desbloquea los seguros. Es una chica…, ¡tenemos que ayudarla!



El pobre Emilio continuaba al borde de un paro cardíaco. Si bien había empezado a acostumbrarse a trabajar con Alma, lo cual significaba perseguir lo misterioso, abrazar lo paranormal y estudiar lo incomprensible, llevar en el asiento trasero de tu coche a una desconocida con aspecto de chica de la curva no era lo mismo que conectar equipos para grabar psicofonías, colocar sensores de energía en edificios deshabitados ni editar los vídeos que la parapsicóloga publicaba en su web y en sus canales sociales.

El silencio podía cortarse con una palmatoria. La enigmática recién llegada se había sentado sin decir quién era. Miraba hacia abajo, al bulto que acurrucaba en su regazo. Ni siquiera había sido capaz de dar las gracias, de sonreír, de mirarlos a la cara…

—¿Cómo te llamas, cariño? ¿Qué te ha pasado, qué hacías ahí sola? —insistió Alma Ollés con tono suave, sin poder desviar su atención del agradable, aunque demacrado, rostro de la joven, que se mostraba tiznado de surcos lacrimosos y pequeños arañazos, alguno de los cuales todavía sangraba. Su cara era ovalada, delicada; sus ojos inquietantes, redondos, de un color indefinido que ocultaba su mirada baja. Tenía los labios pequeños y carnosos, aunque también resecos y cortados. El pelo negro, lacio y aceitoso, se desplomaba a ambos lados de su abrigo de manera desdeñosa. Sus manos, pequeñas y nervudas, se movían suavemente como si fueran de niña. Sus uñas eran mínimas, de tan mordisqueadas y rodeadas de padrastros como estaban. Todo su aspecto transmitía una profunda indefensión, y le inspiraba ternura.

Pero Emilio Quirón no pensaba de igual modo. Estaba convencido de que, en cualquier momento, la chica desaparecería y, quién sabe si entonces, el coche que conducía con más preocupación que nunca se saldría de la carretera.

—¿Adónde te llevamos? —volvió a intentar Alma, armada de paciencia.

Fue entonces cuando la muchacha levantó la cara para dirigirle una mirada profunda, desubicada, de grandes ojos castaños y aprensivos:

—Llévanos a casa, por favor.

Poco después, en el mismo instante en que un coche de la guardia civil llegaba al punto kilométrico en el que la habían recogido por azar, la cabina del Peugeot 307 se vio sacudida por un grito infantil, inesperado y angustioso, al que siguió un llanto inconsolable similar a los maullidos de un gato amenazado.



1



La habitación que habían reservado en la pensión de Vinaroz era más acogedora que espaciosa. De planta rectangular, tras avanzar por el pequeño pasillo que se abría al baño y al armario, quedaban a la derecha un par de camas individuales con edredones en gama de naranjas, animados y ligeros, que armonizaban bien con el cabecero de pino macizo que las encuadraba. Había una marina muy bonita sobre este, enmarcada con un perfil barato, pero resultón, en color azul plomizo, a juego con la tonalidad de las cortinas. El cuarto olía a limpio. A la izquierda estaba el escritorio —también de pino—, el espejo, el minibar y, sobre sus cabezas, un televisor coreano. El escenario se les quedó pequeño en cuanto pasaron los cuatro. Quirón fue el primero, solícito y dispuesto: encendió la luz y avanzó hasta el fondo para dejar sitio a sus acompañantes. La chica aparecida se mostró, de nuevo, un tanto reticente a permitir que la ayudaran, pero terminó de decidirse a entrar cuando sintió el contacto inesperado, pretendidamente cálido, de la palma de la mano de Alma sobre su omóplato. Tras el respingo defensivo de la joven, Alma caminó tras ella, cerró la puerta y le pidió que se sentara en la cama.

—No podremos ayudarte si no nos cuentas nada. —Se esforzó por ser amable y cercana con la desconocida—. ¿Quieres avisar a alguien?, ¿necesitas cualquier cosa?

—Solo quiero regresar a casa —repitió la chica.



Poco más de media hora antes, tras el chillido infantil inesperado que les congeló el alma en el coche, Alma se había dado cuenta de lo que ocurría: aquel no era un quejido de ultratumba, un eco fantasmal, ni siquiera el producto de una imaginación calenturienta en una mente confundida. Aquel sonido era, simple y llanamente, el llanto de un recién nacido. Su madre reaccionó deprisa: se desabrochó el abrigo sin dejar de mecer al nene con la mano libre y se manipuló el vestido hasta que consiguió sacar un pecho, hinchado y sonrosado por la leche retenida, con el que calmó al bebé en cuanto sintió el contacto del pezón en su boquita. El niño sorbió con gran vitalidad y el eco de sus llantos fue reemplazado por un chup chup intermitente, metódico, monótono, que sin embargo sonaba encantador.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Alma sin dejar de contemplar la pelona cabecita de la criatura.

