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Alfredo Gómez Cerdá
SOLES NEGROS
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Alfredo Gómez Cerdá
SOLES NEGROS
Dedicatoria
A mi amiga Mónica,
que me deja robarle títulos para mis libros.
1
Desde que mi hermano Rafa me presentó a su novia, Estefanía, no pude dejar de cuestionarme su gusto con respecto a las mujeres. No voy a negar que Estefanía era guapa, pero la chica me pareció demasiado cursi y un poco sabihonda. Era de esas que te miran siempre con un gesto de superioridad, que no se ríen ni aunque les hagas cosquillas en la planta de los pies, que no entienden la doble intención que a veces pueden tener las palabras, que se mosquean por nada, o mejor dicho, por todo...
He vivido con Rafa dieciséis de los dieciocho años que tiene. Y si no he vivido más tiempo con él es porque no nací antes. Con esto quiero decir que conozco un poco a mi hermano y, por eso, no me hizo falta mucha perspicacia para darme cuenta de que Estefanía y Rafa no llegarían muy lejos.
—¿Qué te ha parecido Estefanía? —me preguntó cuando volvimos a casa.
—Guapa sí que es —le respondí, sabiendo que no era esa la respuesta que estaba esperando.
Antes de dormirse, aquella noche Rafa me confesó que estaba coladísimo por Estefanía. Yo le dije que se le pasaría, que al fin y al cabo acababa de conocerla. Él negó rotundamente con la cabeza y me aseguró que Estefanía era el amor de su vida y que estaba completamente seguro de lo que decía.
Recuerdo ahora que aquella noche tuve un sueño muy raro. Soñé con ella, que ya se había convertido en mi cuñada y me perseguía por todas partes como un fantasma. Abría un armario o un cajón y dentro estaba Estefanía. Me encerraba en el cuarto de baño y tras la cortina de la ducha acechaba ella. Su imagen salía de debajo de la cama, del horno de la cocina, del frigorífico, se balanceaba de las lámparas como si fuera trapecista... Al final, trataba de escapar y me iba a la calle, pero todas las personas con las que me cruzaba eran Estefanía.
¡Qué sueño tan extraño!
A veces he pensado consultar uno de esos libros que hablan de la interpretación de los sueños para descubrir el significado de lo que soñé, aunque puedo imaginarme lo que diría.
Lo cierto es que mi hermano vivió unas semanas maravillosas con Estefanía, y si empleo el termino maravilloso es porque solía usarlo él con mucha reiteración. Maravilloso. Maravillosa. Eran sus palabras preferidas entonces. Un día, se pasó de cursi y dijo hipermaravillosa. Y otro día alcanzó la cima del ridículo: supermaravillosísima.
A pesar de estos excesos, para mí Estefanía seguía siendo una niña engreída, con unos intereses en la vida opuestos a los míos y, por supuesto, a los de mi hermano. Pero... ¡cualquiera se atrevía a decirle esto a Rafa en aquellos momentos!
Sin embargo la situación tan... requetesuperguaymaravillosísima —como podía haber dicho mi hermano en un arrebato— se truncó de pronto. Y no porque la relación entre ellos se hubiese terminado, sino porque sencillamente había llegado el verano y ella se marchó de vacaciones a un lugar de la costa mediterránea, un pueblo entre Valencia y Alicante, en las estribaciones del cabo de San Antonio, donde sus padres tenían un apartamento en primera línea de playa.
Pocas veces he visto a mi hermano tan compungido, suspirando a todas horas, asomado a la ventana, mirando obsesivamente la calle como si esperase una aparición o algo por el estilo. Le hablabas y ni te respondía. En otros momento, sacaba una foto de Estefanía que llevaba en la cartera y se quedaba mirándola durante horas; a veces, incluso, me daba la sensación de que movía los labios como si estuviera hablando con la foto, y esto me preocupaba, pues llegué a pensar que podía volverse loco. No sería el primer ser humano enloquecido por amor, ni seguramente el último. Tal posibilidad me aterrorizaba.
Para que la historia que voy a contar pueda entenderse bien, conviene explicar tres cosas que ocurrieron poco antes y poco después de que Estefanía se marchase de vacaciones. Puede parecer una digresión, como cuando en algunas novelas notamos que el autor se va por las ramas y pierde el hilo conductor del relato. Pero, como se verá más adelante, son cosas que tienen importancia.
