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Akal / Básica de Bolsillo / 191

Serie negra

Chester Himes

Por amor a Imabelle

Traducción: María Dolores Ábalos

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Por el amor de la sensual y pícara Imabelle, Jackson pierde los ahorros de toda su vida al dárselos a un confidente de la Policía que «sabe» convertir billetes de diez dólares en billetes de cien; luego robará a su jefe para perder posteriormente el dinero en una sala de juego. Por fortuna para él, Jackson tiene un hermano gemelo bastante avispado, Goldy, quien, disfrazado de hermanita de la caridad, se gana la vida en Harlem vendiendo entradas para el Cielo. Ahora toca zanjar las deudas…

Chester Himes nació en 1909 en el seno de una familia afroamericana de clase media. Familiarizado con el mundo delictivo, empezó a escribir relatos cortos en la cárcel. Su primera novela se publicó en 1945. Ya convertido en un escritor de éxito, y huyendo del racismo de EEUU, se mudó a París y después a Almería, donde murió en 1984.

«Himes es a Harlem lo que Raymond Chandler a Los Ángeles.»

Newsweek

Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

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Título original

A rage in Harlem

© Chester Himes 1957, 1985

© Ediciones Akal, S. A., 2009

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3759-0

Nota a la traducción

Con objeto de mejorar la comprensión de la novela por parte del lector, ofrecemos aquí una lista de los apodos que aparecen en ella junto con una traducción aproximada de sus significados:

Stack of Dollars: Fajo de Dólares

Abie the Jew: Abie el Judío

Red Horse: Caballo Rojo

Four-Four: Cuatro-Cuatro

Coots: Focha. Además, en un registro informal, esta palabra designa a un hombre viejo y supersticioso.

Sweet Wine: Vino Dulce

Rock Candy: Terrón de Azúcar

Chink: El Chino

Beauty: El Guaperas

Gold Dust Twins: Gemelos de Polvo de Oro

Father Divine: Padre Divino

Big Kathy: Kathy la Grande

Lady Gypsy : Lady Gitana

Mother Goose: Mamá Oca

Coffin Ed Johnson: Atáud Ed Johnson

Gavre Digger Jones: Sepulturero Jones

Slim: Flaco

Beau Diddley: Diddley el Guaperas

1

Hank contó el fajo de dinero. Había muchísima pasta: ciento cincuenta billetes nuevecitos de diez dólares. Sus ojos amarillos escrutaron fríamente a Jackson.

—Así que me das quince de cien, ¿no?

Le gustaba hacer las cosas bien hechas. Estaban allí estrictamente de negocios.

Era un tipo bajito y atildado, con la cara morena y llena de manchas y el pelo ralo pero bien arreglado. Parecía muy metido en negocios.

—En efecto –dijo Jackson–. Mil quinientos dólares.

Jackson también estaba allí estrictamente de negocios.

Jackson era un negro gordinflón con unas encías moradas y unos dientes blancos como perlas que parecían hechos para reír. Pero Jackson no se reía. Aquello era demasiado serio como para que Jackson se riera. Tenía sólo veinti­­ocho años, pero la gravedad del negocio parecía cargarle con diez más.

—De modo que quieres que te los convierta en quince de los grandes, ¿no? –se aseguró Hank.

—Exacto –dijo Jackson–. Quince mil dólares.

Procuraba parecer contento, pero se le notaba asustado. Le corría el sudor por los cabellos cortos y ensortijados. Su rostro negro y redondo relucía como una bola de billar.

—Mi comisión será del diez por cierto, quince de cien, ¿vale?

—Vale. Te pagaré mil quinientos dólares por el trabajito.

—A mí me tienes que dar el cinco por ciento por mis servicios –dijo Jodie–. Eso hace un total de setecientos cincuenta, ¿hecho?

Jodie era un rudo obrero de mediana estatura, con una tez curtida de color terroso; un muchacho musculoso vestido con chupa de cuero y pantalones de soldado raso. Tenía una mata de pelo larga y tupida que llevaba alisada y cobriza por las puntas, pero negra y greñuda por la raíz. No se lo había cortado desde Nochevieja y ya estaban a mediados de febrero. Bastaba echarle un vistazo para saber que era un tipo anodino.

—Hecho –dijo Jackson–. Recibirás setecientos cincuenta por tus servicios.

Al fin y al cabo, Jodie era el que había conseguido que Hank le fabricara tanta pasta.

—Yo me quedo con el resto –dijo Imabelle.

Los demás se echaron a reír.

