Los estudios sobre la música popular demandan, desde hace mucho tiempo, la multiplicidad de visiones que transciendan los análisis ortodoxos. Enfoques historiográficos, así como aquellos que apelan a los saberes de las más diversas disciplinas y la creciente variedad de herramientas permiten, cada vez más, el acercamiento a tan rico y complejo universo con disímiles lecturas y lugares de posicionamiento.
El musicólogo chileno Juan Pablo González enfatiza en el hecho de que:
Si bien subsiste la tendencia a establecer una tácita dicotomía entre los resultados investigativos de la academia musicológica y los realizados por investigadores de otras esferas, la contemporaneidad acusa con creciente intensidad el entrecruce o la interdisciplinariedad como vía para adentrarse con mayor efectividad en la creación popular, tomando en consideración aquellos elementos socioculturales, económicos y humanos que, de manera irrepetible, propician determinados sucesos y resultantes sonoras.
Es por ello que la reconstrucción de los procesos que han dado lugar a la formación de cánones es de vital importancia, pues penetrar en estos entramados posibilita entender cómo se van tejiendo las redes que dan como resultado estilos, géneros o formatos devenidos paradigmas, no siempre suficientemente argumentados en los textos al respecto.
Los campeones del ritmo. Memorias del Conjunto Casino contribuye, en gran medida, a acercar los bordes cada vez más difusos entre musicología y ciencias afines, al entregar una disección acuciosa de una agrupación emblemática de la música popular cubana (MPC) gestada durante la primera mitad del siglo xx, periodo sumamente enriquecedor y complejo, que generó las condiciones favorecedoras para el surgimiento y delineación de los modelos y formatos instrumentales más trascendentes del quehacer bailable de la Isla, más allá de las fronteras geográficas.
La selección del tema y su concurrencia con textos similares (señalados oportunamente por el autor), responde a la visión canónica establecida sobre estas músicas de épocas pasadas y que, en la actualidad, admite ser revisitada con nuevas perspectivas. Popularmente, la referencia al canon respecto a estilos e intérpretes no significa necesariamente una lista o inventario, sino el reconocimiento de figuras (individuales o colectivas) y obras relevantes, con un lenguaje propio, que mantienen vigencia al paso del tiempo, y aún son capaces de producir significados para varios tipos de audiencias, especializadas o no. Al mismo tiempo, deviene práctica de comunicación social tanto de la música como del discurso que se elabora sobre ella, toda vez que el sistema de juicio de valores establecido los legitima desde varios puntos de vista.
En el caso cubano, el canon nacional de la música popular validado a partir de los años cincuenta, cuando comienza la historización de sus procesos se basa –como enumera el musicólogo Omar Corrado– en “la excelencia técnica, el valor estético y la incidencia histórica de las obras, con indiferencia hacia las situaciones concretas, contingentes de su recepción”.2 De modo que las generaciones actuales pueden no ser consumidoras activas del repertorio de las décadas de 1940 o 1950, sin embargo, son capaces de adjudicarles valores a priori que reproducen patrones establecidos en épocas precedentes.
Las contradicciones generacionales, culturales, políticas y económicas evidenciadas en las diferentes etapas de la sociedad cubana otorgan un alto grado de hegemonía a estos segmentos creativos fuera de la Isla, evidenciado en el interés que muestran por estos repertorios poderosas compañías disqueras, en tanto dentro de las fronteras, puede llegar a diluirse en pugna con manifestaciones contemporáneas de mayor universalidad o impacto, lo cual no hace más que visibilizar conflictos de otra índole que cercenaron en determinado momento la convivencia de géneros y formatos en el consumo popular, dando lugar a un supuesto movimiento lineal en el cual pareciera que cada nueva especie genérica debe, necesariamente, negar la anterior.
Usando como pretexto la reconstrucción cronológica del quehacer del Conjunto Casino hasta el fallecimiento de su director Roberto Espí, Marrero revisita la historia musical de la pasada centuria, para ofrecer su propia visión acerca de las paulatinas trasformaciones instrumentales que transitan desde el sexteto sonero hasta el conjunto, buscando todo el tiempo esclarecer posibles causas, sin asumir posturas estatizadas, sino más bien movilizadoras del pensamiento al hacer entender al investigador y al lector la necesidad de hurgar en los soportes sonoros, la prensa periódica y en el testimonio personal para efectuar el imprescindible cruzamiento informativo que, en definitiva, es el que posibilita la configuración del objeto de estudio.
No pretende este texto decir la última palabra. Afortunadamente el autor es de los que piensa que la multiplicidad de acercamientos a un mismo tema es lo que permite conocerlo con mayor profundidad, siempre teniendo en cuenta el nivel de competencia de quien emprenda su estudio. Memorias… complementa el camino abierto sobre la misma agrupación por otro especialista cubano, José Reyes Fortún y, en ambos casos, la pesquisa de los registros sonoros funciona como herramienta útil para desentrañar las incógnitas de la historia. Junto al rescate y precisión del dato, aparece la valoración del investigador, con el apoyo de la mirada de otros estudiosos que dedican su línea de estudio fundamentalmente a la discografía musical, como es el caso de Cristóbal Díaz Ayala.