La primera sucedió tres semanas antes de que Estefanía se marchase de vacaciones: Rafa se examinó para sacar el carné de conducir y aprobó a la primera.
Mi padre tenía un coche viejísimo, que se caía a pedazos. Algunas tardes nos íbamos los tres a un futuro polígono industrial que está en las afueras de la ciudad. Las calles ya están hechas, pero aún no se han construido las naves. Es el lugar ideal para practicar. Además de las clases de la autoescuela, Rafa se hartó de conducir por las calles vacías de aquel polígono. Bueno, he de decir que yo también hice mis intentos y en alguna ocasión logré convencer a mi padre para que me dejase llevar un rato el coche. Y creo que no lo hice mal. Estoy seguro de que, cuando cumpla los dieciocho y me saque el carné, aprobaré a la primera, como Rafa.
La segunda cosa ocurrió una semana después de que Rafa sacase el permiso de conducir, y dos semanas antes de que Estefanía se marchase de vacaciones: a mi padre le entregaron el coche nuevo.
¡Qué cochazo! El viejo tiró la casa por la ventana.
—¿Para qué queremos un coche tan caro? —se quejaba mi madre.
—Siempre he tenido el capricho de un coche como este —lo justificaba mi padre.
—Di que sí, papá —lo animaba yo.
Recuerdo el momento en que llegó a casa con el coche nuevo. ¡Qué pasada! Bajamos enseguida a la calle para verlo bien. Todo el mundo se quedaba mirándolo y algunos hasta se paraban un rato. Como estaba tan nuevo, impresionaba más.
Mi padre lo metió en el garaje con muchísimo cuidado. Nunca le he visto descender la rampa con tantas precauciones. Yo traté de guiarlo, me puse delante y comencé a hacerle señales con los brazos.
—¡Sigue, papá! ¡Sigue, sigue! ¡Todo recto! ¡Ahora un poco a la derecha! ¡Vas bien! ¡Continúa así!
Él detuvo el coche, asomó la cabeza por la ventanilla y me gritó:
—¡Quieres quitarte de en medio! ¡Sé bajar yo solo!
—Lo hacía para que no te rozases con alguna columna —traté de justificarme.
—¡Llevo veinte años entrando y saliendo de este garaje!
¡Qué cochazo! No nos cansábamos de mirarlo. Bueno, yo no solo lo miraba, sino que no dejaba de entrar y salir. Me sentaba en todos los asientos, abría y cerraba el maletero, observaba las llantas de aluminio de aleación ligera, los faros de xenon, el pequeño alerón trasero, los retrovisores eléctricos...
Mi padre le pasó un brazo a mi madre por encima de los hombros.
—¿Te gusta? —le preguntó.
—Sí —respondió ella—. Pero también me habría gustado uno...
Entonces él le selló los labios con un beso.
El único que no decía nada era Rafa. También había bajado a verlo, pero permanecía quieto, como un pasmarote. Yo creo que, aunque miraba el coche, lo único que veía era el rostro de su amada Estefanía.
Me acerqué y le dije:
—Ahora que tienes carné, dile a papá que te lo deje algún día y nos damos una vuelta por ahí. ¿Te imaginas?
—¡Eso ni soñarlo! —saltó mi padre, que había escuchado perfectamente mis palabras.
—Pero Rafa conduce muy bien —traté de insistir—. Ha aprobado a la primera.
—Sí, pero le falta experiencia.
—Pues entonces no tenías que haber vendido el coche viejo. En él podía haber adquirido esa experiencia.
—Ese coche se caía a pedazos. Ya miraremos más adelante uno de segunda mano para Rafa.
—¿Y nunca le vas a dejar el nuevo?
—Se lo dejaré cuando esté seguro de que es un conductor serio, responsable, experto, sensato, juicioso, maduro...
No sé la cantidad de adjetivos que añadió mi padre. Eso me hizo pensar que jamás le dejaría conducir el coche a Rafa, a no ser que él fuera a su lado, pendiente en todo momento de lo que hacía.
La tercera cosa ocurrió una semana después de que Estefanía se marchara de vacaciones, tres desde la entrega del coche nuevo y cuatro desde que Rafa sacase el permiso de conducir: mis padres se marcharon ocho días a Londres.
¡Ocho días! ¡Menudos ocho días!
Pero no adelantemos acontecimientos.
