Dedicatoria
A Luis y Antonio,
aquella tarde en que los vi llegar
a través del campo.
Dedicatoria
A Luis y Antonio,
aquella tarde en que los vi llegar
a través del campo.
Cuaderno 1
Cuaderno 1
ANDRES era pescador. Estaba casado con Manuela, una buena mujer que le dio dos hijos, Pedro y Marta.
La familia se apellidaba Corredoiras y vivía en San Benito, que es un pueblo a la orilla de la mar.
El trabajo de Andrés era de marinero a bordo del María Segunda, el barco del Rapaciño, un patrón de muchos años que nunca volvía de vacío.
Andrés, antes de casarse, fue medio aventurero, corrió mundo, tanto por mar como por tierra, y no le tuvo miedo a casi nada, pero de casado se hizo prudente.
Andrés, cuando salía a la mar, dejaba dicho:
—En caso de desgracia, iros a San Julián, a casa del tío José, que él sabrá cómo ayudaros.
Manuela se enfurecía:
—Tú cuida de volver y no digas bobadas.
Andrés, cuando volvía de la mar, traía el jornal y un cubo lleno de pescado, rodaballo o sardinas, cuando no centollos. Entonces Manuela cocinaba aquellas calderadas que, en cuanto empezaban a hervir, ya no te dejaban pensar en otra cosa, que el olor tenía hechizo.
Cuando Andrés estaba en tierra, se iba con su hijo, por ahí, a la playa o al monte, a coger pulpo o robar manzanas.
Andrés decía:
—Me gusta ver cómo te haces hombre.
Con la hija era distinto:
—No me crezcas muy rápido, rapaza, que cuando quieras a otro, voy a llorar.
Manuela reía.
Al ir entrando la tarde, si no había faena, Andrés y Manuela salían a esconderse en las rocas o en el monte, a reír cogidos de la mano, que aún eran gente joven y les gustaba estar solos. Luego, Manuela volvía a casa y cocinaba la cena para todos mientras Andrés se dejaba caer por la taberna de Edelmiro, a terminar el día con un vaso de vino, una partida de cartas y algo de charla, no mucho, que por aquí, señor, somos de poco hablar.
Un invierno, el día de Santa Leocadia, se enfureció el viento, arboló la mar y fue temporal del noroeste, que siempre es de temer.
Era la medianoche y Andrés no había vuelto. Faltaba su barco y otros también faltaban. Manuela quiso estar tranquila. Dijo:
—El barco es bueno y el patrón sabe.
Le duró poco. Dijo:
—Dios nos valga.
Y corrió a la Punta de la Nécora, que es la que más se adentra en la mar. Allí estaban las otras mujeres, y todas esperaron bajo la lluvia y el viento, durante el día y la noche, a veces iluminadas por el destello del faro de San Cidrián, a veces por el relámpago.
El señor cura, que ya iba para viejo, fue con ellas, a darles ánimo. Dijo:
—Calma, rapazas, que Dios no ha de querer.
Pero las mujeres tenían miedo y una, la señora Carmen, preguntó:
—¿Y si esta noche quiere, señor cura? Entonces todas se pusieron a gritar y, en medio del temporal, parecía el gritar de las gaviotas.