El recorrido por los fonogramas del Casino, en este caso, permite entender cómo la industria se adelanta, en determinados momentos, a ciertos comportamientos que devienen cánones de la historia musical, pues las necesidades que se suscitan en este proceso artístico-comercial han conllevado a la utilización de determinados instrumentos, la elaboración de determinadas estrategias y el empleo de específicos recursos tecnológicos cuya eficacia permitió una validación posterior de manera estable y trascendente. Este aspecto, si bien ha sido aplicado con un enfoque sincrónico en muchos estudios, al mismo tiempo ha olvidado la mirada diacrónica que permite volver sobre los pasos que llevaron poco a poco a la cristalización de tendencias y géneros. Es por ello que la deconstrucción por la vía fonográfica del proceso transformador de los formatos instrumentales en las agrupaciones de MPC, a modo de entramado, evidencia las intersecciones establecidas entre sus figuras claves, así como las condiciones sociales, económicas y culturales que generaron de forma paulatina los cambios acaecidos.
Resulta sabia la decisión de conformar la sección discográfica con aquella producción existente en soporte CD que circula actualmente en el mercado internacional, con las necesarias aclaraciones respecto a registros precedentes, criterios de selección, etc. lo cual facilita la interpretación de las compilaciones realizadas por importantes disqueras cubanas y foráneas, dedicadas a revitalizar repertorios que hoy se consideran tradicionales, como etiqueta contemporánea –a veces nociva– que relaciona lo temporal y lo paradigmático.
Otro elemento aprovechado por Marrero es el de la información que ofrecen los medios de difusión y la prensa –en su diversidad de manifestaciones– la cual, sin dudas, contribuye a construir el capital simbólico de muchas agrupaciones y formatos, así como a explicar la trascendencia de unas y no de otras, y de qué manera estas instituciones se erigen en mediadoras y, al mismo tiempo, como entes activos en el afianzamiento social de determinados paradigmas.
Se trata de ver las trasformaciones no como un proceso lineal y excluyente sino reticular donde son múltiples las causas que generan los cambios organológicos y, por ende, técnico-musicales, lo cual no significa que se desdeñe absolutamente lo anterior sino que en Cuba, muchas variantes coexistieron durante varias décadas, de ahí la riqueza sonora de la primera mitad del siglo XX, manifestada en una ineludible relación repertorio-formato-escena.
El testimonio de los músicos del Casino enriquece y complementa la indagación, a la vez que aporta el elemento humano que, en muchos casos, resulta determinante en la toma de decisiones y es habitualmente ignorado en la reconstrucción de los procesos. No se trata de anotar la anécdota per se, sino de considerar la explicación personal a sucesos que marcaron la historia de vida de esta agrupación según la mirada de sus protagonistas que, aun con el prisma del distanciamiento temporal, sin dudas contribuye a reconsiderar presuntas verdades establecidas.
Memorias… deviene otro texto que contribuye a la desmitificación de criterios enraizados y considerados inamovibles en la historiografía musical cubana, sin que ello signifique la desvalorización de otros modelos. El cruzamiento de informaciones históricas y fonográficas reconfigura un panorama complejo y rico que sedimenta determinados modos de hacer y sienta bases para concreciones posteriores de lo bailable en Cuba en cuanto a formatos, repertorios y performances, y sugiere al lector otra mirada a nuestra música popular.
Liliana Casanella
La Habana, septiembre de 2013.
El impacto internacional de la música popular bailable concebida en Cuba años ha, admira a muchos. Un repaso de los catálogos discográficos actuales revela nombres de intérpretes y agrupaciones dedicados desde siempre a esta modalidad, en inusitada convivencia junto a estrellas de la salsa y de las variantes más recientes reunidas bajo la clasificación comercial de música tropical.
Bastaría un ejemplo: en su catálogo del bienio 1998-1999,1 la promotora disquera Descarga anuncia la existencia de soportes digitales (CD y DVD) con fonogramas y audiovisuales de noventa y ocho solistas, orquestas, conjuntos, sextetos, septetos y grandes bandas cuyas ejecutorias abarcan desde 1920 hasta 1960. Además de los llamados clásicos –Benny Moré, la Orquesta Aragón, la Sonora Matancera, Miguelito Valdés o el Sexteto Habanero– asombra la existencia de reediciones masterizadas del Conjunto Niágara, el Conjunto Jóvenes del Cayo, la Orquesta Almendra y los fugaces destellos de los conjuntos Modelo y Kubavana. El mercado internacional de discos persiste en el interés de satisfacer la amplia demanda de una etapa considerada por muchos como la época dorada de nuestra música de mayor raigambre.
En esa considerable cifra de producciones discográficas, se distingue el sello Tumbao Cuban Classics, de Barcelona, concebido específicamente para transferir al formato digital cientos de fonogramas de cantantes y grupos de amplia popularidad desde los años veinte del pasado siglo. En muchos casos Jordi Pujol, su principal promotor, adquirió las matrices originales; en otros, gestionó colaboraciones de músicos, estudiosos y coleccionistas para tomar las grabaciones directamente de las copias comerciales. Y siempre adjunta a la producción abundante información biográfica y musical. Sobresalen los paquetes, de varios discos cada uno, con registros sonoros de Chano Pozo y su música y la colección total del Conjunto de Arsenio Rodríguez y de Benny Moré y su Orquesta Gigante.
Al respecto, la academia y la musicología en la Isla muestran otro panorama muy distinto. Hasta el año 20012 no se había publicado en Cuba libro alguno dedicado a estudiar, de modo específico, la trayectoria artística de aquellas agrupaciones (orquestas, conjuntos, septetos u otros grupos), destinadas al baile popular y sus contribuciones a la música cubana.
