GERARDO BARBOSA CASTILLO
Es muy frecuente encontrar en la literatura acerca de la Justicia Transicional enfoques que la entienden como un conjunto de instrumentos judiciales y/o políticos desarrollados para enfrentar las violaciones masivas a los derechos humanos ocurridas durante un periodo histórico determinado –caracterizado especialmente por la existencia de un régimen no democrático o también a consecuencia de un conflicto armado interno– cuyas circunstancias intolerables se pretende superar; y dado que la mayor parte de las transiciones ocurridas en América Latina en las últimas décadas evidencian la participación sistemática de agentes estatales en esos graves comportamientos, se ha generalizado la tendencia a estigmatizar a todas las Fuerzas Armadas como victimarios y al resto de la población del respectivo país como víctimas. A partir de esta indebida generalización se han estructurado múltiples conclusiones complementarias, asociadas a la responsabilidad penal de los miembros de las Fuerzas Armadas, que también se reiteran de manera recurrente. En el presente ensayo sustento dos tesis centrales: en primer lugar, que en el conflicto armado que ha padecido Colombia desde la década de 1960 los excesos o abusos cometidos por algunos integrantes de las Fuerzas Armadas (a pesar de la incuestionable gravedad de muchos de ellos) han constituido situaciones excepcionales y aisladas y que, al contrario de lo ocurrido en las naciones del Cono Sur, las Fuerzas Armadas colombianas se han caracterizado por su compromiso con la democracia y por su apego a la institucionalidad; en segundo lugar, que a consecuencia de lo anterior las Fuerzas Armadas colombianas cumplen un rol fundamental en relación con la justicia, no como destinatarios de la justicia judicial ordinaria, ni como beneficiarios de la Justicia Transicional, sino, precisamente, como garantes y soportes de la institucionalidad, de la administración de justicia y los derechos fundamentales de los habitantes del territorio nacional.
“Justicia” es una de las expresiones con mayores alternativas de sentido. De ahí que, hablar de un concepto general de justicia, por profundo que sea el esfuerzo, pueda ser entendido como una simple manifestación de subjetividad. Con todo, a pesar de su alto nivel de abstracción y de la multiplicidad de concepciones predicables de él, sí es posible detenerse a revisar algunas de esas alternativas de planteamientos sobre la justicia, delimitadas a ámbitos muy concretos. Para el propósito de este estudio resulta pertinente contrastar algunas de las nociones de justicia que desarrolla la jurisprudencia colombiana (especialmente la de la Corte Constitucional) respecto a lo que en este documento se denominará justicia judicial (especialmente, pero no exclusivamente, penal), esto es, la solución de conflictos por conducto del órgano judicial1. El propósito de centrar la atención en este contraste consiste en evidenciar que la Corte Constitucional colombiana ha asimilado en su jurisprudencia los estándares internacionales sobre DIDH (en adelante DIDH), derecho internacional humanitario (en adelante DIH) y DPI (en adelante DPI), y ha decantado así concepciones de justicia diferentes para la justicia judicial ordinaria y para la JT.
La justicia judicial penal se ocupa de los conflictos surgidos a consecuencia de la comisión de un comportamiento descrito en la ley como delito. Pero no todos los delitos tienen la misma connotación, lo cual no necesariamente tiene que ver con su gravedad. El delito de “sustracción de bien propio” tiene prevista pena de multa en la legislación penal, mientras que el delito de lavado de activos tiene prevista una pena privativa de la libertad muy significativa, es decir, el primero se puede considerar un delito leve, en tanto que el segundo está catalogado como un delito grave; sin embargo, ambos tienen en común el ser delitos comunes, infracciones a pautas de convivencia cotidiana. En contraste, un acto de terrorismo perpetrado por un grupo insurgente, aunque también es un delito, genera un conflicto de naturaleza diversa; según sus características, el acto de terrorismo puede tener el alcance de ser un grave atentado contra los derechos humanos o contra el DIH, e involucrar, por lo tanto, sistemas normativos internacionales. El conflicto que genera un delito común puede resolverse mediante la justicia judicial ordinaria, en tanto que el conflicto que genera un delito cometido con ocasión de un conflicto armado interno difícilmente podrá ser resuelto por una decisión judicial.
Las diversas categorías empleadas en la práctica interna e internacional sobre la justicia no son producto del capricho; cada una de ellas responde a circunstancias y necesidades particulares y se aplica a contextos que responden a esas necesidades y circunstancias. Esto comporta que, en el caso el derecho penal interno de los Estados, el mismo deba responder a una lógica particular que se aplica por la justicia judicial ordinaria y no por el DIDH, ni por el DIH, ni por el DPI; y en el mismo sentido, los mecanismos alternativos al derecho penal ordinario (como es el caso de la JT) deben responder a necesidades y circunstancias distintas a las que responde aquel, por lo que resulta pernicioso confundirlos. Si bien existen numerosos puntos de intersección entre los diversos ámbitos normativos, también es claro que existen aspectos en los que, lejos de existir coincidencia, pueden presentarse marcadas divergencias conceptuales2 o de enfoque, que han de resolverse por medio de instrumentos hermenéuticos que los compatibilicen.
