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Akal / Básica de Bolsillo / 306

Serie negra

Diego Ameixeiras

matarte lentamente

Traducción: Isabel Soto

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Unos se niegan a asumir su derrota, otros han decidido saltar al vacío. Todos confluyen en un mosaico de vidas que pelean por una verdad o por una venganza. Sobre ellos se ciernen las sombras de una ciudad, Santiago de Compostela, que aquí no es ninguna postal turística. Es miedo cotidiano, rabia y desesperanza. En Matarte lentamente, efectivamente, hay gente que mata o que desearía matar. Quizá porque sus vidas ya han saltado antes por los aires. Una pregunta: ¿Qué tienen en común una detective harta de su pareja, un alcohólico cuyo hijo sufre una grave enfermedad, una adolescente desorientada o una mujer que llega a la ciudad con el estómago lleno de cocaína? Una respuesta: su intemperie.

Diego Ameixeiras (Lausana, Suiza, 1976) es periodista, guionista y escritor en lengua gallega. Desde 2004, su trayectoria lo ha convertido en uno de los autores más conocidos y renovadores del género negro en Galicia. Dime algo sucio (Pulp Books, 2010), su primera novela traducida al castellano, recibió el Premio Especial de la Semana Negra de Gijón y fue recibida con excelentes críticas. En la actualidad escribe en La Voz de Galicia.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Nota editorial:

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© Ediciones Akal, S. A., 2015

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4252-5

1

La mujer más respetable del edificio regresa a casa en taxi tras una comida de empresa que ha resultado ser menos aburrida de lo esperado. Observa el paisaje urbano a través de la ventanilla y sonríe. Le ha sorprendido la extrema locuacidad del administrador, por lo general poco comunicativo. Ha hablado más de la cuenta, volviendo sobre lugares comunes bastante conocidos por todos, fingiendo ser un hombre divertido y sin preo­cupaciones. Incluso diría que en algún momento se ha atrevido a coquetear con ella, a pesar de que ambos están felizmente casados (como recogen las páginas de vida social de un periódico de la ciudad). Así que prefiere pensar que todo debe reducirse a una simple anécdota, aunque siempre sea agradable sentirse deseada de esa forma. Pobre desgraciado, el administrador. Por más que lo intenta no puede disimularlo. Sus ojos oscuros visten el traje negro de los entierros. Esa mirada turbia, tan insatisfecha, destila demasiado rencor. Su sonrisa presuntuosa esconde el llanto autómata de un niño. Cada vez que suelta una carcajada, se escucha el húmedo farfullar de los ahogados antes de conocer la muerte entre los dedos del estrangulador.

Mientras el taxista detiene el vehículo en la entrada de la rotonda por la que se accede a la urbanización, la mujer vuelve a hacer una llamada telefónica. De nuevo salta la voz de su marido atrapada en el contestador automático. Suspira. Le gustaría encontrarlo en casa, prolongar juntos la sobremesa, pasar una tarde libre sin obligaciones de ningún tipo. Pero tendrá que esperar al fin de semana. Dos días en la vivienda que acaban de comprar muy cerca de la playa, situada en una aldea en la que sobreviven media docena de vecinos. Un lugar triste y deprimente durante el invierno, pero muy relajante cuando llegan los primeros atardeceres luminosos de la primavera. Allí disfrutan de la serenidad terapéutica del mar. De los largos paseos por el monte. De una cena íntima en algún restaurante próximo.

La mujer más respetable del edificio se ha preparado su infusión de todas las tardes: rooibos con especias. Ha dejado el vestido estirado sobre una silla tras enfundarse unas mallas que le serán muy cómodas en su cita semanal en el gimnasio. Está sentada en el sofá del salón, hojeando una revista de moda que recibe cada mes en su domicilio. Ha puesto algo de música clásica, un disco cualquiera de la colección de su marido. Le pesan los párpados y dormita unos minutos. La sensación es muy reconfortante. Pero de repente recuerda que debe poner una lavadora, así que interrumpe su descanso y decide no aplazar por más tiempo la tarea doméstica. Para acumular la ropa, hace un mes que sustituyó un baúl de mimbre por un mueble de madera blanca con tapa abatible. El conjunto se ve favorecido por la nueva adquisición: en la terraza todo es aún más uniforme, fresco y luminoso. Le encanta la hamaca de tela transparente. Cuando regrese del gimnasio, pasará las últimas horas de la tarde allí tumbada, leyendo una novela o distrayéndose en internet.