Hubo, eso sí, varias monografías: en 1978, la editorial Arte y Literatura publicó Trío Matamoros: treinta y cinco años de música popular, del investigador Ezequiel Rodríguez, quien compilara antes (1967) El danzón. Iconografía. Creadores e intérpretes, donde aporta información complementaria a la valiosa documentación gráfica reunida.
Un singular estudio de Osvaldo Castillo Faílde descubre, en 1964, a su tío Miguel Faílde –autor del sobreestimado danzón Las Alturas de Simpson– y el entorno danzonero de finales del siglo XIX.3 La figura de Benny Moré ha sido analizada en obras de Amín Nasser, Raúl Martínez Rodríguez y en dos libros de José Reyes Fortún.4 Por su parte, la investigadora Dulcila Cañizares ofrece en 1991 un acercamiento al maestro Julio Cueva.5
La ficha que aborda la bibliografía sobre música cubana en el Diccionario enciclopédico de la música cubana,6 de Radamés Giro enumera, en el acápite “Libros y folletos”, dieciséis obras publicadas en la Isla acerca de músicos cuya labor –durante el lapso analizado en esta obra (1920-1970)–, se enlazara de alguna forma con los diferentes formatos relacionados con la música popular bailable. En esa cifra se incluyen nueve monografías y siete compilaciones con diversas semblanzas; algunas resaltan, individualmente, a líderes de orquestas. Al parecer, la primera institución musical de esa línea en contar con estudios de caso redactados (o publicados)7 en nuestro país fue la Orquesta Aragón, hasta que en enero de 2013 se edita La Habana tiene su son, del investigador y promotor cubano Ricardo Roberto Oropesa, sobre el Septeto Nacional Ignacio Piñeiro.
Por otro lado, seis autores de diversas nacionalidades (Ecuador, Costa Rica, Puerto Rico y, sobre todo, Colombia) han elaborado sendos textos consagrados a la saga del Conjunto Sonora Matancera. Y hace relativamente poco tiempo fue publicada –también en el exterior– una amplia biografía de Arsenio Rodríguez, forjador de otro de nuestros más importantes conjuntos.
En el caso del Conjunto Casino, el ya mencionado catálogo Descarga registra en 1999 doce8 discos compactos a disposición de los melómanos, con reproducciones digitales de sus grabaciones originales, sin contar otros fonogramas aislados contenidos en compilaciones. Actualmente, la cifra se eleva a veintiséis,9 más diez antologías variadas donde aparecen más impresiones sonoras recogidas al conjunto. De ese total, solo cuatro producciones fueron realizadas en los predios nacionales. De ese modo, el acercamiento al repertorio total del Casino ha sido cada vez mayor fuera de Cuba: coleccionistas y aficionados extranjeros conceden gran importancia al conjunto, lo cual contrasta entre nosotros, de modo incomprensible, con la escasa consideración popular y académica hacia una carrera artística como pocas en nuestra música.
A propósito de uno de esos cuatro discos compactos concebidos en la Isla con parte del repertorio del Casino, un detalle inadmisible demuestra el desconocimiento acerca del importante camino musical de los llamados Campeones del ritmo. La Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (EGREM)10 editó en el año 2008 el fonograma Conjunto Casino (Colección D’ Cuba. Agrupaciones bailables, CD-0928). La indiscutible calidad de la respuesta sonora obtenida en la masterización y restauración de viejas grabaciones de archivo fue lastrada por un imperdonable desliz: la foto de la portada no muestra al Casino ¡sino al Conjunto de Roberto Faz!, surgido en 1956 del seno de aquel.
Personas aparentemente versadas en estos menesteres confunden ambos grupos entre sí, o con la Orquesta Casino de la Playa11 y hasta se emplea ambiguamente la denominación orquesta Casino. Son estos ejemplos inequívocos de la falta de información acerca de una verdadera institución musical de Cuba, cuyos valores, aunque incuestionables, no han recibido el reconocimiento merecido. De tal suerte, Los campeones del ritmo. Memorias del Conjunto Casino parece ser, a estas alturas, una obra necesaria.
“La historia del Conjunto Casino está pidiendo un libro...”12 –reclama el investigador Cristóbal Díaz Ayala. Entre múltiples razones, porque el Casino fue una verdadera universidad musical. Sería suficiente relacionar los cantantes de sones, rumbas, guajiras y, sobre todo, de guarachas y boleros incluidos, en más de tres décadas de trayectoria, en las nóminas del conjunto: desde Roberto Espí, su director, hasta Roberto Faz, la principal atracción de los Campeones del Ritmo durante poco más de diez años, pasando por otros recordados hoy como grandes. Tales son los casos de Orlando Vallejo y Fernando Álvarez, devenidos excelentes boleristas a partir de su trabajo en la agrupación. Pero hubo más: instrumentistas y orquestadores capaces de hacer historia desde entonces, como Carlos Patato Valdés, Alejandro El Negro Vivar, Rolando Baró y Andrés Echevarría13 El Niño Rivera. Por otra parte, esta agrupación consiguió conformar y establecer un estilo particular que sirvió de modelo a otras de su tipo, tal como hicieran Arsenio Rodríguez y la Sonora Matancera, cada uno en su línea.
Escuchar al Conjunto Casino permite comprender cuánta razón tienen quienes consideran actualmente al formato de conjunto como una reducción de las grandes bandas, y no como una ampliación de los sextetos y septetos soneros de los años treinta. Sentó pautas tanto en su conformación como en su sello tímbrico, rítmico y armónico, basado en arreglos realmente osados donde no faltaron las influencias explícitas del jazz y el swing norteamericanos, al extremo de adelantarse considerablemente a su época (¡aquella época de oro de los Campeones del Ritmo...!).