Imabelle era la chica de Jackson. Una joven de labios carnosos, cuerpo ardiente y piel canela, con unos pícaros ojos castaños moteados y unas amplias caderas que meneaba como sólo sabe hacerlo alguien que ha nacido únicamente para el amor. Jackson estaba tan loco por ella como un alce en celo.

Se hallaban todos sentados alrededor de la mesa de la cocina. La ventana daba a la calle 142. La nieve caía sobre los helados montones de basura que se extendían como diques a lo largo de las cunetas hasta donde alcanzaba la vista.

Jackson e Imabelle vivían en un cuartucho al final del pasillo. Su patrona se había ido a trabajar y los demás inquilinos estaban ausentes. Tenían el piso para ellos solos.

Hank iba a convertir los ciento cincuenta billetes de diez dólares en ciento cincuenta billetes de cien.

Jackson observaba cómo Hank enrollaba cuidadosamente cada billete dentro de una hoja de papel químico, cómo luego introducía el rollo en un tubo de cartón parecido a un petardo y cómo, a continuación, metía los tubos en el horno de la nueva cocina de gas.

Jackson tenía los ojos irritados de desconfianza.

—¿Estás seguro de que usas papel del bueno?

—¡Cómo no lo voy a saber, si lo hago yo mismo! –dijo Hank.

Hank era el único tío del mundo que poseía la fórmula para tratar químicamente el papel de modo que aumentara el valor del dinero. Se la había inventado él mismo.

Aun así, Jackson no quitaba ojo al menor movimiento de Hank. Hasta le escudriñó la nuca cuando Hank se volvió para meter el dinero en el horno.

—No te preocupes tanto, cielo –dijo Imabelle, pasándole el brazo de piel aterciopelada y color canela por su hombro revestido de negro–. Sabes que no puede fallar. Ya se lo has visto hacer antes.

Desde luego que Jackson se lo había visto hacer con anterioridad. Hank le había hecho una demostración dos días antes. Había convertido uno de diez en uno de cien ante los propios ojos de Jackson. Luego éste había llevado el billete de cien al banco. Le había contado al cajero que lo había ganado a los dados y le había preguntado si era bueno. El empleado le había dicho que era tan bueno como si lo hubieran hecho en la Casa de la Moneda. Entonces Hank cambió el billete de cien y le devolvió sus diez a Jackson. De manera que Jackson sabía que Hank podía hacerlo.

Pero esta vez se la jugaba en serio.

Ése era todo el dinero que Jackson tenía en el mundo. Toda la pasta que había ahorrado en los cinco años que había trabajado para el señor H. Exodus Clay, el director de la funeraria. Y le había costado lo suyo. Conducía la limusina en los funerales, cargaba con el muerto en el coche fúnebre, limpiaba la capilla, lavaba los cadáveres, barría el cuarto de embalsamar y acarreaba cubos de basura llenos de sangre coagulada, restos de carne y tripas putrefactas.

Todo el dinero que pudo arrancarle al señor Clay como anticipo de su sueldo. Todo el dinero que le dejaron prestado sus amigos. Había empeñado sus mejores ropas, el reloj de oro, el alfiler de corbata imitando un diamante y el anillo de sello de oro que había encontrado en el bolsillo de un muerto. Jackson no quería tener ningún contratiempo.

—No estoy preocupado –dijo Jackson–. Sólo un poco nervioso, nada más. No me gustaría que nos pillaran.

—¿Cómo nos van a pillar, cielo? Nadie tiene ni idea de lo que estamos haciendo aquí.

Hank cerró la puerta del horno y encendió el gas.

—Jackson, ahora te voy a convertir en un ricachón.

—Dios te oiga. Amén –dijo Jackson santiguándose.

No era católico. Era anabaptista, miembro de la Primera Iglesia Anabaptista de Harlem. Pero era un joven muy religioso. En cuanto algo le preocupaba, se santiguaba para ponerse a salvo.

—Siéntate, cielo –dijo Imabelle–. Te tiemblan las rodillas.

Jackson se sentó junto a la mesa y clavó la vista en el horno. Imabelle se quedó de pie a su lado, le cogió la cabeza y la atrajo hacia su pecho. Hank consultó la hora en su reloj. Jodie permaneció apartado, con la boca abierta de par en par.

—¿Falta mucho? –preguntó Jackson.

—Apenas un minuto –dijo Hank.

Fue al fregadero a beber un vaso de agua.

—¿No ha pasado ya el minuto? –preguntó Jackson.

