las aguas tranquilas del una
COLECCIÓN
Las Hespérides
Faruk ŠehiĆ
las aguas tranquilas
del una
Título original
Knjiga o Uni
© De los textos: Faruk Šehić
© Del traductor: Miguel Rodríguez Andreu
Madrid, mayo 2017
EDITA: La Huerta Grande Editorial
Serrano, 6 28001 Madrid
www.lahuertagrande.com
Reservados todos los derechos de esta edición
ISBN: 9788494666773
Diseño portada: Enrique García Puche para Tresbien Comunicación
El olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
la otra cara secreta de la moneda.
Jorge Luis Borges
Mi mente olvida, pero mi cuerpo lleva la cuenta.
El cuerpo está sangrando historia.
Geoffrey Hartman
Hipnosis
Uno
A veces no soy yo, sino que soy Gargano. Ése, más que otro, es mi verdadero yo: el de las sombras, el del agua. Azul, frágil e impotente. No me preguntéis quién soy porque eso me asusta. Preguntadme algo distinto. Os puedo hablar de mis recuerdos: sobre cómo el mundo, de materia sólida, se ha volatilizado poco a poco, de cómo la memoria se ha convertido en el último bastión de lo que soy, evaporándose casi por completo, como si fuera una columna de vapor. Cuando salto al pasado, soy plenamente consciente de lo que estoy haciendo. Deseo serlo todo, como la mayoría de la gente en la Tierra. Ahora me siento mejor, contemplando la línea continua, blanca, sobre el asfalto amoratado. Me tranquiliza. La oscuridad se derrumba indolora. No miro hacia atrás. La oscuridad está detrás de mí, pero la siento como si no estuviera allí; como si no devorara la carretera, los edificios y los árboles. Anda detrás de mí, pero no se atreve a acercarse porque sabe que entonces tendré que utilizar mi escudo de papel con palabras luminosas y todo podría irse al infierno. Y nadie quiere que eso ocurra: ni Gargano, ni la oscuridad, ni ese otro, me refiero a mí, el astronauta, el aventurero y explorador de los ríos y los mares.
Mis recuerdos son feos y sucios. Me asquea tener que hablar sobre Yugoslavia y el comienzo de la guerra. Niños pobres en vestuarios en los que olía a orín antes de que comenzara la clase de gimnasia. Al ver el edificio del colegio, un sudor frío recorría mi cuerpo bajo el jersey que apretaba tanto que me daba claustrofobia, ¿cómo podría olvidarlo? Nos escaqueábamos de los excesos de la disciplina militar, en las letrinas de la escuela, donde la concentración de amoniaco cortaba la respiración. Los profesores eran estrictos y estirados, y los pasillos relucían como el cañón de un fusil. La pizarra negra tenía rayas grises, por donde previamente alguien había pasado una esponja empapada en agua de tiza. Las colillas de cigarrillo y los condones flotaban en los retretes: la única forma de rebelión contra un sistema costroso. Teníamos que llevar unas batas azules que eran todas idénticas. El aire en los pasillos olía a bocadillo barato de salami, los denominados parizer[1]. Por su arquitectura, el colegio podía mutar en barracón militar en tiempos de guerra; desde sus numerosas ventanas pequeñas podíamos, con nuestras caras desafiantes y tiznadas, nosotros, pequeños soldados con tirachinas y armas de madera, disparar piedras con las que oponer resistencia al pérfido enemigo, más numeroso, y cantar melodías partisanas durante las treguas, entre batalla y batalla.