Además, el conjunto impuso entre los bailadores la elegancia y la osadía de los boleros del filin, cuando ninguna otra agrupación de entonces ni alguna firma disquera se interesaban en grabarlos. José Antonio Méndez y Portillo de la Luz comenzaron a ser nombres reconocidos en el ambiente musical mediante aquellas versiones de Faz, Vallejo o Espí a sus boleros de la etapa, hoy piezas musicales representativas del movimiento en particular y, en general, de la canción cubana.
Los cronistas dedicados al mundo del espectáculo distinguían, anualmente, a los artistas más sobresalientes del período. La selección respondía a algún órgano de prensa en particular –por ejemplo, el diario El Avance Criollo–, a la empresa discográfica Panart o al dictamen de asociaciones como la Agrupación de la Crónica Radial Impresa (ACRI), la Unión de la Crónica Tele Radial Diaria (UCTRD), la Asociación de Cronistas de Radio y Televisión (ACRYT) y los Cronistas Asociados de Radio y TV (CARTV). Y pese a los matices comerciales de tales selecciones y de los intereses alrededor de cada una,14 los cronistas no pudieron soslayar la trayectoria del conjunto. Entre 1949 y 1953, el Casino fue calificado consecutivamente como el más destacado del año.
Hay otras razones: aparecerán en estas páginas.
Estas Memorias... nacieron hace unas tres décadas. En su casa del reparto habanero del Casino Deportivo,15 en junio de 1983, acepté la proposición de Roberto Espí –de la cual guardo constancia hológrafa– y sería, desde entonces, el historiador musical del Conjunto Casino.16 Durante los siete años posteriores intenté completar el relato con los materiales conservados por el cantante y cuanto testimonio sirviera a los efectos. No pocas dudas surgieron: verdades aceptadas como absolutas hasta aquel momento se desmoronaban al desentrañar la saga de otrora. Al mismo tiempo, muchas satisfacciones adornaban el esfuerzo; sobre todo, el orgullo de ser considerado, por Espí y los suyos, un miembro más de la familia.
En el mismo sitio donde asumí el reto hice entrega al músico, en 1990, de la primera versión de estas Memorias... A decir verdad, aquellos casi trescientos legajos fueron escritos con mucho entusiasmo –quizás en demasía– y muy poco oficio. Contaba, eso sí –y siempre–, con la eficiente colaboración de su hijo René Espí Valero, un joven entonces (casi adolescente) ansioso por descubrir la grandeza de su padre, oculta tras la modestia del artista. Gracias a Renecito aparecieron diversos documentos que Espí ni siquiera recordaba, incluso, haberlos firmado alguna vez.
Resulta curioso comprobar cuántas investigaciones se han remitido a estas Memorias..., pese a conservarse inéditas hasta hoy: José Reyes Fortún aprovecha testimonios de Roberto Espí aquí recogidos en su recuento EGREM: El gran tesoro de la música cubana.17 El mismo investigador –y excelente amigo– elaboró, sobre la base de la compilación original de esta obra, su discografía comentada titulada El Conjunto Casino, así como las notas a una colección musical de próxima aparición, dedicada a los Campeones del Ritmo por el sello Tumbao Cuban Classics.18 Por su parte, Raúl Martínez Rodríguez biografió a Roberto Espí, en su libro Para el alma divertir, para lo cual consultó la primera versión de estas páginas, tal y como lo hiciera constar. Paralelamente, y durante el dilatado período a la espera por su publicación, otros investigadores han encontrado datos de suma importancia para el completamiento de esta historia.
Autógrafo de Roberto Espí: “A mi amigo y compañero Juan Gaspar Marrero como un recuerdo afectuoso de (Fdo.) Roberto Espí. 4-6-83”
Continuación del autógrafo: “Marrero, recuerda siempre que tú eres el historiador musical del Conj. Casino. Te aprecia (fdo.) Roberto Espí”
Los campeones del ritmo. Memorias del Conjunto Casino es la primera obra de una trilogía (aún inédita) que compendia mis investigaciones sobre Roberto Faz –uno de los grandes soneros cubanos de todos los tiempos– y Roberto Espí, alma de la agrupación durante más de treinta años de carrera como cantante, bolerista, director y promotor entusiasta de los Campeones del Ritmo.
En uno de mis trabajos19 intento despertar inquietudes acerca de la fama mundial alcanzada por la Sonora Matancera y el total escamoteo de los méritos alcanzados por el Conjunto Casino. Contrasta la aparición de varios libros y decenas de crónicas acerca de la Sonora..., considerada en Latinoamérica el mejor conjunto cubano de todos los tiempos..., con la total y ¿cómplice? incomprensión de la trayectoria innegablemente exitosa del Casino, a la cual, quizás, contribuya –o sea consecuencia– la inexistencia, hasta ahora, de un análisis de su desempeño artístico.
Estas páginas pretenden ser, pues, un pormenorizado recuento de la rica historia del Conjunto Casino. Con ello se pretende situar en su justo sitio a esta agrupación musical cubana. Memorias... pretende no solo contar la anécdota, sino también ofrecer la valoración. Si algún alcance puede tener este esfuerzo, es el de coadyuvar al justiprecio de una verdadera institución artística, acreedora de méritos suficientes para formar parte de los más trascendentes capítulos de la cultura nacional. A su consecución han contribuido, desde sus apuntes originales, decenas de amigos, compañeros y familiares, sin cuyo concurso ello hubiera sido imposible, como también lo es relacionarlos a todos como merecen. De cualquier modo, dejo aquí constancia de mi sincero y eterno agradecimiento.
