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Juan Farias

POR TIERRAS DE PAN LLEVAR

Dedicatoria

A Paz Altés

Libro 1. El árbol de Ismael

I

Julián llegó a la llanura cuando aún era mozo. Lo trajeron del Sur, de una tierra con muchos olivos y pocos amos. Había nacido hijo de jornaleros y dio en ladrón porque no se acostumbraba a pasar hambre. Un día, robó mal, con mala suerte, a mala gente. El robado era amo de mucho y no fue capaz de entender miserias ajenas. Hubo juicio y el juez le dio la razón al que más tenía. Julián terminó en presidio, pero sólo estuvo encerrado seis días, que al séptimo, muy de mañana, vino el médico y le miró los dientes.

­—Es mozo y servirá —dijo el médico.

Julián salió de presidio en cuerda de presos, amarrado a otros diez, todos ladrones. Eran parte del contrato entre la Corona de España y la empresa encargada de construir el Canal de Castilla.

A Julián lo alistaron en las cuadrillas de ataque. Él y otros tenían que ir abriendo zanja a golpe de pico. El trabajo era duro, malo el trato y la comida escasa.

Los capataces decían:

—Sólo sois carne de presidio.

El señor ingeniero nunca se apeaba del caballo. A su lado iba un guardia con sable y escopeta. Él llevaba una pistola de dos cañones cargada con posta. Venía a la media mañana y siempre tenía prisa por irse. Los capataces lo adulaban y uno de ellos le daba zanahorias al caballo.

A veces sonaba la campana de alarma y era que un penado se fugaba o se volvía loco de estar allí.

También hacían sonar la alarma cuando ocurría alguna desgracia.

Los penados trabajaban en parejas, algunos sujetos por el tobillo con una cadena. Esto se les hacía a los rebeldes y a los recién llegados para que amansasen.

Al lado de Julián picaba un hombre tuerto que no hablaba nunca. Un día, Julián le preguntó:

—¿De dónde eres?

El tuerto no hizo caso.

—Yo soy del Sur —dijo Julián, y siguió hablando hasta contar toda su vida.

El verano trabajaban casi desnudos y en invierno entre hogueras, quemando jaras y retamas.

Los días de descanso venía Lauro, con su carreta llena de vino y otros pecados. Quien podía pagarlo, se emborrachaba hasta caer al suelo.

Cuando moría algún penado se le hacía entierro y funeral. Los otros penados iban a la iglesia en carretas, sujetos con cadenas y entre guardias.

Los que murieron, están enterrados a la orilla del Canal, en cementerios de aldeas y pueblos pobres. En algunos casos hubo que enterrarlos por la noche y con ayuda de la autoridad, que los vecinos no querían carroña entre sus muertos.

Al principio, cuando empezaron las obras, la gente de aquellas tierras tuvo compasión de los penados y alguna vez les llevaban pan y hasta palabras, pero hubo desagradecidos, un asesinato y robos.

Aquellos desgraciados iban cambiando el paisaje y nadie se lo agradecía. Por delante era el secano, cuando no la estepa. Tras ellos quedaba el tráfico de barcazas por el canal navegable y una red de riegos para que, en las orillas, se fuesen haciendo vegas donde poder sembrar patatas, acelgas y todo eso. Barcazas ya había como veinte, arrastradas por una o dos mulas, transportando harina, madera, piedra y otras cosas.

Julián era un hombre que tenía redaños. Un día decidió escapar. Pensó que podía hacerlo, cruzar la llanura en una sola noche, trepar a los montes, unirse a una banda de fugados «¡y que tu madre venga a picar por mí, ingeniero!», se decía.

Julián había oído contar que los fugados se hermanaban para robar. Tenían fama de ser gente feroz, capaz de sacarle el pellejo a quien se les pusiera por delante.

Una noche que no salió la Luna, después de la medianoche. Julián escapó arrastrándose entre los trigos que ya iban a madurar. Lo hizo a destiempo porque era impaciente. Alguien gritó: «¡Al penado!», y empezó la cacería, que salieron por Julián con escopetas, perros y palos, y no sólo los guardias, sino también vecino de un pueblo cercano. «¡Al penado!», se oía gritar, y parecía que gritaba el campo y la noche gritaba para asustar a Julián. Algunos perseguidores iban con miedo y otros lo pasaban bien. «¡Al penado!» Le dieron caza de madrugada. Julián se defendió a pedradas y lastimó a un guardia. Volvió amarrado a una mula y quien no lo compadecía lo maltrataba. En castigo se le dobló la condena y tuvo que hacer los trabajos más duros. Los capataces de la cuadrilla de castigados eran mala gente, hombres brutales que, a golpes y blasfemando, acobardaron a Julián.