La mujer más respetable del edificio selecciona la ropa sucia, se acerca a la cocina y abre la puerta de la lavadora. Vuelve a preguntarse por la extraña actitud del administrador. Era evidente que había consumido demasiado alcohol. O cocaína. La gente habla, hay rumores de que se ha aficionado a ese tipo de sustancias. Lo de siempre. La falta de madurez que muestran algunos hombres al querer contradecir la edad que señala su fecha de nacimiento. Además, todo hay que decirlo, el administrador fuma demasiado. Un cigarro tras otro en la terraza del restaurante. Candidato a un ataque al corazón, sin duda. No como su marido, que dejó el tabaco hace casi diez años y practica natación cuatro días a la semana. Ahora está en plena forma. Consciente de que debe cuidarse, preocupado por su salud. Sin obsesionarse, atento a las señales que le transmite su cuerpo, tal y como le han indicado los naturópatas.

La mujer más respetable del edificio mete la primera prenda de ropa en la lavadora, pero el contacto de sus dedos con un objeto extraño le provoca un escalofrío. Ya no piensa en el administrador y en el posible fracaso de su vida de pareja (en contra de lo que afirman las páginas de vida social de un periódico de la ciudad). En realidad, ya no piensa en nada porque se ve obligada a retirar la mano como si acabara de sufrir un calambre insoportable. Hay algo incrustado en el tambor del electrodoméstico. Algo duro y de tacto filamentoso, pero también blando y húmedo, cubierto por una capa de líquido viscoso. Su marido es muy aficionado a gastarle todo tipo de bromas, le gusta inventar travesuras más propias de un niño que de un padre de familia serio y responsable. Pero esto es demasiado, señor director. Una broma de mal gusto. Que alguien le explique a la mujer más respetable del edificio la razón por la que tiene la mano manchada de sangre. Que alguien se lo explique, por favor, porque ella no va a ser capaz de mirar allí dentro sin que antes le dé un ataque de nervios.

2

—Sinceramente, creo que su informante está equivocado.

Nuria Lourenzo gira el ordenador portátil para que el cliente pueda contemplar la pantalla. En la fotografía, tomada en el interior de una cafetería con un teléfono móvil, aparecen tres hombres y dos mujeres de mediana edad, sentados en torno a una mesa. Botellas de Estrella Galicia, vasos, algunos platos con restos de comida. Aunque mantienen una charla que suscita la atención de la mayoría, una mujer de unos treinta años permanece al margen, ligeramente abstraída, con aire ausente. Tiene el pelo rizado y lleva unas gafas de pasta negra que se deslizan sobre su nariz. Una camiseta azul muy ceñida resalta sus pechos, pequeños pero puntiagudos. Nuria señala su rostro con el dedo índice.

—Clienta habitual, pero nada más –añade–. Mantiene una relación amistosa con los camareros y conoce a mucha gente que frecuenta la cafetería. Nada raro, teniendo en cuenta que vive en la calle paralela y que parece ser una persona bastante sociable. Durante esta semana, en ningún momento ha dado muestras de estar trabajando en el local. Además, sigue cojeando ostensiblemente.

—Entiendo. Algo que, por otra parte, no le impide cenar fuera con unos amigos.

El cliente sonríe irónicamente, acariciándose una larga perilla encanecida. Muy corpulento, sus hombros parecen querer reventar la cazadora de cuero. Luce una cuidada melena bajo una gorra verde a cuadros. Nuria vuelve a girar el ordenador y cierra la fotografía con un rápido clic.

—No soy médico, pero que una persona lleve un mes de baja por una hernia discal no significa que tenga que pasarse todo el día metida en casa –dice.

—Me sorprende que no sea así. Hace unos días me aseguró que el dolor le resultaba insoportable.

—¿Quiere ver más fotos?