El autor.
Con la lógica y obvia excepción del vocablo orquesta, la denominación conjunto es la más empleada para referirse genéricamente a los más diversos formatos musicales. Tanto en Cuba como en toda Latinoamérica, cualquier grupo se anuncia de esta manera, se trate o no de la conocida combinación instrumental concebida fundamentalmente para el baile, aunque también formara parte de espectáculos teatrales o en función acompañante de solistas.20
Especialistas y musicólogos califican la década de 1940 en Cuba como la era de los conjuntos. Aluden, de esa forma, al extraordinario auge alcanzado en ese período (1940-1953) por las agrupaciones de este tipo, caracterizadas organológicamente por la conjunción de piano, contrabajo, bongó, tumbadora o ambos; dos, tres o cuatro trompetas y tres o cuatro cantantes que ejecutan también la percusión menor (claves, maracas, güiro, quijada21 o sartenes).
Los conjuntos son consecuencia de las transformaciones organológicas asumidas por las agrupaciones dedicadas a amenizar bailes. El proceso tiene lugar por diversas causas, incluso extramusicales.
Después de 1920, el baile popular se convierte, paulatinamente, en un negocio. El musicólogo Jesús Gómez Cairo lo define como el “fenómeno de la mercantilización del baile”.22 Ello da lugar a dos sucesos paralelos: de una parte, la competencia conduce a los grupos musicales al perfeccionamiento de su repertorio; por la otra, el traslado de los bailes tradicionales de los pequeños locales hacia otros de mayor amplitud y capacidad, obligaba a los músicos a adoptar formatos sonoros capaces de abarcar toda el área de la fiesta (no existía, ni por asomo, la amplificación eléctrica). De tal modo, surge la necesidad de incluir en los grupos (sextetos primero y septetos después) instrumentos comunes entre los músicos profesionales como la trompeta y el contrabajo. En particular, el uso de la trompeta era natural en las bandas de concierto y las militares,23 así como en las llamadas big bands o grandes bandas de la música norteamericana, más tarde cubanizadas. Según se ha repetido, los conjuntos proceden de la ampliación de los sextetos y septetos soneros, pero algunos especialistas sugieren la posibilidad de considerar el proceso a la inversa, es decir, como reducción de las big bands.
El musicólogo Olavo Alén Rodríguez lo sugiere cuando, al hablar del aporte de Arsenio Rodríguez (1911-1970)24 al son, afirma:
En otra parte de sus reflexiones acerca del músico, Alén explica:
Si fue Arsenio o no el primero en realizar esta innovación, es discutible. El presente capítulo muestra cómo se manifestaban ideas similares en la trayectoria discográfica de esos años. Por su parte, Cristóbal Díaz Ayala se refiere a Arsenio en estos términos:
De tal modo, la reproducción del párrafo anterior permite interpretar cuál fue la intención de los músicos soneros de la época: su propósito era el de aproximar el formato y, con ello, la sonoridad de aquellas agrupaciones de son, a las maneras de las mal llamadas jazz bands.28 René Espí, músico, compositor, realizador de audiovisuales e investigador, dijo al respecto: “La interacción en los escenarios cubanos de las grandes orquestas al estilo jazz band –importadas del Norte– y los primitivos sextetos de sones provocó los primeros cambios en la formación instrumental de estos últimos, con una sonoridad mucho más modesta, y dedicadas, en su mayoría, a la interpretación de sones y montunos”.29
Un examen de los primeros discos grabados por el propio Conjunto Casino permite juzgar los objetivos de aquellos músicos. La primera grabación comercial efectuada por el conjunto contiene el bolero Canción del alma, de Rafael Hernández, vocalizado por Roberto Espí.30 Por entonces (1942), la cantante mexicana María Luisa Landín alcanzó notable éxito continental con sus grabaciones de los boleros compuestos por el boricua Rafael Hernández; entre ellos, este título. Al escuchar ambos fonogramas se descubre el propósito de los músicos del entonces Sexteto Casino de copiar al calco el arreglo concebido para la intérprete, quien tuvo el respaldo de una gran orquesta. Para ello, las voces de saxofones y trombones de la banda original fueron asumidas por el piano del “sexteto” y contaron además con la intervención especial del xilofonista Pedro Calonge. Las dos trompetas del Casino siguieron lo escrito para la vocalista azteca. Y hablamos de 1942-1943.
