Cierro los ojos y me veo ante el abismo de mis primeros tiempos de duelo, cuando el dolor y el desespero, como la niebla espesa, lo envolvían todo. El horror de despertar por las mañanas y recordar que no, que no había sido una pesadilla, que era verdad, que mi hijo Ignasi había muerto… Estaba atrapada, como en El día de la marmota, en el infierno. Entonces, ese abismo profundo que me separaba de la vida parecía insalvable.
Ahora me parece un sueño estar al otro lado. El otro día leí que el duelo es el tiempo que nos concede el universo para aprender a amar sin apegos. Para darnos cuenta de que el amor va más allá de lo que llamamos muerte, que siempre suma y está fuera del tiempo y del espacio.
Pero ¿cómo dar el salto? Para eso he tenido que mirar en mi interior, en silencio y con la ayuda de buenos terapeutas, para desprenderme de muchas corazas, de muchas capas de miedo. El miedo tiene mil formas y a veces aparece como una adicción al sufrimiento, a ver el lado malo de todo o de todos, a sumirse en la queja o la crítica constante. Otras se disfraza de una exagerada preocupación por los demás, de un estar pendiente de las personas que queremos hasta casi dejarlas sin aire, sin espacio, sin libertad, de estar siempre dando hasta el agotamiento lo que creemos que los demás esperan de nosotros. El miedo tiene muchas caras y siempre encierra un dolor oculto.
El amor, en cambio, ese amor en mayúsculas del que hablo, nunca duele, siempre tiene una palabra dulce, una mirada de ternura que nos reconforta. Brota de dentro a medida que vamos aligerando el peso de siglos de creencias y ataduras, y es lo único que llena el vacío de las ausencias.
Hace dieciocho años que murió mi hijo y durante este tiempo he ido descubriendo miles de regalos que él me ha ido dejando. Por ejemplo, ahora sé que mi miedo es mío y no guarda relación con su muerte, ni con nada externo. Cuando aparece, aunque esté asustada, sé que puedo mirarlo a la cara. Despacio, con suavidad, me acerco y lo acaricio hasta que se desvanece.
Y cuando vuelvo a sentirme atrapada por mi propia historia, me paro y recuerdo la bondad de vivir el momento presente, sin querer imponer nada. Me reconforta sentir que todo es posible si yo me abstengo de controlar la vida y me limito a dejarme sorprender sin reservas, con absoluta entrega, como lo hacen los niños. Todos contamos, solo hay que recordarlo, con la capacidad de amarnos siempre, suceda lo que suceda.
Puede que estés tan dolorido, tan disgustado que prefieras encerrarte en ti mismo y así imaginar que dejas de sentir. Puede que elijas eso, sí, pero, entonces, para qué vivir… En vez de negarte, si decides amar lo que sientes, sea lo que sea, despacito, irás volviendo a la vida; a la ilusión de un nuevo día, a la alegría del abrazo, al entusiasmo de sentirte vivo.
Si amas, los días de lluvia son bonitos y los soleados, fantásticos. Si amas, sabes que todo termina y vuelve a empezar, que nada es para siempre y, en cambio, somos eternos. Si amas, el dolor es dulce y la soledad no existe.
Si amas, comprendes y bendices, la vida se transforma y adquiere sentido: el de seguir amando.
Si abres tu corazón y amas lo que sientes, si te permites ser vulnerable, te conviertes en pura vida. Y nada tiene más fuerza que la vida. La vida siempre se abre paso, siempre busca la luz, florece en cualquier grieta, siempre revive. Amar es vivir.
A algunos nos acompaña, quizá desde pequeños, una inquietud soterrada. Ese desasosiego tiene que ver con no estar nunca del todo satisfechos, con querer hacer un poco más o mejor lo que hacemos, como si estuviéramos en deuda permanente y tuviéramos que esforzarnos mucho para intentar saldarla. Es agotador vivir así, ¡cuánta dureza con uno mismo! Eso queda muy lejos de la calidez, de la amabilidad, de la cordialidad que tanto reconforta. Bastante hemos sufrido ya con nuestros pequeños y grandes duelos, ¿verdad? Por eso, para cambiar esa inercia, he decidido amarme con locura, sin pedirme nada a cambio. Ni exigencias, ni cargas, ni reproches. Se acabó perseguir los fallos en vez de prestar atención a la belleza.
