¿Por qué Damasco?
Tomás Alcoverro
Prólogo de Miguel Ángel Moratinos
Epílogo de Plàcid Garcia-Planas
Primera edición: marzo de 2017
© del texto: Tomás Alcoverro
© del prólogo: Miguel Ángel Moratinos
© del epílogo: Plàcid Garcia-Planas
© Foto de portada: Hebbo / Reuters / Cordon Press
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Mi buen amigo Tomás Alcoverro me solicitó escribir el prólogo de sus relatos orientales a la hora en que la razón biológica se impone y lo que parecía un imposible se hace realidad. Tomás dejará su puesto como corresponsal en Oriente Próximo para convertirse en observador independiente de este complejo Levante. Estoy seguro que su vocación y compromiso con esta región no le llevará a abandonar su Beirut amado y así todos sus lectores podremos seguir leyendo y aprendiendo de su larga y fructífera trayectoria profesional.
Nuestro país siempre tuvo una intensa vocación africanista, dirigida esencialmente hacia Marruecos y el Magreb. Sin embargo, son pocos los españoles que decidieron ampliar su campo de visión y adentrarse en ese Oriente Próximo tan esencial para entender los orígenes del propio ser de Europa. Tomás Alcoverro es uno de ellos.
Conocí a Tomás Alcoverro en uno de mis primeros viajes como Director General de África y Oriente Próximo para acompañar al aquel entonces Ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, en su visita al Líbano. Recuerdo que Tomás acudió al aeropuerto y que en la misma sala de autoridades me entregó una fotocopia con un artículo suyo en el que narraba la visita de Gregorio López Bravo a esa capital dos décadas antes. Los titulares de la crónica de la citada visita coincidieron totalmente con lo que Tomás Alcoverro escribiría más tarde sobre el desplazamiento de Javier Solana: "El proceso de Paz en Oriente Medio. Crisis energética. Desarrollo de las relaciones bilaterales…" Nada parecía haber cambiado en ese escenario medio-oriental.
Unos años más tarde volví a encontrarme con Tomás, yo había sido nombrado enviado Especial de la UE para el Proceso de Paz de Oriente Medio. Los titulares seguían siendo los mismos y desgraciadamente, a lo largo de los últimos veinte años que dura nuestra amistad y durante los cuales nos hemos encontrado en multitud de ocasiones, la triste realidad es constatar que la diplomacia internacional ha sido incapaz de llevar una paz definitiva a la región.
Tomás Alcoverro ha sido testigo directo de las múltiples guerras y conflictos en Oriente Medio, pero principalmente de la dramática tragedia libanesa. No hay capítulo de las últimas décadas de la historia del Líbano que no haya sido descrito por Tomás. Los horrores de Sabra y Shatila. La propia guerra civil libanesa. Los acuerdos de Taef. La retirada de Israel del sur del país. El asesinato de mi buen amigo Rafik Hariri. Las tensiones con Siria. El origen y el desarrollo de Hizbulah. O incluso la llegada de las tropas españolas para participar en la operación de UNIFIL.
Para los interesados en Oriente Próximo y en el Líbano era una garantía el poder contar con la experiencia y objetividad en la información y la explicación de todos estos acontecimientos por parte de Tomás Alcoverro. El diario La Vanguardia es sin duda uno de los pocos periódicos que siempre ha apostado por la figura del corresponsal en el exterior. Es una decisión que siempre he defendido y apreciado por parte de este diario catalán. Con la salida de Tomás Alcoverro se pierde a un observador aventajado. Me imagino que las noticias sobre Beirut seguirán publicándose, pero las causas, las consideraciones, el engranaje interno de por qué estos acontecimientos ocurren no podrán ser explicados con la claridad y la buena pluma de un gran periodista, de un gran corresponsal que siempre supo entender la relevancia de este Levante tan poco entendido por muchos europeos.
Tomás Alcoverro siguió al pie de la letra el famoso dicho del General de Gaulle en su célebre primer viaje a Oriente Próximo: "Je m’envole au Levant complexe avec des idées simples". Tomás Alcoverro vive en ese complejo Oriente Próximo, y gracias a la lectura de sus crónicas nos ha ayudado a entenderlo y a enriquecer nuestro conocimiento de manera más sofisticada y menos simplista.