Algo similar sucedió más acá en el tiempo, hacia 1950. Parte del repertorio de mambos del ya famoso Dámaso Pérez Prado (1917-1989), estructurado para su banda, fue interpretado en Cuba por el Conjunto Casino. Para ello, la voz de los saxos fue asumida, otra vez, por el piano, como lo demuestran las grabaciones comerciales y tomas radiales muy curiosas: el único mambo de Pérez Prado grabado comercialmente por la agrupación fue Qué rico el mambo,31 aproximadamente en julio de 1950. El solo de piano lo ejecuta Robertico Álvarez y, posiblemente, la versión para conjunto estuviera a cargo de El Niño Rivera (Andrés Echevarría Callava, 1919-1996). En Güempa, mambo de Bebo Valdés32 grabado el 20 de febrero de 1952 por la Orquesta Riverside33 antes de que lo hiciera el Casino, fue Antonio Ñico Cevedo (?-1988) quien asumió ese papel y añadió la melodía de Negro de sociedad, reconocido chachachá de Arturo R. Ojea (1909-1986) y Enrique Jorrín (1926-1987), tal y como se escucha en la placa P 1503 [1077], editada aproximadamente en junio de 1952. En una de sus actuaciones en el programa El Show de la Mañana del Circuito CMQ el Conjunto Casino interpretó Mambo no. 5, también de Pérez Prado. Por fortuna, la emisión fechada el 25 de diciembre de 1949 quedó grabada y ya fue transferida al formato digital.34
Históricamente se ha señalado al compositor y tresero cubano Arsenio Rodríguez como el “creador” de este formato. En varios de sus trabajos, el músico e investigador Leonardo Acosta alerta que resulta imposible señalar, con tanta exactitud, puntos de giro radicales dentro de esta historia. Con el paso del tiempo, y como consecuencia de la interacción músico-músico y la no menos importante músico-bailador, aportes e innovaciones de este o aquel logran consolidarse hasta obtener un producto nuevo. Acosta ha demostrado esto –o, al menos, convoca a reflexionar al respecto– al rebatir la fecha exacta de la composición del primer bolero o el primer danzón y cuestionar, desde el punto de vista histórico, nombres hasta ahora reconocidos como inventores absolutos de nuevos ritmos. Puestas sobre el tapete estas disquisiciones, resulta ilógico aceptar que el formato de conjunto en la música cubana haya nacido mediante una concepción individual. Tal y como se ha modificado el son desde sus variantes primigenias, también se transformó la estructura instrumental de las agrupaciones que lo han ejecutado.
La fonografía, antes relegada por los estudiosos a mero divertimento, constituye actualmente y cada vez en mayor medida, fuente documental indispensable para el análisis de los acontecimientos vinculados a los diferentes cambios que acusan diacrónica y sincrónicamente las más diversas manifestaciones musicales.
Alejo Carpentier fue capaz de valorar en su justa dimensión la trascendencia de la discografía y de las grabaciones fonográficas. Si se revisan, por ejemplo, las crónicas publicadas por él en el diario El Nacional de Caracas durante cuatro años, se pueden encontrar trabajos como estos: El milagro de la técnica, Música en conserva y Long Playing (1951); Grabaciones esperadas y Discos a la vista (1953); El coleccionista de discos, Un escándalo discográfico y La producción de discos (1954), y Una grabación capital, La lección de un disco y Enseñanza del disco (1955).
En 1952, se refiere a “un olvido casi total de la verdadera gran música”35 apreciable a fines del siglo XIX. Para explicar la importancia de las grabaciones fonográficas, describe el panorama hacia 1920 y lo compara con 1950:
Y en 1955 escribe: “las partituras del pasado y del presente, que un melómano del 1900 solo lograba escuchar de tarde en tarde, están hoy en su hogar, al alcance de su antojo, en forma de grabación fonográfica”.37
No obstante, una revisión de los tratados dedicados a analizar la historia de la música cubana demuestra la carencia de referencias discográficas para explicar algún proceso, fenómeno o circunstancia particular:
Ninguna partitura puede explicar el verdadero origen del famoso grito de Pérez Prado; cómo sonaba el danzón de nuevo ritmo de Arcaño y sus Maravillas, ejecutado por los virtuosos músicos de esa orquesta, o el tumbao de Rafael Cueto (1900-1991) para las interpretaciones del Trío Matamoros. De tal modo el disco, calificado hoy como la fotografía de la música, ha adquirido en el nuevo siglo una importancia capital para todo tipo de estudio. Basta citar un ejemplo: hace muchísimos años, Alejo Carpentier, quien concedió gran importancia a las grabaciones fonográficas, advertía al referirse a los prodigios del son –al cual califica como uno de los más ricos frutos del folklore musical que puedan concebirse–: “Pentagramar esos ritmos sería una empresa verdaderamente difícil, ya que no presentan una absoluta uniformidad dependiendo sobre todo del gusto o sentido rítmico del ejecutante”.39
Por ello, esta aproximación a las circunstancias sonoras conducentes al surgimiento de la institución artística que nos ocupa y del lapso grandioso de los conjuntos se basará en las huellas presentes en la discografía musical cubana, no solamente la comercial.
El Conjunto Casino surge en medio de ese proceso transformador que repercute en las agrupaciones de música para bailar organizadas en La Habana –y en todo el país– durante las primeras décadas del siglo XX. Vale la pena, pues, repasar cómo se aprecian los cambios suscitados en las huellas discográficas de aquellos tiempos.
