Título: La Canaria o La mitad de la sombra
© Marlene E. García Pérez, 2012
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2012
ISBN 978-959-10-1944-8
E-Book: Sandra Rossi Brito (Edición corrección) / Javier Toledo Prendes (Diagramación) // Edición: Georgina Pérez Palmés / Dirección artística y diseño: Alfredo Montoto Sánchez / Ilustración de cubierta: Rutina, de Leandro Manuel Fernández Cuevas / Marcación tipográfica: Belinda Delgado Díaz / Diagramación: Yuliett Marín Vidiaux
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A lo que ellos dejaron en mi memoria.
El amor es un nudo en el que se atan,
indisolublemente, destino y libertad.
Octavio Paz
Todos los sucesos que se narran en esta novela
son pura ficción. Cualquier relación con situaciones o hechos de la vida real es solo coincidencia.
Gracias a familiares y amigos por prestarme
sus nombres para mis personajes.
Lo único real y, por suerte, incambiable son los escenarios.
La Autora
Si callas mueres y si hablas mueres.
Entonces di lo que tengas que decir
y muere.
Tahar Pijaout
Están en medio del camino, ella recostada en el auto y él sobre la moto. Las miradas van desde las auras en el cielo hasta el sembrado de arroz donde un campesino violenta el silencio con un sonoro y repetido: ¡Tesia, buey! Están tensos, a la expectativa. Él no ha contestado ninguna de las preguntas que ella ha hecho. Solo atina, intrigado, a devolvérselas.
—¿Los Alfonso? ¿Para qué los busca?
—Es una historia larga.
—Ellos ya son historia —en la inflexión de la voz hay dureza, resentimiento.
—Pero en el pueblo me dijeron que vivían aquí —y su mano señala una enorme y antigua casa de madera con portal en redondo que se encuentra a pocos pasos del camino.
—Pues le informaron mal. La gente siempre está inventando cosas.
El pueblo es un grupo de casas dispersas a lo largo de la carretera de Santa Lucía y del antiguo camino de Calabazas a Sancti Spíritus. Desde allí se ven los techos de zinc, de fibrocemento, de guano, de hormigón, y algún que otro vestigio de pintura en las paredes.
María de las Nieves se siente incómoda. Trata de pensar que en solo dos días no se puede averiguar lo que pasó hace tanto tiempo. Él oculta algo y ahora mismo no lo va a decir. Por lo menos puede preguntarle cómo se llama:
—Félix —murmura el nombre y fija la mirada en la gorra que acaba de quitarse. Le molesta que esa mujer esté tan tranquila haciendo preguntas sobre su familia. Es que cuando uno menos se lo espera aparece alguien que te quiere averiguar la vida. De nada vale ocultarlo. Aquí todo se sabe y mucho más cuando es una mujer quien pregunta y, encima, extranjera.
—Si le digo dónde viven, ¿me dirá para qué los busca?
Los labios de ella esbozan una sonrisa, las manos alisan el pelo y la frente queda libre. Hace ademán de quitarse las gafas, pero detiene el gesto. No entiende por qué esconde una información que cualquier otro puede darle. Desconfianza, la misma en los ojos del nieto de Bartolo ante las mismas preguntas; pero, ¿por qué no decir quiénes son y de dónde vienen?
Hace dos días que llegó a Cuba y solo ha encontrado silencio, vacío. Cerca del aeropuerto alquiló un carro de turismo. Después de conducir por la autopista
—sin interrupción— más de trescientos kilómetros, llegó de madrugada a Cabaiguán. Descansó unas horas en el hotel Sevilla, y en la mañana del martes se fue directo a Cacahual de Pozas. Lo único que pudo sacar en claro fue que los descendientes de los Alfonso vivían cerca de Cuatro Esquinas de Santa Lucía.
No puede mantener el silencio por más tiempo. Además, en Félix hay algo, pero no sabe qué. Quiere averiguar qué pasó y los Alfonso lo saben o, por lo menos, conocen más de sus antepasados y de la maldición que pesa sobre las mujeres de la familia.
—Es una historia muy vieja y quizás nadie la recuerde.
—Aquí tenemos buena memoria.
María de las Nieves busca en el bolso, extrae dos fotos con los bordes carcomidos, algunas manchas blancas cubren el sepia del fondo. Se las muestra. En la primera, una mujer sobre un alazán con un largo vestido de montar. La seguridad de sus ojos escapa de la vieja cartulina, desafiante puede decirse.
—Mi bisabuela.
—Ah...