Los maderos podridos de las viviendas, datados de tiempos austrohúngaros, apestaban a heces rancias y a las enfermedades que sufrían sus inquilinos, el lumpenproletariado de mi ciudad, Bosanska Krupa. Un cuello de botella de medio litro, asomaba desde el interior de una vagina madura como el bosque de Striborova, cuando la camarera mostraba a los clientes lo que su órgano sexual podía llegar a hacer. Se tumbaba sobre la mesa con sus muslos, blancos como la nieve, muy abiertos, y la cola de caballo de su pelo, color negro satinado, colgada hacia abajo por la parte posterior de su cabeza. Una vena del grosor de un dedo se hinchaba en su cuello. La luz en lo alto del techo parpadeaba y los que veían menos se acercaban para convencerse de la voracidad de esa vagina. Cuando terminaba la actuación, cogía el dinero y se ponía unas bragas blancas y grandes, una falda corta, y servía coñac a los espectadores sedientos. Si los mirones, hasta arriba de coñac infame y de nicotina, leyeran libros en latín, sabrían que habían tenido la suerte de asistir al speculum mundi, el espejo del mundo.
Las memorias son tan feas que se anulan a sí mismas. Todo lo que recuerdo hace que no quiera rebobinar más la historia. Veo mierda de caballo humeante en el asfalto de la calle Titova. Escucho el ruido de los cascos: ese ciclo depresivo e implacable que me desalienta. Días de lluvia, que cae al ritmo de los golpes de herradura. Sé que puedo superar esa sensación de náuseas y sé que podría describirlo todo con colores más hermosos, pero siento que traicionaría mi deseo de mirar hacia el pasado sin compromiso.
Emerge de entre mis recuerdos un ataúd con una ventana de cristal. A través de ella me mira el profesor de arte con cara de mal humor y sus gafas de montura negra. Es como si esa montura negra, décadas antes de que lo mataran, diera forma a un rostro con certificado de defunción. Recuerdo los interminables funerales partisanos, las trompetas y los trombones de latón. En la orquesta tocaban notas lastimeras y las gotas de sudor recorrían mi columna vertebral mientras miraba aquellas marchas, a las nueve y media de la mañana, el domingo, en el segundo canal de la televisión estatal. Veo el cuerpo de mi tía abuela envuelto en blanco, dentro de un ataúd que desciende la pendiente de la colina de Hum, desde donde se puede observar el río y sus islas verdes. Era la mentira en la que vivíamos, y que sería puesta en evidencia por los miles de proyectiles lanzados durante cuatro años de guerra. Mi malestar podría tomar un cariz religioso, pero no deseo ceder al odio, sería demasiado barato y fácil.
El sol está demasiado caliente. En la sombra uno se siente helado y húmedo. Huele a orina, heces, crema de zapatos. Estos son los primeros recuerdos que me llegan de esa vida pasada. No creo que nunca vaya a ser capaz de deshacerme del asco que me producen todos los lugares comunes sobre los que descansaba el Estado yugoslavo. Estoy harto incluso de mencionar estas palabras. Afortunadamente, todavía existen el estilo indirecto y palabras con significados ocultos. Y también existe el río Una.
Dos
Los grandes eruditos del periodismo, esos expertos que lo saben todo, dicen: se trató de un caso de fuerza mayor, un movimiento tectónico de la historia, un agujero blanco en la nebulosa de Asterión y una fluctuación subespacial dentro de la materia oscura, el colapso de la última utopía del siglo xx, y un largo, un larguísimo etcétera. El muro de Berlín se derrumbó sobre nosotros, y sólo era una cuestión de justicia que la sangre fuera derramada en alguna otra parte. Sólo que yo no era una mísera moneda en un ajuste de cuentas entre fuerzas cósmicas. Yo era un hombre real, con la personalidad formada y con una misión: sobrevivir. ¿Por qué debería creer a aquellos que nunca han sentido el olor de la pólvora en su piel, ése que no se puede lavar con ningún detergente, cuando son ellos los que ya no me creen? Cogí el destino en mis manos y no esperé a que alguien llamara a mi puerta y me sacara de la cama somnoliento, directo a una zanja húmeda para ser fusilado. La pasividad siempre se pagó con la propia cabellera, y yo quería seguir viviendo. Entonces me acordé de mi casera en el barrio de Sveta Klara, en los suburbios de Zagreb. En 1990 Katica Cvetko, majestuosa anciana de Zagorje, nos dijo a mi compañero y a mí: «A vosotros, serbios de Bosnia, os van a matar». ¿Qué podíamos saber nosotros, que no éramos serbios, sólo infelices enamorados del cine y de la literatura?