En el ámbito de la justicia judicial penal, esto es, del instrumento institucional para la solución de los conflictos que se generan por la realización de comportamientos tipificados como delito, uno de los principales retos contemporáneos consiste en identificar el sistema normativo aplicable, por cuanto es frecuente que entren en tensión no sólo normas de derecho interno y de derecho internacional, sino las distintas normativas internacionales que cada Estado se ha comprometido a cumplir, pero que por estar orientadas a finalidades diversas pueden coyunturalmente resultar incompatibles. El problema, como se verá, no se limita entonces a la tradicional cuestión de si los sistemas jurídicos internos están subordinados de manera ineludible a una normativa internacional con pretensiones globalizantes; la cuestión de fondo es mucho más compleja si se tiene en cuenta que los desarrollos de cada uno de los sistemas internacionales mencionados también colisionan entre sí y que los Estados pueden verse eventualmente abocados a desatender ciertas obligaciones internacionales para honrar otras. Como en muchos otros contextos, un ejercicio de ponderación de cada caso (que, si bien no constituye un mecanismo exento de cuestionamientos, aparentemente sí es el único que ofrece una alternativa de solución)3 permitirá resolver qué normativa prevalece y cuál se sacrifica. Si esta reflexión se lleva al derecho penal, puede sin esfuerzo apreciarse cómo los principios de libertad y mínima intervención fácilmente colisionan con las exigencias expansivas del DPI y del derecho internacional penal (DIP)4. Y en el plano procesal penal, las garantías liberales tradicionales, incluidas en numerosos tratados internacionales, han entrado en tensión con modelos conceptuales arraigados en algunas normativas de derecho internacional que, por lo menos de momento, se inclinan por resguardar ciertos intereses, aun a costa del sacrificio de los estándares probatorios o las garantías procesales de los reos5.
Un Estado de derecho contemporáneo, en principio, sólo debería acudir al derecho penal cuando fines superiores así lo justifiquen6. Y esos fines superiores, que pueden estar explícitos o no en la Constitución Política, en últimas, son definidos en su jurisprudencia por el órgano de cierre de la jurisdicción constitucional. Esta es una precisión que, si bien es obvia, resulta importante hacerla no sólo por sus implicaciones en el plano práctico de la comprensión del funcionamiento del aparato estatal, sino también en el plano teórico, a efectos, precisamente, de delimitar el alcance de una noción tan difusa como la de justicia. En este sentido, resulta interesante apreciar cómo se ha modulado el concepto de justicia judicial en la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana cuando él se refiere a cuestiones de criminalidad ordinaria, de Justicia Penal Militar o de JT. En su innegable esfuerzo por acertar, el tribunal constitucional colombiano ha tratado de ponderar todas las variables relevantes en un contexto jurídico cada vez más complejo. En efecto, mientras los marcos normativos de comienzos del siglo XX se limitaban a la exégesis legal, los de la segunda mitad de la misma centuria ya exigían una confrontación superior con la normativa constitucional. Y posteriormente, la progresiva asimilación de la(s) normativa(s) internacional(es) generó un reto habitualmente menospreciado, que en la práctica se materializa en decisiones muy controvertidas (y aún controvertibles) que intentan resolver desde lo jurídico problemáticas que muchas veces sólo pueden explicarse en términos políticos.
Un ejemplo –que se retomará posteriormente– sirve para ilustrar la idea que intenta exponerse en los párrafos anteriores. En el derecho penal liberal tradicional, la presunción de inocencia constituye uno de sus pilares indispensables; el propósito de proteger al individuo de indebidas restricciones de su libertad por parte del Estado motivó el desarrollo de este principio y sus garantías, de los que se han ocupado no sólo millones de páginas en la doctrina mundial, sino numerosos tratados internacionales y muchas más decisiones de organismos de sistemas internacionales de protección de los derechos humanos. No obstante, de manera paralela han tomado auge nociones como el principio pro homine, que en relación con las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos propugna por el desarrollo de criterios que impidan la impunidad y garanticen, además, la reparación y la no repetición. Estos dos principios, que aparentemente no contemplan nada antagónico, en la práctica colisionan.
El razonable afán de impedir la impunidad en relación con graves violaciones a los derechos humanos ha conducido, paradójicamente, al progresivo debilitamiento en la práctica judicial de la presunción de inocencia y de algunas de las instituciones jurídicas que la dinamizan, como los estándares probatorios en materia penal7, el principio de razonabilidad en relación con la duración de los procesos penales, el principio de juez natural, independiente y autónomo, etc. Así, mientras la presunción de inocencia en su expresión más genuina impedía anticipar juicios de responsabilidad penal o tolerar indebidas injerencias en la autonomía del juez8, hoy en día en Colombia pueden mencionarse numerosas situaciones –que muy probablemente se repiten en otros países de América Latina– que en la práctica desvirtúan las garantías conquistadas en doscientos años de discusión jurídica: las medidas cautelares personales en los procesos penales constituyen, en muchos casos, un flagrante, recurrente e irresponsable prejuzgamiento9; organismos que se auto-reputan defensores de los derechos humanos presionan de manera abusiva a los jueces para que adopten decisiones en un determinado sentido; se estigmatiza a personas aún no juzgadas por medio de instrumentos poco ortodoxos –como subjetivas columnas de opinión en medios masivos de comunicación, redes sociales, etc.10.–; se promueven leyes que debilitan los estándares probatorios y la autonomía de los jueces en la valoración de los elementos de convicción; se crean jueces que, por fuera de los criterios objetivos de reparto, conocen de casos especiales con la monitoría de organismos internacionales y de organizaciones no gubernamentales. Es decir, lo contrario a lo que la teoría y la jurisprudencia del DIDH elaboró durante mucho tiempo en materia de derechos fundamentales de las personas sometidas a un proceso penal y garantías procesales.