—Jesús. Es hijo mío —se afanó en contestar como intranquila, como si hubiera un lado oscuro en su respuesta, que enfatizó abrazando al chiquitín aún más fuerte de lo que ya lo hacía.

—Es precioso. ¿Cuánto tiempo tiene?

—Cuatro o cinco meses.

A Alma le sorprendió sobremanera su dual contestación. Ninguna madre de las que ella conocía se mostraba insegura al ofrecer ese dato.

La presencia del chiquillo relajó la tensión en el vehículo. Emilio Quirón comenzó a calmarse conforme transcurría el viaje y la desconocida continuaba allí, sobre el asiento de cuero, amamantando al pequeño. Las luces de Vinaroz empezaron a advertirse en la distancia, y como la muchacha aún no les había dicho quién era ni adónde deseaba ir, interpretó que lo normal era seguir hasta su alojamiento, donde podrían decidir con calma qué hacer después con ellos.

—Yo soy Alma. Y tú, ¿cómo te llamas? —volvió a intentar ella.

—Judith.

—¿De dónde vienes?

La chica permaneció callada, aunque relajó el incómodo silencio elevando a su retoño con dulzura y dándole unos palmoteos en la espalda para que eructara.

—¿No vas a decirnos nada? Vale, como quieras. Si no sabemos dónde vives no podremos acercarte a casa…

Emilio estuvo a punto de afearle la conducta por su callada actitud, pero consiguió morderse la lengua justo antes de que su jefa encontrara la manera de hacer reaccionar a la misteriosa pasajera:

—Muy bien, Judith, no pasa nada. Si no contestas tendremos que dejarte en el cuartel de la Guardia Civil, tal vez a ellos los dejes ayudarte.

—Jesús es mi bebé, no quiero que nadie nos separe —susurró ella intentando contener, sin éxito, el temor que la embargaba.



Venancio Remón y Juan Carlos Mantilla eran dos serviciales agentes de la Benemérita con expedientes, biografías y personalidades contrapuestas. Venancio era un picoleto de estirpe familiar, criado durante la época del plomo entre tricornios y estrictas medidas de seguridad por un padre tan arisco como admirable y una madre entregada en cuerpo y alma a su familia. Lucía un ridículo bigote demodé, de cerdas enhiestas blanquecinas, que pretendía emular el imperial mostacho de su admirado progenitor; una tripa oronda impropia de un servidor del orden público y una mala leche legendaria en la comarca, que lo mismo era capaz de encararse con media docena de jóvenes empastillados y achantarlos sin darles ni un sopapo, que de montar un escándalo en su bar preferido porque le habían servido un carajillo aguado o un cortado frío. Era, en cualquier caso, un agente honrado, leal y puntilloso, que amaba al Cuerpo más incluso que a su vida. La vocación benemérita, como el nombre, la había heredado de su padre. La de Juan Carlos Mantilla, sin embargo, se le suponía. Era un chaval solícito, sociable, divertido y muy mal estudiante que había encontrado en la Guardia Civil un oficio acorde con sus expectativas. Cumplía de buen grado, sin embargo, con sus obligaciones; aunque aspiraba a poco más que a escapar de su decadente pueblecito turolense y encontrar una muchacha guapa, cariñosa, con la que casarse. Aunque, mientras tanto, no desaprovechaba las oportunidades de ligar que le ofrecía su uniforme, y libaba el néctar de las flores que encontraba en su camino sin ser capaz de comprometerse con nada, ni con nadie, que no fuera él mismo.

—No teníamos que haber venido.

—Vamos a bajar, Mantilla. El aviso decía que había una mujer abandonada. Debemos comprobarlo.

Venancio descendió del coche e iluminó a su alrededor con la linterna de la dotación, más allá de los haces de los faros, a un lado y otro de la carretera.

—Me da mal rollo este sitio —se quejó Mantilla, quien se aproximó a su espalda un tanto amedrentado—. Dicen que hay fantasmas.

—Supercherías —le replicó Venancio—. No digas bobadas.

Pero en realidad sabía mejor que nadie, después de tantos años en la zona, que un buen número de excompañeros de su confianza habían ofrecido testimonios y abierto diligencias de sucesos inexplicables en las inmediaciones del camping.

Profesional como pocos, en tensión y luchando por arrinconar el nerviosismo, inspeccionó a fondo la zona antes de volver al coche con su compañero.

—Avisa a la central de que no hay nadie —ordenó a su subordinado poniéndose al volante—. Hace falta ser capullo para dar un aviso falso como este.

Pese a todo, Venancio Remón condujo despacio por si localizaban a la mujer en el entorno.