Los analistas post scriptum tienen problemas para entender la lucha por la supervivencia. Les gusta molestar con metáforas ilegibles y explicar mi destino a través de fenómenos globales y episodios de importancia crucial: falsos acontecimientos que nunca podrían explicar el cataclismo. El chorro de sangre y la crueldad, el ruido chirriante de los tanques oruga T-55 que hiela la sangre incluso a dos kilómetros de distancia. No tengo la intención de enumeraros las tremendas imágenes de terror de las que fui testigo, requeriría de un libro del doble del tamaño de este, y el efecto seguiría siendo el mismo: el que no entienda que permanezca en la feliz oscuridad de la ignorancia.
Mi biografía es una sucesión de coincidencias. Muchas las he decidido yo mismo, otras me eligieron a mí. Con todo, si pudiera llegar a explicarme, cavaría una tumba, y vivo y sano me tumbaría dentro de ella, porque no tendría sentido seguir viviendo. Mi biografía es carne y es sangre, no un entertainment. Aquí estoy, en algún lugar, en el medio de todo esto. Soy uno, pero hay miles como nosotros —entre ellos: los descuartizados y los inquebrantables—.
Os tengo que contar esto: he matado a un hombre. No sólo a uno, sino a más de uno. Cuando disparas, no hay preocupación que valga. Por supuesto, no todas las balas aciertan, pero algunas sí alcanzan su objetivo. Cuando disparas, eres ligero como una pluma, y es tal el placer que sientes, que podrías separarte del suelo y levitar; pero te mantienes a cubierto, con el peso de tu vientre apoyado sobre la tierra excavada, la hierba aplastada y las hojas mojadas porque así te lo dice el instinto. Cuando disparo, me siento como un Jesús Anticristo. Muestro todo lo contrario a la compasión. La mala conciencia no existe. Nadie va a susurrarte al oído que el enemigo también es humano. Las cosas son diferentes en el campo de batalla: el enemigo es el enemigo; no puede ser una persona normal y corriente. El enemigo debe ser un himenóptero viscoso con cuernos y pezuñas de cerdo. Dispara y no te rayes con basura con la que se entretienen los cobardes y los filósofos. Maté a varios enemigos en el combate cuerpo a cuerpo, y, por eso, ahora, mis paisanos me esquivan. Cuando camino por la calle cruzan al otro lado. Soy capaz de oler su miedo. Apesta a repulsión, a Hegel y a Kant, al sentido universal de la vida y a la llamada bondad humana, que merecen mi absoluta indiferencia.
He matado a tres hombres y también a un autonomista de la República de Bosnia occidental. Matar es como una droga que te saca de tus casillas, y luego, de repente, te hace despegar como un cohete y piensas que estás en el techo del mundo. El cuerpo viviente lo he convertido en sombra. En las sombras de las polillas, es decir en nada. Soy un poeta y un guerrero y, en secreto, también un monje de alma sufí. Un hombre santo, según Baudelaire. Maté en campos de batalla que nadie conoce ni importan, en todas las condiciones meteorológicas: cuando la nieve húmeda está cayendo la sangre es roja como en la película Doctor Zhivago, y, con una gota de sangre y un poco de nieve, puedes dibujar una margarita con tu dedo.