En ese mismo instante el horno explotó con tal fuerza que la puerta quedó desvencijada.

—¡Maldita sea mi estampa! –gritó Jackson, saltando de la silla como si se le hubiera quemado la culera de los pantalones.

—¡Cuidado, cielo! –exclamó Imabelle, y se abrazó a Jackson con tanta fuerza que lo tiró al suelo, donde quedó tendido boca arriba.

—¡Quietos en nombre de la ley! –gritó una voz desconocida.

Un negro alto y flaco, con el gesto ceñudo propio de la pasma, irrumpió en la cocina. Llevaba una pistola en la mano derecha y una placa dorada en la izquierda.

—Inspector de la Policía Federal. Al primero que se mueva, me lo cargo.

Parecía hablar en serio.

La cocina se había llenado de humo y apestaba a pólvora negra. Del horno emanaba gas. Los chamuscados cilindros de cartón, tras haberse cocido en el horno, se esparcían ahora por el suelo.

—¡Es la pasma! –exclamó Imabelle.

—¡Ya lo he oído! –chilló Jackson.

—¡A por él! –vociferó Jodie.

Empujó al inspector contra la mesa y salió disparado hacia la puerta. Como Hank se le había adelantado, Jodie chocó contra la espalda de Hank. El inspector cayó de bruces sobre la mesa.

—¡Corre, cielo! –dijo Imabelle.

—No me esperes –le contestó Jackson.

Estaba a gatas, haciendo todo lo posible por ponerse de pie. Pero con las prisas, Imabelle tropezó con él y volvió a derribarlo mientras se precipitaba hacia la puerta.

Para cuando el inspector logró incorporarse, ya se habían escapado los tres.

—¡Tú no te muevas! –le gritó a Jackson.

—Pero si no me muevo, inspector.

Cuando el inspector notó que al fin pisaba firme, tiró de Jackson hasta levantarlo y le puso las esposas en las muñecas.

—No te hagas el gracioso, que te van a caer diez años por esto.

Jackson adquirió la tonalidad gris de un acorazado.

—Yo no he hecho nada, inspector. A Dios juro.

Jackson había ido a un colegio del sur para negros, pero cada vez que se ponía nervioso o se asustaba, empezaba a hablar en su dialecto nativo.

—Siéntate y cierra el pico –le ordenó el inspector.

Luego cortó el gas y se puso a recoger los tubos de cartón para usarlos como prueba. Abrió uno, sacó un billete nuevo de cien dólares y lo examinó al trasluz.

—Antes era de diez. Todavía se ven las marcas.

Jackson hizo amago de sentarse, pero frenó en seco y empezó a suplicar.

—Yo no he sido el que lo ha hecho, inspector. Lo juro por Dios. Han sido esos dos tíos que se han largado. Yo lo único que hice fue entrar en la cocina a beber agua.

—No me mientas, Jackson. Te conozco. Os he pillado con las manos en la masa. Llevo días siguiéndoos la pista a los tres falsificadores.

Tan asustado se sentía Jackson, que las lágrimas se le agolparon en los ojos.

—Oiga, inspector, le juro por Dios que no tengo nada que ver con esto. Ni siquiera sé cómo se hace. El falsificador es Hank, el bajito que se ha escapado. Es el único que entiende de papeles.

—No te preocupes por ellos, Jackson. También a ellos los pienso trincar. Pero a ti ya te tengo, y ahora mismo te voy a llevar a chirona. Te lo advierto: cualquier cosa que digas puede ser utilizada en tu contra en el juicio.

Jackson resbaló de la silla y cayó de rodillas.

—Déjeme marchar por esta vez, inspector –suplicó, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas–. Aunque sólo sea por esta vez, inspector. Nunca en la vida me han arrestado. Soy una persona honesta que va a misa. Confieso que le pasé el dinero a Hank para que aumentara su valor, pero es él quien ha infringido la ley, no yo. Sólo he hecho lo que haría cualquiera en mi lugar si tuviera la oportunidad de ganar un montón de dinero.

—Levántate, Jackson, y acepta el castigo como un hombre –dijo el inspector–. Eres igual de culpable que los demás. Si no le hubieras pasado esos billetes de diez, Hank no habría podido convertirlos en billetes de cien.