El ejercicio de ponderación entre las normas, derechos fundamentales e intereses en juego lo ha afrontado la Corte Constitucional colombiana reconociendo la indiscutible importancia de cada uno de ellos, pero también advirtiendo que ninguno de tales principios, derechos o intereses es absoluto y, por lo tanto, el peso de los argumentos de prevalencia en cada caso será el que permita resolver la cuestión. En el marco del proceso de paz, la tensión entre derechos de las víctimas del conflicto armado, el interés colectivo por la seguridad y la convivencia pacífica, los compromisos internacionales de diversa índole, los principios democráticos, son, entre otros, factores que colisionan y que no pueden estratificarse o priorizarse de manera objetiva11 y absoluta. Las diversas cuestiones, sometidas a la justicia judicial ordinaria tendrían una solución muy distinta a la que puede ofrecer un modelo de JT. En ambos casos, el órgano judicial opera para resolver un conflicto, es decir, administra justicia, pero el sentido que se imprime al valor justicia en cada marco normativo difiere de manera significativa. Al ocuparse de los derechos en conflicto involucrados en el texto de la Ley 1592 de 2012 (modificatoria de la Ley 975 de 2005 –régimen de JT denominado Justicia y Paz–), advirtió la Corte Constitucional que, en términos generales, el derecho a la justicia puede tener el siguiente alcance (principalmente desde la perspectiva de los derechos de las víctimas:
Derecho a la Justicia. Su garantía impone al Estado la obligación de investigar, juzgar y condenar a penas adecuadas a los responsables de las conductas delictivas y evitar la impunidad. Encuentra fundamento en el artículo 2 del Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos, los artículos 4, 5 y 6 de la Convención contra la Tortura y otros tratos o Penas Crueles, Inhumanos y Degradantes, los artículos 1, 3, 7-10 de la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura, los artículos 1, 3, 7-10 de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, los artículos 18 y 24 de la Declaración Americana de Derechos Humanos, los artículos 1.1, 2, 8 y 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el artículo 8 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos relativos al derecho de acceso a los tribunales para hacer valer los derechos mediante los recursos ágiles y efectivos.
Esta obligación implica: i) el establecimiento de mecanismos jurídicos idóneos para llegar al descubrimiento de los hechos y la condena de los responsables; ii) el deber de investigar todos los asuntos relacionados con graves violaciones de los derechos humanos; iii) el derecho de las víctimas a un recurso judicial adecuado y efectivo; y iv) el deber de respetar las garantías del debido proceso (Corte Constitucional, sentencia C-180/14).
Cuando una Corte Constitucional argumenta el derecho a la justicia como un derecho fundamental que encuentra su fundamento en pactos, convenciones o tratados internacionales y no en valores o principios constitucionales es porque, además de pretender ampliar el marco normativo que se tiene en cuenta, se ha entrado en la lógica de que el valor justicia debe decantarse de la conciencia colectiva de la humanidad12, y no de los altibajos de la política nacional y de las normas de derecho positivo que se derivan de ellos. Hacer justicia es, así, actuar conforme a los consensos mundiales sobre los derechos humanos y el DIH. La idea de justicia como solución de conflictos conforme al derecho positivo interno parece, entonces, ceder espacio respecto a una noción globalizante de justicia, una noción que pretende (posiblemente de manera ilusa, por lo menos de momento) reflejar valores universales. La cuestión pone de presente una notoria transformación no sólo en los referentes de la argumentación jurídica, sino, principalmente, en la escala de valores que se asume como legítima. Desde una perspectiva crítica cabe advertir que esta es una alternativa que, posiblemente con las mejores intenciones, sucumbe de manera irreflexiva a tendencias de moda sin reparar en que no siempre lo “global” es necesariamente lo adecuado.
En efecto, en lo jurídico –como en muchas otras áreas– la teoría de la globalización no pretende desconocer ni apabullar lo local a cambio de lo global; una teoría de la globalización, despojada de los mitos propios de posturas sesgadas hacia tesis de la conspiración o del neocolonialismo, es una herramienta muy importante para comprender las razones por las que distintas comunidades humanas buscan puntos de encuentro o coincidencia, sin renunciar a su propia identidad. En realidad, la teoría de la globalización afirma que lo global y lo local son dos caras de la misma moneda, son nociones complementarias y no excluyentes13. Esto significa que lo global se define por contraste gracias a lo local, y viceversa; son conceptos interdependientes. En este sentido, el derecho global no niega el derecho local, así como el derecho local no es refractario ni antagónico al derecho global. Por esta razón los conceptos de justicia judicial que construye cada Estado no tienen por qué colisionar ni ser desplazados por otras nociones de justicia construidas en el plano internacional por modelos teóricos tales como el DIDH, el DIH o el DPI.