Querido Tomás, sigue escribiendo sobre ese Mediterráneo Oriental tan esencial para todo el mundo.
Miguel Ángel Moratinos
Ex ministro de Asuntos Exteriores de España
Es muy fácil especular sobre las cuestiones de Oriente Medio, pero es también imposible prever su desarrollo y, a veces, su espectacular evolución. No hace falta repetir que nadie había previsto, ni aquí ni allí, esta prematuramente denominada primavera árabe o nueva independencia árabe, ni mucho menos su inicial y rápida extensión al norte de África y después a los países del Levante y a los estados monárquicos del Golfo. Siria presumía, y muchos también lo creímos, de ser una excepción a este movimiento de masas que exigen libertad y democracia. Se aducían diversas razones, como su política exterior, inspirada en el nacionalismo y la dignidad árabes, tanto respecto a la defensa de los derechos palestinos como al hecho de que el régimen de Bachar El Asad, a diferencia de los de Ben Ali en Túnez y Mubarak en Egipto, nunca fue un aliado de EE.UU.
La presunta solidez y fuerza disuasoria de los omnipresentes servicios policíacos de represión, la base compacta formada por el partido Baas, el ejército y el núcleo alauí, donde funda su poder El Asad, estaban siempre presentes a la hora de sopesar las amenazas que podrían sacudir a la única república hereditaria árabe.
A las cuatro semanas de manifestaciones antigubernamentales −saldadas con violentas represiones, en medio de la implacable decisión de cerrar el país a cal y canto a periodistas nacionales y extranjeros− se plantea cuál puede ser el final de la más grave crisis interior que padece el régimen baasista desde 1982. Entonces el ejército de Hafez El Asad, padre del actual presidente, aplastó la rebelión de la cofradía suní de los Hermanos Musulmanes con la cruel represalia en Homs y en Hama, que mató a 20.000 personas.
Aunque es imposible poner la mano en el fuego, la opinión más extendida es que ni el presidente Bachar El Asad ni su régimen están, por ahora, en peligro. Siria, a diferencia de Egipto y de Túnez, es una sociedad de variada composición étnica (árabes y kurdos) y religiosa (por un lado musulmanes, divididos ante todo en suníes y alauíes, y por otro cristianos). A diferencia del Líbano, el censo de su población no es de base confesional, porque todos los sirios se consideran de manera uniforme ciudadanos. El último censo confesional es de 1962. Las estimaciones actuales precisan que los árabes son el 84% de la población y los kurdos, el 12%. Los musulmanes son mayoría, con el 70% de suníes y el 12% de alauíes, y el resto repartidos entre drusos, chiíes, ismailíes… Los cristianos ortodoxos, católicos de diversos ritos −en Damasco tienen sus sedes los patriarcas greco-ortodoxo, greco-católico y siriaco-ortodoxo − agrupan al 9% de los habitantes.
En estas manifestaciones participa una parte de la población suní, pero no sus clases medias mercantiles y de las grandes ciudades como Damasco y Alepo, que han prosperado con su inicial apertura económica. Es esta minoría silenciosa, la burguesía suní, la que entre la tentación de los cambios y el dilema de las reformas, prefiere la estabilidad política, más libertad individual, que la democracia.
El Asad cuenta con el inquebrantable apoyo de la minoría alauí gobernante. Pero el régimen funciona también con la integración de suníes y de cristianos, que están percatados de que es la mejor defensa contra las tendencias islamistas subyacentes.
El régimen sirio desde Hafez El Asad, con su vocación estratégica regional, ha conseguido, pese a su alianza con el Irán chií, persa y teocrático, mantener buenas relaciones con las dos potencias suníes vecinas, Arabia Saudí y Turquía. Fue a través de los diplomáticos turcos como inició sus contactos indirectos con Israel, ahora abandonados. Con sus relaciones con los palestinos de Hamas y, sobre todo, con los chiíes del Hizbullah libanés, extiende sus tentáculos más allá de sus fronteras. Su influencia en Líbano continúa. La vecindad con Irak le otorga además un papel destacado en el conflicto de aquella desgraciada república, aunque sólo sea por el hecho humanitario de que alrededor de dos millones de iraquíes viven en su territorio.