Jackson ya se veía cumpliendo diez años de condena en prisión. Diez años alejado de Imabelle. Sólo llevaba once meses con Imabelle, pero no podía vivir sin ella. Tenía el propósito de casarse con ella en cuanto se divorciara de ese hombre del sur con el que aún seguía casada. Si tenía que pasar diez años en la cárcel, para entonces ella tendría otro hombre y se habría olvidado por completo de él. Saldría de prisión hecho un vejestorio, con treinta y ocho años, reseco. Nadie querría darle trabajo. Ninguna mujer le haría caso. Acabaría hecho un pordiosero famélico, mendigando por las calles de Harlem, durmiendo en los portales y bebiendo aguardiente barato para entrar en calor. Mamá Jackson no había criado a su hijo para eso, no se había sacrificado mandándole a un colegio de negros para verle convertido en un presidiario. Tenía que impedir a toda costa que el inspector le encarcelara.

Se abrazó a las piernas del policía.

—Apiádese de un pobre pecador, señor. Ya sé que he obrado mal, pero no soy un criminal. Lo único que pasó fue que me embaucaron para que me metiera en esto. Mi chica quería un abrigo nuevo; además, nos gustaría tener un piso para nosotros solos y quizá hasta comprarnos un coche. Sencillamente caí en la tentación. Usted es un hombre de color como yo; debería entenderlo. ¿De dónde vamos a sacar dinero los pobres negros?

El inspector tiró de Jackson para que se pusiera de pie.

—¡Santo Cielo! Recupera la calma, tío. Anda, bebe agua. ¿Acaso te crees que soy Jesucristo?

Jackson se acercó al fregadero y bebió un vaso de agua. Lloraba como un niño.

—Podría tener un poco de piedad –dijo–. Sólo una pizca de compasión humana. Ya he perdido todo mi dinero por meterme en este lío. ¿No he recibido ya bastante castigo? ¿He de ir encima a la cárcel?

—Jackson, no eres el primero al que detengo por un delito. Supón que dejo a todos en libertad. ¿Qué sería de mí entonces? Me echarían del trabajo. Pasaría hambre y penalidades. Pronto estaría al otro lado de la ley, convertido en un criminal.

Jackson contempló la cara morena y de facciones duras del inspector, su mirada sucia y mezquina. Sabía que ese hombre no tenía compasión. Pensó que en cuanto la gente de color se ponía del lado de la ley, se olvidaba de lo que era la caridad cristiana.

—Inspector, si me suelta le daré doscientos dólares –ofreció.

El inspector miró la cara sudorosa de Jackson.

—No debería hacer esto, Jackson. Pero me doy cuenta de que eres un hombre honrado al que una mujer ha llevado por el mal camino. Y puesto que eres negro como yo, por esta vez te voy a soltar. Dame esos doscientos pavos, y eres hombre libre.

La única manera que tenía Jackson de conseguir doscientos dólares desde este lado de la tumba era robárselos a su jefe. El señor Clay siempre guardaba dos mil o tres mil dólares en la caja fuerte. Nada le resultaba a Jackson más penoso que tener que robarle al señor Clay. Jamás en su vida había robado dinero a nadie. Era un hombre honrado. Pero en este caso no veía otra solución.

—No los llevo encima. Los tengo en la funeraria, donde trabajo.

—Bueno, si no queda más remedio, te llevaré en mi coche, Jackson. Pero tienes que darme tu palabra de honor de que no intentarás escapar.

—No soy un criminal –protestó Jackson–. No intentaré escaparme, lo juro por Dios. Sólo entraré un momento, cogeré el dinero y se lo entregaré.

El inspector quitó las esposas a Jackson y le hizo una seña para que se pusiera en marcha. Bajaron cuatro pisos por las escaleras y salieron por el portal de la casa de apartamentos, que daba a la Octava Avenida.

El inspector señaló un Ford negro bastante destartalado.

—Como verás, yo también soy pobre, Jackson.

—Sí, señor; pero usted no es tan pobre como yo, porque yo no es que no tenga nada, sino que tengo menos que nada.

—Ya es demasiado tarde para lamentarte, Jackson.

Subieron al coche, se dirigieron al sur de la calle 134, giraron al este doblando la esquina de Lenox Avenue y aparcaron enfrente de H. Exodus Clay, Pompas Fúnebres.

Jackson se apeó y subió sin hacer ruido los altos escalones de piedra cubiertos de hule rojo. Era una casa antigua de piedra con una puerta de cristal tras la que colgaba una cortina. Entró y escrutó la penumbra de la capilla, donde había tres cadáveres expuestos dentro de unos ataúdes abiertos.