En el tema que pretende desarrollar este ensayo, el concepto de justicia judicial local no es antagónico al concepto de justicia global (entendidas por manifestaciones de ésta la aplicación del DIDH, el DIH o el DPI). La tendencia –descrita y cuestionada por de Sousa Santos y Castells– de asignar a la globalización un sentido uni-dimensional explica por qué en algunas ocasiones el valor justicia parece perder importancia si no está enmarcado en el ámbito de la normativa internacional, lo cual es errado e inconveniente. En la ya citada sentencia C-387/14, la Corte Constitucional reconstruye el recorrido jurisprudencial sobre algunos de los valores constitucionales que subyacen en la justicia penal; su evolución evidencia que lejos de tratarse de una construcción implantada desde lo internacional, el valor justicia y en concreto la justicia judicial penal como instrumento cotidiano para la solución de los conflictos más graves que surgen en la sociedad, es una expresión del reconocimiento de principios y valores arraigados en términos locales y concretados en instituciones propias. Con esto se quiere significar que Colombia cuenta en su tradición jurídica con una noción de justicia construida con base en valores democráticos progresivamente decantados en su discusión académica y judicial, y no es propiamente el producto de trasplantes improvisados desde el derecho internacional. Y los puntos de encuentro con otras naciones han sido también producto de su propia madurez jurídica e institucional.
La evolución del concepto de justicia como valor constitucional en Colombia permite diferenciar tendencias que, al unificarse de manera indebida, distorsionan el sentido genuino de algunas instituciones. En efecto, al plantearse la adopción de un modelo de JT, de manera poco rigurosa se plantea por algunas personas que éste es un modelo excepcional de justicia judicial aplicable en pie de igualdad a los extremos de un conflicto armado, es decir, que la JT tiene por sujetos de su aplicación de una parte a los insurgentes y de otra a las Fuerzas Armadas. El error consiste en equiparar lo que no es equiparable, en asimilar las instituciones legítimas de una sociedad con organizaciones armadas al margen de la ley, así estas últimas se pretendan justificar en ideologías o convicciones políticas aparentemente altruistas. Es claro que el componente de justicia penal de modelos de JT como el que se propone para Colombia debe tener por destinatarios a todas las personas que han incurrido en delitos con ocasión del conflicto armado; pero esto es muy diferente a descontextualizar la naturaleza de una institución como las Fuerzas Militares, que hace parte esencial de esa construcción del valor justicia a la que se hace referencia atrás. En efecto, reconoce la Corte Constitucional que la justicia penal colombiana no responde al capricho del legislador de turno, sino que está condicionada por criterios tales como la necesidad, el principio de mínima intervención, la proporcionalidad, la protección de bienes jurídicos, etc.14. Al ocuparse de las facultades excepcionales surgidas de los estados de excepción, la Corte Constitucional centró su atención en el mantenimiento del orden público como uno de aquellos valores que justifican la intervención penal, de manera concurrente con otros instrumentos que, dentro del orden constitucional, contribuyen al mantenimiento de la convivencia y la solución de conflictos15.
Como ya se planteó y se insistirá adelante, la tendencia a estigmatizar a las Fuerzas Militares como organizaciones victimizantes y destinatarias de esquemas de JT es el producto de una impertinente generalización que se desarrolló a partir de las transiciones de algunas dictaduras militares a la democracia16, eventos en los que instituciones legítimas de esos países fueron pervertidas y empleadas como instrumento indebido de acceso al poder político. Tales eventos, como se verá, difieren sustancialmente del caso colombiano, en el que las Fuerzas Militares no sólo han demostrado respeto constante a los valores democráticos, sino que han hecho parte, desde la institucionalidad, de los elementos con los que se ha construido y arraigado el valor justicia. Una mezquina manipulación de casos analizados por la jurisprudencia internacional conduce a la distorsión del concepto de JT, propiciando generalizaciones carentes de rigor. En lo que sigue se intentará visualizar la manera como la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana ha desarrollado los márgenes de configuración de tres nociones de justicia judicial con puntos en común, pero con sensibles diferencias, esto es, la justicia ordinaria, la Justicia Penal Militar y la JT.
En los sistemas jurídicos de derecho escrito, la respuesta a comportamientos que se consideran nocivos y dignos de reproche se suele estructurar en el derecho penal ordinario de forma progresiva (aun cuando empíricamente en todos los casos no sea posible diferenciar con precisión cada momento): inicialmente debe darse una determinación político-criminal y posteriormente su inclusión en el derecho positivo. De hecho, algunos teóricos de comienzos del siglo XX asumían que la discusión político-criminal sólo debía llegar hasta el momento de la “positivización” de la regla de derecho penal correspondiente. Esto significa, en pocas palabras, que de ordinario la decisión acerca de si un comportamiento se eleva a la categoría de delito, cómo se describe y qué consecuencia punible se le asigna en abstracto, debería ser producto de una discusión de carácter político-criminal previa, enmarcada en un margen de autonomía en la configuración muy amplio por parte de cada Estado. Otro tanto se predicaba de los criterios generales de atribución de responsabilidad penal: las pautas contenidas en la parte general de los códigos penales se discutían hasta el momento de su ingreso al derecho positivo.
A pesar de que la dinámica judicial ha modificado de manera significativa la idea de que la discusión político-criminal debía llegar hasta la aprobación de los textos legales, en los países de tradición jurídica continental-europea, la etapa de discusión político-criminal implica, en efecto, un ejercicio muy importante de aplicación del principio democrático17. Conforme al principio de reserva legal18, debe corresponder principalmente a un órgano de elección y representación popular decidir si en términos históricos, sociales y políticos es pertinente elevar a la categoría de delito un determinado comportamiento, así como cuáles son los criterios generales que permiten atribuir a alguien responsabilidad penal. En contraste, en los países de tradición jurídica anglo-norteamericana, el principio democrático opera tradicionalmente de manera directa en la administración de justicia por medio de mecanismos como los jurados. La cuestión que importa destacar aquí es que la definición en abstracto de cuándo, por qué y en qué medida un comportamiento merece reproche penal involucra la esencia misma del concepto de democracia. Criminalizar o descriminalizar una conducta no puede ser el producto de una decisión caprichosa, subjetiva o autoritaria; si un comportamiento merece o no reproche (y si lo merece en qué medida) mediante una pena, debe ser algo que se responda conforme a la lógica del discurso democrático.