El viaje ya lo tenían programado desde hacía tiempo. Se iban con unos amigos y a nosotros nos dejaban solos en casa por primera vez. Mi madre no las tenía todas consigo, pero mi padre no hacía más que repetir la misma frase:
—Mujer, ya no son unos niños.
—No somos unos niños, mamá —remachaba yo, que estaba encantado con la idea de quedarnos solos durante ocho días.
—Si pasa cualquier cosa, nos llamáis enseguida.
—No pasará nada, mamá.
2
El día en que mis padres se iban a Londres, haciendo una reflexión llena de sentido común, me atreví a hacer una propuesta.
—Podemos ir en el coche hasta el aeropuerto —dije, mirando por supuesto a mi padre—. Tú lo llevas y después lo trae Rafa hasta casa.
—¡El coche ni tocarlo! —exclamó mi padre—. Iremos los cuatro en un taxi y vosotros regresaréis en el metro.
Sus palabras, desde luego, no ofrecían ninguna duda. Pero milagrosamente medió mi madre, que aportó su impagable sentido práctico:
—Pues iríamos mucho mejor en el coche —dijo—. Rafa conduce bien y del aeropuerto a casa no hay pérdida. Además, un taxi nos costará un ojo de la cara.
Mi padre miró a mi madre, luego a Rafa, luego volvió a mirar a mi madre, luego...
—Pero ya puedes tener muchísimo cuidado —le advirtió a Rafa.
Y así lo hicimos.
En el vestíbulo del aeropuerto estaban los amigos de mis padres. Su hija, que se llama Susana, había ido también a despedirlos. Hacía tiempo que no la veía, la recordaba más pequeña, más infantil, más... ¡Cómo había cambiado! Para mí era un poco mayor, pero para mi hermano... ¡perfecta! Nos recibió con un par de besos y no hizo falta más que hablar un par de minutos para comprender que Susana era todo lo contrario de Estefanía. Y eso, claro está, significaba que me caía mucho mejor que ella.
Le di algunos codazos a Rafa para llamar su atención y para que participase más en la conversación, pero no había forma de hacerle reaccionar. Llegué a pensar entonces que se trataba de un caso perdido, sin solución.
Al regresar, fui yo quien le propuso a Susana que volviera con nosotros, que la llevaríamos hasta su casa, pues nuestro padre nos había dejado el coche, o mejor dicho, se lo había dejado a mi hermano.
Cuando en el aparcamiento le señalé el coche, no pudo evitar un gesto de asombro.
—¡Qué bonito! —exclamó.
A pesar de que le cedí gentilmente el asiento delantero, para que estuviera más cerca de Rafa, nos pasamos todo el trayecto charlando entre los dos, ante la mirada ausente —o quizá concentrada en la carretera— de mi hermano. Ella se volvió y permaneció todo el tiempo con el cuerpo girado para poder verme mejor. Cuanto más hablaba con ella, más me convencía de que sería la novia perfecta para mi hermano.
Al llegar a la puerta de su casa, Rafa detuvo el coche en doble fila y se limitó a decir:
—Baja pronto, que aquí estoy entorpeciendo el tráfico.
Eso fue todo lo que dijo. A mí, claro, me entraron ganas de llamarle un montón de cosas, y ninguna de ellas agradable.
Susana dio dos besos a Rafa como despedida.
—Hasta otra, Rafa —le dijo—. Y gracias por traerme.
—Adiós, Susana —se limitó a responder él, como un autómata, sin entusiasmo ni nada.
Luego, me dio dos besos a mí.
—Qué cambiado estás, Guille —me dijo—. A ver si nos vemos otro día.
—Seguro que sí —respondí.
Nos dedicó una amplia sonrisa, miró por el espejo retrovisor y, aprovechando que no venía ningún coche, se bajó apresuradamente. Observé cómo bordeaba el coche por la parte delantera y cómo cruzaba la acera en dirección al portal.
¡Ah! Yo soy Guille, claro. Prefiero que me llamen Guillermo, me gusta más; pero casi todo el mundo me llama Guille. Ya me he resignado.
Y aquella misma noche comenzaron los líos.
Estaba tumbado en el sofá del salón viendo la tele y Rafa se encontraba encerrado en la habitación. Me imaginaba que estaría mirando la foto de Estefanía y suspirando como un lelo.