Smitty, el otro chófer, estaba abrazando silenciosamente a una mujer tendida sobre un banco forrado de terciopelo rojo, similar a los que sostenían los ataúdes. No oyó entrar a Jackson.

Jackson pasó de puntillas, recorrió el pasillo hasta el fondo y abrió el armario de las escobas. Cogió un trapo de polvo y un escobón y regresó de puntillas al despacho que daba a la fachada.

A esa hora de la tarde, cuando no había ningún funeral, el señor Clay se echaba la siesta en el sofá de su despacho. Marcus, el embalsamador, se quedaba de guardia. Pero Marcus siempre se dejaba caer por el Small’s Bar, en el cruce de la calle 135 y la Séptima Avenida.

Jackson abrió sigilosamente la puerta del despacho del señor Clay, entró de puntillas, dejó el escobón apoyado en la pared y se puso a quitar el polvo de la pequeña caja de caudales que había en un rincón, al lado de un anticuado escritorio de persiana. La puerta de la caja fuerte estaba cerrada, pero no con llave.

A su lado, mirando hacia la pared, estaba tumbado el señor Clay. Parecía escapado de algún museo, allí tendido a la tenue luz de una lámpara de pie que había junto a la ventana de la fachada y que estaba permanentemente encendida.

Era un hombre menudo y entrado en años, de piel apergaminada, ojos castaños descoloridos y una larga y desgreñada melena gris. Su atuendo habitual era un frac, un chaleco cruzado de color gris paloma, pantalones a rayas, cuello de puntas, corbata negra adornada con un alfiler gris perla y unos quevedos prendidos del chaleco con un largo cordón negro.

—¿Eres tú, Marcus? –preguntó de repente sin volverse.

Jackson se estremeció.

—No, señor; soy yo, Jackson.

—¿Qué estás haciendo aquí, Jackson?

—Bah, nada, quitando un poco el polvo, señor Clay –dijo Jackson mientras abría con cuidado la puerta de la caja fuerte.

—Creí que librabas esta tarde.

—Sí, señor. Pero me he acordado de que la familia Wil­liams va a venir esta noche a ver los restos del señor Williams, y he pensado que a usted le gustaría que todo estuviera impecable cuando lleguen.

—Tampoco te pases, Jackson –dijo el señor Clay somnoliento–. No tengo intención de subirte el sueldo.

Jackson se esforzó por reír.

—Qué cosas tiene usted, señor Clay. De todas formas, mi chica no está en casa. Ha ido a hacer una visita.

Sin dejar de hablar, Jackson abrió la puerta interior de la caja de caudales.

—Ya me imaginaba que ése era el problema –murmuró el señor Clay.

Dentro del cajón del dinero había un montón de billetes de veinte dólares agrupados en fajos de cien.

—Ja, ja, qué cosas se le ocurren, señor Clay –dijo Jackson mientras sacaba cinco fajos y se los guardaba en el bolsillo lateral del pantalón.

Al cerrar las dos puertas de la caja fuerte, hizo ruido con el palo del escobón.

—Señor, te ruego que me perdones, pero es un caso de emergencia –dijo para sus adentros, y luego alzó la voz–: Voy a limpiar la escalera.

El señor Clay no respondió.

Jackson se dirigió de puntillas al armario de las escobas, dejó el trapo y el escobón y, silenciosamente, regresó otra vez de puntillas hacia la puerta de entrada. Smitty y la mujer seguían gozando de la vida.

Jackson salió sin hacer ruido, bajó las escaleras y fue al coche del inspector. Se sacó del bolsillo dos de los fajos de cien dólares y se los pasó al inspector por la ventanilla bajada.

El inspector los cogió, los escondió entre sus piernas y los fue contando. Luego hizo un gesto de asentimiento y los guardó en el bolsillo interior del abrigo.

—Espero que te sirva de lección, Jackson –dijo–. Los delitos se pagan.

2

En cuanto se marchó el inspector, Jackson echó a correr. Sabía que lo primero que haría el señor Clay al despertarse sería contar el dinero. No porque sospechara de que alguien pudiera robarle. Siempre había algún empleado de guardia. Era sólo una costumbre. El señor Clay contaba el dinero cuando se iba a dormir, cuando se despertaba, cuando abría la caja fuerte y cuando la cerraba. Si no estaba ocupado, lo contaba quince o veinte veces al día.

Jackson sabía que el señor Clay, cuando viera que habían desaparecido los quinientos dólares, empezaría a preguntar al personal. No llamaría a la Policía hasta asegurarse de quién le había robado el dinero. Porque el señor Clay creía en fantasmas. El señor Clay sabía a ciencia cierta que si los fantasmas se proponían recuperar el dinero que él había timado a sus parientes, acabaría en un asilo para pobres.

