Castillo de tierra es una novela corta en la que un narrador sin nombre relata las correrías de su infancia en un recóndito pueblo aragonés: el despertar a la adolescencia de un niño criado por sus abuelos, una matriarca autoritaria y un apocado anciano, que pasa la tardes de verano a caballo entre las cuatro paredes incestuosas del cuarto de su hermana y la charca donde se baña con sus amigos y aprende las cosas que solo se aprenden en corrillos de camaradería juvenil. Su mundo, sin embargo, se verá trastocado por la aparición de un chico un par de años mayor que él, Ezequiel, con quien experimentará los primeros arrebatos verdaderos del deseo.
Escrito con una hipnotizadora prosa poética, el poeta José Ramón Ayllón nos sorprende con esta incursión en el relato.
Castillo de tierra
© 2017, josé ramón ayllón
© 2017, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16967-50-6
ISBN edición papel: 978-84-16967-49-0
Primera edición: mayo de 2017
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Craig Martin Getz.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
Agradecimientos
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
El autor
A todos mis amigos y amigas por ser como son, por arroparme, por estar y por ser siempre energía, fuente de ánimo y constante refugio.
A Puri Fernández doblemente: por amiga y por ser atenta y crítica lectora de todo lo que escribo.
A Martin por darle sentido a todo lo que vivo.
A Ediciones Oblicuas por confiar en mi obra y, en especial, a Alberto por su cercanía, sus atenciones y por el mimo que pone en su trabajo.
Para mis padres y mi hermana,
que podrían haber sido personajes anónimos
de este Castillo de Tierra.
Y para Martin, castillo en el que habito.
Llovía impecablemente. La tierra se abría a la lluvia como un sexo ávido de calor y humedad y los grillos dormían aterrados bajo un pálido sombrero de ocres y verdes. Llovía como en aquellas tardes lejanas de la primera infancia, cuando el verano nos sorprendía repentinamente con un olor a selva y a polvo de océano y los cuerpos agradecían sofocados el fugaz remanso de aire fresco que la lluvia ofrecía. Llovía como en los sueños, mansamente, sin hacer daño, lamiendo el agua el polvo de los cristales, las ventanas cerradas a cal y canto, y chapoteando sobre los tejados una canción melódica como la del chisporroteo del fuego del hogar en las noches de invierno.
Tú no estabas en casa; nunca estabas conmigo cuando el cielo se vidriaba con sábanas y velos y descendía luego torrencial, hecho cortina de agua, desdibujando las horas con una luz plomiza que te hacía dudar si era mañana o tarde, primavera o verano o el anuncio puntual de un nuevo otoño. Nunca estabas conmigo cuando todo era lluvia y truenos y barro y charcos y limpios riachuelos corriendo calle abajo y por eso tenía yo que contártelo luego y tú no me creías.
Aquella tarde te habías ido a casa de la Felisa y yo me la había pasado aburrido en casa, sentado en la cocina, pegando en mis álbumes los cromos que salían en el chocolate y en las botellas de gaseosa y anotando en un trozo de papel los que me faltaban. La Felisa vivía al otro lado de la Vaguada, camino a Valdemayo, y yo tan solo la conocía de oídas, por lo que contaban de ella y por lo que tú decías, que era poco. Sabía que, alguna que otra vez, se dejaba caer por el pueblo para vender quesos de cabra, retacía, verdura o algo de fruta de temporada, pero nunca me había cruzado con ella.
La imaginaba como a la mujer que me venía en sueños muchas veces, inquietante, silenciosa y oscura como una sombra móvil que pudiera de pronto desvanecerse o bien multiplicarse en un sinfín de dedos sin aroma. «Muchas fantasías me parece que te anidan a ti en el pelo últimamente», me decías, y luego: «La Felisa es como todas las demás mujeres, no sé qué idea te haces, pero poco amiga de perder el tiempo y de andar por ahí chafardeando, que es lo que aquí se lleva». «Y entonces, ¿por qué no vive aquí en el pueblo como todo el mundo, eh?», te preguntaba yo; y tú ya no decías nada o bien me contestabas con ese «¡Y yo qué sé!» tan tuyo, que daba por zanjada definitivamente nuestra conversación.
Lo cierto es que las tardes que andabas por casa de la Felisa te cambiaban los ojos y las costumbres. Volvías luego como ausente; como inmersa en una ciénaga de contornos difusos y turbios remolinos; como arrebatada por un tiempo que no era el nuestro; y te pasabas después dos o tres días encerrada en un mundo que no me permitías compartir. Y los ojos…, los ojos te brillaban más si cabe y eran ojos de gato, acechantes, febriles, desconfiados, duros. Después se te caía el ánimo y andabas una tarde melancólica, como relamiéndote en silencio alguna vieja herida, que hasta la abuela te lo notaba, para volver por fin al día siguiente a ser la que yo conocía.
«¿Y de qué hablas con ella?», te preguntaba yo; y tú: «De nada en particular, ¿de qué quieres que hablemos? La ayudo a hacer la cama o a limpiar la casa o a desgranar maíz o a echarles de comer a los animales. Depende del momento. Ya sabes que siempre hay cosas que hacer en una casa, y más estando sola».