Eliminar el régimen autoritario de Damasco sería destapar una caja de Pandora, llena de peligrosas consecuencias regionales. Ni EE.UU. ni Israel, ni Arabia Saudí, ni Jordania, ni la mayoría de los países de Oriente Medio, que desean mantener el statu quo regional, quieren la desestabilización de Siria. Sólo un efectivo cambio de la relación interna de fuerzas podría variar su pragmática actitud respecto a El Asad.
Ilusionado aprendiz de corresponsal, casi recién llegado a Beirut, un buen día del invierno de 1970 pasé horas calentándome cerca de una primitiva estufa con chimenea, en el destartalado despacho de la frontera siria de Masnaa. Un funcionario del control de pasaportes, enfundado en un viejo abrigo militar, con un pasamontañas protegiéndole la cara del frío, se apiadó de mí, que esperaba con paciencia el visado de entrada, y me invitó amablemente a compartir su té que había calentado sobre la estufa. Llegada la noche, defraudado, regresé a Beirut, a sólo un centenar de kilómetros, con las manos vacías. Había querido viajar a Damasco porque se estaba tramando un golpe de estado del ministro de Aviación, el general Hafez El Asad, contra el gobierno sirio dirigido por el presidente de la república, Al Atassi, y el secretario del partido Baas, Al Jedid, empeñados en una política radical y en la guerra popular al estilo chino de la época.
Hafez El Asad, padre del actual presidente, bautizó su pronunciamiento palaciego como un «movimiento de rectificación» en el seno del omnipotente partido Baas en el poder. Fue la primera vez que Siria me cerró las puertas sin contemplaciones. No conseguí que estampasen el anhelado visado en mi pasaporte. Los corresponsales de prensa no eran bien recibidos en las orillas del Barada, eterno aprendiz de río de Damasco. Todas las gestiones de Núñez Aguirre de Cárcer, gran embajador español acreditado en la capital de los Omeyas, fueron inútiles. Tuve que escribir en Beirut, que era entonces la meca de los corresponsales de prensa del Oriente Medio, mis crónicas de aquel importante episodio de la historia contemporánea de la región.
En aquellos tiempos en que contábamos sólo con el télex, con comunicaciones telefónicas muy precarias, con un drástico régimen de censura, era frecuente que fuesen «viajeros procedentes de Damasco», como decían las gacetillas, los que esparciesen las noticias de Siria. La vecina república cultivaba el secreto, era impenetrable, sus dirigentes se encerraban en la opaca ciudadela baasista, la gente tenía miedo a hablar por los omnipresentes mujabarats o agentes de inteligencia, y los periódicos, la radio, la embrionaria televisión, estaban sometidas al Estado. El contraste entre ambas ciudades, la tolerante y mediterránea Beirut y la adusta, ensimismada, antigua ciudad de los Omeyas, era muy profundo y especialmente en el estilo de sus órganos de información. El éxito, la trascendencia de los periódicos de Beirut se debía a que era una prensa privada, casi sin límites en su libertad de expresión. La capital libanesa fue un ágora abierta a los cuatro vientos, tierra de exiliados políticos, de intrigas, conjuras y maquinaciones de golpes de estado en los países vecinos, laboratorio de toda clase de ideologías y de proyectos revolucionarios árabes.
Nadie se atrevía en Damasco, en las embajadas, a pergeñar despachos e informes, pacientemente cifrados, hasta que no llegase la prensa de Beirut, a veces bloqueada en la frontera, o censurada por las autoridades en la capital. Si Beirut era la sede de agencias internacionales de prensa, de corresponsales de todo el mundo −la Guerra Fría latía con fuerza en Oriente Medio− se contaban con los dedos de la mano las oficinas y los periodistas de medios extranjeros consentidos en Damasco.
La AFP era una de las raras organizaciones informativas permanentes, con su despacho en la plaza del Banco Central donde hace unos días se manifestaron los partidarios del Rais (presidente) Bachar El Asad. Su director, casi siempre un periodista de nacionalidad siria, se limitaba a efectuar un trabajo discreto, tratando siempre de no indisponer a las autoridades sirias. Cuando permanecí en el año 1976 unos meses en Damasco, a causa de la terrible guerra incivil libanesa, no había corresponsales extranjeros e incluso los aparatos de télex eran muy raros. Fue gracias a José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores, que pude enviar mis crónicas a La Vanguardia y a El País, que por un tiempo las compartió, a través de la embajada española en Damasco.