—Hágame un resumen de los mejores momentos. Así le ahorraré trabajo.

La mujer gana unos segundos pasándose la lengua entre los labios. No es que tenga un mal día, los hay mucho peores. Simplemente, desprecia hasta la náusea ese tono autoritario y despótico. Se arma de paciencia antes de continuar hablando, aunque preferiría dar por concluida la conversación de una vez por todas.

—El miércoles por la tarde salió a dar un paseo con una amiga por el parque de Galeras –explica–. Caminaba muy despacio. Aprovechando el día de sol, estuvieron media hora sentadas en uno de los bancos que hay a la orilla del río. Luego entraron en un supermercado próximo al antiguo hospital e hicieron la compra. Su amiga cargó con las bolsas y se las llevó a casa. Sé que preferiría escuchar lo contrario, pero en ningún momento me pareció que estuviera capacitada para hacer ningún tipo de esfuerzo físico.

—Le repito que la vieron un día detrás de la barra.

—Ahora mismo no puedo proporcionarle pruebas. Llevo años haciendo seguimientos por presunto fraude de bajas laborales, pero no creo que este sea el caso. Tal vez su informante tenga razón, pero eso no garantiza nada. Posiblemente se trate de un hecho concreto que no demuestra ningún tipo de comportamiento sospechoso. Si su trabajadora tiene confianza con el propietario del local, pudo haberse acercado un momento para pedirle algo. Este jueves, sin ir más lejos, un cliente estuvo unos minutos arreglando la conexión a internet, y el ordenador está en un lugar al que solo tienen acceso los camareros.

El hombre se levanta sin demasiado entusiasmo. Parece sentirse ofendido por las palabras que acaba de escuchar. Nuria coloca las manos bajo el mentón, esperando una respuesta.

—Una semana más –dice el cliente.

—Continuaré con el seguimiento el tiempo que desee, pero dudo que vaya a sacar algo en limpio. Piénseselo un poco mejor.

—A veces tengo la sensación de que se está poniendo de su parte.

El móvil de Nuria acaba de vibrar sobre la mesa. Un mensaje. No se molesta en mirar la pantalla, pero en el rostro se le dibuja un gesto de preocupación que trata de disimular pasándose el pelo por detrás de las orejas.

—Si piensa eso, está claro que no nos entendemos –dice–. Saque usted la conclusión que quiera, pero le aseguro que me debo exclusivamente a mis clientes. Si mis conclusiones no son de su agrado, puedo recomendarle otra agencia.

El hombre, ya en la puerta, cambia de opinión. Lo hace de mala gana, obligado por las circunstancias.

—Está bien. Lo dejaremos aquí. Espero que siga siendo esa detective tan fiable de la que me hablaron.

—Lo intentaré con todas mis fuerzas.

Nuria se queda sola en su despacho. Siente rabia por el trato que le ha dispensado el cliente, pero no tarda ni un segundo en olvidar su mala educación. Hora de irse. Guarda el móvil y la agenda en el bolso, apaga la luz y sale a un pasillo estrecho y mal pintado, lleno de puertas en las que hay placas de academias y asesorías jurídicas. En el vestíbulo se cruza con un vecino que la saluda con desgana, como siempre. Necesita el aire fresco de la calle, aunque el calor del mediodía le golpea la cara en cuanto sale del portal. Resulta inquietante que lleve tantos meses sin llover en una ciudad como Santiago de Compostela, proverbialmente húmeda y sombría, y que a finales de febrero un sol imponente inunde la plaza Roxa. Y también resulta inquietante el mensaje que ha recibido en su despacho y que ahora se decide a leer mientras camina:

«Puta. Grandísima puta entre las más putas».