Cuando llegaron al cuartel, estaba tan cansado que se durmió de un tirón hasta que llegaron unos inesperados visitantes.



Eran más de una treintena los testimonios recogidos de personas que aseguraban haberse encontrado, en los alrededores del camping de Los Alfaques, con figuras fantasmales de rostros calcinados, niños espectrales jugando al escondite, inexplicables sonidos de risas inquietantes y otros fenómenos incomprensibles. Algunos entendidos aseguraban, aplicando la teoría de la impregnación, que el dolor y el sufrimiento son dos sentimientos tan intensos que tienen la capacidad de permanecer anclados en ciertos lugares durante mucho tiempo. También había lugareños que contaban, solo ante los más cercanos, que allí se experimentaban sensaciones especiales, verdaderamente incómodas, como si se estuviera atravesando por una densidad anómala. Como si hubiera gente en el lugar sin descansar. Aunque es cierto que, en ocasiones, la psicología colectiva puede dar lugar a creencias o presuntas experiencias compartidas que, en realidad, nunca se producirían sin la influencia del grupo, ello no explica que forasteros desconocedores de la tragedia horrorosa de aquel camping, o de su ubicación, denuncien hechos similares en un mismo punto kilométrico. Ni que, a lo largo de los años, se hayan recogido numerosas diligencias de guardias civiles diferentes haciendo referencia a aparecidos itinerantes vestidos con ropa de baño alrededor del kilómetro 160 de la carretera nacional 340.

Fuera lo que fuera que ocurría en los alrededores del camping Els Alfacs, la mujer que se mordisqueaba el labio, recelosa, en la habitación de Alma Ollés y Emilio Quirón, y el bebé que acababa de dormirse, no eran un par de fantasmas, una alucinación ni un egregor de ninguna clase. Eran, eso sí, un enigma mayúsculo de carne y hueso que la pericia y la experiencia de la investigadora no conseguía, ni siquiera, empezar a desentrañar.

Desesperada, hizo una señal a su ayudante para que se acercara. Judith, la desconocida, los miró de reojo con aire de sospecha.

—¿Qué hacemos con ella? —le susurró Quirón, mesándose la espesa masa peluda de su barba.

—Sal fuera y dame un cuarto de hora antes de llamar al cuartelillo. Tengo la corazonada de que si nos quedamos solas tal vez me cuente su historia. Sea esta cual sea, me da que es algo gordo.

—¿Crees que ha secuestrado al niño? —se precipitó el barbudo.

—Lo dudo. Se ve al bebé muy seguro y tranquilo junto a ella. Solo hay que ver cómo mama.

—Entonces…

—Márchate, Quirón, voy a intentar averiguarlo.



2



La aventura continuó en el cuartelillo de la Guardia Civil. Alma y Emilio fueron invitados a acompañar a la autoridad, que en el primer momento tampoco fue capaz de arrancarle a Judith otra cosa que no fueran suspiros y expresiones de miedo. Como Venancio Remón apenas llevaba durmiendo un par de horas, y su sueño no había entrado todavía en fase rem, se levantó más despejado y calmado de lo que sus subordinados suponían. Con la eficiencia y la marcialidad que lo caracterizaba, asumió el liderazgo desde el primer momento y ordenó a Mantilla que comprobara el perfil de la recién llegada con los casos abiertos en España de desapariciones. También pidió que se estudiaran los archivos de maltratadores en la zona, así como si había alguna alerta sobre depredadores sexuales o tipos especialmente violentos. Antes de acudir a la sala en la que esperaban Emilio y Alma, se reunió con el agente Castañ, quien había recibido la llamada anónima que los había conducido a aquel punto kilométrico. El guardia no aportó más datos de los que había reflejado en el informe: describió una voz masculina, nasal, artificial y muy directa, que apenas hubo pronunciado su mensaje cortó la comunicación.

—¿Cómo está la mujer? —le preguntó a Mantilla.

—Callada. Centrada en su bebé. Es muy extraño: no parece especialmente asustada, pero los compañeros aseguran que reaccionó fatal cuando los vio en la pensión. Se acurrucó con el niño en un rincón del cuarto y hubo que arrebatarle al pequeño para que se moviera.

—¿Están bien ambos?

—Aparentemente sí, aunque la madre tiene unos pequeños arañazos en la cara y en las manos. Como si se los hubiera hecho andando entre vegetación. El niño parece que está sano. Pero, claro, hasta que no los chequee un médico…

—¿Y la pareja de testigos?

—Ella es la parapsicóloga esa tan guapa que sale en Telecinco.

Venancio Remón no hubiera mirado a un extraterrestre con menos cara de extrañeza.

Mantilla reaccionó a la defensiva:

—¿No sabes quién es? Es un pibón que sale algunas veces hablando de misterios y casos no resueltos. Y, al empezar la madrugada, presenta un programa de esos de videncia telefónica.