A veces me pregunto ¿por qué? ¿Por qué matar? Ahora sé la respuesta y no me puede importar menos. No tengo remordimientos por aquellos hombres que ahora imagino como retratos fantasmales en fotografías donde la cabeza ha sido cortada con tijeras. Pronto, desde mis recuerdos pasarán a la oscuridad. En ningún campo de batalla he visto al Papa Wojtyla, aunque los líquenes de los árboles parecieran del mismo color que las manchas de la parte dorsal de sus manos. En la guerra todo es simple y claro. Excepto cuando la sangre se mete debajo de las uñas: es difícil de limpiar, se seca y no puedes quitártela durante días.
He matado porque quería sobrevivir al caos. No sabía cómo hacerlo de otra manera, y mi orgullo me impedía pasarme los días de guerra en las unidades de retaguardia. Hay quienes hicieron esto de otra manera: los que rezaron a Dios para ser disparados, para morir, porque estaban llenos de vida y fuerza y eso era lo que les oprimía: el miedo a poder sobrevivir con demasiada energía en su interior. No sabían qué hacer con ella. Eso era lo que les hacía arremeter con los ojos abiertos y el corazón puro; sin miedo allá donde fueran. Tenían que atacar porque esa era la vida que guardaban dentro, asombrosa, más grande que la muerte. Yo estaba tranquilo, sabía lo que estaba haciendo. Nunca he bebido ni he estado drogado en la línea del frente, siempre estaba concentrado; por eso puedo contároslo ahora. Como sabéis, las bocas muertas no hablan. No soy insensible, si es eso lo que creéis. Sólo soy honesto. Algo así como un nazi. Me gusta escuchar a Bach tocado por una motosierra Stihl; aunque una Black & Decker tampoco estaría mal.
Tres
Los bosques eran de color turquesa y los árboles se mecían suavemente de un lado a otro como los tentáculos de una anémona de mar. Esa era la escena vista desde la distancia, en el borde del horizonte, tal como la observaba a través de las ventanas de cristal empañado, a través del filtro del arcoíris y a través de mi imaginación. De hecho, los árboles estaban desnudos, de un gris ceniciento, salpicado de líquenes y alguna que otra bola de muérdago, cuyo color verde no tenía nada que ver con la escasez general de clorofila en la naturaleza y en las almas humanas. Los colores eran agentes infiltrados del mundo occidental; olfateando el lujo y el bienestar y, como tal, expulsados de nuestras vidas. Tras el cristal de la ventana yo era el maestro de la realidad íntima. En el exterior, en las calles, se ventilaban otras historias. Bajo el balcón había una ciudad que todavía no podía sentir como mía —era demasiado joven para ese tipo de amor—, una ciudad suave como un vómito caliente al sol. Para mí, Yugoslavia era como una esfera distante del Atlas de los Cuerpos Celestes. Después me volvería un entusiasta, con independencia del esfuerzo sobrenatural que se hizo para que todas las diferencias entre nosotros se ocultaran con la simple cantinela de que éramos hermanos y hermanas, y de que en el Estado todo iba bien, mientras a ambos lados del muro de Berlín afloraban la miseria, la decadencia y el libertinaje. Qué bonita palabra: libertinaje. Me sentí extraño en mi propia ciudad cuando me di cuenta de que no éramos hermanos, no porque yo no quisiera, sino porque no había buena voluntad entre las diferentes comunidades nacionales. Por no hablar de cómo durante el servicio militar, serbios y croatas me exhortaron a declararme musulmán, porque los yugoslavos en realidad no existían, dijeron. Sí, es cierto, vivía con una identidad que era minoría en un país cuyo nombre provenía de esa identidad. La mayor sorpresa me la llevé al descubrir que en las estadísticas yugoslavas quienes se declaraban yugoslavos eran una minoría. Cuando terminé el colegio y comencé el servicio militar, mi abuela me dijo que me declarara yugoslavo, ya que, según ella, si decía que era musulmán los otros soldados se burlarían de mí. Ambas sugerencias no fueron buenas, porque yo era un entusiasta de la Guerra Civil española. Me sentía mal por no tener una máquina del tiempo con la que poder ir a España a morir por la libertad. Fue sólo allí, durante un corto periodo de tiempo, donde existió mi nación.