La imagen del hombre de la foto se pierde en los ojos que no miran a nadie, mustios, sin garbo, lánguidos. La tristeza se diluye en el horizonte, allí debieron perderse sus sueños.
—¿Y él?
—Usted dijo que por aquí tienen buena memoria.
Las fotos desaparecen en el bolso. Ahora la expresión del rostro cambia, está a la espera, inquisitiva.
—Quizás mi abuelo pueda ayudarla.
—¿Es de los Alfonso?
—Va a cumplir cien años y siempre vivió aquí. Esas fotos... son de principios del siglo xx, ¿verdad?
—No, exactamente son de 1898.
—¿Cuál es el misterio?
—No lo sé...
—¿Y cómo piensa averiguarlo? —ella responde con los brazos levantados en señal de desamparo—. ¿Qué tienen que ver los Alfonso en esto?
Le sonríe, el flequillo vuelve a cubrir su frente. De nuevo la misma pregunta, se nota preocupación, interés en el tono, un temor repartido en las sílabas que ha pronunciado entre dientes.
No saber, a veces —se dice Félix—, es mejor no saber nada, no darle importancia a lo que uno escucha, a las viejas historias de familia donde los malos son los Otros.
Se ajusta los guantes, aprieta con rabia las manillas de la moto. Los ojos —negrísimos— violentados. Se ha dejado llevar por la curiosidad; además es muy bonita, menuda, frágil, y si no se larga rápido va a terminar por llevarla a la casa, invitarla a un café.
—¿Dónde la puedo ver? —el tono es seco, protocolar.
—En el único hotel del pueblo —los labios quedan entreabiertos, burlones—. Creo que hay uno solo...
—¿Por quién pregunto?
—Por La Canaria.
—¿Y si no está?
—Yo estaré —responde y hace un gesto con la mano en señal de despedida.
Se queda observando cómo el automóvil se pierde en las curvas del camino, entre el polvo que levantan los neumáticos y la penumbra del anochecer que lo va cubriendo todo. Patea una piedra que rueda por la cuneta. Estruja la gorra antes de ponérsela, arranca la moto y toma la dirección de la casa.
La camarera se retira, en el restaurante están solo ellos. Félix se ha mantenido de pie. En las manos, la gorra, las gafas y un mazo de llaves. Los mismos ojos, el mismo rostro desconfiado, pero los labios están semiabiertos, como sonriendo.
En las paredes, unas imitaciones de paisajes con los puentes salidos del curso del arroyo que de pronto es una laguna rojiza, fangosa. Árboles con las ramas secas cubiertas de unas hojas verde intenso y una cabaña de troncos enmohecidos. Las mesas se alinean por los laterales del salón y en el centro una inmensa pecera vacía. Los manteles y las servilletas son de un azul intenso.
—¿Lo puedo invitar?
—Ya almorcé, gracias. Además no acepto invitaciones de mujeres.
El flequillo sobre la frente, la sonrisa cortada, las manos aprietan los cubiertos.
—Pero... ¿puede sentarse?
—No, gracias, solo llegué para...
—Comprobar que todavía estaba aquí —recalca. La impertinencia tiene un límite, piensa mientras ayuda a la camarera a acomodar los platos en la mesa. Cuando levanta la vista comprueba lo que había estado temiendo, tiene las manos crispadas, los ojos airados, ojalá nunca pase de ahí.
—Mi abuelo la verá por la tarde en esta dirección —extiende un papel arrugado, hace un gesto displicente con la gorra y la puerta del restaurante queda oscilando después de la sacudida.
—Por favor, ¿me ayuda? Mire, busco la calle Teide, la casa 53.
—Siga recto y doble a la derecha en la próxima esquina, el 53... bueno, vaya fijándose.
—Gracias.
El carro se desplaza lento, algunos transeúntes se quedan mirándole. Es un Hyundai negro con los cristales velados. Nada que ver con los Chevrolets de los años cincuenta, o los autos de la llamada Europa del Este, o los modernos miniautos de la Daewoo que usan algunos funcionarios del gobierno. Demasiado llamativo —se dice—, debo cambiar de coche.
En el portal, sentado en una mecedora de madera, un anciano —cien años— fuma, la vista perdida en el techo. Los ojos miel, opacos; las manos arrugadas descansan en una pequeña cesta tejida que tiene sobre las piernas. Una cicatriz le cruza la sien derecha, casi no se nota entre los pliegues del rostro. Todo cuanto admira en un anciano estaba en aquella figura. Ni Velázquez hubiera tenido un modelo mejor. Sonríe ante la ocurrencia.