—Una aprovechada, vamos —terció, cortante, su superior.

—No lo parece. Siempre resulta convincente y muy sensata al hablar. Dedica mucho tiempo a investigar. —Carraspeó tratando de entender qué significaba la ceja levantada de su interlocutor—. El caso es que está trabajando en Los Alfaques para un libro, inspeccionaron la zona un par de veces y encontraron a la madre con el niño, casualmente.

—¿Y el otro?

—Es un barbudo ridículo, de esos que se creen modernos por llevar barbas antiguas. Pero no sé quién es, no le he preguntado.

—Ya veo que te interesaba más la chica —sentenció Venancio a medio camino entre la guasa y el zasca.



Se sucedieron los encuentros, las llamadas, las conversaciones, las reuniones y las investigaciones auspiciadas por Remón. El médico legal aseguró, tras un primer análisis, que la madre y el pequeño se encontraban bien, que no parecía haber indicios de agresión sexual y que la mujer mostraba síntomas de angustia. Sonaron los móviles, se cruzaron múltiples correos y la actividad adquirió un frenetismo inusual en una mañana como aquella. La aparecida se mostró nada dispuesta a la colaboración hasta que el agente la amenazó con encerrarla, quitarle la custodia del bebé y enviarlo a los servicios sociales para que le encontraran una familia de acogida. El guardia civil era un tipo colérico y, pese a sus numerosas cualidades, la paciencia no era una de ellas. Lo cierto es que, a partir de ese momento, la mujer cambió notablemente su actitud y todo fue más fácil.

Cuando Judith contó por vez primera su historia, uno de los agentes acababa de identificarla en otro caso abierto, y sus dos benefactores ya habían regresado a la pensión, después haber contestado a todas las preguntas, por lo que dormían a pierna suelta en sendas camas contiguas.



Alma Ollés era mucho más que una bruja mediática. Es verdad que se dedicaba a la videncia y al show business, como el simple de Mantilla había recordado al verla, si bien su historia personal era bastante diferente a la de la mayoría de sus colegas. Alma desconoce si nació o no con aquel don, pero fue a partir de los cinco años cuando empezó a ser consciente de que, en ocasiones, sentía cosas inverosímiles y presentía noticias. Ella no llegó a saber, hasta más tarde, que era lo que lo expertos de la parapsicología denominan una sensitiva. Y, desde luego, jamás llegó a pensar que se ganaría la vida de aquel modo.

En su juventud siempre fue buena estudiante. Se licenció en administración de empresas con una media alta y terminó su formación universitaria con ganas de comerse el mundo. Era joven, inteligente, segura y atractiva. Así que comenzó como becaria en una multinacional de bienes de consumo con la esperanza de iniciar, de aquella forma, una meteórica y sobresaliente carrera en el ámbito del marketing. Pero los contratos basura, la explotación laboral, las desconsideraciones y las jornadas abusivas se eternizaron de tal modo que decidió cambiar de aires, y lo hizo por completo, marchándose a Londres para perfeccionar su inglés e intentar abrirse un hueco en la City.

Le fue mejor allí.

Al cabo de unos meses había prosperado, e incluso firmó un contrato interesante para trabajar en el departamento de ventas de una marca líder del textil. Llegó a pensar que iba a echar raíces, se sentía bien en Londres, y su corazón se abrió al amor y al optimismo. Entonces tuvo aquel problema personal del que jamás hablaba, todo se torció y estuvo a punto de caer en una profunda depresión. Por fortuna consiguió reaccionar antes de la locura, gracias al apoyo de una gran compañera de piso y mejor amiga, que la sacó casi a la fuerza del Reino Unido para devolverla a casa. Y como Dios escribe recto con los renglones torcidos, aquella huida a la desesperada se convirtió en un punto de inflexión en su destino. Por necesidad, para ganar algún dinero con el que poder volver a independizarse de casa de sus padres, se dedicó a predecir el porvenir en algunos mercadillos medievales y descubrió que tenía la labia suficiente para sonar convincente. E incluso, en ocasiones, era capaz de percibir sensaciones de algún tipo a partir de las cuales acertaba al enfocar sus predicciones. ¡Lástima que no pudiera controlar a la carta esos presentimientos! Simplemente aparecían. De repente. Era incapaz de buscarlos, pero había aprendido a reconocerlos. Por eso no fue solo suerte cuando al ser entrevistada por un polifacético reportero de televisión, en el parque del Retiro y al tiempo que se concentraba en una bola de cristal, anunció que la selección española iba a ganar el mundial de Sudáfrica gracias a un gol de Iniesta, marcado contra Holanda casi al final de la prórroga.

Alma lo había visto en sueños, de una manera vívida y precisa, memorable, algunas madrugadas antes. Delante de la cámara lo predijo con naturalidad y simpatía, y aquel hecho casual, tras confirmarse al cabo de unos meses, la convirtió en un fenómeno viral muy productivo.