3

Dispuesta a irse de casa, Claudia Méndez entra en el salón con su nueva mochila Roxy al hombro. Labios carnosos impregnados de gloss naranja, colorete rosáceo, máscara de pestañas transparente. Pelo negro recogido, piernas largas algo torcidas, zapatillas D&G. La frescura adolescente de su rostro contrasta con la piel oscura y grisácea de su padre, que sigue concentrado en las noticias deportivas del telediario: el presentador informa de que los jugadores del Real Madrid, excepto los últimos lesionados, han realizado esa mañana una suave sesión de entrenamiento. Claudia sonríe. Aunque su padre no se opuso abiertamente, se le nota que sigue sin estar de acuerdo con las intenciones de su hija. Se quita las gafas, pulsa una tecla del mando a distancia y el televisor se queda en silencio, con las imágenes de los jugadores corriendo alrededor del campo. La luz del sol que penetra por la ventana se dispersa sobre una mesa de cristal. Padre e hija se miran unos segundos. Los dos saben que ya es demasiado tarde para una negativa. Una vez más, Claudia ha ganado la batalla.

—Dile a Helena de mi parte que como suspendas será culpa suya.

La chica le da un beso en la mejilla.

—Gracias, papá. Os llamo por la noche.

Claudia sale corriendo del salón. Tiene la costumbre de dar un portazo al salir de casa. Andrés no lo soporta. Permanece un rato pensativo hasta que la presencia de su mujer interrumpe su introspección.

—No pongas esa cara. Tampoco es el fin del mundo.

—Tiene quince años, Rosa. Para preparar un examen de matemáticas no creo que sea necesario todo esto.

El hombre sigue preocupado. Deprimido, sin energía. Sabe que no debería ser tan obsesivo, pero hace tiempo que la fuerza de su autoridad ha dejado de hacer efecto sobre su hija. Lo quiera o no, siempre acaba cediendo por influencia de su mujer, que acaba de sentarse a su lado.

—¿Quieres que haga café? –pregunta Rosa mientras coloca el mando a distancia lejos del alcance de su marido, sobre unas revistas–. Tienes cara de sueño.

—Me duele un poco la cabeza, voy a tomarme una aspirina.

En la pared hay un retrato familiar de grandes dimensiones, encajado en un marco dorado muy ostentoso. Rostros sonrientes sobre el césped de un parque. Aquel día de junio de hace seis años en que la niña recibió la primera comunión. Ahora ya es una adolescente. La misma que aparece en la fotografía colocada junto al televisor. Con su bikini de rayas, el verano pasado, abrazada a su tío con un gesto cariñoso. La mujer suspira.

—Tú siempre exagerando –dice–. Claudia ya no es una niña y se merece nuestra confianza. Sería de locos pensar que no está creciendo o que no tiene cabeza para pensar por sí misma.

—Helena tiene dieciocho años. Esa es la diferencia. Además, ni siquiera sabemos quién es la chica con la que vive.

—Deja de preocuparte, por favor. Son primas y quieren estar juntas. Nada más.

—¿Qué crees tú que se hace en un piso de estudiantes un jueves por la noche?

—Yo confío en mi hija. No sé qué clase de pensamientos te rondan a ti por la cabeza.

—Los mismos que a cualquier persona responsable. Estoy harto de que me tomes por loco.

—Si empiezas con esas, no pienso discutir.

—Pues trátame con un poco más de respeto.

La tensión aumenta considerablemente. En consecuencia, Rosa piensa que debe adoptar un tono más sarcástico. Está acostumbrada a ganar los combates de ese modo, aunque sea en el último segundo. Su marido nunca ha tenido esa habilidad. Sus golpes son más primarios. Rosa se lo piensa mejor y prefiere no abusar.

—Helena también tiene un examen en la facultad –dice–. El viernes. Seguro que se pasarán la noche estudiando.

—Permíteme que lo dude.

—Prometió que le echaría una mano. ¿Tú no quedabas con tus amigos para estudiar por la noche antes de un examen?

—Cuando estaba en la facultad. Pero nunca en el instituto. Eso son tonterías, no sé a quién se le ocurre.

—Claudia saca buenas notas y quiere mejorar. A mí me parece estupendo que pida ayuda.

—Podría hacerlo y no pasarse dos días fuera de casa. Que venga Helena a dormir aquí, por ejemplo.

Andrés coloca las manos detrás de la nuca y vuelve a clavar los ojos en el retrato de la primera comunión. Efectivamente, hace tiempo que Claudia ya no es aquella niña inocente y angelical del pasado. Rosa da la callada por respuesta.