«¿Por quién?», gritaba una garganta cansada bajo mi balcón. La voz dirigía una columna de jóvenes que regresaban después de realizar el trabajo comunal. Vociferaba igual que cuando un buzo saca un cuerpo muerto a la superficie de un río embravecido, y su voz diligente hace que el resto tire de la cuerda.
«¡Por Titooooo!», gritaban cientos de gargantas
«¡¿Por quién?!».
«¡Por el pueeeblo!».
«¡¿Por quién?!».
«¡Por el paaartido!».
Recuerdo aún las caras en las primeras filas. Como autómatas babeando por un plato de judías del cuartel. Supongo que a esto se reduce el ideal más sublime de la revolución que está en marcha. La voz ascendía hacia el centro de la ciudad desde el hospital, y era silenciada por las sirenas de los automóviles y el grito de los borrachos callejeros, entre los cuales destacaba Jup, «el Joven»: panzudo, un hombre rechoncho que parecía un bollo de repostería. Cuando no tenía aguardiente era como un roedor grasiento y cabreado. No como su padre, Jup «el Viejo»: con su cuerpo diminuto de pájaro, con un anillo de oro en la mano, el pelo peinado con gomina hacia atrás, a la antigua usanza, acicalado con parsimonia y clase, como corresponde a un barón de la botella.
El tipo de la Liga Comunista de Yugoslavia gritaba sus preguntas, cuyas respuestas eran tan irrefutables como la existencia de un segundo cuerno en un unicornio. En su cara, debajo del ojo, tenía tatuada una lágrima añil: la medalla del Correccional de Zenica.
En alguna parte de ese catálogo entre asqueroso y atractivo, irrumpía la canción del gitano ciego, que todos los lunes de finales de los años ochenta solía colocarse de pie con su cara arrugada, su pelo negro y apelmazado, en el mercado de la ciudad, entre una masa que olía a sudor y a queso fresco de vaca.
«¡Almas de la buena caridad, mujeres buenas, camaradas y jóvenes… Caridad, que Dios les dé salud y proteja a sus hijos…!».
De pie, como un Homero de pueblo, apartado a un lado de la calle, cantaba su oración en la que hilaba comunismo e islam a partes iguales. Pronto, por la mañana, su familia lo dejaba allí para que mendigara e hiciera su trabajo; cuando el mercado cerraba, venía a por él, como si se tratara de un robot Sony de piezas oxidadas. Un poco antes de la guerra, Homero se fue al sur con las golondrinas. Juraría que durante cuatro años nadie vio una sola golondrina.
Me sentía como un demonio perverso, alguien a quien le atrae todo aquello que detesta. La misma sensación que podéis tener vosotros al mirar fijamente desde vuestro balcón, con el abismo atrayéndoos y, sin embargo, no llegáis a saltar con serenidad, como sí lo haría el suicida que se estrella contra el aparcamiento que hay delante de su edificio. Tal vez estáis pensando en vuestras propias tripas mientras sujetáis con la mano un largo cuchillo. Pues a ese diablo perverso me refiero yo cuando recuerdo la vida en Yugoslavia y pienso en su desintegración.
Cuatro
No te mareabas al mirar la corriente del río. Si empezabas a hablar de algo, rápidamente perdías el hilo de la conversación, porque el agua te abducía y olvidabas cada una de las palabras que querías pronunciar. Era entonces cuando sonaba la melodía Enjoy the Silence de Depêche Mode. Nos entreteníamos observando el Una: ahora va rápido, ahora va despacio. Su incansable superficie expandía la paz a su alrededor.