Es sabido que la suerte empieza en el lugar exacto donde coinciden la oportunidad y la preparación. Y como ella tenía formación, experiencia y talento para el desarrollo empresarial y el marketing de consumo, supo aprovechar la coyuntura y transformó el nombre de Alma Ollés en una marca emergente.

Aunque no estaba del todo satisfecha con su actividad profesional, excepto en lo económico, había decidido mejorar, ampliar conocimientos y esforzarse en incrementar su habilidad contactando con los más cualificados —Paloma Navarrete, Iker Jiménez, Clara Tahoces y Carmen Porter entre otros— para aprender de ellos. Así, se había incorporado al Grupo Hepta y había sabido aprovechar su popularidad para aumentar su capacidad profesional, su buen juicio y su solvencia… a la par que sus ingresos.



La historia que contó resultó vacilante, inconsistente, repleta de contradicciones. Se identificó como Judith Vivanco López. Nacida en Calatayud y residente en Zaragoza. Estaba soltera, tenía veinte años y trabajaba en una conocida cadena de moda. Hasta ahí, la información coincidía con el expediente digital que habían enviado sus colegas. También dijo que se encontraba bien, algo cansada y preocupada por su niño, e insistió en que quería regresar a casa de sus padres para recuperar su vida y poder cuidarlo como se merecía. Añadió que sus progenitores eran algo estrictos, pero que se llevaba bien con ellos. E inquirida por Venancio Ramón, aseguró que sus padres no sabían nada todavía sobre su embarazo, pero que estaba deseando ponerlos al corriente.

Cuando el guardia civil le preguntó cómo y cuándo había llegado a Los Alfaques, contestó que él la había llevado allí en su coche. Pero en cuanto el agente, poniéndose en tensión, intentó que le explicara a quién se refería, la declarante se negó a decirlo. El agente le preguntó de qué lugar venía.

—He estado secuestrada varios meses —añadió de una manera insensible, como si se estuviera refiriendo a haber estado conviviendo en casa de unos amigos, de vacaciones en un apartamento alquilado o de regeneración en un spa. Remón hojeó con rapidez la carpeta que incluía el informe sobre su desaparición y comprobó la fecha de la denuncia: 15 de abril de 2015. Hacía más de un año.

—¿Quieres decir que has estado retenida contra tu voluntad durante trece meses?

—Retenida sí. —Lo complicó aún más todo—. Pero no contra mi voluntad. Bueno, al principio sí, me costó un poco. Pero luego lo comprendí todo. Ha sido muy bueno con nosotros. Mi hijo se va a quedar conmigo, ¿verdad? —Recuperó la obsesión y repitió la cantinela que a Remón, lejos de incomodarlo, le permitió reflexionar sobre su testimonio.

—Descuida, vas a cuidar a Jesús. Pero tienes que decirnos cómo se llama ese hombre.

—No pienso hacerlo. Ha sido muy bueno —insistió Judith.

Tampoco quiso contar dónde había estado, ni a qué hora habían llegado a los alrededores del camping ni cuánto tiempo había tenido que esperar hasta que la recogieron. Tan solo comentó que, antes de marcharse, él le entregó su abrigo —lo cual le hizo pensar a Venancio que habría que solicitar el análisis científico de esa prenda— porque refrescaba más de lo previsto. Añadió, además, que nunca tuvo miedo, ni siquiera cuando se quedaron solos en medio de la noche en aquel lugar perdido, porque él le aseguró que pronto pasarían a buscarla, y ella confiaba ciegamente en su palabra.

Entonces… comenzó a llorar.

Se derrumbó como las Torres Gemelas durante el 11-S. Venancio le tendió unos pañuelos de papel y salió a buscarle un chocolate caliente de la máquina, el cual le templó el ánimo.

Una vez recuperada de su crisis, y por mucho que Remón le preguntó, ella continuó negándose a decir el nombre de su secuestrador, el lugar del cautiverio o cualquier otro dato que pudiera incriminarlo. Volvió a asegurar que los trataba bien y, por fin, aportó un detalle adicional interesante cuando comentó que la instaló en una habitación aislada, pero que al nacer Jesús ella se tranquilizó, se portó bien, entró en razón y, como recompensa, les permitía subir a casa en numerosas ocasiones.

Interrogada al respecto por Remón, Judith negó con verosimilitud que ese hombre fuera el padre de la criatura.

Pero a continuación también rehusó de nuevo desvelar su nombre, lo que obligó al guardia civil a considerar que tal vez pudiera estar mintiendo.

—¿Qué va a pasar con nosotros?