—Buenas tardes.
—La Canaria —el tono es impreciso, ¿pregunta o sencillamente la llama por el nombre?
—Sí...
—Por favor, puede tomar un asiento de la sala y ponerlo bien cerca, porque, ¿sabe?, no oigo bien...
—¿Usted es...?
—Cristóbal, para servirla. Cristóbal Suárez.
Don Cristóbal había nacido en Icod de los Vinos, en 1900 y sus padres lo habían traído para Cuba a la edad de cinco años. Solo le quedaba el recuerdo de un antiguo drago con el que soñaba desde niño y una enorme montaña con un gorro de nieve. Fue la última imagen que tuvo de Tenerife cuando salió en el vapor Conde Wilfredo. Era una mañana de mucho frío y el puerto estaba con mucho ajetreo. Sus hermanos mayores cargaban los baúles y los fardos con las pertenencias de la familia, no habían dejado nada en la casa. Era un viaje sin regreso.
Está encorvado en el sillón. Su espalda se niega a erguirse, demasiadas vegas de tabaco. No recuerda cuándo hizo la primera. En Pinar del Río no fue porque era muy pequeño. Su familia se había instalado en la finca de unos parientes de la madre, en Vueltabajo; pero no les fue bien y al poco tiempo se trasladaron a Camajuaní, porque se rumoraba que se podían conseguir buenas tierras. Sin embargo, después de recorrer casi toda la zona y no encontrar trabajo, un paisano, que vivía en Remedios, les comentó sobre un tacorontero que buscaba partidarios en Cabaiguán, por la zona del Fundo Viejo de La Pimienta y que era negocio seguro porque solo le interesaba contratar a trabajadores canarios. Allí hizo su primera vega y después de esa, cincuenta más.
María de las Nieves echa una ojeada a la sala, los muebles en perfecta simetría, una alfombra cubre parte del piso y a un costado una mecedora rompe la sensación de exactitud que emana del conjunto. Sobre la pared de la derecha, dos fotos antiguas, desde una de ellas, un hombre de unos veinte años sostiene por la empuñadura un sable y con la otra mano señala a un imaginario enemigo. No hay decisión, el gesto es más una pose que una certeza. En el otro cuadro, una joven sonríe al fotógrafo, el pelo recogido en el centro de la cabeza, adornado con margaritas blancas y unos tirabuzones que caen al descuido sobre la frente y los hombros. La mirada es de ensueño. Debajo, un pequeño búcaro de porcelana con flores.
—Joven.
—Ya voy, disculpe. Es que me gustan mucho las fotos antiguas y... —frunce el ceño preocupada, el rostro de la mujer le es familiar—. ¿De qué año son? —pregunta mientras se acomoda en el asiento y se estira la falda.
—De 1920.
—¡Antiguas!
—No tan antiguas como las que le enseñó a mi nieto.
Una leve sonrisa ilumina la cara del anciano. Los ojos le hacen un guiño cómplice.
—¿Las puedo ver?
—Sí, como no —introduce la mano en el bolso y se las entrega.
—¿Por qué le dicen La Canaria? —en la pregunta hay un cierto resquemor, un intento de parecer desinteresado.
—Es un mote familiar, además como soy canaria, pues hombre... Así me encuentran más fácil.
—Usted no se parece mucho a ella. La Canaria, ¡qué mujer!
La joven cierra los ojos, se recuesta en el espaldar con dejadez, pero las manos quedan sobre los brazos del sillón, expectante. Al fin, el anciano ha dicho las palabras mágicas.
Con calma, hay que dejarlo que por sí mismo comience a hablar, no lo acoses como a los demás, no hagas preguntas, no digas nada. Se muerde los labios y deja vagar su vista por un costado de la casa. Una rosa búlgara asoma entre la maraña que ha formado la enredadera, en el fondo se vislumbra la parte posterior de una moto negra, el fango cubre las siglas de la matrícula. La voz del anciano la hace volverse.
—Ella fue una mujer muy bella.
—¿La conoció? —después de pronunciadas las palabras se aprieta los labios, se reprende por el impulso. Cállate, cuántas veces más quieres equivocarte, cuántas veces más te marcharás con las manos vacías, con los deseos de que los demás te digan lo que saben. «Las guerras se ganan con paciencia y la venganza se logra con paciencia» —de nuevo la frase, era para que la aprendieran, para que las mujeres de la familia la aprendieran, la aplicaran y lo menos que había hecho era cumplir con este legado. ¿Por qué abandonó a Anselmo? ¿Por qué no esperó que regresara y le diera una explicación? No tuvo la suficiente paciencia y le pidió el divorcio sin saber qué quería él. Y, ahora, tienes que quedarte callada.