Siempre fue difícil para un periodista lograr un visado sirio.Debía conseguir la aprobación del Ministro de Información. Debía solicitarse con tiempo y paciencia y obligaba, una vez obtenido, a presentarse en las oficinas del Ministerio en la sede del Baas, a la llegada y a la salida, en este caso para contar con el permiso de cruzar la frontera de regreso del viaje. Con el ministro Bilal, que fue excelente embajador en Madrid, mejoró el acceso a Siria de los corresponsales extranjeros. El gobierno del Rais Bachar El Asad se esforzaba en romper su impuesto aislamiento internacional.
Ayer como hoy, Beirut es la mejor plaza para informar de Siria por la cercanía, el volumen, la facilidad con que llegan sus noticias, sobre todo, como hace cuatro décadas, cuando vive una situación excepcional. El enraizado estilo secreto sirio, impenetrable, su gusto por las prohibiciones, ha hecho que Beirut sea los ojos y oídos de Damasco.
El oficio de corresponsal de prensa en estos países del Oriente Medio es peculiar. Una de las circunstancias determinantes para poder ejercerlo es contar con un visado. En estos Estados, a menudo levantados sobre las divisiones del dominio colonial, erizados de fronteras, aplastados por burocracias con seculares raíces en las administraciones otomana y persa, un visado no tiene precio. Sus habitantes son las primeras víctimas, y no los viajeros occidentales, tarde o temprano cobijados por el privilegio que emana de sus poderosos Estados.
El gran actor sirio Duraid Lahham narró hace tiempo en un filme titulado La frontera la amarga historia de un hombre, de uno de estos tantos apátridas, de un súbdito que nadie ampara o reconoce, que vive en un descampado entre dos tierras de nadie, entre dos puestos fronterizos, que ni con todas sus energías puede atravesar.
Siria, desde que empezaron las manifestaciones antigubernamentales, está cerrada a cal y canto para todos los corresponsales extranjeros. Esta república árabe, por cuya capital, Damasco, y no es sólo una metáfora, cruzan todos los caminos del Oriente Medio, ha sido un Estado ensimismado, opaco, que ha cultivado un sistema de gobierno impenetrable, policíaco, con sus tentaculares y temibles servicios de inteligencia o mujabarats. El cierre de sus fronteras a los periodistas no es nuevo ni sorprendente. En otoño de 1970 en los días del golpe de estado palaciego de Hafez El Asad, padre del actual presidente, ya no pude cruzar la frontera de Masnaa entre el Líbano y Siria. Ni que decir tiene que ningún corresponsal de prensa presenció en 1982 el levantamiento armado de la población de Hama contra el régimen baasista, ni la brutal represalia del ejército contra los Hermanos Musulmanes que costó la vida a alrededor de veinte mil personas.
Con la llegada al poder en el estío del 2000 de Bachar El Asad, que sucedió a su padre en la presidencia de la república en una elección de puro trámite, el país, que siempre había tenido muy mala prensa, comenzó a abrirse al mundo, a romper su aislamiento internacional.
Turistas de todas las procedencias, entre ellas España, descubrieron esta gran nación árabe, por su civilización, por su historia, su arte, por su vida contemporánea. La obtención del visado se hizo menos lenta y complicada para los corresponsales de prensa.
Pero ahora cada vez es más difícil para un corresponsal el visado en estos países, cada vez se estrecha más su margen de maniobra. La república del Yemen, en la que el presidente Salah forcejea desde hace meses con la oposición para mantenerse en el poder, ya no concede tampoco visados a los informadores extranjeros. El emirato de Bahréin, uno de los principados más tolerantes del Golfo, está reconsiderando su política abierta de visados a los periodistas después de las manifestaciones –sobre todo de ciudadanos chiíes– en la plaza de la Perla, cuyo monumento fue decapitado. Su administración está indignada por las informaciones y crónicas que se publicaron en el extranjero. El reino de Arabia Saudí, el régimen más oscurantista y dictatorial de la región, protectorado de los EE.UU., es otro de los estados árabes más reacios a permitir la entrada a los escribidores de periódicos.