En principio, cada sociedad valora –en un momento histórico determinado– cuáles son las conductas que dificultan de manera grave, o impiden, la convivencia pacífica; esa valoración, así como las reglas de imputación y la correspondiente a las consecuencias aplicables a quien opta por realizar alguna de esas conductas19, es lo que aquí se denomina “decisión político-criminal”. El principio de reserva legal y su vínculo estrecho con el principio democrático constituyen, en los Estados de tradición continental-europea, el fundamento del denominado “margen de discrecionalidad del legislador” o “margen de configuración” en materia penal. Dentro de la lógica de la organización y funcionamiento del Estado del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la limitación en abstracto de la libertad de las personas sólo debería tener origen en órganos de representación popular y sería una de las manifestaciones de la soberanía de cada Estado. El origen popular del órgano legislativo se consideraba, en su momento, como condición suficiente de legitimación de las decisiones por él adoptadas. De esta manera, el margen de configuración tenía un límite formal más que material, dado que el cumplimiento del principio democrático quedaba constatado, en términos formales, por la representación popular del órgano legislativo20.
A lo largo del siglo XX se empezaron a generar limitaciones materiales y excepciones a la tradicional autonomía de los Estados en materia penal, derivadas especialmente de los compromisos adquiridos por virtud de la suscripción de tratados internacionales, o, incluso sin necesidad de estos, por las obligaciones derivadas de la dinámica de la evolución de ciertas nociones construidas por el DIDH, el Derecho Internacional de los Conflictos y más recientemente por el derecho penal. La inclusión dentro del catálogo de delitos de ciertos tipos penales ya no depende de manera autónoma de una decisión político-criminal de cada Estado, sino que corresponde a un deber impuesto por la comunidad internacional. Tal es el caso de la tipificación de los comportamientos que constituyen graves violaciones contra los derechos humanos o contra el DIH, que si bien no se regula de una manera rígida en el ámbito internacional21, sí supone una obligación básica de todos los Estados. Se tiene entonces que, en las hipótesis excepcionales mencionadas, la decisión político-criminal ya no se adopta de manera integralmente autónoma por parte de cada Estado, sino que viene predeterminada o pre-configurada por obligaciones internacionales. La reducción del margen de configuración legislativa opera en dos sentidos: mediante el control de los jueces a los componentes esenciales del valor justicia en los Estados democráticos22, o mediante la intervención de organismos internacionales por medio de los sistemas de aplicación del DIDH o del DPI. Con todo, si bien el margen de configuración se reduce, no desaparece por completo, es decir, aun respecto de las conductas tipificadas en el ámbito internacional, los Estados mantienen un margen nada despreciable de autonomía23.
Nada más errado que la concepción del DPI como un sistema normativo universal que subordina de manera absoluta las legislaciones nacionales, y la Corte Penal Internacional (CPI) como máximo órgano de justicia judicial a nivel mundial. El carácter complementario de la competencia de la CPI pone en evidencia el error de tal concepción. La CPI y los desarrollos teóricos en los que se soporta están previstos para operar sólo cuando colapsa la justicia judicial interna de los Estados sometidos a su competencia, y no para actuar en condiciones normales y en lugar de ellos24. Las tipificaciones del Estatuto de Roma (ER) no tienen que reproducirse rígidamente en los códigos penales de cada país, pero sí asimilarse en la legislación interna de manera razonable; las penas que los legisladores de cada Estado asignen a esos delitos tampoco están preestablecidas por el ER, sino que las adopta, con un amplio margen de configuración, cada país25.
Ahora bien, cuestión de profunda e intensa discusión contemporánea –pero que no se abordará en detalle aquí por no ser el objeto de este estudio– tiene que ver con el catálogo y contenido de tales obligaciones internacionales; la complejidad del sistema de fuentes del derecho internacional, la multiplicidad de organismos y ámbitos normativos, no sólo genera dificultades para la identificación de lo que se puede entender como una obligación internacional (amparada en algún estándar o norma internacional en estricto sentido), sino que conduce en ocasiones a la perplejidad de aparentes ambivalencias y contradicciones. Lo relevante sobre el particular para el tema objeto de este ensayo tiene que ver con aquellos desarrollos realizados a partir de pronunciamientos de organismos internacionales, atinentes a casos concretos y acogidos por un importante sector doctrinario para adoptar planteamientos generalizantes respecto a la JT. La cuestión es tan compleja que algunos autores llegan a poner en duda que el de Justicia Transicional sea un concepto delimitado que cuente en realidad con un marco normativo preciso26. Tal cuestionamiento, desde luego, no se dirige a poner en duda que exista algo llamado JT, sino a evidenciar i) que la JT no es una noción acabada sino en proceso de decantación, ii) que se construye a partir de hipótesis fácticas disímiles y, en consecuencia, no difícilmente puede pretender homogeneizarse en términos conceptuales y iii) que carece de un marco normativo concreto y propio.