Rehuimos la celebración del aniversario de nuestra brigada porque no teníamos tiempo para celebraciones pomposas, con el aliento del viejo régimen abatiéndose aún sobre nosotros como un espíritu viviente, agonizante, como una fábrica en la periferia en la que alguien ya ha comenzado a arrancar el estaño reutilizable. Como los armazones de las fábricas y de las casas serbias, desmanteladas, y sus ladrillos robados hasta el último. ¿Quién se acuerda ahora de todas aquellas extrañas muertes de desgraciados, golpeados por los tejados de hormigón de las casas, mientras, bajo los muros, arrancaban los ladrillos? Desde principios del mes de septiembre de 1995, durante meses, casi un año, pasaba por la ciudad una caravana de tractores, camiones y carros de caballos cargados con el botín de los pueblos de la montaña de la cordillera de Grmeč, en dirección a algún lugar lejano. El ansia por la propiedad ajena es una plaga extraña pero demasiado común.
Así que en el aniversario de nuestra brigada nos reunimos a celebrar muchas cosas que no queríamos llamar por su nombre. Brindamos alegres, a la manera Zen, sin golpear las botellas y sin excesiva efusión. Transitando por nuestros lugares favoritos, en aquel recorrido alcohólico, llegamos, como no, hasta una caravana que vendía bebidas a la sombra de unos ciruelos japoneses. Hasta allí nos condujeron nuestras piernas. La sombra era perfecta, la bebida también, y nuestras historias nos transportaban lejos de la realidad. Después, alguien propuso que entráramos en una sala recién renovada de la Casa de la Cultura, porque nos gustaban los edificios que no habían sido tocados por el fuego, aquellos que tenían un vínculo directo y físico con nuestro pasado. Echamos un vistazo a través de las cortinas pesadas, con brocados, tras las cuales se proyectaban aquellas ilusiones fílmicas. Donde el dolor de King Kong, debido al amor imposible por una mujer, se podía sentir en el aire húmedo, acompañado de suspiros y lágrimas.
Desconozco la razón por la que el faquir me eligió a mí de entre nosotros tres. Acababa de recostarme en una silla de cuero, en medio de la sala de cine vacía del Centro de la Cultura. No tenía ningún rasgo que destacara, aparte de la cicatriz que recorría en diagonal mi cara.
Esas noches actuaba el circo volador Ramayana de la India. El hipnotizador tenía ensayo general y necesitaba un conejillo de indias para la representación. Fue entonces cuando aparecí yo: amago de poeta y veterano de nuestra querida guerra. El recuerdo más claro que tenía de este cine se remontaba a los años setenta, cuando dimos la bienvenida a los magos italianos. Éstos jugaron con cobras, perforaron con una espada a una mujer liliputiense recluida en una caja de madera, que luego salía viva y feliz después de la estacada, con un traje de baño, frente a una audiencia crédula y entusiasta. Hicieron milagros, unos mayores y otros menores. Había también sesiones de hipnosis durante las cuales un niño trepaba por una cuerda, o bien un faquir le partía el cuerpo con un machete y ponía sus partes en una cesta para, después, devolverlo de una sola pieza.
Antes de la guerra el cine podía albergar a setecientos espectadores en butacas reclinables. Cuando proyectaban King Kong, Godzilla o a Bruce Lee, la gente se llegaba a sentar en el suelo. Pero ahora no podía distinguir dónde se hallaba la entrada principal, ni el palco, que tenía una pesada cortina de brocado. Fuera nos quedaba el sol, y los pájaros cantando en los álamos y en el exuberante follaje del nogal negro. Me trajeron hasta aquí engañado dos conocidos con el pretexto de enseñarme la sala renovada del cine; cuando, en realidad, sólo esperaban ver animales de circo y, especialmente, la danza de los monos ebrios.