—Las dos formáis un buen equipo –añade Andrés–. Y yo siempre salgo perdiendo.

La mujer coge el mando a distancia y el televisor vuelve a recuperar el sonido. Se pone de pie.

—Tengo que salir un momento. He olvidado comprar fruta para esta noche. ¿Quieres que te suba algo?

Andrés duda un instante pero finalmente niega con la cabeza. Más noticias deportivas. Cuando acaba el telediario, se levanta, sale a la terraza y enciende un cigarrillo. Varios furgones policiales comienzan a ocupar la calle.

4

Para acceder a la sala hay que atravesar un pasillo por el que no deja de pasar gente con aspecto de llegar tarde a algo muy importante, entre ellos varios periodistas y cámaras de televisión. Un hombre abre una ventana para que corra un poco de aire, ya demasiado viciado antes de comenzar la reunión. Con la temperatura que hay en la calle, la calefacción debería estar apagada. Suena un teléfono móvil. Entre los asistentes a la reunión, muy numerosos, abundan los rostros preocupados y las expresiones de rabia contenida. Todas las sillas están adjudicadas. Los últimos en llegar permanecen de pie, apoyados en la pared. Hay hombres y mujeres en una proporción más o menos similar, casi todos mayores de cincuenta o de sesenta años. Muchos con carpetas en la mano, dispuestos a dar fe de su situación a través de los documentos recibidos tiempo atrás de las oficinas bancarias. Bolsas de la compra, abrigos doblados sobre las piernas. Se oyen comentarios a media voz, pero alguien pide silencio desde las sillas más alejadas de la mesa, en la que se acomoda un abogado de rostro imberbe, vestido con un traje azul y corbata de rayas.

El hombre bebe un trago de agua y toma unas notas rápidas en un cuaderno minúsculo. Cuando acaba, se guarda el bolígrafo en el bolsillo de la camisa, mueve instintivamente el ratón del ordenador portátil y golpea la mesa con los nudillos.

—Silencio, por favor –reclama.

Una mujer reparte entre los asistentes unas hojas en las que se recogen algunas noticias de prensa e información extraída de internet. Gestos de curiosidad. El abogado empieza a hablar. Alguien que levanta la mano solicitando la palabra, más murmullos. En voz baja, la mujer indica que tras la charla se abrirá un turno de preguntas. Entra más gente, la sala está abarrotada. Varios fotógrafos toman instantáneas de la reunión.

El abogado sigue explicándoles a los afectados:

—Las participaciones preferentes son emisiones perpetuas cuyo problema es la falta de liquidez inmediata. En principio, el capital invertido no se recupera nunca, a no ser que transcurridos cinco años la entidad bancaria considere que ya ha amortizado ese dinero. Estamos hablando de productos comercializados de manera engañosa en un momento en el que los bancos, durante los primeros años de la crisis, intentaron reforzar su capital indiscriminadamente. Todo ello respondió a una estrategia planificada y sabemos que la mayoría de ustedes pensó que se les estaba vendiendo un plazo fijo, sin ningún tipo de riesgo. Pero por desgracia no fue así. Además, las entidades están obligadas a realizar un test de idoneidad antes de colocar un producto de estas características que sin embargo no se llevó a cabo con el objetivo de implicar a clientes que no cumplían el perfil. Estamos ante un tipo de emisiones pensadas para un capital de alto nivel y no para quien precisa liquidez más o menos inmediata, como supongo que ocurre con la mayoría de los presentes.

Una voz quebrada desde la puerta:

—Aquí va a haber sangre.

5

Niños en bicicleta, una furgoneta mal aparcada con dos ruedas montadas sobre la acera. Estruendo de motos. La puerta del establecimiento, situado en un sótano al lado de un taller mecánico, está repleta de anuncios y carteles amarillentos por efecto del sol. Daniela se lo piensa por última vez antes de entrar. Por momentos parece no estar muy convencida, sabe que es peligroso. Dinero rápido, aunque demasiados riesgos. Su propia vida. Pero la decisión está tomada desde hace unos días. Si ha llegado hasta allí es porque tiene el valor suficiente para hacerlo. Olor a frutas maduras, cestos con especias, carne en un congelador lleno de polvo. Difícil pensar que en un local tan pequeño puedan caber tantas cosas. Una mujer recibe a Daniela detrás del mostrador. Hasta ese momento se distraía leyendo una revista. Tiene el pelo revuelto y viste una bata de color azul muy gastada.

