Dedico este salto a los ojos mágicos de mi madre.
Carlo Deffenu
Con todo mi amor
a Gabriel, Laura y María
V. Sánchez
1
ELLA ME VE
Un dragón gigantesco con las fauces abiertas escupía fuego, mientras un pequeño gnomo con la espalda arqueada trataba de protegerse detrás de un escudo de metal.
Corrado, inmóvil, admiraba el reflejo de las llamas sobre la superficie plateada del escudo y las escamas verdes del dragón que encajaban con esmero hasta las púas erizadas de la cola.
Sus amigos no debían estar demasiado lejos. Oía como sus risas se prop agaban por los pasillos del hospital abandonado, pero él permaneció inmóvil un poco más. No llegaba a creer que alguien hubiese sido capaz de dibujar una escena tan bonita en la pared de una sala de espera.
Aún estaban los asientos de plástico alineados contra la pared opuesta, una mesita con la tabla llena de cera de colores y un reloj parado a las 12:07 de un día indeterminado.
—¿Qué haces, estúpido?
Mauro entró en la sala con la respiración entrecortada y el rostro rojo por la carrera. La pintura llamó de inmediato su atención.
—¡Es genial! —Abrió los brazos para medir la longitud del dragón—. ¡Mira la cola! Y las llamas… ¡parecen de verdad!
Sergio y Teo llegaron a continuación y, con un enredo de piernas, alternado con empujones, se dejaron caer sobre los asientos rojos para respirar grandes bocanadas de aire que calmaran los latidos enloquecidos de sus corazones.
—¿Habéis visto qué historia? —dijo Mauro, sacando del bolsillo de sus vaqueros el móvil para tomar una foto y publicarla en Instagram.
—¿Un dragón y un gnomo con un sombrero puntiagudo? —dijo Teo, apoyándose con los codos en las rodillas desnudas.
Sergio escupió en el suelo polvoriento.
—Parece una escena de Harry Potter.
Corrado se dirigió hacia las ventanas con los vidrios rotos y echó una mirada a los bancos oxidados del patio interior.
Giulia apareció hecha un mar de lágrimas por una puerta de cristal.
—¡Ponchito!
Su pelo rubio resplandecía bajo los rayos del sol y solo por un momento, un momento prolongado por aquel grito de desesperación, Corrado sintió como un escalofrío le recorría toda la espalda a pesar del calor.
—¿Era Giulia? —preguntó Mauro, volviéndose hacia la ventana de aquella sala de espera donde nadie esperaba nada desde hacía años.
Teo asintió.
—Ha gritado algo…
Corrado se apresuró a salir y caminar por el pasillo sin hablar. Giulia gritaba y para él solo contaba aquello: ayudar a la niña que observaba a escondidas en la escuela, aquella que se movía como ninguna otra y que reía con la risa más musical del mundo; la misma niña de ojos verdes que le dirigía la palabra a menudo y que parecía tener solo ojos para Mauro, Mauro el guay, Mauro el fuerte, Mauro, el rey del mundo.
Corrado miró alrededor. Estaba en el patio. Alguien había abandonado un motocarro sin ruedas cerca del mostrador de admisiones. Al girar alrededor de la columna de cemento chocó con Giulia.
—¿Te… te has hecho daño? —le preguntó, incapaz de abrazarla para calmar el miedo que reflejaban sus ojos. Giulia indicó que no con la cabeza.
—Ponchito se ha caído en un agujero y no logro verlo.
—¿Un agujero?
—Sí, en la sala con los dibujos en las paredes. Mara se ha quedado allí. Ven a ver, por favor.
Giulia tiró de su brazo, Corrado se dejó guiar hacia el patio, donde danzaban bajo la luz cegadora del sol una nube de mosquitos. Había en el aire un olor a podrido. Tal vez la carcasa de algún animal escondido entre la hierba, o tal vez algún dragón se había refugiado en las cañerías del hospital y el vapor caliente lo había cocido al punto.
—Ven aquí —dijo Giulia, tirando de él.
Llegaron a la otra ala del hospital. Atravesaron un pequeño patio que daba a una sala amplia y profunda. En las paredes se hallaban colgados los dibujos de los niños hospitalizados en aquel entonces. Hojas blancas repletas de cabañas coloreadas, coches, tractores, aviones, monigotes, soles sonrientes, nubes rechonchas, perros azules, gatos rosas… y en los bordes de las hojas muchos nombres escritos en mayúsculas con rotulador.
Mara, temblorosa, dirigió su mirada hacia la grieta que se había abierto en el armario que se hallaba al final de la sala.
Giulia y Corrado se acercaron a la puerta rota.
—El suelo se ha desplomado, ¿lo ves?
—Lo he llamado, pero no ha servido de nada —dijo Mara gritando como una rata.
Las gafas agrandaban sus ojos negros y sus labios se retrajeron en las encías mostrando unos incisivos demasiado prominentes.
Corrado tragó saliva, se asomó aterrorizado al agujero que había en el suelo para ver la silueta metálica de un enorme motor. Un motor que bombeaba un vapor asfixiante; un corazón negro apostado en la oscuridad de un hospital fantasma, capaz de cocer a un dragón con una exhalación.
Cuando se inclinó hacia el vacío, su instinto le dijo que huyera lejos. Se estaba metiendo en un lío que cada vez le gustaba menos, y así, concentrado en hallar un indicio valioso, retrocedió asustado cuando lo vio.