Desde el polémico escrutinio de las elecciones presidenciales del 2009 en Irán, treinta años después del triunfo de la revolución islámica, en las que fue reelegido el presidente Ahmadinejad, los visados a los periodistas extranjeros se cuentan con los dedos de las manos.
El único gobierno de esta parte del mundo que ha levantado sus drásticas restricciones de autorizar viajes y estancias a enviados especiales y corresponsales es el de Bagdad. Un visado −y no exagero lo más mínimo− del Ministerio de Información en el régimen de Sadam Husein no tenía precio. En la guerra de 1991 nunca se pudieron verificar los rumores insistentes de que cierta cadena de televisión había pagado en vano diez mil dólares para obtener el dichoso visado. Cada viernes, cuando se reanudaron los viajes por carretera de Amman a Bagdad, se frustraban ilusiones de centenares de enviados especiales que lo habíamos solicitado, creyendo algunos que tras remover Roma con Santiago ya lo tenían en las manos.
Fui uno de los afortunados en la guerra del invierno del 2005, al conseguir gracias a los brigadistas uno de aquellos preciados visados. Lo tengo colgado como si fuese un trofeo, en mi despacho, rebosante de libros, papeles y días que pasan.
Sólo Egipto, Jordania y, evidentemente, el entrañable Líbano facilitan, sin problemas, visados a nuestra tribu. Me considero «Doctor en fronteras» por todas las peripecias que he sufrido y todavía sufro, para tratar de salvarlas. Ningún periodista extranjero ha sido nunca rechazado ni expulsado de Beirut. Es otra de las razones por las que he elegido mi ciudad.
Los barrotes de hierro del pretil del puente aún conservan desvaídas manchas de sangre. Desde aquí fueron arrojados al río Orontes, con sus alegres cañaverales y árboles frutales, los diecisiete policías muertos al ser atacado su cuartelillo por manifestantes armados. Después de cuarenta días de la rebelión de Hama en los que la ciudad se convirtió en una plaza liberada por los enemigos del Rais Bachar El Asad, el ejército impuso la normalidad tras la embestida de sus carros de combate y la brutal represalia de los soldados.
En la plaza del Reloj, entonces bautizada plaza de los Mártires, latían los jóvenes corazones de los manifestantes pacíficos entonando una canción que se hizo muy muy popular Vete ya, Bachar. Los agentes del Mujabarat (servicios secretos) cortaron las cuerdas vocales al creador de la misma para arrojarlas al río. Ahora, en la plaza han vuelto los embotellamientos de coches, autobuses, camiones y amarillos taxis de la ciudad de las norias.
Hama ha recobrado su vida cotidiana y la animación de sus calles con la reapertura de tiendas y establecimientos públicos. Los tanques fueron retirados de esta población de mayoría suní, muy conservadora, símbolo de la resistencia al poder de los Asad que, en el invierno de 1982, se había levantado contra el padre del actual presidente, que la castigó con una cruenta venganza de casi veinte mil muertos.
En las esquinas de las calles, como la Nasser, o en las rotondas ajardinadas, hay soldados detrás de sacos terreros con banderas e imágenes del Rais. En la sede del Gobierno provincial, el nuevo gobernador mostró en una gran pantalla imágenes del desmantelamiento de las barricadas de los sublevados, armadas con contenedores, automóviles calcinados y faroles. Este gobernador fue nombrado para sustituir al que, en el mes de julio pasado, había ordenado una primera evacuación de las unidades militares y permitió a los activistas establecer su embrionaria autoridad, ilusionada pero anárquica, con sus anhelos de libertad y ansias de derrocar a la dictadura.
En una plazuela queda el pedestal decapitado de Hafez El Asad. En Hama vive una minoría alauí, núcleo del poder del régimen baasista, y otra cristiana. El gobernador, que trata a los activistas de criminales y desmiente que, como difundieron las televisiones Al Yazira y Al Arabiya, mezquitas y hospitales fuesen bombardeados, se preguntaba si los sublevados «aspiraban a una revolución social o bien a una acción terrorista».
Ante un centenar de periodistas árabes, rusos y turcos, explicó que unos centenares de insurrectos fueron detenidos, otros se dieron a la fuga y que sus armas fueron incautadas. Pero no esclareció ni la procedencia de las armas ni la supuesta vinculación de los sublevados con grupos terroristas. «Inventaron −afirmó− una guerra y en todos los países hay manifestaciones y disturbios».