La justicia judicial de un Estado contemporáneo que honre sus compromisos y obligaciones internacionales no se limita, por lo tanto, a resolver los conflictos con base en su marco normativo interno, sino que debe procurar, de una parte, identificar los estándares internacionales aplicables y, de otra, resolver las ambivalencias y contradicciones que puedan surgir entre los distintos marcos normativos aplicables. En el caso colombiano, como se verá a continuación, la evolución jurisprudencial permite apreciar esta transformación. De un derecho penal configurado internamente con plena autonomía, se pasó a un derecho penal, sustancial y procesal, condicionado por estándares internacionales. Este, desde luego, no ha sido un desarrollo lineal –ni acertado en todos los casos– en términos históricos, pero sí existen referentes temporales que permiten apreciar cómo se intensifica la adopción de referentes internacionales como límites al margen de configuración interna. Y dentro de este proceso de ajuste, la Justicia Penal Militar también se ha visto involucrada. De un modelo de plena autonomía interna se ha pasado progresivamente a uno que resulte compatible tanto con los compromisos internacionales adoptados por Colombia como con los modernos desarrollos sobre el tema en el ámbito internacional. Esto en el plano del derecho penal ordinario, es decir, el aplicable a situaciones de criminalidad cotidiana. Pero la cuestión adquiere una connotación particular cuando lo que se plantea es la configuración y puesta en marcha de un modelo de JT.
Lo que aquí se denomina derecho penal ordinario corresponde, de una parte, al sistema normativo que conmina con la imposición de una pena la realización de comportamientos –previamente determinados por el legislador– que, en términos generales, se consideran los que de manera más grave perturban la convivencia pacífica, y, de otra parte, la normativa procesal y la estructura judicial que lo pone en práctica. El derecho penal ordinario es, en consecuencia, el derecho penal de la cotidianidad de un Estado, aquel del que, en opinión de Claus Roxin, no podría prescindir ningún país por cuanto, si bien empíricamente es cuestionable la eficacia preventiva del derecho penal, sería imposible el mantenimiento del orden social si se prescindiera por completo del derecho penal. Así, al llegarse a la conclusión de que el derecho penal es un mal necesario, su regulación no puede quedar librada al capricho, que debe contar con límites formales y materiales. En este sentido ha dicho la Corte Constitucional:
El Legislador cuenta con un amplio margen de configuración para el diseño de la política criminal y el derecho penal, dentro del cual puede optar por diversas alternativas de regulación que incluyen la potestad de crear los delitos, establecer los elementos constitutivos de los tipos penales y sus correspondientes sanciones, así como el procedimiento a seguir para su investigación y juzgamiento; la competencia amplia y exclusiva del Legislador en este ámbito se basa en el principio democrático y en la soberanía popular. Sin embargo, tal potestad legislativa encuentra sus límites en la Constitución Política y en las normas que integran el bloque de constitucionalidad, y corresponde a la Corte Constitucional hacer efectivos dichos límites, cuandoquiera que se desconozcan por el Legislador los principios, valores o derechos allí protegidos27.
Por contraste, el derecho penal ordinario se diferencia de otras expresiones de la misma disciplina, como el derecho penal militar, el DPI o el derecho penal de un esquema de JT, fundamentalmente en el plano teleológico. Si bien todas estas alternativas de derecho penal coinciden en aplicar penas como consecuencia de la realización de comportamientos tipificados como delito, la finalidad de cada una de ellas es significativamente diferente; esto quiere decir que la represión propia del derecho penal se encamina a finalidades distintas en cada una de las alternativas mencionadas y sólo se justifica en tanto pueda cumplir con el fin propuesto. Ni el derecho penal militar, ni el DPI, ni el derecho penal de la JT deberían pretender resolver los conflictos que surgen de la cotidianidad; y, en sentido opuesto, el derecho penal ordinario no tiene la misma razón de ser de las opciones mencionadas restantes, y en consecuencia, mal podría concebirse como instrumento viable para facilitar un proceso de transición (a la democracia o a la paz), o como una fórmula válida para el mantenimiento de la disciplina militar. La cuestión no tiene que ver con la gravedad de las conductas, sino con la motivación teleológica de cada modelo. Y en cada caso los márgenes de configuración del legislador son, por supuesto, muy diferentes. Esta es la razón por la que al aplicarse modelos de JT que moderan de manera notoria las consecuencias punitivas a los autores de comportamientos de extrema gravedad, tal condescendencia no tiene por qué trasladarse a los responsables de conductas juzgadas por la Justicia Penal Ordinaria. Y es también la razón por la que, como se verá adelante, de manera progresiva la Justicia Penal Militar ha reducido sus ámbitos de aplicación.