Cuando me siento disgustada, sin fuerzas, triste, cansada, en vez de continuar –como hemos venido haciendo durante siglos muchas mujeres hasta caer enfermas–, me paro y me envuelvo en un nido de ternura. Allí, arrullada por un silencio dulce, me siento protegida y dejo caer una a una mis armaduras. Entonces suelen aparecer mis fantasmas. No les pregunto por qué han venido, simplemente los escucho y descansamos juntos.
Me abandono con confianza porque sé que el amor me sostiene. He podido comprobarlo; cuando me entrego, estoy a salvo.
Qué gratificante es amarse a uno mismo con pasión, sin pedir nada a cambio.
Tal vez fue cuando empecé la adolescencia, o incluso antes, durante la niñez, no sé. Pero hubo un día en que, igual que la diosa Atenea, me armé con un escudo para poder salir indemne de la desazón y el miedo de no saber quién era ni de dónde venía, ni qué hacía yo aquí, en lo que llamamos vida.
Necesité con urgencia huir de la incertidumbre, sacudirme las emociones y pisar tierra firme con pies de guerrera. Supongo que me pareció buena idea vivir acorazada para no sentir. No siempre lo conseguía, claro. El malestar, como la densa bruma, se apoderó en diversas ocasiones de mi alma, pero no lo suficiente como para hacer estallar de golpe la guarnición de acero que me recubría entera. Eso solo lo consiguió la muerte de Ignasi.
Si quería seguir adelante, tenía que aprender a sentir «a capela», sin resistencias. Lo que nos disgusta e intentamos rechazar a toda costa se hace grande, crece; en cambio, si le permitimos existir, deja de molestarnos, incluso es posible que llegue a transformarse en algo agradable. Lo sé, he podido comprobarlo.
Por eso, ahora, cuando me asalta el miedo y la incertidumbre, les permito que entren. Me quedo quieta y los escucho en silencio sin pretender modificarlos. Lo mismo intento con cualquier pensamiento negativo. A menudo siento vergüenza de pensar lo que pienso, pero no me riño. Me limito a sentir la vergüenza con la esperanza de que, tarde o temprano, se desvanezca.
Con cada situación complicada que la vida me presenta procuro aplicar el mismo sistema. Verla como una oportunidad de darle la vuelta. Quizá no lo consigo ni al primero ni al segundo ni al tercer día, da igual el tiempo, lo importante es que confío en poder transformarla. Me gusta imaginar que, de esta manera, voy quitando capas y capas de polvo acumulado durante siglos que me impiden vislumbrar quién soy. Qué hago aquí ya lo sé: aprender a amarme y a disfrutar de la vida con ilusión.
La humanidad lleva mucho tiempo padeciendo, seguramente desde sus orígenes. No digo que no haya habido momentos felices en la vida de las personas que nos han precedido, incluso épocas históricas francamente más alegres que otras, claro que sí, me refiero a que nuestra cultura planetaria, en general, guarda la memoria de mucho dolor acumulado, de sentencias de sufrimiento compartidas, del tipo «la vida es un valle de lágrimas», «más vale malo conocido que bueno por conocer», «no hay rosa sin espinas», «la letra con sangre entra» y un sinfín de creencias y refranes que deben ser muy parecidos en otros idiomas. De mi abuela oí muchas veces: «Les rialles acaben en ploralles» (las risas acaban en lloros). Todo ese flujo de dolor, verbal y energético, lo heredamos de pequeños sin apenas darnos cuenta. Vaya, que estamos educados para encontrarnos o imaginar casi siempre lo peor. Andamos a menudo con el ay en el cuerpo y, en cambio, muy poco sabemos hacer para que ocurra lo contrario, para confiar y esperar lo mejor. No hay más que mirar los telediarios para darnos cuenta de que, a la hora de expandir y comunicarnos, prevalece, y mucho, lo malo sobre lo bueno. A la que nos descuidamos, nos ponemos en el lado más desfavorable, y yo la primera.