El Gobernador lamentó que el embajador estadounidense en Damasco, Robert Ford, se entrevistara con manifestantes el pasado 7 de junio. En cambio, saludó afectuosamente a un ex embajador en Bagdad, invitado junto a este grupo de periodistas. En los barrios residenciales de la ciudad sobre las orillas del río Orontes, cantado por poetas árabes y literatos románticos europeos, fueron incendiados y saqueados un club de oficiales y el palacio de Justicia. En medio de un suburbio queda la fachada calcinada del cuartelillo de policía asaltado por los insurrectos.
Si es verdad que estas manifestaciones son pacíficas, es evidente que hay una minoría de elementos armados. Francotiradores y agentes provocadores del ejército intervienen en fomentar las violencias. La situación en Siria es extremadamente complicada y confusa y la ausencia de corresponsales agrava la situación. Hama es bajo el sol una ciudad fantasma. ¿Dónde han ido a parar sus miles y miles de manifestantes que coreaban: «¡Oh, jóvenes de Damasco, nosotros en Hama derribaremos al régimen!», «El Ejército y el pueblo son una misma mano», o «Hama es el cementerio del régimen»? Muchas de las pintadas de los muros han sido embadurnadas. Durante una semana la ciudad vivió una espontánea fiebre revolucionaria sin programas ni líderes, pero también un ambiente turbulento de bandidaje sin ley.
El Gobierno justificó su despliegue de carros de combate y de unidades militares de élite para aplastar la rebelión «a fin de salvar a la aterrorizada población». Cuando un periodista libanés preguntó a un muchacho de un grupo de vecinos pobres que con recelo nos observaban si estaba con el Gobierno o con los manifestantes, contestó prudentemente «estamos con el Derecho».
Sólo a 40 kilómetros de Hama vi un convoy de soldados armados hasta los dientes que hacían la señal de la victoria. En este mediterráneo paisaje, el viento es tan fuerte que hace doblegarse a los pinos y abetos plantados junto a la carretera casi desierta.
Como Hama, como Homs, Alepo, «la princesa del norte de Siria», tiene su plaza del Reloj. La noche del último viernes de Ramadán el bullicio, el griterío de la plaza convertida en zoco callejero extendido por sus aledaños hasta las calles Iktisal y Kuatli era descomunal. Un zoco improvisado que nada tiene que ver con el medieval bazar abovedado, a los pies de su histórica ciudadela, mortecino a estas horas nocturnas.
Todo se vende y se compra. Miles y miles de sirios se atropellaban, iban de un lugar a otro, entre codazos y empujones. Doy fe de que nunca había presenciado una fiebre de consumo de masas en Oriente Medio tan arrolladora y excitada. Mujeres suníes con el rostro, a veces, cubierto con el hijab, con las manos enguantadas, muchachos de ceñidos pantalones vaqueros y baratas T-shirts, familias con hijos pequeños, se arremolinaban en torno a los puestos ambulantes de la calzada y entraban y salían sin cesar de las tiendas, abiertas hasta la madrugada, hasta que los almuédanos no anunciasen el tiempo del renovado ayuno. Un trompazo de un hombre cargado de paquetes estuvo a punto de romperme las gafas. Desde vajillas baratas, zapatos, ropas de toda clase, juguetes, teléfonos móviles, hasta lencería femenina siria −que nada tiene que envidiar al provocador estilo de la iraní− estaban expuestas por todas partes. Incluso había niños que, imitando a sus mayores, se desgañitaban pregonando mercancías de pacotilla, a precios reventados porque la competencia gritaba, también a su lado, sus ofertas.
¿Quién no es comerciante en Siria, y sobre todo en esta ciudad mercantil, entre el Océano Índico y el Mediterráneo, pasando por el Golfo Pérsico, en la legendaria Ruta de la Seda? Desde la época helénica, especias, perfumes y sedas procedentes de Asia llegaban a la población a lomos de camellos. De Alepo a Samarcanda, de Samarcanda a Xian, sus mercaderes no dudaban en aventurarse hasta China.