De pronto, entró en el salón y se colocó entre el televisor y yo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Me voy el fin de semana —me respondió—. ¿Te importa quedarte solo?
A mí no me importaba lo más mínimo quedarme solo. Es más, hasta me encantaba la idea. ¡Toda la casa para mí! Pero, como me extrañaron sus palabras, quise saber algo más.
—¿A dónde irás?
—A ver a Estefanía.
Nada más responderme me llamé tonto por haber hecho una pregunta tan obvia. Entonces caí en la cuenta de que era viernes.
—¿Y cuándo piensas irte?
—Mañana por la mañana. Volveré el domingo, no te preocupes.
—Por mí puedes quedarte más tiempo, el lunes, el martes...
Entonces mi hermano se quedó mirándome de una manera muy extraña, con un gesto reflejado en su rostro que no sabía muy bien cómo interpretar. Carraspeó forzadamente un par de veces y por fin se arrancó:
—Voy a llevarme el coche de papá.
Creo que salté del sofá como uno de esos monos que saltan de un árbol a otro. Me planté ante él.
—¿Estás loco?
—Lo he pensado y ya lo he decidido —intentó explicarme—. Solo espero de ti que me guardes el secreto.
—Yo te guardaré el secreto, pero papá se dará cuenta. Yo creo que sabe hasta los kilómetros exactos que tiene el coche.
—Bueno... —Rafa se encogió de hombros—. Si se da cuenta, no me importa. Asumiré las consecuencias.
—¿Pero no puedes ir en tren? —intenté disuadirle.
—He consultado por Internet y no hay billetes.
—O en autobús...
—No insistas, ya lo he decidido. Además, prefiero ir en el coche. ¿Te imaginas cómo reaccionará Estefanía cuando me vea llegar con el coche...?
—De modo que lo único que pretendes es impresionarla.
Lo intenté de todas las maneras posibles, pero no conseguí nada. Rafa estaba empecinado y he de decir cuanto antes que mi hermano es la persona más necia1 que conozco.
—Te acompañaré —le dije de pronto.
—Ni lo sueñes —me respondió él.
—Oye, que no pienso comportarme como el típico hermano pequeño metomentodo y plasta. Recuerda que tengo dieciséis años. A mí me dejas en cualquier parte y te lo montas con Estefanía.
—Que no. Tú te quedas aquí
Me amargó la noche, pues apenas pude dormir. No hacía más que pensar en mi hermano, o para ser exacto, no hacía más que pensar en el coche de mi padre en manos de mi hermano. Es verdad que conduce bastante bien, pero nunca había hecho un viaje tan largo. La carretera era buena, pues todo el recorrido era por autovía, pero...
Analizaba una y otra vez la situación y siempre llegaba al mismo resultado: la culpable de todo era Estefanía. Sé que es injusto lo que estoy diciendo, pero en esos momentos nadie me hubiese convencido de lo contrario.
Desde mi cama, vi cómo Rafa sacaba del armario una bolsa de lona y cómo introducía en ella algunas cosas: ropa, una toalla de playa, el bañador... Luego, se metió en la cama y a los cinco minutos estaba dormido como un tronco. Por un lado, me sorprendía que la situación no le quitase el sueño. Por otro lado, me alegraba de que así fuera, pues al menos al día siguiente estaría más descansado para conducir.
Se levantó muy temprano y, mientras se duchaba, me vestí a toda prisa y me fui a la cocina para prepararle el desayuno, pues no era cuestión de que se marchase con el estómago vacío. Café con leche bien cargado para que le despejase bien, zumo, tostadas, un trozo de tortilla de patata que había sobrado de la cena, embutido, fruta, cruasanes...
—Te has pasado —dijo al ver la mesa llena de comida.
—Hay que desayunar en condiciones para conducir mejor.
Negó con la cabeza, se sentó y empezó a desayunar. La verdad es que mi hermano siempre tiene apetito.
—Te voy a hacer un bocadillo para el camino —le dije.
—No.
—No te he preguntado —le repliqué—. Solo he dicho que te voy a hacer un bocadillo para el camino.
—¿Ahora vas a adoptar el papel de padre y madre conmigo?
—No, solo adoptaré el papel de hermano pequeño. Eso si, hermano pequeño más juicioso que tú. Para que luego digan que los hermanos mayores son los que cuidan de los pequeños.
Me dedicó un gesto despectivo con sus manos y continuó comiendo.
