El humor, unas lecciones de residencia
y la pata de la ballena coja
Ya lo sabemos, Nelson Gudín es uno de los más importantes humoristas del país, pero esta definición es incompleta si antes —o después— no resumiera o expandiera mis aciertos a campos más soterrados, más espinosos, los que eligen un cosmos literario cubierto por un implacable deseo de transgresión y de trascendencia. En efecto, la obra literaria de Nelson Gudín rebasa cualquier calificación secundaria y se apuesta en una coherente serie de obsesiones personales, delirios dramatizados por una tradición donde lo lúdico, lo falaz, el cauce irónico, atraviesan la amenazada culminación de una travesía donde se funden (y confunden, para bien) los emblemas literarios de varias —y variadas— escrituras.
Ahora mismo, me encuentro en el escabroso y agradable dilema de entender que su libro Gentes de San Apapucio es una suerte de evasión de géneros, la mística y tumultuosa metamorfosis de espacios narrativos convenidos hacia un centro deslindado de todos los extremos. O sea, un libro que es, en sí mismo, varios libros, y que procura enmascarar esas sutilezas bajo ropajes muy distintivos (o en el mejor de los casos, no definitivos), un oscilante juego de burbujas, parecido al que Camilo José Cela utiliza en La Colmena, aquella novela coral y descarnada sobre el Madrid de la posguerra.
No sabemos —yo no sé— cuál es la verdadera clasificación genérica de esta obra, cuál su categoría clásica, según la retórica, y eso me explica el seductor aturdimiento de navegar (una metáfora horrenda, y por horrenda más metáfora) entre aguas contaminadas de infinitos flujos, la reproducción de múltiples modalidades que derivan en textos de una libertad ensanchada por complejos resortes dramáticos. Cuento, novela, viñetas, estampas, crónicas, cuentinovela: la literatura no necesita de más hábitat que el de un cuerpo semántico, fonológico, contextual, pero más que todo de un cuerpo donde sus verdaderos límites estén relacionados con la experiencia sensorial de su autor.
San Apapucio es, lejos de sinuosas comparaciones, una mezcla de Comala, Aracataca, Yoknapatawpha, el curso embriagado de un paisaje social donde conviven una multiplicidad de seres que (sobre)dimensionan, y subliman, los curiosos destinos de un lugar seducido por márgenes idílicos.
Estamos en la literatura cubana, y en la literatura cubana se corren muchos riesgos y oposiciones cuando de humor se trata, por eso es recurrente la abúlica obsesión de una gran cantidad de autores nacionales de restañar sus libros con una mezcla de vidriosa solemnidad y el refugio en ese soplillo trágico, que más que camuflaje atmosférico se convierte en plastificada «amorfidad» literaria. Bajo esos signos, una obra literaria que provoque y discierna los mismos entramados éticos y culturales de la Nación, integrará la reducida comarca de «sospechosos escritores del humor». Recuerdo la embestida de Roberto Bolaño contra la pereza de la literatura latinoamericana —su excitado y repugnante (la rabiosa interpretación es mía) lirismo—, estancada, adormilada, por la falta de una verbalizada comicidad: serio ajuste de cuentas con los enormes símbolos de una región cíclica o adolescente cuando en términos culturales se habla. Y así pueden transparentarse tales ecos hacia nuestra degradada crítica literaria, hecha de mandíbulas tersas, de adornos quiosqueros.
Pudiera creer que el humor en la literatura cubana (específicamente en la narrativa, los casos de poetas bajo esas banderas son más escasos: una pequeña zona de Martí, Guillén, Luis Rogelio Nogueras, Ramón Fernández Larrea y poco más) divide parcelas, conceptualizaciones, que se asientan en un tamiz coloreado por circunstancias sociales o culturales, el desligamiento de una figura lingüística primaria, las cuales reconocen la intercepción, lícita, de paisajes y perspectivas —declaración violenta y subyugadora de un círculo donde la razón del humor es condicionada por la tipología de ese lenguaje, o del contexto en el que los personajes se desarrollen—. Me importa reconocer dentro de este grupo —herederos de Cabrera Infante, y de algunas zonas de Virgilio Piñera y de Reinaldo Arenas e, incluso, de Lezama Lima en algunos pasajes de Paradiso— a Guillermo Vidal, Abel Prieto, Lorenzo Lunar, Félix Luis Viera, Senel Paz, Pedro Juan Gutiérrez, Daniel Chavarría, Luis Manuel García Méndez, Eduardo del Llano (un autor ubicuo, contagiado por disímiles cuerdas, por múltiples territorios), Gumersindo Pacheco, Arturo Arango, Jesús David Curbelo, Ernesto Pérez Castillo. La otra línea, el otro grupo, sería encabezado por escritores que afrontan la significativa comicidad como un acto de marcar los territorios de esa moral del divertimento de la que hablaba Bernard Shaw, y aquí nombraría —con las siluetas entrevistas de prosistas tales como Marcos Behmaras, Francisco Chofre, Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo, Héctor Zumbado, F. Mond, Enrique Núñez Rodríguez— a Jorge Fernández Era, Jorge Alberto Piñero, Enrisco y Carlos Fundora.