Como en realidad aquella mujer no había hecho nada malo, excepto callar por miedo, protección o lo que fuera, no procedía retenerla. Así que le explicó que estaban intentando contactar con su familia, y que le aconsejaba permanecer en el cuartel hasta que sus padres llegaran.

A Judith le pareció adecuado.

Y por primera vez, quizás porque entendió que lo peor ya había terminado, entornó los ojos, parpadeó y se quedó traspuesta, olvidándose por un instante de que Jesús no estaba entre sus brazos.



Alma Ollés no era, en realidad, una periodista, pero había aprendido a comportarse como si lo fuera. A fin de cuentas, era también una investigadora, aunque de un tipo distinto. No conseguía quitarse a Judith de la cabeza… ni, sobre todo, lo que había presentido cuando se quedó a solas con ella. Había cambiado su interés: en aquel momento, los aparecidos espectrales del camping le interesaban mucho menos que los físicos. Emilio Quirón, por otra parte, se encontraba enfurruñado. Enfadado, porque su imaginación le había vuelto a jugar una mala pasada, ya que había interpretado erróneamente las intenciones de Alma en relación con su persona. Cuando le pidió el favor de acompañarla a la costa y compartir su habitación para ayudarla en la documentación para su libro, su vanidad le hizo creer que ella ocultaba, en realidad, algún tipo de intención sexual que a él le encantaba. Habían bastado un par de días para constatar su error, y no estaba seguro de haber logrado disimular sus expectativas sin que se diera cuenta. «Qué vergüenza —pensó—, estoy haciendo el ridículo como un adolescente». Emilio Quirón también estaba aburrido, lo cual fue, probablemente, la antesala del mosqueo. Porque cuando tenía tiempo hueco le daba por pensar y, cuando lo hacía, siempre se hería a sí mismo. Y en ello estaba.

Se había cansado de dar vueltas por las inmediaciones de la pensión y no sabía si debía sentirse o no preocupado por la ausencia de Alma. Había desaparecido a primera hora del día: cuando él se despertó a eso de las nueve, ya no la encontró en su cama. Era casi mediodía y no sabía nada de ella. Ni una llamada, ni un triste whatsapp, nada de nada.

—Si yo fuera el sensitivo lo tendría todo claro —se vaciló a sí mismo sin conseguir animarse.

Volvió a llamarla una vez más. Y al fin, ella, displicente, le respondió de un modo esquivo:

—Estoy trabajando, Quirón, tengo una cita. Te llamo en cuanto pueda.

Y colgó sin darle tiempo a hablar, dirigiendo una vez más la nebulosa de su desazón desde la razón al sentimiento.



3



Alma regresó radiante, espléndida con una blusa en color rojo carmín con estampado paisley y una falda de vuelo que enmarcaba sus largas y bronceadas piernas. Llevaba la melena suelta, dibujando bucles y caracolillos dinámicos que subrayaban la belleza de su moreno rostro. Se había maquillado suavemente, lo cual no solía hacer cuando estaba trabajando —Quirón lo sabía bien—, salvo, por supuesto, antes de entrar a un plató. Le dedicó una amplia sonrisa de dientes blanqueados, perfectamente alineados, y ojos chispeantes.

—¿Dónde has estado? —Fue incapaz el hipster de disimular el tono de novio molesto que deseaba evitar.

Ella no entró al trapo. Le agradecía su colaboración y no deseaba ponerse a mal con él, pero tampoco era quién para exigirle nada más allá de las fórmulas de cortesía profesional y el abono de los emolumentos acordados. Sintió el vacío en sus tripas antes de consultar el reloj: eran las 3:25 de la tarde, así que lo invitó a comer en un restaurante cercano, con la promesa de que lo pondría al corriente mientras tanto.

—He estado con Mantilla, el guardia civil más jovencito, y he conseguido sonsacarle algunas cosas —comenzó a explicarle en cuanto el camarero les extendió el hule sobre la mesa—. Judith ha estado secuestrada más de un año. Ha tenido a su hijo en cautividad y apenas ha colaborado con la Benemérita. Dice que el tipo ha sido muy bueno con ellos, que los ha tratado bien y que le está agradecida. Han avisado a sus padres y se va a marchar con ellos a su casa. Vive en Zaragoza.

—¿Como tú?

Alma Ollés era una maña de sangre mezclada. De madre andaluza con ascendencia gitana y padre brasileño, era la suya una belleza étnica y exótica, consecuencia del intercambio selectivo de genes de ambas razas. No era especialmente alta, pero sí impactante. Las curvas femeninas de su cuerpo resultaban sugerentes y sensuales, si bien era cierto que su vena pudorosa, firmemente arraigada, le impedía explotar esa faceta física y no solía utilizar vestidos, tops ni camisetas ajustados. En realidad, tenía un cierto complejo, desde la adolescencia, por el llamativo tamaño de sus pechos. Sus ojos eran negros, rasgados y magnéticos; su tez morena, su boca grande, expresiva, y su nariz un tanto aguileña, lo que otorgaba al conjunto facial un matiz de imperfección que lo embellecía más.