Lo que ve no lo ve con sus ojos de diferente color, lo ve con un ojo que se oculta en las profundidades de su mente. Cuando se volvió hacia Giulia tenía delante de él la puerta de aluminio de un subterráneo, sabía que para llegar hasta allí tenía que salir de aquella sala, atravesar todo el jardín, parando a la altura de una escalera con los peldaños de cemento y descender al mismo.
—¿Qué? —Preguntó Giulia, reflejándose en los ojos inmóviles de Corrado—. ¿Estás herido?
Mauro, Teo y Sergio entraron en la sala en ese momento y Corrado se vio obligado a parpadear repetidamente para poder enfocar a los que se movían frente a él.
La imagen había aparecido como un flash, sorprendiéndolo y cegándolo al mismo tiempo, así se manifestaba su poder.
El perro no estaba allí. Todo el mundo pensaba que había caído por el agujero, pero no era así.
Tan pronto como Giulia explicó lo que había sucedido a Mauro, éste se inclinó sobre el borde de la grieta para iluminar el fondo con la luz azul de su móvil. Teo y Sergio le sostenían por los pies y Giulia y Mara les suplicaban que se dieran prisa. Corrado fue apartado a un lado, se quedó fuera de la sala. Caminó por el jardín, escupiendo un mosquito que la había entrado en la boca, hasta que llegó a la escalera que conducía al subterráneo.
En su mente veía como una nariz roja emergía de una pila verdosa mientras trataba de no hundirse. Pasó por la misma puerta de aluminio que había visto en su visión y entró en un sótano oscuro y maloliente. Se oía un ligero gemido que se desvaneció por unos segundos y se oyó de nuevo, pero con menos claridad. Corrado siguió el sonido, dejando tras de sí sillas apiladas y unos bidones de metal con una calavera impresa en la tapa. Colgado en la pared había un tablón de anuncios con los turnos de trabajo y un rotulador verde atado a un cordel de nylon.
Corrado franqueó un pasillo corto y entró en una gran sala con sombras cada vez más amenazantes. A lo lejos podía ver la silueta de una gran caldera y oyó las voces de sus amigos.
Un brillo azulado se filtraba a través del agujero en el suelo del piso de arriba, aclarando las baldosas hexagonales del subterráneo. Había hojas esparcidas por todas partes y carpetas amontonadas al pie de un enorme archivador. Los gemidos empezaron de nuevo y la imagen de la nariz roja desapareciendo bajo el agua verdosa de la pila volvió de nuevo a su mente.
—Chicos, no se ve nada, ¡maldita sea! —gritó Mauro, unos metros más allá.
—¡No puede ser!
La voz de Giulia ya no tenía esa tonalidad limpia y musical capaz de trastornarle y hacerle enfermar una vez más, como en el primer año de la secundaria.
Dando la vuelta a los estantes, atestados con cajas de documentos, se percató que una mesa de madera se elevaba del suelo apoyada en su extremo en una escalera de ladrillo rojo, el otro lado parecía que estuviera suspendido en el vacío. Corrado se acercó, desconcertado, y se dio cuenta que no había magia: la mesa descansaba en el borde de un gran bidón de color verde militar con un cráneo blanco pintado.
Se leía «SUSTANCIAS TÓXICAS».
Corrado se subió a un ladrillo y vio como en el interior del bidón asomaba la nariz roja de Ponchito, que apareció a la derecha al mismo tiempo que un alarido desesperado hizo eco en el interior del contenedor de metal. Un líquido denso y verde lo empujaba hacia abajo mientras que sus patitas trataban inútilmente regresar a la superficie. Corrado no conocía qué clase de sustancia era aquella, pero sabía lo que debía hacer. Estiró sus brazos hacia el perro y, cuando éste sacó la cabeza del líquido, tiró de él agarrándolo por las orejas. Ponchito, atemorizado y empapado, se dejó tener en brazos y comenzó a lamerle la cara.
—¡Lo he encontrado! ¡Está aquí! —gritó hacía el agujero del suelo para que le oyeran.
—¿Aquí dónde? —gritó Giulia.
—Ahora te lo llevo —respondió Corrado, mirando la lengua del perro teñida de un rojo violáceo antinatural.
Él entendió lo que era cuando se vio una bolsa de caramelos de fresa abandonada bajo la mesa de madera. Esto fue lo que había atraído a Ponchito hasta allí: un cebo gomoso con sabor a fresa. Una broma cruel urdida por algún imbécil descerebrado con un pésimo sentido del humor. Miró bien la mesa y se dio cuenta que la extremidad había sido serrada casi del todo: el trozo de madera había caído dentro del bidón junto al perro y ahora flotaba en la superficie verdosa de aquella trampa mortal.
Acariciando la cabeza del animalillo, Corrado volvió a la superficie en el pequeño patio lleno de matojos. Giulia se acercó corriendo a él y lo abrazó, llenándolo de besos. Corrado se puso rojo como la lengua de Ponchito y se dejó llevar por la gratitud de la chica, todavía chorreando, con la camisa y el pantalón embarrados con fango verde.
—Gracias, gracias… ¡Has salvado a mi cachorro!
Mauro observaba la escena en silencio, abriendo y cerrando los puños; Mara lloraba y Teo y Sergio, aturdidos por los acontecimientos, sonrieron como tontos uno al lado del otro.
—¿Pero qué es eso, mocos? —susurró Teo al oído del amigo.
—No lo sé, pero ¡es asqueroso! —respondió Sergio, mirando los grumos pegados en el pelaje del animal.