Es obligatorio empezar por el Sexteto Habanero. Varios especialistas coinciden en señalar aquí el punto de partida hacia la consagración definitiva del son y de su formato instrumental. Carpentier opina lo siguiente respecto al panorama de la música popular cubana hacia 1920, cuando era apreciable la enorme influencia norteamericana: “Tal estaban las cosas, cuando apareció –y nunca se recordará bastante lo que significó su actuación– el Sexteto Habanero [que] ajeno a todas las modas creadas, nos traía el son. El son de Oriente, sorpresivo, raro, poco conocido –acaso muy olvidado– por el hombre de la capital, que venía a oponerse oportunamente a la ofensiva frontal del jazz”.40
Por entonces el son, conocido en varias zonas rurales del país, adquiere nuevas formas, sobre todo en el formato instrumental de las agrupaciones ejecutantes. La musicóloga María Teresa Linares fija la fecha de 1920 como punto de giro del proceso evolutivo del son, al producirse el surgimiento del Sexteto Habanero a partir de un grupo antecesor creado por Ricardo Martínez. Al respecto expresa: “La presencia del son, con una nueva sonoridad, el sexteto, con la percutiente resonancia del tres y el bongó produciendo esquemas rítmicos virtuosistas, revolucionó nuestros salones, ya que como baile rural de pareja enlazada había sido rechazado en algunas esferas igual que otros bailes”.41
Por su parte, el editor, músico e investigador Radamés Giro destaca la importancia de las primeras grabaciones del Habanero en 1925: “Desde entonces, se establece en Cuba un patrón, en cuanto a la manera de interpretar el son y a su formato instrumental, a la vez que el género alcanzó gran relieve nacional”.42
Hacia 1917 aparecen algunos sones grabados por el sello discográfico Columbia al denominado Cuarteto Oriental,43 en febrero y marzo de ese año en Nueva York. Un catálogo de dicha firma, fechado en 1921,44 muestra una relación titulada Sones santiagueros y en ella aparecen los cuatro sones del grupo. Más curiosidades: al ser cuatro grabaciones, es lógico pensar en la edición de dos placas, con una pieza a cada lado, sin embargo, los editores prefirieron “casar” cada uno de esos sones con una rumba y una guaracha de Manuel Corona, por Viáñez y el autor, y dos diálogos humorísticos por Arquímedes Pous y Conchita Llauradó. De tal forma salieron al mercado cuatro discos Columbia de diez pulgadas, con los títulos Los aliados te quieren ganar; Para, motorista; Amor de caridad y Elena me botó.45
No coinciden los criterios acerca de la formación del cuarteto. Según el investigador Miguel Ávalos (citado por Díaz Ayala)46 en principio la agrupación se llamó Trío Oriental y cita como músicos al santiaguero Ricardo Martínez, quien lo organizó, con las claves; Guillermo Castillo (1888-1949), guitarrista; Carlos Godínez (1882-1953)47 con el tres, y Alfredo Boloña (1890-1964) como bongosero. De ellos, Castillo y Godínez serían después miembros del Sexteto Habanero mientras Boloña clasificaría como uno de los grandes del son cubano. No obstante, al inscribir los discos Columbia ya mencionados, Richard K. Spottswood ofrece una probable relación de miembros: los cantantes Gerardo Martínez (1900-1958), Carlos Godínez y Felipe Neri Cabrera (1876-1936), un guitarrista desconocido y además, Guillermo Castillo y Ricardo Martínez.48 De ser este el personal de aquel Cuarteto Oriental, eran seis integrantes, pero no hay detalles adicionales acerca del formato.
El 8 de febrero de 1918, la firma Victor graba seis números a un grupo denominado Sexteto Habanero Godínez con acompañamiento típico, integrado por el propio Godínez, como tresero; Manuel Corona (1880 o 1887-1950),49 guitarrista y voz segunda; un músico conocido como Sinsonte, maracas y tercera voz; el bongosero Boloña, y María Teresa Vera (1895-1965), claves y voz prima.50 Son estas, al parecer, las primeras grabaciones del formato sexteto en la historia del son cubano.
Si este grupo de Godínez se acepta como el origen del luego célebre –hoy mítico– Sexteto Habanero, entonces la integración se produjo en 1918. Una versión del investigador Jesús Blanco –también descrita por Díaz Ayala– ubica en 1919 la conversión del Cuarteto Oriental en el Habanero, con el tresero Ricardo Martínez, Antonio Bacallao con la botija, Joaquín Velazco con un singular bongó de tres tinas y los cantantes Gerardo Martínez, Felipe Neri Cabrera (maracas) y Guillermo Castillo (guitarrista y director).
Los soneros procedían de los sectores más humildes del campo y de la ciudad. Eran músicos totalmente intuitivos, ajenos, como es lógico, a la instrucción musical; casi todos negros y mulatos por lo cual, como era de esperar en aquellos tiempos, resultaba lógico que en torno al son “creciera silvestre” una tupida maleza de prejuicios.51 Alberto Muguercia alude a Zoila Lapique, quien recuerda: “el son era tenido por ‛música de barracón’, ‛cosa de negros’”.52
Es fácil comprender, entonces, lo escabroso del camino recorrido por aquel Sexteto Habanero para imponerse en el ambiente musical. Eran demasiados los prejuicios “impuestos por una burguesía pacata, timorata y racista [que] no quería recordar –o mejor reconocer– lo que África había aportado a nuestra identidad nacional; pero el negro estaba demasiado metido en nuestras raíces culturales, como lo venía demostrando con su obra impar Fernando Ortiz […] No fue esta la primera y única vez que un ritmo nuestro se encontraba con estos problemas. Recordemos que esto ocurrió con el danzón y su antecedente inmediato: la contradanza”.53
Así las cosas, el son interpretado por el Sexteto Habanero se bailaba en “accesorias, solares y academias de baile por capas populares –los estratos burgueses lo rechazaron y el gobierno llegó a prohibirlo por considerarlo inmoral”.54
En 1923 el Sexteto Habanero entra en sociedad. Díaz Ayala se remite al investigador Jesús Blanco cuando explica: “políticos y hombres de negocios influyentes decidieron introducir el Sexteto Habanero en los salones de la alta burguesía. Para este importante paso, Gerardo Martínez dejó las claves y aprendió a tocar el contrabajo, y el grupo, según Blanco, se vistió por primera vez en Cuba para una agrupación de música popular, con uniformes”.55 De este modo, alcanza celebridad por sus presentaciones personales y no por los discos, pues la nueva formación no graba hasta 1925, dos años después.