«Hace poco, creo que en algún momento después de la guerra, en Bania Luka, se organizó un espectáculo de circo en un estadio de fútbol. Me lo contó un individuo que estuvo allí. Dijo que vio a un hombre, un mago, con un mono joven encadenado, un babuino o era como un babuino, no lo sabía exactamente. El mago comenzó a mover la cadena y el mono a hacer cabriolas, a lanzarse hacia arriba desde el suelo y a volar en círculos sobre la cabeza del mago delante de cinco mil personas, y ¿sabes lo que hizo el mono?».
«No, ¿qué?», pregunté al chico.
«Se agarró tanto a la cadena como pudo, como si fuera un enano», se rio, nervioso, con risa de fumador.
Pasamos por una entrada lateral, llevábamos unas botellas de cerveza y nos encontramos a un faquir con una antorcha en la mano. Nos resultaba incómodo estar delante de ese hombre barbudo, con su larga túnica, que nos miraba fijamente, como si nos estuviera esperando. No parecía sorprendido por nuestra presencia. Charlamos sobre la autenticidad de la hipnosis masiva, después de lo cual, el faquir, estiró su dedo hacia mí, apagó la antorcha y se desvaneció en una oscuridad total. Mi corazón comenzó a latir como un tambor. Siempre me han gustados los desafíos. Cuanto más extravagantes, mejor.
La luz escapó con su usual velocidad por una estrecha hendidura de la puerta —también se esfumaron mis colegas—. Sólo había una silla y me dejé caer sobre ella. Luego, un foco de luz alumbró el escenario y empujé mi botella de cerveza bajo la silla. Estaba satisfecho de cómo había dominado la situación. Utile et dulce, diría Horacio. Probablemente fue la primera vez en mi vida que valió la pena tener una cicatriz en la cara. Si con ella atraía a las mujeres neuróticas y desvariadas, y a la mitad de los hombres locos ¿era porque yo también era así, rotulado por una sombra desfigurada, marcado por un pedazo de aureola tenebrosa sobre mi cabeza? La respuesta era sí. Y ese magnetismo no era exactamente una bendición. Pero la cicatriz fue el billete con el que pagué el espectáculo.
Sabed que el vínculo entre el antes y el después de la guerra se rompió y que esa discontinuidad deberá ser remediada. Tendré que convertirme en un viajero en el tiempo y volver al pasado: volar sobre la guerra, aunque sea imposible, y superar así mi propia tortura. Encontrar la cinta del tiempo y conectarme con el momento presente. Porque ansío ser un todo, aunque sólo sea en la memoria.
Cinco
En ese momento la niebla ascendió hasta mis rodillas. El hipnotizador dio un paso hacia el escenario, llevaba un turbante del que salían serpientes adormecidas y sibilantes. Detrás de él, el viento, que procedía de los altavoces apilados verticalmente, acariciaba en su recorrido el suelo yermo. Creí escuchar el rugido eléctrico de aquellos pequeños elefantes de felpa que recordaba haber oído alguna vez en las calles de Sarajevo, donde los comerciantes callejeros se los vendían a la muchedumbre animada.
Nuestro tiempo se desvaneció, pensé por un momento, mientras mi mirada descendía desde el techo del edificio hasta el muro de debajo del escenario, donde estaban escritas unas letras con el lema sagrado de Tito, el pueblo, el partido, proclamando vida eterna a todos. ¿Cómo podía pensar en el pasado si no era como en algo inexistente, si no tenía ninguna foto de antes de la guerra? Cerré los ojos y en la parte interior de mis párpados me puse el genial videoclip de Wonderful Life del grupo Black. Aportaré ese videoclip como la última prueba de que en el pasado tuve un mundo íntimo, aunque alguna vez pensara que lo que estaba haciendo en realidad era fabricar yo mismo mis propios recuerdos.
Los sonidos del viento se alejaron con lentitud, amortiguados por el rechinar de un disco que hipnóticamente repetía una única melodía, el mismo sonido una y otra vez. Me encontraba inmerso en algún tipo de exploración imaginativa.