Jackson sabía que el señor Clay, como primera medida, iría a buscarle a su casa.

El tiempo apremiaba y Jackson tenía prisa, pero no miedo. Si el Señor le concedía el tiempo suficiente para localizar a Hank y convencerle de que convirtiera los trescientos en tres mil, podría volver a meter el dinero en la caja fuerte antes de que el señor Clay empezara a sospechar de él.

Pero antes tenía que cambiar los billetes de veinte dólares por billetes de diez. Hank no podía engordar los de veinte porque sencillamente no existía nada parecido a un billete de doscientos dólares.

Bajó a todo correr por la Séptima Avenida y se metió en el Small’s Bar. Marcus le vio nada más entrar. Como no quería que Marcus le viera cambiando el dinero, entró por una puerta y salió por otra. Siguió corriendo hasta el Red Roos­ter, donde sólo tenían dieciséis billetes de diez en la caja. Jackson los cogió y se dispuso a marcharse, pero un cliente le detuvo y le cambió el resto.

Jackson dejó atrás la Séptima Avenida y bajó por la calle 142 hacia su casa. Mientras se deslizaba y resbalaba por las húmedas y heladas aceras, cayó en la cuenta de que no sabía dónde encontrar a Hank. Imabelle había conocido a Jodie en el apartamento que su hermana ocupaba en el Bronx.

La hermana de Imabelle, Margie, le había contado a Imabelle que Jodie conocía a un tipo que sabía fabricar pasta. Entonces Imabelle había intercedido para que Jodie hablara del asunto con Jackson. Y cuando Jackson dijo que estaba dispuesto a probar, fue Jodie quien se encargó de ponerle en contacto con Hank.

Jackson estaba seguro de que Imabelle sabría dónde encontrar a Jodie, a falta de Hank. La única pega era que no sabía dónde estaba Imabelle.

Se detuvo en la acera de enfrente y alzó la vista hacia la ventana de la cocina para ver si había luz. Estaba a oscuras. Intentó recordar si fue él o el inspector quien había apagado la luz. De todos modos, daba igual. Si la patrona hubiera regresado del trabajo, seguro que estaría en la cocina armando un escándalo de mil demonios.

Jackson rodeó la casa de apartamentos hasta llegar a la fachada y subió los cuatro pisos por la escalera. Al llegar a la puerta de su casa, se paró a escuchar. Dentro no se oía nada. Abrió la puerta con llave y entró sigilosamente. No parecía que hubiera nadie. Fue de puntillas a su habitación y se encerró. Imabelle no había vuelto todavía.

No estaba preocupado por ella. Imabelle sabía cuidar de sí misma. Pero el tiempo apremiaba.

Mientras decidía si quedarse allí o salir a buscarla, oyó que alguien abría la puerta de entrada. Alguien entraba en el recibidor y cerraba la puerta con llave. Oyó pasos que se acercaban. Alguien abrió la puerta del pasillo.

—Claude –dijo una voz crispada de mujer.

No hubo respuesta. Los pasos recorrieron el pasillo. La mujer abrió la puerta de enfrente.

—Señor Canefield.

La patrona estaba pasando lista.

—Que Dios hiciera una mujer tan mala como ésa… –murmuró Jackson–. Seguro que la hizo por equivocación.

Otra vez se oyeron pasos. Jackson se metió a todo correr debajo de la cama con el abrigo y el sombrero puestos. Oyó cómo se abría la puerta.

—Jackson.

Jackson la imaginó examinando la habitación. La oyó intentando abrir el gran baúl ropero de Imabelle.

—Siempre tienen cerrado este baúl –se lamentó la patrona para sus adentros–. Tanto él como ella. ¡Viviendo en pecado! Y él aún se proclama cristiano. Si Cristo supiera qué clase de cristianos tiene aquí en Harlem se bajaría de la cruz y empezaría desde el principio.

Jackson oyó que los pasos retrocedían hacia la cocina. Salió de debajo de la cama rodando sobre sí mismo y se incorporó.

—¡Virgen santa! –la oyó gritar–. ¡Alguien me ha reventado la cocina nueva!

Jackson abrió de un tirón la puerta de su habitación, echó a correr por el pasillo y logró salir de la casa antes de que le viera la patrona. En lugar de bajar las escaleras, se precipitó hacia arriba subiendo los peldaños de dos en dos. Nada más llegar al rellano de la planta superior, oyó que la patrona salía al descansillo de su piso persiguiéndole.