2
UN DISFRAZ PAVOROSO
Un mes después. Miércoles 31 de octubre de 2012
—Pero Mamá, ¿tengo que…?
—Claro. He visitado todas las tiendas del centro hasta que he dado con el disfraz.
—Me da vergüenza.
—¿Cómo que te avergüenzas? Fuiste tú quien me dijo que te gustaba Superman.
—Sí, pero para el carnaval. Ya sabes, la fiesta del colegio. El año pasado fui vestido de chino mandarín y todos se burlaron de mí.
—Pero vamos a ver, ¡qué pueden saber tus compañeros de disfraces originales! Son unos patanes.
—Sí, está bien, pero Superman para Halloween no pega. ¿Cómo voy a salir así?
—Pués como hacen todos los chicos. Te preparas, sales de casa y paseas preguntando: ¿truco o trato?
—¿Sabes que Mauro irá disfrazado de Jack Sparrow, Mara de bruja, Teo de vampiro asesino y Sergio de hombre lobo?
—¿Y…?
—Pues que Superman no tiene nada que ver. ¿Lo entiendes, Madre?
—¡Oh, qué caprichoso!
—No soy caprichoso. Giulia irá de Sally, la muñeca de trapo de Pesadilla antes de Navidad. ¿Qué me dirán cuando me vean aparecer con este disfraz ridículo?
—¿Desde cuándo tu personaje favorito se ha transformado en algo ridículo?
—Si llamo a la puerta de alguien disfrazado de Superman se van a partir de la risa.
—¡Vaya, eres un aguafiestas!
—Por favor, Madre…
—¿Y si transformo a Superman en un Superman malísimo?
—¿Cómo?
—Te maquillo de zombi y te conviertes en un zombi con los poderes de Superman. Nadie puede superar eso. Piénsalo: puedes volar a la velocidad de un misil, levantar un camión con el dedo meñique o provocar un tornado devastador con un simple estornudo. ¿Qué fuerte, no?
—Quizás… Pero raro.
—Anda, ve a tu habitación, ponte el disfraz y regresa para que te maquille.
Corrado vaciló por unos segundos en la puerta de la cocina. Vio que Sonia, su madre, seguía trabajando la masa para los dulces de Todos los Santos, entonces se alejó en silencio, cabizbajo.
Estaba triste y no sabía cómo explicarlo a los mayores de su familia. Aquel año su padre había muerto al caer de un andamio y Corrado no lograba superar el dolor que le provocaba aquella pérdida imprevista.
Su padre era realmente bueno construyendo paredes. Conocía los secretos del cemento, la arena y los ladrillos. Cuando hacía la mezcla seguía la receta de su padre, maestro albañil, que murió en su cama de viejo. El abuelo Bachisio se fue directo al cielo mientras dormía, sin molestar a nadie, ni tan siquiera a la abuela Assuntina que dormía a su lado.
Su padre, en cambio, cayó de un andamio por ayudar a un compañero que corría peligro. El hombre, por una repentina bajada de tensión, se tambaleó hacia el exterior de la pasarela y pidió ayuda. Todo ocurrió en pocos segundos. Ninetto se volvió con una paleta en la mano, sobresaltado por la voz ahogada del compañero, e intentó sostener el peso del cuerpo que le caía encima con la fuerza de sus brazos. Solo el peón, que estaba lidiando con un montón de arena que debía agregar a la hormigonera, vio como dos hombres se precipitaban al vacío. Cinco pisos, un quejido inhumano y un ruido espeluznante de huesos rotos que todavía recordaban en la obra. El peón, inclinado, vomitó el desayuno. Los primeros auxilios los prestaron los compañeros que trabajaban en el garaje del edificio de al lado, que estaba en construcción.
Corrado pensaba a menudo en la suerte que le había tocado a su padre: en su interior se había roto algo y todo aquello que antes lo hacía reír, las bromas, los chistes, los cómicos de Zelig, su programa favorito de televisión, los dibujos animados, ahora le parecía un montón de gilipolleces sin sentido.
La madre lo observaba preocupada sin saber muy bien cómo comportarse, mientras sus amigos, después de los primeros momentos algo incómodos, ya que Corrado era el primer chico del colegio que había perdido a su padre en un accidente, comenzaron a llamarlo Sad.
Fue Mauro el que le adjudicó el mote durante una clase de inglés. La lección se concentró en la traducción de una canción de Oasis que se titulaba Sad Song. Mauro, con su cara de gorila, se giró hacia Corrado, sentado dos bancos detrás de él, y con grandes carcajadas le dijo:
—¡Hey, Sad… esta canción parece hecha a tu medida!
Algunos rieron la gracia, otros se sentaron derechos en sus sillas para ver cómo acababa todo y el profesor sacudió con la mano abierta la mesa, llamando a todos al orden con un tajante Silence!
Corrado había bajado la mirada hacia el libro de texto, se mordía el labio inferior por la rabia que le consumía por dentro y, para no llorar, focalizó su mente en las palabras escritas:
Sing a sad song
in a lonely place
try to put a word in for me…
Ya fuera de la escuela, Mauro le persiguió hasta la avenida arbolada, le echó un brazo por los hombros y le preguntó:
—¿Entonces, Sad, te gusta tu nuevo apodo?
—¡Da asco! —le espetó Corrado, liberándose de su abrazo.
—¡Es perfecto!
—Me llamo Corrado.