A su regreso de Londres pasó varios meses viviendo en Zaragoza, pero sus inicios como tarotista la convirtieron en una mujer itinerante, que no dudó en afincarse en Madrid cuando la televisión le abrió las puertas de la fama. Con todo, solía pasar los fines de semana en casa de sus padres —sobre todo ahora, que le había salido un nuevo trabajo en la ciudad del Ebro.

—¿Qué plan tenemos esta tarde? —le preguntó el colaborador en cuanto terminó su sintética explicación, mientras miraba de reojo el plato de macarrones con chorizo que acababan de servirle—. ¿Vamos a volver a Los Alfaques?

Alma también se había hecho esa pregunta. Verdaderamente, no había ningún motivo para dejar de hacerlo. La editorial le había entregado un anticipo jugoso a cambio de los derechos de su libro sobre misterios ocultos. La irrupción de aquella mujer y su bebé no cambiaba nada, aunque ella no podía alejar esa sensación extraña, opresiva y envolvente que le hacía desear dedicar su tiempo y su atención a ese suceso. Masticó despacio sus acelgas con jamón, mirando a su interlocutor con confianza, hasta que volvió a advertir en él esa expresión desconcertante de corderito débil, vulnerable, con la que los enamorados inseguros suelen contemplar al objeto de su anhelo.

De momento no se le ocurría nada más que hacer allí en relación con Judith, salvo dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Además, ambos se sentirían más cómodos si continuaban trabajando según los planes iniciales.

—Si te parece bien, en cuanto terminemos de comer regresaremos al camping. Quiero echar un vistazo por dentro y ver qué siento. Vamos a llevar la cámara, será mejor que me grabes por si sucede algo extraño.



La inmensa corpulencia del empleado solo era comparable a la amabilidad con la que atendía a todo el mundo en su puesto de trabajo. Pedro Buendía era un tipo enorme, de esos que necesitan un tallaje especial para poder vestirse. Su metro ochenta, largo, de estatura le habría conferido un aire saludable de no haber sido por la extrema gordura que lo acompañaba. La camisa, holgada en los colgadores del centro comercial, se le ceñía al pecho, las axilas y la barriga mostrando una presencia «michelín» que era la consecuencia de una prolongada dieta descuidada, impulsiva y voraz con predominio de rebozados, potajes, embutidos, dulces industriales y carnes magras. El apetito de aquel hombre era tan sublime como el celo que ponía al relacionarse con los otros. Era un profesional ejemplar, un trabajador polivalente y discreto que se adaptaba a las necesidades de la clínica, y desempeñaba su papel con eficiencia. Su puesto, en realidad, era un híbrido entre administrativo y celador. Había entrado a trabajar dos años antes para llevar la contabilidad y la base de datos de clientes; pero enseguida comenzaron a aprovechar su experiencia sanitaria, su corpulencia y su incapacidad para negarse a hacer favores para solicitar su colaboración cuando se trataba de mover una camilla, cambiar algún equipo médico de sitio o acompañar a cualquier paciente a algún lugar concreto. Todos tenían al Gran Pedro, como lo apodaban cariñosamente, en gran estima.

Y como su puesto de trabajo se encontraba en la secretaría, justo detrás del mostrador de recepción al que se dirigían los recién llegados, no era infrecuente verlo atender a alguno de ellos, recoger sus datos para cumplimentar el expediente de ingreso o esforzarse por solucionar las dudas que le planteaban.

A la gente le encantaba su sonrisa. Era sincera, amable, inspiradora. Y transmitía tanta humanidad como su sombra, por lo que la paciencia, la delicadeza y la empatía con la que los atendía le garantizaban su agradecimiento de inmediato. Tanto era así que, muchas veces, cuando regresaba alguno de estos clientes a los que había recibido, preferían volver a hablar con él a hacerlo con la recepcionista. Como era una clínica cercana, y a fin de cuentas le restaba trabajo a su compañera, esta lo aceptaba de buen grado y le cedía a él su responsabilidad en tales ocasiones.

El doctor llegó puntualmente con su habitual aspecto de prohombre: repeinado, elegante, con su traje impecable de confección italiana, esta vez de un exclusivo gris marengo, y una corbata estrecha color plomizo que le quedaba muy bien.

—Buenos días a todos. —Saludó cordialmente a los presentes, poniendo una especial atención en las personas que lo miraban desde la sala de espera—. ¿Ha llegado la paciente?

—Sí, doctor, está un poco nerviosa —le respondió la secretaria, retirándose un mechón con un gesto coqueto e inconsciente—. Ya está preparada junto a la ecografía, el quirófano está listo.