En torno a esta plaza del Reloj, de un estilo urbanístico otomano que también existe en la ciudad libanesa norteña de Trípoli, no se congregan manifestantes antigubernamentales, ni hay violencias. Ni en sus calles, ni en su aeropuerto −al que viajé en un avión de hélice porque me recomendaron evitar la carretera que atraviesa Homs y Hama− se ven patrullas militares ni vehículos blindados. Alepo, con cerca de cuatro millones de habitantes, parece la ciudad confiada y tranquila del norte de Siria. A setenta kilómetros de la frontera turca, es un gran centro comercial e industrial. En su ejido crecen olivos, higueras y los árboles que dan este fruto tan apreciado en Oriente, el pistacho. Su historia se remonta a dos mil años antes de Cristo, y como Damasco, pretende también ser «la ciudad más antigua del mundo».
Alepo tiene un aspecto severo. Este carácter no sólo se lo da la falta de jardines y huertas circundantes, como tiene Damasco, sino además el color de su piedra, el color ocre de sus casas. Su famosa ciudadela, rodeada de muros a lo largo de cuya base circular han extendido ahora una gran bandera siria, remata esta población con más de trescientas mezquitas, innumerables madrasas o escuelas coránicas que expresan su acentuado carácter musulmán. La parte antigua de la ciudad es, quizá, uno de los rincones de Oriente Medio más interesantes, con sus extensos zocos bien conservados, los de mayor encanto de los países árabes. Hay otra zona urbana en la que se tiene la impresión de estar en una ciudad italiana. Al doblar una esquina creemos hallarnos en alguna población europea. Las calles, aunque deslucidas, son anchas y largas, a veces con elegantes edificios en decadencia. El éxodo de los armenios, llegados tras el genocidio turco de 1915, y la emigración de la población cristiana han hecho cambiar su fisonomía cosmopolita y su paisaje urbano.
A dos pasos del callejero bullicio nocturno de la fiebre consumista del Ramadán se halla el pequeño barrio de Jdeideh, con catedrales e iglesias armenias, greco-ortodoxas, greco-católicas, siriacas y maronitas. En una de sus cuidadas y limpias callecitas de casas de piedra, llamada Sissi, hay viviendas con recoletos patios interiores, convertidas en hoteles y restaurantes de gusto. Como en Damasco, la industria hotelera alepina, famosa por la exquisita elaboración de su cocina, enclavada junto a las «ciudades muertas» de la era cristiana, padece la ausencia de turistas y viajeros.
En la catedral greco-católica, tras el oficio vespertino el párroco invitó a los feligreses, habitual costumbre en estas reducidas comunidades, a la vicaría para sorber unas tacitas de café. Monseñor Lucas El Khoury, vicario patriarcal, me confesaba el temor de los cristianos de Siria ante un cambio de régimen. «Un gobierno de los Hermanos Musulmanes −afirmaba− sería menos tolerante e indulgente que el actual. Esperemos que todo se resuelva en paz, con ayuda de Dios».
Siria es un desafío y un drama. Todos la desconocen porque ignoran su compleja sociedad y su difícil historia. Damasco, como tantas veces se ha escrito, es el «corazón de los árabes». Siria, con diferentes configuraciones territoriales y políticas, siempre ha existido, como indiscutiblemente ha existido Egipto en todos los tiempos. Ni Irak, ni el Líbano, ni Jordania, ni las absolutas monarquías del Golfo bendecidas por Allah con la riqueza petrolífera −antaño desérticos pueblos beduinos− fortalezas del más oscurantista y retrogrado islamismo que se impone con sus petrodólares en la región, han poseído una historia parecida ¿Quién recuerda que fue en el norte de Siria, en Alepo y en las «ciudades muertas», donde floreció el cristianismo? ¿Quién tiene presente que Siria estuvo a la vanguardia del renacimiento árabe, cuando se levantó contra el dominio del Imperio otomano, y del mandato francés que había dividido el territorio en enclaves confesionales de identidades asesinas, como el estado alauí, el druso, las zonas suníes de Damasco y Alepo? Siria sigue siendo la herida más profunda de los árabes divididos, desnortados, enfrentados en encarnizadas luchas de suníes y chiíes, en este tiempo de tecnologías informáticas, de desesperación de una demografía juvenil incontenible, de pueblos condenados por los dictados de la geopolítica del Oriente Medio.