—No, te llamabas Corrado. A partir de hoy te has convertido en Sad, el chico triste. Adiós Sad, nos vemos mañana.
Fue así como desapareció Mauro, en medio del tráfico en hora punta, sin respetar el rojo del semáforo.
Las cosas entre ellos se habían complicado un poco más después del rescate del perrito de Giulia en el viejo hospital abandonado. Aquel domingo por la mañana volvió a casa sucio, con la piel enrojecida por el contacto con el fango verde y con una sonrisa dibujada en la cara. La misma cara de perdedor que Giulia había besuqueado eufórica una hora antes, indiferente a la mirada hostil de Mauro.
La venganza del compañero se había consumado el sábado siguiente con el inesperado bautismo que, a golpe de risas, había reabierto heridas mal curadas.
Corrado llegó con los ojos rojos y no dijo nada a su madre. La encontró intentando hablar por teléfono con alguien y ella, al verlo firme delante de la puerta, le hizo una señal con la mano:
—Espera un momento, estoy ocupada.
Corrado se dirigió a su habitación con la mochila al hombro y se sentó en la cama mirando por la ventana. Sonia se lo encontró así al entrar en su habitación.
—¿Qué haces, no te desnudas?
Corrado murmuró algo sin mirarla.
—Levántate. Aún llevas la mochila y no te has quitado el impermeable, y con este calor puedes sudar y enfermarte. Por tus ojos parece que tengas fiebre.
Corrado se levantó y sin oponer resistencia se dejó ayudar para sacarse la mochila.
—¿Qué llevas aquí? Pesa una tonelada.
Se quitó el impermeable también. Permanecía inmóvil en el centro de la habitación en camisa y jeans.
—Cariño, ¿qué te sucede? —le preguntó Sonia, colgando el impermeable en el armario.
—Mamá, ¿crees que soy un chico raro?
—¿Raro en qué sentido?
—No lo sé… Raro.
—Pero, ¿cómo se te ocurre semejante cosa?
—Mis ojos son diferentes.
—Tus ojos son preciosos. David Bowie también los tiene así y nadie se ha reído por ello.
—¿Y quién es?
—Un cantante súper famoso de mi época.
—¿Tiene un ojo azul y otro amarillo?
—No recuerdo si son exactamente de tu color. Buscaré alguna foto por internet para asegurarme. Pero tranquilízate, el Duque Blanco se ha labrado una carrera gracias a su originalidad.
—¿Es noble?
—De carácter seguro que sí. ¿Sabes que estaba locamente enamorada de él cuando era una jovencita?
—¿De verdad?
—Sí, siempre ha sido un hombre así… ¡tan especial!
—Me gustaría convertirme en alguien especial como ese Duque.
—Pero tú ya eres especial cariño. Lo eres para mí.
—¿Estás segura, Madre? ¡Es importante!
—Claro que estoy segura. ¡Ven aquí tontorrón! —exclamó Sonia, tirando de él para abrazarlo con fuerza.
Corrado se dejó envolver por su perfume dulce, sin pensar en nada más. Su madre siempre olía a cosas buenas (vainilla, uvas pasas, café, limón, chocolate) y aquel olor inundó su olfato.
Pese a las afirmaciones de Sonia, aquel apodo arraigó en su día a día como semillas de malas hierbas. Todos comenzaron a llamarlo así. Incluso los bedeles cayeron en la trampa de Mauro, y Corrado, desalentado por la magnitud que habían adquirido los hechos, claudicó y se limitó a aceptar la evidencia.
—¡Hey, mira, te viene como anillo al dedo! —Exclamó Sonia, viendo a Corrado inmóvil con el traje de Superman en el umbral de la cocina—. ¿Por qué pones esa cara? ¡Estás genial!
—¿En serio? A mí no me gusta. Estos músculos de mentira… no logro caminar bien.
—Mejor, parecerás un zombi perfecto. Ven, ahora te maquillo y después me dirás si tu madre no tiene razón.
Sonia se lavó las manos bajo el grifo de la cocina y sin perder tiempo se dirigió al baño con una idea precisa: transformar a su hijo en el zombi más terrorífico de la ciudad.
Corrado, metido en el traje de gomaespuma, la siguió torpemente por el largo pasillo con la extraña sensación de que para él aquel día de Halloween no acabaría nunca.
3
LA CITA
Corrado se entretuvo en el último peldaño de la escalera de la portería de la comunidad, llevaba la bolsa para recoger las chucherías dentro de la manga del disfraz. Fuera, un fuerte viento se coló por el pasillo del garaje creando un remolino de aire frío que hacía temblar los vidrios. Hojas, polvo y papeles volaban dentro de aquel tornado en miniatura, mientras una niña vestida de bruja peleaba con su escoba de plástico y su sombrero puntiagudo.
Corrado sacó la nariz por la puerta, ignorando el silbido ensordecedor del aire colándose entre el cemento y los perfiles de aluminio. Buscaba a Teo con la mirada, tratando de que no se lo llevara el viento; la capa roja empezó a ondear enérgicamente como una bandera. Corrado se echó para adelante para evitar que el polvo de la calle acabara en sus ojos y, desafiando a la tormenta, llegó a la calle. Allí el viento amainó súbitamente como si su cuerpo hubiera atravesado una puerta invisible; la capa dejó de ondear al instante y la polvareda ya no le golpeaba en la cara.
Teo salió de detrás de una farola con el disfraz de vampiro.
—¿Pero, de qué te has disfrazado?