—Busco al señor Zapata –dice Daniela.

La mujer, muy voluminosa, examina a la chica con ojos húmedos y vigilantes, nada hospitalarios.

—Ahora mismo está ocupado.

—Me dijo que viniera a las seis. He llamado esta mañana por teléfono.

—No me ha hablado de ninguna visita.

Daniela no se inmuta, pero le sudan las manos. Siempre le ocurre lo mismo cuando se pone nerviosa, aunque su aparente frialdad demuestre lo contrario. Se ha presentado allí para tener esa entrevista y no piensa marcharse sin su nuevo trabajo. La silueta del señor Zapata aparece detrás de una cortina metálica, formada por anillas de colores muy llamativos. Solamente es una sombra. Una voz grave y aguardentosa a la que no se le distingue la cara.

—Se me había olvidado avisarte, Fernanda.

Las palabras del señor Zapata borran la expresión amenazante de la mujer, que abandona el mostrador contoneando sus anchas caderas. Daniela se seca las palmas de las manos contra el vestido. La gorda Fernanda parece ahora una dócil criada que lleva media vida cumpliendo órdenes. Mejor así. Los sucios dedos del señor Zapata, como ganchos deformes, entreabren las láminas de la cortina.

—Dile que pase –añade.

Daniela traspasa el mostrador.

—Creía que estaba durmiendo la siesta –le dice Fernanda en voz baja, buscando la complicidad de la chica–. A este hombre no hay quien lo entienda.

Sorprendentemente, la cortina oculta una estancia mucho más amplia que el local en el que se atiende al público. La luz de la tarde penetra por una celosía bajo la que Zapata ha colocado un catre y un televisor. Sobre una mesa hay restos de comida y una botella de whisky. Zapata, todavía medio dormido, se está poniendo una camiseta. El cabello cano de la barba le llega hasta el cuello y se confunde con el abundantísimo vello del pecho. Tiene los dientes grandes y separados, ojos hundidos y orejas un poco abiertas. Arrugas en la frente. Hace tiempo que no se corta las uñas de las manos.

—Pensé que no vendrías. Me han hablado bien de ti, pero ya sabes que hay gente muy informal. Nada cumplidora. Te hacen creer que puedes contar con ellos y luego te llevas una gran decepción. ¿A ti no te parece injusto? ¿No crees que es muy cruel jugar con la confianza de las personas?

—Supongo que sí.

—Ponte cómoda. Como si estuvieras en tu casa. ¿Quieres beber algo?

—No, gracias.

Daniela arrastra una silla y toma asiento. Acaba de percatarse de que sobre el catre hay una pistola medio oculta entre las sábanas. Una Sig Sauer 9 milímetros. Zapata enciende un cigarro y se sirve dos dedos de whisky. Se bebe el líquido de un trago y chasquea la lengua.

—¿Cuántos años has dicho que tenías?

—Diecinueve. El mes que viene cumplo veinte.

—Ya eres toda una mujer. ¿Has viajado alguna vez en avión?

—No. Nunca.

—A alguna gente le entra pánico. Ataques de ansiedad, cosas así. Tonterías. Algo irracional, teniendo en cuenta que la mayoría de los accidentes suceden en las carreteras, cuando viajamos en coche. A mí me gustan los aviones y los aeropuertos, la sensación de estar por encima de las nubes. Me hace sentir como un niño. En el asiento de un avión la vida resulta distinta, menos real. Como un simulacro. Todo parece menos importante cuando vemos el paisaje desde las alturas. Si tengo alguna preocupación por motivos de trabajo, no hay nada que me relaje más que volar de noche y quedarme dormido arrullado por el ruido de los motores. Llego nuevo al aeropuerto y soy otra persona. Alguien capaz de todo. Un largo viaje puede cansar el cuerpo, pero nunca el espíritu. Hay que tomarse la vida con calma, ¿no crees? Relativizar ayuda mucho.