Le hice el bocadillo y se lo envolví cuidadosamente en papel de aluminio. Luego, me senté a su lado.
—No hagas el viaje de un tirón.
—No pensaba hacerlo. Pararé a mitad de camino.
—Yo que tú, paraba dos o tres veces. Aunque no estés cansado, paras en un área de servicio, estiras las piernas, te comes el bocata que te he preparado, te despejas un poco, vas al servicio...
Rafa se volvió a mí y se me quedó mirando con una cara muy extraña. Tenía las cejas ligeramente fruncidas y la boca parecía querer sonreír sin lograrlo. Su gesto revelaba una mezcla de sorpresa e incomodo.
—¿Vas a decirme hasta cuando debo mear? —me preguntó.
—Pues... ¿por qué no? —yo no me achanté—. Cuando uno coge el volante se olvida de todo. Y eso no es bueno. Hay que programarse. ¿Es que no has visto las recomendaciones de Tráfico?
Negó con la cabeza y resopló antes de apurar el café con leche que le quedaba en la taza. Luego se levantó y dijo:
—Me voy ya.
Bajamos juntos en el ascensor hasta el garaje. Yo no cesaba de hablar. No podía evitarlo.
—No corras mucho. Ten cuidado con los adelantamientos y, sobre todo con los camiones. Recuerda lo que siempre dice papá: los camiones dan el intermitente y ¡hala! se echan a la izquierda como si tal cosa. Si el parabrisas se llena de mosquitos para en una gasolinera y lo limpias bien, hay que tener una buena visibilidad, y...
—No seas pesado, Guille —me cortó.
Y me di cuenta de que sí; estaba resultando muy pesado. Pero todo era producto del nerviosismo que sentía. En ese momento comprendí que era mucho más responsable que mi hermano mayor. Y no me gustó el descubrimiento, pues hubiese preferido ser un perfecto insensato, como él. ¿Acaso no viven mucho mejor los insensatos irresponsables? Pero pensé que con dieciséis años ya era tarde para cambiar. Es cierto que con dieciséis años se tiene toda la vida por delante, pero hay cosas que son como son desde que nacemos, y a mí me había tocado el papel de hermano responsable, a pesar de ser el pequeño.
Nos dimos un abrazo y se metió en el coche. Ajustó el asiento. Conectó el motor. Salió del garaje con gran pericia, como si lo hubiera hecho un montón de veces. Me tranquilizó un poco saber que era un buen conductor. Ascendió la rampa y desapareció. Me dirigí hacia el ascensor para volver a casa.
Nota:
1 Necia.
3
Le he pedido a Rafa no sé cuántas veces que escriba esta historia, pues él es el verdadero protagonista, pero siempre se ha negado rotundamente. Le parecía interesante la idea, pero de ahí no pasaba. Alegaba, además, que escribe muy mal, y eso es verdad. Escribe fatal y, además, con faltas de ortografía. Cuando se marchó en el coche y volví solo a casa, se me ocurrió abrir uno de los cajones de su mesilla y encontré un par de poesías que había escrito a Estefanía. ¡Qué horror! Eran sencillamente espantosas, con unas rimas muy forzadas, llenas de tópicos y con unas metáforas de las que dan risa.
Por ese motivo me he decidido a escribirla yo. Y el hecho de que lo haga tiene algunos inconvenientes; el más importante es que algunas de las cosas que sucederán a continuación no las viví en persona. Eso sí, puedo asegurar que todo lo que voy a contar sucedió en realidad, aunque yo no estuviera presente. En estos casos, mi hermano me ha contado con todo detalle lo que ocurrió y por eso no me costará trabajo reproducirlo en las páginas que siguen.
Todo el mundo habrá comprendido ya que escribo mucho mejor que él, pero a pesar de ello no voy a dar rienda suelta a mi imaginación y seguiré con apego el hilo de los acontecimientos.
¡Ah! Aseguro que no pronunciaré en ningún momento la dichosa frase de «la realidad supera siempre a la ficción», aunque creo que no me faltarán motivos. ¿A quién se le ocurriría esa frase por primera vez? Se ha convertido en una frase tópica que me repatea. ¿Realidad? ¿Ficción? A lo mejor resulta que realidad y ficción son una misma cosa, las dos caras de una misma moneda. ¡Dos caras de la misma moneda! Creo que esa es otra frase muy tópica. La quitaré cuando corrija el texto, si me acuerdo.