Escribió De Gaulle en sus memorias: «Voy al Oriente complicado con ideas simples». Hoy la complejidad del Oriente desbarata esquemas teóricos, y el conflicto de Siria rompe en pedazos las estrategias internacionales. Las intervenciones militares estadounidenses y occidentales en Afganistán, en Irak, han agravado el sufrimiento de sus martirizadas poblaciones y se han saldado con escandalosos fracasos. Una intervención armada extranjera, que sería la forma de que ganasen los insurrectos la guerra contra el régimen de El Asad, anhelada por los estados árabes suníes, es cautelosamente sopesada por los gobiernos de los EE.UU., Turquía y Europa, por temor al caos que provocaría en Siria y en Oriente Medio. En algunas de las manifestaciones del año pasado en Deraa, se agitaban pancartas con lemas como «Muerte a los alauíes, y los cristianos a Beirut».
Corría el año 1965 cuando viajé como turista por primera vez a Siria, dos años antes de la guerra árabe-israelí de los Seis Días. Entonces Damasco era una ciudad muy provinciana, con sólo unos cuantos hoteles como el Omeyad, el Semíramis, el Catan, en la sucia orilla del Barada, aprendiz de río. Alquilé una habitación en Bab Tuma en el barrio cristiano, en el antiguo recinto amurallado de la capital, y fue en aquellas fechas cuando publiqué mi primera crónica sobre Siria.
El ejército y el Baas habían llevado a cabo su pronunciamiento militar en 1963, dando un vuelco a su historia contemporánea. En 1970, siendo ya corresponsal en Beirut, sufrí las primeras frustraciones periodísticas en las jornadas del golpe de estado del general Hafez El Asad, por la imposibilidad de conseguir un visado. Cuando al final, gracias al embajador Nuño Aguirre de Cárcer obtuve el preciado documento, me detuvieron en el centro de la capital al fotografiar unos edificios que albergaban despachos oficiales. País militarizado, con profusión de mujabarats, o agentes secretos, con un régimen impenetrable, autoritario, de cárceles infamantes, que cultivaba el secreto y bajo el que nadie se atrevía a hablar con libertad, siempre tuvo muy mala prensa. Beirut era y continúa siendo el mejor lugar para informar de los acontecimientos de la ciudad baasista prohibida.
Pero he visto también cómo este país modesto, de pocos recursos naturales, con su agricultura y su industria, se ha ido haciendo, primero con la construcción de su infraestructura, desde la presa de Tabka en el Éufrates, hasta el puerto de Tartus o la refinería de petróleo de Homs, después con paulatinas aperturas económicas, con su sistema de economía social de mercado, que si ha permitido una cierta modernización de clases privilegiadas, ha agravado las condiciones de vida de una población cada vez más joven y pauperizada, y cuyos habitantes de las zonas rurales se han volcado hacia las periferias de las grandes ciudades, sobre todo tras las recientes sequías catastróficas.
Con Bachar El Asad, el país fue rompiendo su aislamiento internacional y el turismo descubrió Siria. Lamentablemente esta apertura sin libertades democráticas fue explotada por su clan de especuladores. Un millón de iraquíes se han refugiado en la república siria, ahuyentados por conflictos internos entre suníes y chiíes. Cuando el régimen de Damasco presumía de su estabilidad, de su invulnerabilidad respecto a las rebeliones árabes, enarbolando su nacionalismo, su defensa de la causa palestina y la resistencia contra Israel, estalló el más sanguinario conflicto y la represión más violenta, La oposición manifestaba su voluntad de continuar sus acciones hasta el derrocamiento de Bachar El Asad. Todo ello está destrozando Siria.
La vecina república se ha convertido en campo de batalla entre EE.UU. y sus amigos árabes suníes e Irán y sus aliados chiíes, en un moomento en que Rusia y China también desempeñan un destacado papel en la configuración de un nuevo Oriente Medio que no quieren abandonar en las manos de las potencias occidentales. El régimen acaba de ganar la batalla de Homs, que le ha reforzado en su voluntad de aplastar los focos de la rebelión, pero aún no ha ganado la guerra. Hay un bloqueo político y un statu quo militar en Siria. En ambos bandos dominan los intransigentes que no quieren llegar a un compromiso.
Con impotencia, con rabia, asistimos a la destrucción de un gran pueblo, corazón del Oriente Medio.