Es válido asumir que las restricciones al margen de configuración interna son más fuertes en los modelos excepcionales de derecho penal que en la Justicia Penal Ordinaria; sin embargo, es importante destacar también que en la mayor parte de países (incluida Colombia) la inexistencia de una jurisdicción especializada para los tipos penales propios del DPI (es decir, aquellos que habilitarían eventualmente la competencia de la CPI) ha dado lugar a que la jurisdicción ordinaria involucre en sus decisiones, no siempre de manera pertinente, criterios propios del DPI. Esto ha propiciado, por ejemplo, que se equiparen de manera indebida las categorías de víctima de un delito común (conocida tradicionalmente en Colombia como “parte civil”) y la de víctima de graves violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario28. Los derechos y garantías que el derecho internacional ha reconocido a las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos o al derecho internacional humanitario no pueden trasplantarse en el ámbito de la justicia judicial ordinaria a todas las víctimas de delitos comunes, porque se trata, evidentemente, de contextos fácticos y axiológicos diferentes, que se regulan por sistemas normativos asimismo diferentes29. El problema al parecer se genera al unificar los órganos judiciales competentes para investigar y juzgar tanto delitos comunes como graves atentados contra los derechos humanos o el DIH. En la práctica esta situación conlleva una restricción excesiva del margen de configuración de la Justicia Penal Ordinaria, producto de la distorsión del ámbito de aplicación de los estándares generados por el DIDH, el DIH y el DPI.
En este sentido, si bien algunos tratados y convenios internacionales sobre derechos humanos regulan derechos de naturaleza judicial, y por esta vía son objeto de pronunciamiento de los sistemas internacionales de protección a los derechos humanos, esto no significa que en el ámbito internacional se pretenda configurar los sistemas nacionales de derecho penal, ni mediante el DIDH, ni mediante el DPI. La confusión debe resolverse en el plano interno primordialmente, dado que, en tratándose de la aprobación de tratados que generan obligaciones internacionales, la rama legislativa no tiene posibilidad distinta a aprobar, improbar o aprobar de manera condicionada, precisando exclusiones o denuncias específicas al texto aprobado. A partir de allí los contenidos de las obligaciones dependerán en últimas de las interpretaciones que se hagan, tanto por las altas Cortes a nivel interno como (pero solo de manera residual) por los organismos que en el plano internacional aplican los modelos normativos ya mencionados. En otras palabras, una vez se adquiere un compromiso internacional por vía de la aprobación de tratados, los márgenes de configuración interna se reducen progresivamente, pero sin llegar a anular la autonomía de los Estados.
Uno de los marcos normativos que mayores limitaciones ha presentado en los últimos años en sus márgenes de configuración legislativa tiene que ver con la Justicia Penal Militar. Estructurada originariamente dentro de la lógica de la Justicia Penal Militar en otras naciones, la colombiana constituyó, en primer lugar, un factor extraordinario de competencia por razones subjetivas –pertenencia del procesado a las Fuerzas Armadas– y, en segundo lugar, por la naturaleza de hechos cometidos –conductas expresamente enunciadas en el Código de Justicia Penal Militar30. No obstante, el órgano de cierre estuvo siempre en la Corte Suprema de Justicia, situación que paulatinamente facilitó y desencadenó transformaciones y ajustes institucionales promovidos, fundamentalmente, desde la rama judicial del poder público.
Más que el detalle sobre las discusiones que se han presentado a lo largo de los últimos 60 años en materia de Justicia Penal Militar, importa destacar para el objeto de este ensayo los límites que progresivamente se han planteado respecto de los márgenes de configuración del legislador y las relaciones que esta manifestación excepcional de justicia judicial tiene con la justicia judicial ordinaria y la Justicia Penal Internacional. En efecto, en su conformación original, la Justicia Penal Militar constituía un instrumento de justicia judicial ordinaria para las personas amparadas por el fuero militar31, lo cual respondía a las tendencias históricas, pero no necesariamente la motivación teleológica de esta forma excepcional de administración de justicia. Se sustraían así los militares de la competencia ordinaria, para radicar su investigación y juzgamiento, por cualquier clase de delitos cometidos en servicio activo, en un órgano específico, al margen de la estructura ordinaria de la rama judicial. Y de manera aún más excepcional, se asignaba a la Justicia Penal Militar competencia restringida para investigar y sancionar a civiles mediante consejos verbales de guerra tratándose de delitos contra la existencia o seguridad del Estado.
El análisis de la estructura de la jerarquía militar dio lugar al cuestionamiento de la garantía del juez imparcial, y motivó profundas transformaciones en la configuración de los procedimientos. Y el análisis sobre la razón de ser de la Justicia Penal Militar también condujo a que se excluyeran los civiles de su órbita de competencia32. Es importante destacar que los modelos de Justicia Penal Militar adoptados por Colombia hasta la década de 1980 eran básicamente los de otros países. Pero las transformaciones se dieron al interior de las propias instituciones, en momentos de fuertes dificultades de orden público y de estabilidad política. En otras palabras, en Colombia, más que la influencia de decisiones internacionales, ha sido la reflexión interna sobre los valores democráticos y de justicia lo que ha dado lugar a transformaciones significativas en los márgenes de configuración de la Justicia Penal Militar33; desde luego, no puede desconocerse que especialmente la Corte Constitucional involucró desde la década de 1990 criterios provenientes de la discusión internacional sobre la materia, pero, en esencia, las discusiones sobre la razón de ser de la Justicia Penal Militar, los ámbitos de su competencia, la extensión o no a acierto tipo de delitos, los criterios de imputación, la obediencia debida, la estructura de los procedimientos, la participación de víctimas, etc. se han desarrollado en el ámbito interno, y han sido asumidas y acatadas sin excepción alguna por el estamento militar colombiano.