—¡Has sido tú, cabrón! –chilló–. ¿Quién eres, Jackson o Claude? ¡Me habéis reventado la cocina!

Jackson salió a la azotea, corrió hasta el edificio colindante, dejó atrás un palomar y por fin encontró la puerta de la escalera, que estaba abierta. Bajó los peldaños rebotando como una pelota, pero al llegar a la entrada se detuvo para explorar el terreno.

La patrona estaba en el portal de la otra casa buscándole con la mirada. Jackson retiró la cabeza antes de que le viera y miró hacia la acera con el rabillo del ojo.

Entonces vio que el Cadillac sedán del señor Clay doblaba la esquina y paraba junto a la acera. Conducía Smitty, el otro chófer. El señor Clay salió del coche y se metió en la casa.

Jackson sabía que estaban buscándole. Rápidamente dio media vuelta, cruzó el vestíbulo y salió por la puerta trasera. Se encontró en un pequeño patio asfaltado, lleno de cubos de basura y desperdicios, cerrado por altos muros de hormigón. Arrimó a la pared un cubo de basura medio lleno y, al encaramarse, perdió el botón central del abrigo. Fue a caer al patio trasero del edificio que daba a la calle 142. Atravesó a todo correr el portal y se encaminó hacia la Séptima Avenida.

En su dirección venía un taxi a velocidad de crucero. Lo paró. Tendría que cambiar un billete de diez dólares, y eso le suponía cien dólares menos, pero de momento no le quedaba otra salida. Tenía que darse prisa.

Al volante iba un muchacho negro. Jackson le dio la dirección de la hermana de Imabelle, en el Bronx. El negro pegó un brusco viraje en mitad de la calle helada, como si estuviera patinando, y salió zumbando como un lunático.

—Voy con prisa –dijo Jackson.

—¿Acaso no me estoy dando prisa, eh? –respondió el chico mirándole por encima del hombro.

—Pero no tengo prisa para ir al Cielo.

—Nadie dice que vayamos al Cielo.

—Eso es lo que me temía.

El muchacho negro no le hizo ni caso. La velocidad le llenaba de poder y le hacía sentirse tan fuerte como Joe Louis. Abrazaba el volante con sus largos brazos y apretaba el acelerador con su enorme pie, mientras pensaba en cómo podría conducir ese maldito taxi DeSoto hasta despegarlo de la puta tierra.

Margie vivía en un piso de Franklin Avenue. Normalmente se tardaba treinta minutos en llegar, pero el chico negro lo hizo en dieciocho, mientras Jackson no paraba de morderse las uñas.

El marido de Margie aún no había vuelto del trabajo. Ella se parecía a Imabelle, pero tenía un aire más resuelto. Cuando llegó Jackson, se estaba alisando el pelo y sus ojos amarillos le lanzaron una mirada de reproche por molestarla. La casa olía a cerdo chamuscado.

—¿Está Imabelle? –preguntó Jackson, secándose el sudor de la cabeza y del rostro y ajustándose el pantalón.

—No, no está. ¿Por qué no has llamado por teléfono?

—No sabía que tuvierais teléfono. ¿Cuándo os lo han puesto?

—Ayer.

—Es que no te he visto de ayer a hoy.

—No, claro que no.

Regresó a la cocina, donde tenía la plancha para el pelo sobre el fuego. Jackson la siguió sin quitarse el abrigo.

—¿Sabes dónde puede estar?

—Dónde puede estar, ¿quién?

—Imabelle.

—¡Ah, ella! ¿Cómo quieres que yo lo sepa si no lo sabes ni tú, que eres el que cuida de ella?

—¿Sabes al menos dónde puedo encontrar a Jodie?

—¿Jodie? ¿Quién es ese tal Jodie?

—No sé su apellido. Es el que os habló a Imabelle y a ti del tío que aumenta el valor del dinero.

—¿Y para qué lo aumenta?

Jackson se iba impacientando.

—Pues para gastarlo, ¿para qué si no? Convierte los billetes de un dólar en billetes de diez dólares, y los de diez dólares en billetes de cien.

Margie apartó la vista de la cocina y se volvió a mirar a Jackson.

—¿Estás borracho o qué? Si lo estás, quiero que te largues de aquí ahora mismo y no vuelvas hasta que se te haya pasado la cogorza.