Y yo sabía que me estabas mintiendo; que te inventabas toda aquella sarta de banalidades sin sustancia para que me callara y no siguiera importunándote, pero hacía ver que me creía todo lo que decías y aparentaba no darle importancia.
«¿Y no has visto llover? Tienes que haberlo visto porque a fe que ha caído una buena». «Por allí no ha llovido. Tú estás loco. Llevamos más de diecinueve veranos sin llover, la abuela justo que se acuerda… y tú dale que dale con esa cantinela de la lluvia cada vez que me marcho». «Sí, claro», te porfiaba yo emperrado, «si fuera como dices, sería esto un desierto entonces, ¿no?». Y tú, mirándome, rematabas triunfante entonces la conversación mascullando como con rabia «¿Aún te parece poco desierto esto?».
Así que yo me enfadaba mucho, te dejaba de hablar y me juraba, en voz alta, que nunca más te lo contaría o que te encerraría en el granero todo un verano para que no pudieras irte y vieras que era verdad lo que yo te decía.
—Ahora vete antes de que venga la abuela.
Y yo te suplicaba, con los ojos muy abiertos, que me dejaras quedarme un poco más, solo hasta que el trocito de cera negra de la vela se consumiera por completo y la oscuridad se hiciera dueña absoluta de aquel reino sin trono ni cetro que habías construido entre cuatro paredes, no sé si por herencia o por conquista.
—¡Te he dicho que te vayas!
Y apartabas entonces definitivamente tus ojos de los míos y comenzabas a cepillarte el pelo, ignorándome ya, segura de haber dicho la última palabra y de que solo te quedaba escuchar el ruido de la puerta, abriéndose y cerrándose, para saber que yo me había ido y poder consagrarte por entero a ese interludio tuyo de soledad extraña, preludio inquieto de mis noches a tientas y de mi desasosiego, tan lejos nuevamente de tu boca y de la dispersa tersura de tus muslos calientes.
—Ahora vete antes de que venga la abuela.
Y te levantabas felina de la cama deshecha; y te desanudabas aquel objeto húmedo y oscuro, erguido como un mástil sobre el parque incipiente del pozo que escondías, a piel, entre las piernas; y te ovillabas con descuido la carne, el pelo y la camisa; y recogías los naipes de colores que habías extendido ceremoniosamente por el suelo alrededor de nosotros, antes de desnudarme; y te ponías colonia en las manos y el cuerpo; y les abrías a la luna y al calor pegajoso de la noche la ventana. Y yo esperaba mientras tanto acurrucado, siguiéndote en silencio sin moverme, sabiendo que tenías que decirme todavía «¡Te he dicho que te vayas!» y que, al decírmelo, ibas de nuevo a anidar en mis ojos, aunque fuera tan solo por un espacio brevísimo de tiempo, la humedad vertiginosa y fértil de los tuyos.
Después, a tus espaldas, «¡Te he dicho que te vayas!», me ponía el calzoncillo y la camiseta, me abrazaba al rebujo de mi ropa marchita, salía de tu cuarto y, sintiendo aún el corazón latiéndome en mitad de la boca, descendía de puntillas con cuidado los catorce peldaños, dejando atrás tu voz, cada vez más lejana, que comenzaba ya a canturrear no sé qué misteriosas letanías.
Y a partir de allí, el abrazo inquietante de las sombras, ángel de la guarda; la respiración agitada del abuelo en la cama, roncando como un niño, dulce compañía; el tic-tac ambarino y monocorde del reloj de campana sonando fuerte, no sé si fuera o dentro de mi cuerpo; la cocina vacía, a oscuras, con olor todavía a lumbre, a pan caliente y cena, no me dejes solo; el estrecho pasillo, que se me hacía largo como si fuera de repente un laberinto o una cueva sin fondo; mi alcoba a tientas, deslizando los dedos por las paredes como para no perderme, tanteando con cautela el lavamanos, la mesilla, el borde de la cama; y ese abrazo impotente, ni de noche ni de día, contra el calor del gato que me esperaba siempre, hecho una pelota, entre las sábanas de aquella especie de sepulcro mío sin héroes ni resurrección.
Te soñaba en voz alta hasta dormirme; navegaba intranquilo una vez más la travesura incierta de tu cuerpo indolente; seguía imaginándote despierta en tu guarida, consagrada a rituales que yo desconocía; daba vueltas y vueltas agitado, de un lado al otro de la cama, como buscando la puerta del sueño perseguido a la fuerza por el cansancio, que me tensaba doloroso cada músculo y parecía pellizcarme la piel con pinzas invisibles; sentía las paredes reventándome a oscuras un pulmón inflamado de licores y fuegos, que se me colgaban después por la mañana al levantarme, debajo de los ojos, en unas profundas ojeras, «A ti no te funcionan los riñones», me diría la abuela, y en un dolor sin sangre justo en el sieso.