No sobra observar que si bien es cierto que las particularidades de las estructuras jerárquicas militares y la necesidad de fortalecer su disciplina no riñen en el plano teleológico con la competencia de la Justicia Penal Ordinaria, también lo es que las circunstancias en que se presentan hechos en que participa personal militar exigen por parte del operador de justicia conocimientos específicos que habitualmente no poseen los funcionarios de la Justicia Penal Ordinaria. De ahí que en la discusión, muchas veces formal y estéril, sobre si la competencia para investigar y juzgar comportamientos de militares en servicio activo debe corresponder a la Justicia Penal Ordinaria o a la Justicia Penal Militar, ha quedado habitualmente por fuera lo realmente importante, esto es, la garantía de un juzgamiento imparcial y objetivo, que tenga la capacidad de valorar las circunstancias excepcionales del servicio militar. Lo cierto es que en Colombia, a diferencia de lo que pueda ocurrir en otros países de la región, la Justicia Penal Militar no constituye una rueda suelta del aparato judicial, por lo que las decisiones que son objeto de algún cuestionamiento cuentan con alternativas de ajuste o corrección; todos los modelos hasta ahora diseñados podrán adolecer de múltiples defectos, pero lo que no resulta acertado es generalizar a la Justicia Penal Militar la descalificación de instrumento que propicia la impunidad34, por cuanto no tiene capacidad real de hacerlo.
En el contexto de conformación de un modelo de JT, el debate acerca de la Justicia Penal Militar parece no ser pertinente. Es claro que las Fuerzas Armadas han intervenido en el conflicto armado como institución legítima en desarrollo de funciones constitucionales. Es decir, lo que la institución ha hecho, cuenta con el beneplácito de la ciudadanía y del Estado en general. Y los comportamientos desviados e individuales de algunos integrantes de la institución deben ser objeto de la justicia en términos idénticos a los de cualquier otro sujeto investigado o juzgado por delitos cometidos con ocasión del conflicto armado. Y ninguno de los desarrollos de la Justicia Penal Internacional es tampoco materia de la Justicia Penal Militar, por cuanto, se insiste, ni se trata de una organización al margen de la ley, ni por esencia entra en colisión con los postulados del DIDH o del DIH.
Los ajustes de la Justicia Penal Militar de conformidad con principios procesales como el de juez natural, imparcialidad, igualdad, etc. se han implementado a partir de reflexiones suscitadas al interior del país, con la asimilación respetuosa de los integrantes de las Fuerza Militares en todos los casos, sin excepción alguna. Esto pone de presente, nuevamente, un fuerte contraste con otros países, que no permite involucrar al caso colombiano las medidas de transformación institucional impuestas internacionalmente. La Justicia Penal Militar en Colombia es una expresión de justicia judicial que está aún en proceso de configuración dentro de un contexto amplio de discusión democrática; a pesar de sus defectos de diseño, reconoce límites constitucionales y funcionales que dejan en manos de la Justicia Penal Ordinaria la mayor parte de los comportamientos que no corresponden a la naturaleza del servicio. En últimas, a consecuencia de la estigmatización de que ha sido objeto la Justicia Penal Militar, lejos de propiciar impunidad, su simple existencia lamentablemente se ha convertido en muchos casos en un pretexto para menoscabar, en la Justicia Penal Ordinaria, las garantías judiciales de algunos miembros de la fuerza pública.
Quedó planteado atrás que existe una marcada diferencia entre los modelos de justicia judicial ordinarios y los de JT, diferencia que parte del principio de motivación teleológica. La normativa que regula cada uno de tales esquemas debe estar dirigida a fines precisos y responder coherentemente a ellos: mientras las pautas que regulan la justicia judicial ordinaria se dirigen a la solución de los conflictos cotidianos, las que desarrollan un modelo de JT se orientan a viabilizar una transición. De manera que, como quedó visto, los márgenes de configuración del legislador en materia de Justicia Penal Ordinaria son muy amplios, al paso que los márgenes de configuración en los modelos de JT cuentan con mayores limitantes, sin que esto implique la existencia de “códigos tipo” de JT.
Ahora bien, si se tiene en cuenta que el derecho penal constituye una herramienta con una alta capacidad de afectación de los derechos fundamentales, se comprende por qué en las postrimerías del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX uno de los empeños centrales de la teoría del derecho penal se encaminó a establecer límites por la vía de la construcción de principios y su desarrollo conceptual. El desarrollo de la teoría de los derechos humanos dio lugar a que el en siglo XX esos principios decantados doctrinaria y jurisprudencialmente se plasmaran en convenios multilaterales de derechos humanos e ingresaran así al DIDH. Se advierte así por qué, como ya se afirmó, uno de los límites a la autonomía de configuración del legislador en materia penal viene del DIDH y de los desarrollos realizados por los sistemas internacionales que le dan aplicación. Por su parte, si se acoge la noción mayoritariamente propuesta de JT y su finalidad de impedir la impunidad de violaciones masivas a los derechos humanos y al DIH, se aprecia que su vínculo es más estrecho con el DPI, sin que desaparezcan los condicionamientos derivados del DIDH. Así lo ha precisado la Corte Constitucional:
De acuerdo con los lineamientos marcados por el derecho internacional y la jurisprudencia constitucional35, en el marco de la justicia transicional existen ciertos deberes para el Estado, frente al derecho a la justicia, de ineludible cumplimiento: i) de investigar con seriedad y sancionar a quienes hayan cometido graves violaciones de los derechos humanos; ii) proporcionar a las víctimas un recurso judicial efectivo; iii) respetar las reglas del debido proceso; y iv) el deber de imponer penas adecuadas a los responsables.
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