—No estoy borracho. Tú sí que pareces bebida. Ima­belle conoció a ese tipo aquí, en tu propia casa.

—¿En mi casa? ¿Un hombre que convierte los billetes de diez dólares en billetes de cien? Si yo hubiera conocido a un tipo así, aún lo tendría aquí, encadenado al suelo, haciéndole currar como una bestia todo el día.

—Mira, no estoy para bromas.

—¿Crees que bromeo?

—Me refería al otro, a Jodie. El que conoce al tío que engorda la pasta.

Margie cogió la plancha y empezó a pasársela por el pelo ensortijado y rojizo. De los rizos chamuscados salió una humareda y se oyó un chisporroteo parecido al de las chuletas al freírse.

—¡Maldita sea! ¡Por tu culpa me he quemado el pelo! –despotricó.

—Lo siento, pero esto que te digo es importante.

—¿Quieres decir que mi pelo no es importante?

—No, no quiero decir eso. Quiero decir que necesito encontrarla.

Margie blandió la plancha caliente como si fuera una cachiporra.

—Jackson, ¿quieres hacer el favor de pirarte y dejarme sola? Si Ima te ha contado que conoció en mi casa a alguien llamado Jodie, te ha mentido. Y si a estas alturas no sabes que es una lagarta y una mentirosa, es que eres tonto.

—Ésas no son formas de hablar de tu hermana. No me hace ninguna gracia que hables así de ella.

—¿Quién te ha mandado venir aquí a molestarme, eh? –gritó Margie.

Jackson se puso el sombrero y salió pitando. Empezaba a sentirse acorralado y asustado. Tenía que conseguir que le creciera el dinero antes del día siguiente o, de lo contrario, acabaría en la cárcel. Y no sabía en qué otra parte buscar a Imabelle. La había conocido el año anterior en el baile anual de la funeraria, celebrado en los salones Savoy. Por aquel entonces ella trabajaba para los blancos en el centro y no tenía novio formal. Él empezó a invitarla a salir, pero como aquello resultó ser muy caro, Imabelle se fue a vivir con él.

No tenían amigos íntimos. No había sitio donde ella pudiera haberse escondido. No le gustaba rodearse de gente ni que supieran mucho de ella. Ni siquiera el propio Jackson sabía gran cosa. Sólo que había llegado de algún lugar del sur.

Sin embargo, se hubiera apostado la vida a que ella le era fiel. Estaría asustada por algo que él desconocía. Eso era lo que le tenía preocupado. A lo mejor la había asustado tanto el inspector que había decidido desaparecer dos o tres días. Podría llamar al día siguiente a casa de los blancos para ver si había ido a trabajar. Pero entonces ya sería demasiado tarde. Necesitaba dar con ella enseguida para ponerse en contacto con Hank y que éste le engordara la pasta; de lo contrario, los dos iban a meterse en un buen lío.

Se detuvo en un drugstore[1] y telefoneó a su patrona. Pero antes tapó el auricular con un pañuelo para enmascarar su voz.

—Señora, ¿puedo hablar con Imabelle Perkins?

—Sé quién es usted, Jackson. A mí no me engaña –chilló la patrona al otro lado del teléfono.

—Nadie intenta engañarla, señora. Sólo quería saber si está Imabelle Perkins.

camino del dinero, dama afortunada, días felices, amor verdadero, el sol naciente, oro, plata, diamantes, dólareswhisky.prisión, corredor de la muerte, vuelve cariño, mujer traicionera, montón de piedras, días tenebrososproblemas.

Mientras elegía los números que había detrás de unas fotos ampliadas de Bach y de Beethoven, la chica encargada de las ventas ponía discos de rock-and-roll a demanda y los limpiabotas marcaban el ritmo con sus cepillos. Los pies de Jackson llevaban el compás como si no supieran nada de las aflicciones que sufría la cabeza.

De repente, Jackson empezó a sentirse feliz. Desistió de la esperanza de encontrar a Hank. Dejó de preocuparse por Imabelle. Se sentía capaz de sacar cuatro cuatros seguidos.

—Eh, tío, ¿sabes una cosa? Estoy contentísimo –le dijo a un limpiabotas.

—Estar contento es un preludio de la muerte –dijo el chico.

Jackson depositó su fe en el Señor y se dirigió hacia un garito de juego que había a la vuelta de la esquina, en un piso de la calle 126.

[1] Drugtore: establecimiento donde se venden medicamentos, cosméticos, revistas y alimentos, entre otras cosas. [N. del E.]