Quizás la fama creciente del Habanero, reconocida paulatinamente en todo el país, alentara la creación de grupos similares. El 10 de junio de 1926 el músico Valeriano García organizó en Sancti Spíritus el Sexteto Espirituano. Y además, la ciudad de Matanzas vivió por esos años un auge de sextetos. En 1924 quedaron organizados dos de ellos. El primero fue La Tuna Liberal, antecedente del conjunto Sonora Matancera. Meses más tarde, el 18 de mayo, fue fundado el Sexteto Lira Matancera.56 En fecha posterior, el 3 de junio de 1927, comenzó la trayectoria del Sexteto Gloria Matancera.
Primera grabación del Sexteto Habanero. 29 de octubre de 1925
La Sonora Matancera, con el formato de conjunto, llegó a ser uno de los más famosos de Cuba. Un contrato muy ventajoso con la firma estadounidense Seeco garantizó la distribución de sus discos por toda la América, así como el desarrollo de un singularísimo desempeño como agrupación acompañante de los solistas vinculados con la disquera. Nombres como el del colombiano Nelson Pinedo (1928), los argentinos Leo Marini (1920-2000) y Carlos Argentino (1929-1991), el dominicano Alberto Beltrán (1923-1997), los boricuas Myrta Silva (1923-1987), Carmen Delia Dipiní (1927-1998), Bobby Capó (1922-1989) y Daniel Santos (1916-1992), junto a nuestros Celia Cruz (1924-2003), Celio González (1924-2004) y Bienvenido Granda (1915-1983) constituyen apenas un botón de muestra de la lista estelar de vocalistas respaldados por la agrupación. El aporte de la Sonora a la fonografía musical cubana es incuestionable: más de cuatro mil grabaciones, incluidas las tomas radiales exclusivas.57
Pero todo eso vendría después. Aquel 12 de enero de 1924, cuando un grupo de jóvenes en torno al tresero Valentín Cané (1888-1956) decidió organizar un grupo denominado La Tuna Liberal, estaban muy lejos de predecir triunfos estruendosos. Era un grupo formado por tres, contrabajo, cornetín, timbal (paila) y cuatro guitarras. Cantaban dos de los guitarristas. Su formato era similar al de una estudiantina, si se toma como referencia la definición aportada por Radamés Giro que refiere tratarse de una agrupación dedicada a ejecutar sones y danzones e integrada por dos treseros y dos guitarristas (La Tuna Liberal contaba con un solo tres y cuatro guitarras), una trompeta, paila, cencerro, güiro, botija o contrabajo y tres cantantes.58 Se trata de una variante instrumental de la denominada estudiantina oriental, surgida bajo la influencia de las agrupaciones de igual nombre y de origen hispánico y las orquestas danzoneras del siglo XIX; con tal formato, ejecutaba danzones, guarachas, boleros y sones, antes de la proliferación de los sextetos.
Dos años después, en 1926, se incorporan al grupo el cantante Carlos Manuel Díaz Caíto (1908-1990) y el guitarrista Rogelio Martínez (1905-2001). La peculiar voz de Caíto sugiere a los músicos cambiar el nombre de la agrupación por el de Sexteto Soprano y en 1927 adoptan la denominación de Estudiantina Sonora Matancera, porque ya eran siete músicos, no seis.59 Al año siguiente, efectúan en La Habana sus primeras grabaciones discográficas. En las placas, editadas por la firma estadounidense Victor, se consigna al grupo indistintamente como Sonora Matancera o Estudiantina Sonora Matancera. Era algo común en los discos, por ejemplo, que los de la orquesta Arcaño y sus Maravillas identificaran al grupo con ese nombre o con el de Maravillas de Arcaño. En todo caso, ello responde a tácticas comerciales de las empresas discográficas. Aquí se verá lo acontecido tras la decisión de los músicos del Casino de asumir el nombre de Conjunto, en lugar de Sexteto Casino.
Primera grabación de la Estudiantina Sonora Matancera. 1º de diciembre de 1928
En 1930, la Sonora –como se hace habitual llamarla– inicia su vínculo con la emisora Radio Progreso y graba para la Victor tan solo un danzonete. Según Héctor Ramírez Bedoya, en su biografía del grupo, ya usaban el nombre Conjunto Sonora Matancera. Obviamente, Radamés Giro retoma el dato en su diccionario: “en 1936 el cantante Alberto Ruiz había fundado el Conjunto Kubavana, y ya tenía la denominación de conjunto la Sonora Matancera”.60 Sin embargo, según afirman el mismo Giro y Helio Orovio,61 el formato reconocido como conjunto surgió en la década de 1940, con el piano como uno de sus instrumentos característicos. Hacia 1930, las agrupaciones eran conocidas aún como sextetos y septetos.
Primer disco con la leyenda Conjunto Sonora Matancera. 21 de julio de 1944
Y he aquí otra interesante información: un repaso de las obras musicales citadas en un cancionero de 1938 permite descubrir entre charangas y grandes bandas de la época, a los septetos Boloña y Gloria Matancera. Al menos, este último no se conocía aún como conjunto en 1938.62Esta es mi congaConga arrollandoBella GeorginaAmor infameSueño con un dulce amor