—¿Estás ciego? No me digas que no lo ves —resopló Corrado abriendo los brazos.
—¿Superman?
—Sí, pero no un Superman cualquiera. Mira el maquillaje.
Teo se acercó para observarlo mejor y asintió con el cabeza, pensativo.
—¿Un Superman con lepra? —se preguntó poco convencido.
—¡Bah! Soy un zombi con los poderes de Superman —precisó Corrado, inflando el pecho.
—¡Ah, ya… pues no se entiende muy bien que digamos!
—Porque eres imbécil.
—Sí, ahora el imbécil soy yo.
—¿Adónde vamos?
—Al anfiteatro, allí nos esperan los otros. Hay que espabilar o nos van a dejar sin chuches. He visto a la banda de Gesso en el edificio gris. Esos no tardarán mucho en visitar todas las casas.
—Está bien, vamos. Pero no corras, el disfraz es pesado.
—¿Y qué más te da? ¿No eres Superman? —se burló Teo, encaminándose hacia el claro en el centro del parque.
Giulia fue la primera que se rió.
—¿Pero… qué te ha pasado, has tomado demasiado el sol?
Corrado se sonrojó bajo el maquillaje.
—¿Cómo?
—¡No me lo puedo creer! —Dijo Mauro, saltando de un pequeño muro con su disfraz de pirata—. Un superhéroe podrido.
—Tú sí que estás podrido.
—¿De qué se trata entonces, explícanos? —lo desafió Mauro, levantado la capa para ver los calzoncillos rojos bajo el cinturón amarillo.
—Un zombi con los poderes del hombre de acero —respondió Corrado tirando de la capa.
—¡Uh, qué miedo! —ululó Sergio, saltando alrededor de Superman con su gruesa piel de licántropo.
—Sally… mirándolo bien… lo encuentra genial —dijo Giulia acercándose para tocar los músculos de gomaespuma—. Él ha sido el más original y punto.
—Es cierto, a mí me gusta —añadió Mara, agitando la barita mágica delante de Corrado.
—¡Vaya, cuántas gilipolleces! ¿Empezamos a movernos o seguimos aquí perdiendo el tiempo? —espetó Mauro, señalando los edificios al otro lado del jardín.
El anfiteatro estaba desierto. En las escalinatas de cemento quedaban aún los indicios de un reciente botellón, latas de cerveza vacías, cartones de pizza apilados unos encima de otros y una zapatilla deportiva llena de tierra que había sido utilizada como cenicero.
Corrado elevó su mirada, las nubes compactas escondían el ojo pálido de la luna. En la calle, iluminada por las farolas que habían sobrevivido a los últimos ataques vandálicos, los faros de los coches cortaban la oscuridad como afiladas cuchillas de luz. Pensó en su madre. En breve iría a trabajar a la pastelería industrial donde la llamaban de vez en cuando para cubrir los turnos más difíciles. Esto sucedía cuando alguna trabajadora enfermaba o si la producción aumentaba cuando se aproximaban las fiestas de guardar. Corrado estaba acostumbrado. A los doce años había aprendido que con el trabajo no se juega, aunque se llevara a tu padre y te dejara solo. Incluso en este caso se debía honrar y respetar.
—Un día llegaré a ser un gran médico, —pensaba Corrado.—. Quiero curar a las personas que se encuentran mal y ayudar a aquellos que no tienen a nadie, pero primero debo estudiar mucho, sacar el bachillerato y matricularme en la universidad.
—¿Te mueves o qué? —gritó Teo.
Corrado se dio cuenta que se había quedado solo en medio del anfiteatro.
—¡Voy… esperadme…!
—¡Creía que Superman volaba a mayor velocidad que la luz! —se burló Mauro, atravesando la calle armado con su sable para asaltar el primer bloque de pisos.
4
UNA PROFECÍA ASOMBROSA
Giulia inspeccionó la bolsa de Corrado.
—¿Qué te han dado?
—Caramelos, dos barritas de chocolate, unos cuantos bombones baci Perugina, regaliz y un paquete de Mentos —respondió el muchacho, hurgando en su botín.
Teo se veía satisfecho. Se quitó los dientes de vampiro para hablar mejor.
—Tengo también un huevo Kinder y un paquete de galletas de amaretti.
—A mí no me ha ido bien —dijo Mauro, dando una patada a una piedra agrietada de la acera.
Iluminados por una solitaria farola, todas las demás estaban apagadas o con las bombillas rotas por los disparos con tirachinas, se dirigieron hacia la casa abandonada que destacaba al final de calle como una sombra espectral.
Giulia se detuvo delante de la verja de hierro forjado y observó como la luna apareció de repente tras los bordes esponjosos de una nube. Sergio se rascó la espalda bajo el disfraz de hombre lobo.
—Uf, ¿seguro que quieres estar aquí? Da miedo.
—Parece que ha salido de una película de terror —confirmó Mara bajando las alas del sombrero de bruja sobre sus orejas para protegerse del frío.
—Nadie ha logrado entrar en la habitación de la vieja. Hay una maldición… —dijo Teo. Parecía saber de qué hablaba.
Giulia sintió curiosidad
—¿De qué maldición hablas?
—Un cofre misterioso contiene el conjuro que permite regresar del reino de los muertos.
El índice de Teo apuntó a la ventana oscura del primer piso.
—Eleanor Mallow murió en aquella habitación hace más de cincuenta años. Alguien le arrancó el corazón del pecho el día de Halloween.
—¿Lo dices en serio? —inquirió Mara, frotándose los ojos para ver mejor la ventana.