Cuando Rafa se vio solo en el coche, callejeando por el barrio en busca de la autovía de circunvalación, se sintió extraño y tenso, presa de una enorme emoción. El coche tan nuevo y las propias circunstancias del tráfico —semáforos, pasos de cebra, cruces...— le mantenían ocupado todo el tiempo. Su obsesión era hacerlo todo perfecto y no olvidarse de ningún detalle: usar correctamente los intermitentes, no dar acelerones sin motivo, tomar precauciones en alguna rotonda, cambiar de marcha en el momento adecuado, no pegarse demasiado al coche que le precedía...
Cuando al fin se incorporó a la circunvalación y posteriormente a la autovía rumbo al Mediterráneo, comenzó a sentirse más seguro. El coche ya no requería tanta atención y se deslizaba como una seda. ¡Era una gozada conducirlo! Entonces cayó en la cuenta de que llevaba la radio apagada y la encendió en busca de una emisora con música.
Recordando los consejos de su hermano, paró en dos ocasiones. Aunque no tenía hambre, se comió un trozo del bocadillo y, aunque no tenía ganas de orinar, entró en el servicio.
El coche andaba de maravilla y solo había que pisar un poquito el acelerador para que saliera como una bala. Aunque se sentía seguro, se contuvo y respetó siempre el límite de velocidad, lo que hacía que lo adelantasen muchos coches, algunos de menor potencia.
Temía que pudieran ponerle una multa, y sabía que eso su padre no se lo iba a perdonar fácilmente. Estaba mal que se hubiese llevado el coche sin su permiso, pero si encima lo multaban por exceso de velocidad... No quería ni pensar en las consecuencias.
Llegó a Alicante cuatro horas y media después, un tiempo que le pareció excesivo y que podría reducir sensiblemente en próximos viajes. No entró en la ciudad, pues antes cambió de carretera y enfiló hacia Valencia por una nueva autopista. A partir de ese momento tendría que estar muy atento para coger la salida adecuada.
Cuando llegó al pueblo donde veraneaba Estefanía eran casi las dos de la tarde. Le fastidió un poco haber tardado tanto, pues la hora resultaba un poco incómoda para quedar. Seguramente Estefanía estaría a punto de comer con su familia. Entonces pensó que la llamaría de inmediato, pues quizá ella quisiera invitarlo a comer y presentárselo a sus padres. Estaba dispuesto a aceptar la invitación. Además, con el coche seguro que causaba una buena impresión.
Sacó su teléfono móvil.
Agenda. Estefanía. Marcar.
Al tercer tono escuchó la voz de ella.
—Hola, Rafa.
—Hola, mi amor. ¿Qué haces ahora?
—Pues... vamos a comer.
—Tengo una sorpresa para ti.
—¿Qué sorpresa?
—Estoy aquí.
—¿Aquí? ¿Dónde?
—Pues aquí, aquí. He venido a verte —Rafa notó como Estefanía se quedaba muda—. Estoy aquí. No podía estar más tiempo sin verte. ¿No te alegras?
—Estás loco —reaccionó al fin ella.
—Sí, por ti.
—Lo digo en serio: estás loco.
Rafa se dio cuenta en ese instante de que a Estefanía no le había hecho ninguna gracia que él se presentase allí de sopetón, sin avisar. Se sintió incómodo, ridículo, desconcertado. Pero no estaba dispuesto a marcharse sin verla.
—Quiero verte.
—Ahora no puedo.
—Pues quedamos más tarde. Dime tú la hora y el sitio.
—En el paseo marítimo, junto a la caseta de información. A las siete.
—¡A las siete! —a Rafa le pareció muy tarde.
—Antes no puedo.
—Bueno, te estaré esperando allí —se resignó.
—Estás loco, de verdad —repitió ella antes de colgar.
—Quería darte una sorpresa.
—Pues lo has conseguido
Sería muy pesado describir aquí cómo Rafa se aburrió hasta las siete de la tarde. Lo obviaré. Cualquier persona podrá imaginárselo.
A las siete en punto estaba exactamente en el paseo marítimo, frente a la caseta de información, en el punto exacto que le había indicado Estefanía. Y no es que acabase de llegar a ese lugar, sino que llevaba más de una hora allí, inmóvil y vigilante, por si ella hubiese decidido acudir antes a la cita.