Es cierto que siempre ha habido personas sabias que con sus vidas y sus obras nos han ayudado, pero la humanidad, como cultura, al menos hasta ahora, no ha ido mucho más allá del dolor.
Los cuentos infantiles, después de que los protagonistas vivan mil contratiempos, penalidades y desdichas, suelen acabar con la frase: «Y fueron felices y comieron perdices». Y ya está, cómo lo consiguen es una incógnita, no se sabe nada más de ellos.
Ahora empieza a notarse una dinámica distinta, un movimiento de personas heterogéneas unidas en un interés común: crear una cultura de la felicidad que considera como un bien preciado la alegría, la prosperidad (que no tiene que ver con acumular dinero o posesiones), la creatividad, la vida sencilla y tranquila, cuidar la propia salud y bienestar, hacer cosas porque sí, por el bien común… ¡Y yo les estoy inmensamente agradecida! Porque cuando las personas se juntan para iniciar un camino nuevo, al final la humanidad entera acaba recorriéndolo, y es posible que con la insistencia, igual que ha ocurrido con el dolor, esa manera más afable de ver la vida acabe incrustada en nuestro ADN.
Si conseguimos ir saliendo de esa zona gris y conocida, poco a poco iremos conectando con otra visón más amorosa. Seguramente primero nos resistiremos, incluso tal vez nos provoque más ansiedad. Cuesta romper con tradiciones milenarias, pactos y creencias antiguas. El cambio tiene sus ritmos. Pero me hace una ilusión inmensa ir despacio, pero sin pausa, hacia esa nueva realidad más respetuosa. Entre todos podemos crearla. ¡Doy gracias y admiro a las personas que ya están viviendo en ella!
A menudo nos resulta fácil escudarnos en el ajetreo del día a día, en la acción, para no escuchar lo que nos turba, aunque el alma y el cuerpo nos pidan a gritos, cada uno a su manera, que prestemos atención a tanto desasosiego.
Cerramos los ojos porque no queremos ver la tristeza, la confusión, el dolor, la incertidumbre, la frustración, los celos, la rabia, la impotencia, el miedo, la envidia o lo que sea que a veces trae consigo la marea de la vida. No sabemos que al darle la espalda a las emociones que no nos gustan cerramos el paso a las que daríamos lo que fuera por sentir. No es posible la plenitud (la totalidad) si no acogemos por igual a nuestros sentimientos, sin distinción; al fin y al cabo, todos forman parte de nosotros.
¡Ah!, pero a mi entender no basta con sentir. Conviene, además, no etiquetar nada, dejar aparcada la razón para poder observar lo que ocurre dentro y fuera de nosotros, como si estuviéramos en el cine, como si solo fuéramos espectadores de la película de nuestra vida.
Si nos mantenemos abiertos y disponibles, se produce el milagro, y lo simple, las pequeñas cosas adquieren un gran significado. Empezamos a disfrutar de la agradable sensación del agua en nuestro cuerpo cuando nos duchamos, de la calidez que sentimos al acariciar, con el corazón, la mano de un bebé o de un anciano querido, del bienestar que produce cocinar despacio, con mimo, aunque solo preparemos un huevo frito, de la paz y la comunión con el universo que conlleva levantar la vista al cielo, en plena ciudad, y contemplar la belleza espectacular de un precioso atardecer, del placer de saborear despacio un café, del confort que produce mirar con ternura a alguien a los ojos, sonreír y abrazarlo, de sentir la brisa del mar en la cara, el ruido de la lluvia, el olor ancestral a tierra mojada…