—¡Claro que lo digo en serio!
Ahora Corrado también se interesó por la historia.
—¿Y cómo se logra regresar del reino de los muertos?
—No lo sé.
—¿Pero sabes dónde se encuentra el cofre?
—Sí, el cofre está a buen recaudo en aquella habitación. La vieja leía el tarot, hablaba con los muertos, veía el futuro…
—¿Y si leía el tarot cómo no fue capaz de ver su propia muerte? —río entre dientes Mauro subiendo por la barandilla de la verja para saltar al otro lado.
—¿Qué estás haciendo? —se alarmó Giulia, agarrándolo por el bajo de la casaca de pirata.
—Voy a traerte el cofre.
—¡Espera, es peligroso!
—¡Que va, son tonterías! ¿No crees, gallina? —se dirigió a Sad para provocarlo, mientras franqueaba la verja y aterrizaba en la tierra húmeda del jardín.
—No soy un gallina —respondió Corrado con los puños cerrados por la impotencia.
—Demuéstrame que no lo eres, ¡arriba! La vieja bruja te espera.
—Déjalo, no le hagas caso, es peligroso —intentó disuadirlo Giulia—, lo hace adrede para fastidiarte.
—Hoy es la noche de Halloween y no es el momento de intentar nada, es el aniversario de su muerte —añadió Teo.
—¡Tengo miedo!
Mara temblaba dentro del vestido negro, cubierto por los hombros con una tela de araña sintética.
—¡Te estoy esperando, Su-per-man! —se desternillaba Mauro, provocándolo con algunos gestos.
Corrado miró, frunciendo el ceño, a Teo y Sergio. El primero masticaba una gominola y el segundo se tiraba del fondillo del disfraz como si algo le estuviera mordiendo el trasero.
—¿Qué gallina…?
Sin escuchar a Giulia, Corrado se subió a la barandilla y con cierta dificultad, limitados sus movimientos por el traje, aterrizó cerca de Jack Sparrow.
—Por fin te has decidido —le dio la bienvenida Mauro golpeándole la cabeza con el sable de plástico—. Es hora de mover el culo, querido Sad.
Corrado tragó saliva para impedir que el miedo saliera de su garganta.
—Id con cuidado, dicen que el fantasma de Eleanor está todavía atrapado en esta casa. —advirtió Teo.
Mauro resopló.
—¿Quién lo dice? ¿Algún borrachín del barrio?
—Mi padre la vio una tarde que llevaba de paseo al perro. Flecha empezó a ladrar como un loco. Es cierto, no miento —insistía Teo, indicando el punto de la calle donde acabó el padre.
—Son tonterías. Apuesto mi paga semanal que en ese cofre solo encontraré la última lista de la compra de la vieja loca.
—Puede que no encuentres nada —dijo Sergio.
—Tal vez, pero si lo logro os apuesto todas vuestras pagas de esta semana y de la próxima. ¿Estáis de acuerdo?
Giulia, Mara, Teo y Sergio intercambiaron sus miradas y luego, asintiendo con la cabeza, sellaron el pacto.
Corrado había quedado atrapado cerca de la verja y Mauro se dirigió de nuevo a él.
—Vamos. Si todo va bien, en veinte minutos seré un chico rico.
5
EL DESAFÍO
Había hierbajos por todas partes. Corrado intentaba no tropezar con las piedras que sobresalían como dientes afilados; un ojo mirando a la luna y con el otro a la ventana del primer piso.
—Pero cómo me he dejado enredar, ¡seré imbécil! Si se estropea el disfraz ¡mamá me mata!
El viento soplaba entre las hojas de los robles que rodeaban los muros de la casa abandonada. Muchas voces espectrales parecían decir lo mismo: ¡No entréis!
Corrado aguzó el oído delante del porche y quedó paralizado, un ruido estridente anticipó el vuelo de un ave rapaz.
—¿Has oído?
Un escalofrío le estremeció cuando el aire movido por las alas de la lechuza les llegó a ellos.
—¿Los graznidos de esa cosa con alas? —dijo Mauro empujando con las manos una hoja del portón.
Un crujido de madera vieja se oyó a lo largo del hueco de la escalera, y sin más preámbulos, el capitán Jack Sparrow entró en la guarida del enemigo.
Corrado se volvió a mirar las caras pálidas de sus amigos prisioneros tras los barrotes de hierro. Hipnotizados, siguieron el avance de las siluetas oscuras en la casa encantada y, con un «¡Ohhh!» de sorpresa, fueron los únicos testigos de la desaparición de Sad el gallina en las fauces de la casa.
Corrado reconoció inmediatamente el olor a moho y polvo. Quién sabe cuántos años llevaba cerrada esa casa. Para no estornudar, se tapó la nariz con los dedos, pero fue inútil: disparó una potente ráfaga inclinándose hacia adelante, y solo después de parpadear, se centró en la imagen de Mauro subiendo las escaleras con el sable desenvainado.
—Tenemos que ir arriba. La sala está ahí —dijo el pirata, manteniéndose bien lejos de la barandilla cubierta de telarañas.
Corrado trató de reunir coraje pensando en la sonrisa de Julia y siguió a su rival con la cabeza gacha, a la vez que subía un escalón.
—¡Seré yo quien le lleve el cofre a mi Sally!
Todo estaba claro en su mente. Él vestido de Superman, con el cofre bajo el brazo y la capa ondeando al viento, ya fuera de la vieja casa, con el dedo alzado en señal de victoria.