No need to run and hide
it’s wonderful, wonderful life…
El hipnotizador iba diciendo números, y yo desglosaba mi tsunami de pensamientos en una lista de ideas repletas de sentidos; cada una de ellas se convertía en una confesión.
La música era insólita. Normalmente la hipnosis se induce con una banda sonora relajada. El faquir de barba blanca estaba de pie sobre el escenario, sobre un círculo luminoso, recto como un palo. Sus ojos eran grises y fríos, su rostro tan turbio como el barro. Terminando la cuenta atrás, me dijo en un bosnio quebrado:
«Ahora volverás al pasado, a tu infancia. Tu mente es serena pero enérgica».
«¿Cuántos años tienes?».
«Trece», respondí.
«¿Estás seguro?».
«Lo estoy, tengo trece años y en este instante salgo a pescar. Llevo botas de goma, una caña en la mano y en los hombros una bolsa de pescador. Las cañas huelen a baba de pez. Hay tantos peces que no se pueden contar. Esta sensación sólo es comparable con la del millonario acariciando su fortuna; nunca hay suficiente. Compruebo el aparejo con boya. Tiene que estar lleno de agua hasta la mitad y pongo grasa en las moscas artificiales para que se mantengan en la superficie. Hago todo el recorrido hasta la otra orilla y la boya cae en la tierra arenosa cubierta de hierba mojada. Parece como si la boya se hubiera dejado caer sobre una almohada verde. Con tranquilidad lanzo la boya hacia el agua, porque a uno o dos metros corriente abajo, me espera una trucha de unos treinta centímetros, cuando el promedio es de veinticuatro centímetros. Siento que esta lucha durará tiempo. Con la punta de la caña despliego el sedal con las moscas atadas a él y le doy un pellizco a la última mosca. Está predestinada para la trucha. La miro y no respiro. El pez se eleva al instante hacia la superficie, desaparece la mosca y emerge una burbuja en el agua, mientras que yo, como si desenfundara una pistola, agarro la empuñadura de la caña que está junto a mi cadera derecha y tiro del anzuelo con la mosca para arrastrarlo por la hierba hasta mis pies. Todo ocurre tan rápido que sólo veo su vientre blanco, mientras intenta atrapar la mosca con la boca. Tengo que calmarme y tirar del pez hacia la almohada verde. Debo hacer todo el recorrido de nuevo. Estoy tan entusiasmado que no me he dado cuenta de que en lo alto de la orilla la gente está chismorreando sobre nosotros: sobre el pez y sobre mí…».
La niebla artificial me tragaba con la velocidad de una hormiga. Me hundía en el tiempo como si fuera en la arena movediza. Enterrándome en la negrura brillante y el limo de color rosa, vislumbrando por debajo de las piernas cómo las casas crecían desde la tierra, mientras salían espirales que se retorcían desde las chimeneas, señal de que la vida echaba raíces en el Una. En el parque de la ciudad los troncos de los árboles eran delgados. La ciudad había sido inaugurada. No sé quién se acercaba más a quién. Si yo a la ciudad o ella a mí, pero en todas partes, hacia donde me volviera, la ciudad se encontraba al alcance de mi mano. Podía cambiar los años y las décadas, tal como quisiera.
Vi la casa de mi abuela Emina y supe que justo aquí tenía que detenerme. Comienza el viaje y desde aquí todo circulará, ya que esta travesía nunca terminará. La niebla me vistió de los pies a la nuca, deteniéndose a la altura de mi cuello vuelto. Soy como el interruptor de un instrumento que sirve para descifrar la vida de las personas. Sólo tengo que ser activado. Soy un dispositivo de naturaleza binocular, un tubo con lentes de aumento, atravesado por una orquídea de cuello largo. Y a través de la trompeta lanzaré mis historias. Contaré todo, incluso todo aquello que el faquir no me pregunte.
[1] Nota de traductor: carne cocida en forma de salchicha.