—Perfecto. Voy a echarle un último vistazo a su informe y la intervendré en unos… —consultó su llamativo reloj— quince minutos.

Justo en ese instante, los sensores de la puerta de entrada se volvieron a activar, dejando paso a una pareja de chavales, titubeantes, que miraban a su alrededor con expresión de susto. Desde el mostrador, la administrativa les dedicó su sonrisa más conciliadora, lo cual aprovechó el muchacho para instar a su compañera a adelantarse.

—Venimos a informarnos —pronunció con la voz entrecortada, los ojos encarnados y el aire compungido.

—Muy bien, cielo, has venido al sitio idóneo.

»¿De cuánto estás, mi vida?



Mientras la recepcionista acompañaba a la pareja de chavales a una salita interior de aspecto discreto y relajante, y los invitaba a sentarse en un mullido sofá para esperar a la enfermera que iba a informarles, el doctor Diosdado había terminado de leer el historial y la analítica sanguínea de Alicia Ripoll y se lavaba las manos escrupulosamente, distendido, preguntándose si había llegado el momento adecuado para reemplazar su coche actual por un cupé de lujo al que había echado el ojo. La intervención que le aguardaba era un caso sencillo, mecánico, con mínimas posibilidades de torcerse. Desde luego, el suyo era un oficio rentable. Encontró a la joven tumbada en la camilla, con los pies descansando en los estribos y el camisón verde corporativo, suave y sedoso, ligeramente levantado a la altura de la pelvis. Con el celo habitual, había comprobado el resultado de la última ecografía: Alicia estaba embarazada de once semanas y tres días, y había solicitado ser sedada para afrontar el desenlace con más calma. El médico, comprensivo, le dirigió una sonrisa y unas palabras amables, alentadoras, antes de sentarse a los pies de su camilla. Enseguida localizó en la pantalla del ecógrafo el embrión, que mantenía el dedo dentro de la boca y cambiaba de postura lentamente.

Al comprobar que tenía junto a él el utillaje médico, le dedicó a su enfermera asistente un gesto silencioso para confirmarle que todo estaba en orden. Por último, aproximó en un acto reflejo la punta succionadora hacia su mano antes de iniciar el procedimiento, tranquilo, diligente, colocando los dilatadores en el cuello uterino mientras le preguntaba a su ayudante cómo le había ido el fin de semana.



—La interrupción voluntaria del embarazo es, hoy en día, un procedimiento seguro y muy sencillo —les contaba con aire delicado, repitiendo las palabras y las técnicas de persuasión que le habían enseñado en el curso de formación interna de la empresa—. A vuestra edad es la mejor solución. En unas pocas horas vuestro problema habrá desaparecido.

»En tu situación —continuó tras sonreírles—, que estás de tan poquito, te aplicaríamos el método de Karman: dilatación y aspiración. Se trata de un procedimiento no quirúrgico y muy rápido: dura, como mucho, diez minutos. Al terminar te sentirás perfecta, quizás manches un poquito, como si tuvieras la regla, pero es lo único. Podrás volver a trabajar al día siguiente.

—¿Qué significa «no quirúrgico»? —se interesó la joven.

—Que no hay que hacer cortes ni incisiones. El médico utiliza las aperturas naturales de tu cuerpo para sacar lo que sobra.

—¿Tendrán que anestesiarme?

—Lo habitual es aplicar una anestesia local muy suave, aunque algunas chicas prefieren la anestesia general o la sedación. Lo haremos a tu gusto.

—Ella es búlgara —intervino el muchacho—, no tiene la nacionalidad. ¿Cuánto vale?

—No os preocupéis por eso. —La empleada reaccionó al quite—. Muchísimo menos de lo que os costaría mantenerlo. No llega a quinientos euros. ¿Sois mayores de edad?

Ambos asintieron, aunque la chica matizó que acababa de cumplir los dieciocho.

—Genial. Si os hace falta, podemos ofreceros financiación a tres meses con un crédito al consumo.

Como no tenían nada más que preguntarle, y parecían convencidos por sus argumentos, la cualificada profesional se animó a cerrar la venta:

—En nuestra clínica trabajan profesionales con más de quince años de experiencia. Nuestro servicio es ágil, discreto, superrápido: no tenemos lista de espera y os aseguramos una atención personalizada. Si estáis interesados, podríamos citarte el día que tú quieras. Lo primero es hacer un preoperatorio: te verá el doctor, un gran profesional que te transmitirá confianza, para elaborar tu historia clínica y realizar la datación ecográfica. Tendrás que hacerte un análisis de sangre, firmar los consentimientos y, a continuación, solo te quedará elegir el mejor día para la ive. Nosotros te daremos un papel con las indicaciones oportunas. —Se dirigió a su acompañante—: ¿Vendrás con ella? Estupendo, tu apoyo es importante.