En un pispás, haría comer el polvo al presuntuoso de Mauro y haría feliz a Giulia.
Estaba tan ensimismado en sus fantasías que no se dio cuenta que había llegado al último peldaño. Levantó el pie seguro de encontrar otro y tropezó con el vacío, le faltó poco para acabar con la nariz aplastada contra el suelo polvoriento.
—¿Te tropiezas con tus propios pies, gallina?
—No he visto el último escalón.
—Los ojos no te sirven absolutamente para nada.
—¿Dónde vamos? Esto está lleno de puertas —cambió de tema Corrado, fingiendo no haberlo oído.
—La habitación de la vieja es aquella de delante, ¿no recuerdas la ventana?
Mauro miró alrededor para averiguar qué puerta abrir. Al final optó por la única sin cristales.
—Debería de estar de este lado.
Corrado tragó saliva y se limitó a aprobar la elección de su compañero asintiendo con la cabeza. Su mente estaba apagada. Esta vez ninguna visión interrumpió el tumulto de sus pensamientos.
No había hablado con nadie de aquello que le sucedió en el hospital abandonado, ni con su madre. No había sido la primera vez. El día que su padre murió él se encontraba en clase, de pie, delante de la pizarra. Con el rotulador negro entre los dedos, mientras intentaba resolver una ecuación sin demasiado éxito. La profesora estaba hablando en voz baja cuando de repente los números y símbolos comenzaron a cambiar de lugar, bajo su mirada incrédula. En pocos segundos la ecuación de la pizarra se había transformado en un andamio suspendido en el vacío. Un cuervo, apoyado en la parte superior, batía las alas y grajeaba hacia el cielo, mientras un hombre trataba de volar después de dar un salto desde una de las torres de la estructura. Cuanto más agitaba los brazos, más se precipitaba hacia el suelo. Corrado, aterrorizado, se giró hacia la profesora para pedirle ayuda, pero en ese momento, se meó encima. Había aguantado las ganas durante horas y el miedo se apoderó de él. Los pantalones empezaron a cambiar de color y los compañeros de la primera fila permanecieron con la boca abierta, mirando el charco que iba creciendo bajo sus zapatillas de deporte.
La profesora de matemáticas, sonrojada, le pidió que volviera a su mesa, sin anotar nada en su expediente.
—¡Maldito reto! —pensó mientras pasaba entre las mesas con la cabeza agachada por la vergüenza.
Se obstinaba en aguantar las ganas de ir al baño el mayor tiempo posible para sentirse fuerte e invencible. Se le ocurrió la idea a principio de curso, cuando descubrió que muchos profesores no daban permiso para salir a menudo de clase, al contrario de lo que sucedía en la elemental. Y en aquella ocasión, delante de sus compañeros dispuestos a reírse de todas sus rarezas, había perdido el reto de la forma más ridícula que se pudiera imaginar, meándose encima como un niño pequeño.
Le salvó el sonido de la campana. Corrado se puso el abrigo rápidamente y salió de clase sin dar tiempo a que lo parase nadie.
Con el rabillo del ojo había visto a la profesora hablar con el bedel e indicar con el índice el aula. Los compañeros de clase lo llamaron a voces y él, humillado por aquella absurda situación, agachó la cabeza y bajó corriendo las escaleras, desapareciendo rápidamente.
—¿Quién entra primero? — preguntó Mauro.
—Yo… no…
—¿Sí o no? Si tienes miedo dilo, ya sabemos cómo te las gastas.
—¿Y tú qué sabes?
Mauro se rio maliciosamente.
—Blando como la caquita.
—¡No es verdad!
—¿Qué diría tu padre si te viese ahora?
—¡Deja a mi padre! —Lo amenazó Corrado—. Él no tiene nada que ver.
—Estoy seguro que se avergonzaría de tener un hijo tan imbécil como tú… Si estuviera vivo aún, ¡claro!
—¡Eres un bastardo! —gritó Corrado, cargando hacia él con la cabeza baja con toda la rabia que sentía palpitar en sus músculos escondidos bajo la gomaespuma.
Mauro se echó hacia un lado sin esfuerzo y Corrado, torpe y desgarbado, tropezó con una viga acabando por los suelos cuan largo era.
—¿Ves como no te tienes en pie? ¡Vaya Superman!
Mauro se volvió hacia la puerta con una sonrisa desafiante y giró el pomo.
El chirrido de las bisagras sin engrasar invadió de inmediato toda la casa.
Corrado no lograba razonar con lucidez, miles de lucecillas titilaban dentro de su cabeza y le impedían poner en orden sus ideas. Veía a su padre en pie en un andamio, cerca de él, su madre intentando controlar las galletas en la cinta transportadora de una gran máquina. Todo vibraba, la máquina, los tablones del andamio, los tubos, la cinta transportadora, los pasadores, la pizarra con los números de la ecuación, el edificio entero…
—Debo entrar. Debo hacerlo por ellos… para impedir que caiga —pensó, alzándose—. Allí está la fórmula secreta para volver del reino de los muertos. Lo debo hacer por mi padre. Quiero que vuelva conmigo.
Corrado entró en la habitación y vio el cofre sobre el estante de la chimenea. Brillaba a la luz de la luna y un pequeño trozo de papel asomaba de la caja medio abierta como una lengua maléfica.
—¡La hoja con el conjuro!