El anciano se vuelve hacia el interior de la casa y llama:
—Félix, ven acá, mi hijo.
La Canaria sonríe mientras se recoge el pelo detrás de las orejas. Ahora aparecerá —se dice—, y se me quedará mirando, desconfiado.
Félix sale y se queda atento al abuelo que parece haber olvidado para qué lo llamó.
—Ya, ya recuerdo. Mira, esta mujer es tu bisabuela.
—¿Mi bisabuela? —la voz se quiebra, el tono se hace imperceptible—. ¿Está seguro?
—Sí, seguro. Tan seguro como que ella —la señala— y tú son primos, y quizás los únicos que quedan de esa familia.
María de las Nieves lo mira, sus manos alisan los pliegues de la chaqueta, los estruja. Siente rabia de solo pensar que él es de los Alfonso. ¿Félix?, claro, fuiste una tonta cuando te lo encontraste ayer, hasta te impresionó con aquella seriedad y alejamiento que debieron resultarte familiares. Los Alfonso son melancólicos, serios, trágicos, enigmáticos, impulsivos. Sí, esa es la palabra, impulsivos.
—No creo que esta joven y yo seamos...
—Lo somos —la voz suena triunfante, se levanta y le tiende una mano que él ignora.
—Otra vez no —se detiene, molesto por la situación—. Con lo que sufrió mi abuelo fue suficiente.
—¿Y no cree que mi abuela sufrió mucho más? —riposta la joven con suavidad.
—Ella siempre estuvo de parte de La Canaria. Y se fue, abandonó a su hermano cuando más la necesitaba —tiene los labios entreabiertos como si se arrancara cada una de las palabras—. Esa mujer acabó con los Alfonso, terminó con una familia que...
—Pero ellos se quedaron con sus propiedades
—ahora el tono es sarcástico, la burla lo desarma y se queda callado por un instante.
El sol se pierde en el horizonte entre unas nubes naranja y rosa. La calle sigue desierta. Solo algunos niños curiosean alrededor del automóvil de turismo.
—Ah, vino por las propiedades —sonríe por primera vez, irónico.
—No, no creo que me interesen sus propiedades.
—Lamento decirle que ya no hay propiedades. Alguien las vendió cuando su abuela se fue. ¿Sabe por qué? Porque no estaban a nombre de la familia —le echa una ojeada al anciano que ha levantado una mano en señal de calma—. ¿Ahora entiende? Ella se fue y mi abuelo se quedó sin nada.
—Lo sabía —se queda pensativa—. Pero, ¿y las propiedades de los Alfonso? ¿O es que nunca tuvieron nada? —búrlate de él, se dice, de su orgullo y tendrás el resultado que quieras, lo sacarás de quicio y dirá más y más. No te detengas—. Quizás cuando crezca un poco, pueda saber la verdad, pero por ahora...
—¿Crecer? Usted es una mal educada... ¿Por qué no se marcha a otra parte? —se da un respiro y continúa—. Ya encontró lo que buscaba, yo soy el último de los Alfonso y no habrá más, porque no pienso tener hijos —la voz quebrada, las manos contraídas sobre el espaldar del sillón del abuelo, los ojos nublados. El sueño de los hijos se había esfumado con la última carta de Judith. No podían reunirse, por ahora. Ella no tenía legalizada su documentación, además era muy joven para cargarse de niños.
—Canaria, fue demasiado lejos —el abuelo la reprende seco, se levanta despacio y se apoya en el hombro del nieto que está inmóvil, ausente—. Suficiente por hoy, hasta luego. Ven, hijo, entremos.
Se ha quedado quieta, las manos que está mirando no le pertenecen, esas uñas recortadas no son suyas, ni ese esmalte transparente. Solo usa dos anillos, el de la silueta de la bailarina está corrido hacia la derecha, el solitario se mantiene en el anular izquierdo. Ella no tiene anillo de casada, y tampoco tendrá hijos porque, aunque tiene únicamente treinta años, se siente vieja, usada, y, además, dónde está el hombre que la va a querer para madre de sus hijos. Juan Antonio, Severino, Anselmo, ninguno de ellos pudo, ella tampoco y ahora qué está haciendo en este portal, con ese sol que se ha perdido en el horizonte y que, como ella, da una luz opaca.