Aunque Gudín (guionista y actor de méritos expandidos por —y hacia— varias expresiones humorísticas) está más cerca del segundo grupo, hay importantes conexiones de su obra con ese grupo señoreado por Cabrera Infante y sus Tres tristes tigres, como igual se avizoran, desde perspectivas diversas, jugarretas en la que se entiende, o sobreentiende, que pasa cerca de íconos como Woody Allen, Groucho Marx, Monty Python, Tom Sharpe o hasta de un turbulento humorista de «micrófono en mano» como Pat Boone. Basta para creerlo —o para considerarlo creíble— el empaste de zonas descriptivas susurradas desde ornamentos distópicos. A ratos nos persigue el estrafalario humor de Monterroso, la perversa discontinuidad de lo onírico y lo absurdo que convenía a Gombrowicz o a Kafka, el disloque de referencias que alimentaba a Roberto Fontanarrosa. Gudín se arrincona, se atribula, a ellos, «le saca chispa» a su capacidad para ahondar en «la transparencia intransparente» de su San Apapucio.
No se puede descartar el influjo oral del libro, ese respeto por una zona de congruentes mareas «criollas», esa calle aplanada por zigzagueantes flashbacks hacia la niñez del autor.
Aunque podamos convencernos de que el humor del libro sea inquietante, corrosivo en ocasiones, hay otras piezas en juego: un depurado uso de la higiene filosófica e histórica, la sustanciosa convergencia de temáticas inscritas en tonos más graves —o más dramáticos—, puestos a elegir entre el equilibrio contractual de esas fábulas y una perpetua «moraleja moral» a la que le imponemos un trasfondo demasiado contemplativo, desde el éxtasis, como si los habitantes de San Apapucio (sumidos en una artillada mutación geográfica) sufrieran y gozaran la famosa «cubanicilina» de la que hablaba el poeta Gustavo Pérez Firmat.
Quiero entender que el humor es un cuerpo que necesita, a su vez, de otro que lo suceda, unir historia e histeria, peregrinaje y fluencias e influencias en una misma foto de caza. Se me antojan tan apropiadas para este libro unas disquisiciones de Julio Cortázar, las cuales cito:
Porque quien tiene sentido del humor tiene siempre la tendencia a ver en diferentes elementos de la realidad que lo rodea una serie de constelaciones que se articulan y que son en apariencia absurdas. Todas las frases del humor tienen ese elemento de absurdo, de cosa que funciona dentro de una lógica aristotélica. Yo sentía que eso era una especie de para-realidad, es decir, una realidad que está a tu disposición a la medida que vos la sepas asumir y la sepas utilizar. El hombre que habita un mundo lúdico es un hombre metido en un mundo combinatorio, de invención combinatoria, está creando continuamente formas nuevas.
El lector debe reconocer en estos cuentos (por fin me atrevo a llamarlos «cuentos»), un obsesivo trámite de alusiones individuales, bordeando complejidades a ras de palabra, cambiando los signos de una generación y apostándose en todas.
Hay ejemplos de la fascinante originalidad de esas historias:
— Una carretera que se la llevan lejos del pueblo para arreglarla.
— Alguien que se considera triunfador en temas sentimentales por el retumbante hecho de que jamás ha tenido una novia.
— Un verdugo que transforma los métodos de ejecución y ahorra recursos para cumplimentar sus funciones.
— El extraño monólogo (de amor) entre un borracho y una botella.
— Múltiples y sugestivas interpretaciones del horizonte.
— El enigmático diálogo de un personaje con la foto de una mujer.
— Un sueño con Dios.
— El ¿verdadero? desembarco de Colón y sus naves.
— Breton y Tristán Tzara descargando el surrealismo en San Apapucio.
— La idea de que los perros sustituyan a los humanos en trabajos que requieran una fidelidad y honradez a cualquier precio.
— Una distinguida y curiosa manera de distribuir las emociones entre las personas del pueblo.
— El taller para reparar poemas.
Sé que el hombre —el hombre que narra o cuenta— percibe una resistencia, un enfrentamiento de la historia por contar. En esa correlación de partes, en esa escrupulosa y, a la misma vez, inescrupulosa catástrofe, radica, para mí, la prueba de nacimiento de una obra y de sus propios desafíos. Esas son las mejores coordenadas de Gentes de San Apapucio. Nelson Gudín ha escrito o, mejor, ha desbordado, los lindes de un tipo de literatura que hoy mismo en Cuba, puesto su precio en balanza, es muy difícil de encontrar.
«El arte de ser divertido reside en la fuerza de encontrar divertido el buen humor de los demás», escribe Robert Walser en La rosa. Leo con divertimento unas páginas y reinicio la búsqueda, lenta y prohibida, de eso que llaman «el paraíso».
Carlos Esquivel
Las Tunas, octubre de 2013.
A quién pertenecen, estos mis llantos, burla sin fin, sino a ti, oh amada tierra que en el naufragio eres Dios; pequeña y pálida, abocada siempre al dolor, a la risa de tus hijos, ya latentes, ya dispersos.