Mauro se detuvo cerca de la puerta y miraba algo que Corrado no veía. Estaba oscuro, pero un haz de luz se filtraba desde un agujero del techo que iluminaba con reflejos dorados las incrustaciones del cofre.
Corrado no oyó el grito de Mauro cuando se lanzó hacia delante con los brazos abiertos.
—¡Espera!
Fue un momento, le faltó poco para tocar el cofre, cuando el mundo se desvaneció ante sus ojos con un dolor punzante, tragándoselo la oscuridad de un solo bocado.
—¡Saaad!
Fue la última palabra que oyó Corrado antes de llegar a un limbo sin ruidos. Un golpe en la cabeza, el sabor denso de la sangre y, en la parte inferior de un túnel frío, la imagen de su padre y de su madre se desvaneció de su mente.
6
UN LARGO ADIÓS
Viernes, 2 de noviembre de 2012
—No pensé nunca que me quedaría sola en pocos meses.
Sonia se secó las lágrimas con un pañuelo de papel ya inservible.
—Tenía una familia, y ahora… no tengo motivos para vivir. ¿Qué hago aquí? Mi marido muerto en un andamio, mi hijo muerto en una casa abandonada. ¿Cómo es posible que el destino la haya tomado conmigo? ¿Qué he hecho mal? ¿Me lo puedes decir, mamá?
Las lágrimas volvieron a surcar su rostro acostumbrado ya a horas de llanto y desesperación.
—Debes ser fuerte cariño. Debes tratar de reaccionar por los que no están ya —respondió Renata, apretando la mano de su hija.
—Me siento vacía, inútil, como si todo en lo que me empeño no sirviera para nada.
Sonia rompió a llorar, exprimiendo aquellos ojos devastados por el velatorio, las condolencias de las personas en una sala anónima del tanatorio y las palabras del sacerdote durante la homilía.
Permaneció inmóvil durante todo el tiempo que duró la misa, con una mano apoyada en el féretro blanco y con el penetrante olor del almohadón de rosas que la invadía. Su madre permaneció a su lado, inclinada sobre ella en actitud de atención y protección, y su padre, firme en silencio, estaba de pie delante de una columna de mármol. Detrás de ella oía los suspiros y sollozos de las personas que habían venido a ver a Corrado. Estaban los compañeros de la escuela, los profesores, los amigos del barrio, el quiosquero que todos los meses le guardaba el cómic de Superman, los tíos, los primos, todos abatidos por un dolor indescriptible.
Sonia escuchó la homilía del sacerdote y, en aquella fórmula repetitiva y canturreada, no encontró ni una pizca de consuelo. Se sentía sola, confusa, sin tener siquiera la más mínima esperanza en el futuro. Un hijo muerto diez meses después del marido era un golpe demasiado duro incluso para quien no se rinde nunca.
Después de la misa llegaron las muestras de condolencias. Sonia en pie, delante del féretro, se había prestado al triste ritual del último adiós estrechando las manos frías de todos los congregados y besando en las mejillas húmedas por el llanto a los compañeros de escuela de Corrado. Estaban todos, Giulia, Mara, Teo, Sergio, incluso Mauro, el chico que con su móvil pidió ayuda inmediatamente. Corrado había caído desde cuatro metros de altura y se golpeó la cabeza en la losa de mármol de una mesita.
Sonia había pensado toda la noche en el abismo que se había abierto en la habitación de la vieja señora inglesa, asesinada hacía tanto tiempo por un asesino sin nombre.
A menudo, el día de Halloween, los chicos del barrio se divertían tentando a la suerte, entrando en aquella casa maldita. En la mayoría de ocasiones se limitaban a escalar el muro y curiosear inspeccionando el jardín o se adentraban en el pequeño bosquecillo de robles. Solo eso, algunos lograban llevarse un pequeño trofeo como muestra de su valor, un trozo de madera caída del suelo, una teja rota, cosas de este estilo… Pero nadie, en tantos años, había perdido la vida haciendo caso de las habladurías de una leyenda estúpida.
Teo, un chico delgado con una curiosa cresta en la cabeza, le había pedido perdón por no haber impedido a Corrado que entrara en la casa.
Sonia sonrió y le susurró al oído
—Estate tranquilo, tú no tienes culpa alguna.
El muchacho se alejó con la cabeza gacha, aguantando a duras penas las lágrimas.
Fue Giulia quien le confesó, el día siguiente al accidente, que Corrado entró en la casa para buscar el conjuro secreto para lograr traer a las personas amadas del reino de los muertos.
—Salvó a mi perro, ¿lo sabe? Pensamos que había caído en un agujero y lo encontró Sad… quiero decir, Corrado. Y ahora le ha tocado a él la caída —dijo la chica llorando y retorciéndose las manos.
Sonia la escuchó con la boca abierta por el asombro e inmediatamente pensó en Ninetto.
—Lo ha hecho por su padre —murmuró para sí misma, con el corazón encogido en un puño por la ternura y la compasión—. Para devolver a la vida a su padre.
Pensó en ello durante todo el velatorio, mirando el cuerpo de su hijo acicalado en el féretro. Incluso aquella mañana, saliendo de la iglesia del brazo de su madre para no perder el paso y seguir el pequeño ataúd llevado a hombros por cuatro celadores de las pompas fúnebres. El coche esperaba con la puerta abierta en la plaza, golpeado con violencia por las ráfagas de viento, y Sonia, envuelta en un abrigo negro, tocó ligeramente una vez más el féretro antes de que se encaminara tristemente hacia el cementerio.