El señor Zapata observa fijamente a Daniela. Morena, ojos negros, labios gruesos y una nariz pequeña y respingona. Lleva un vestido de flores con grandes botones que ascienden hasta las axilas. Cierta altivez que disfraza un carácter reservado. O simplemente es que la chica está asustada. Zapata piensa que es normal en este tipo de situaciones. Ya se le pasará cuando todo se ponga en marcha, seguro que sí. Esta tal Daniela tiene un ánimo fuerte y resolutivo. Intuye que no les causará problemas.

—Así que quieres vivir en España –añade.

—Tengo amigos en Madrid. Se instalaron allí hace unos meses. En cuanto llegue, iré a visitarlos. Seguro que me conseguirán un trabajo.

—Nosotros te llevaremos al norte. A una ciudad más pequeña.

—Supongo que Madrid no quedará muy lejos.

—¿Sabe esto tu familia?

—Mis padres murieron cuando era niña. Me crié con mi abuela. Estaba muy enferma, falleció el año pasado.

—Lo siento.

—Hasta hace un mes trabajaba en casa de una familia, pero decidí dejarlo. No era nada del otro mundo. Me pagaban muy poco.

Zapata hace un gesto de comprensión ladeando la cabeza.

—¿Tienes hermanos? –pregunta.

—No.

Alguien entra en el establecimiento. Se oyen las voces de dos mujeres que hablan con Fernanda. Zapata vuelve a servirse un whisky, pero ahora lo saborea con más calma. Suelta aire por la nariz y se aclara la voz mientras cruza las piernas. Está descalzo.

—A mí eso me parece una ventaja. Mi hermano mayor se fue de casa cuando yo tenía cuatro o cinco años. Nunca he vuelto a saber de él. Hubo un tiempo en el que me sentí desprotegido, pero en el fondo acabas teniendo menos problemas. La experiencia me ha obligado a preferir los amigos a la gente de mi sangre. La familia siempre viene impuesta. Se habla mucho del respeto, pero es un concepto anticuado, pasado de moda. Es injusto tener que llevarse bien con alguien por simple obligación. Tú quieres que todo sea fácil entre nosotros, ¿verdad?

Daniela debe estar a la altura de las circunstancias. Tarda en reaccionar, busca la respuesta adecuada. No quiere dar muestras de debilidad.

—Si estoy aquí es por una razón –responde al fin–. Para que todos salgamos ganando. Pero antes necesito un adelanto.

Una mosca sube por la pared hasta detenerse en una rendija que se abre en forma de medio círculo, como si la pintura dibujase una boca sonriente. Zapata enciende otro cigarrillo y se pone de pie con expresión pensativa.

—Siempre venís con la misma historia –dice abriendo los brazos–. Abusando de mi generosidad.

—No pido mucho. Además, soy yo quien va a exponer su vida.

—¿Crees que eres la única? En este negocio todos arriesgamos demasiado.

Zapata abre un cajón bajo la mesa, saca un fajo de billetes y anota una cifra en una libreta a la que casi no le quedan hojas. La caligrafía de los números es extraordinariamente pulcra.

—Para que veas que me pareces una chica de fiar –añade.

Zapata le entrega el dinero, pero el rostro de Daniela indica que es una cantidad menor de la que esperaba. Necesita casi el doble. Zapata lo nota y sus dedos sucios cuentan algunos billetes más. Los suficientes para que Daniela se sienta mejor. Zapata vuelve a escribir en su libreta con una extraña serenidad. Ya no se oyen las voces de las mujeres que hablaban con Fernanda, solo el ruido continuo de las motos que penetra por la celosía. Zapata se coloca el lápiz sobre la oreja izquierda, aplasta la colilla en el cenicero y sacude las manos. Daniela, satisfecha, guarda el dinero en el bolso. La cremallera nunca cierra a la primera y tiene que insistir varias veces.

—Gracias –dice.

6

Gran rabia e indignación ayer en el cementerio municipal de Teo, en las inmediaciones de Santiago de Compostela. En un ambiente de profunda consternación, entre lágrimas e incredulidad, los vecinos acompañaron a los familiares del matrimonio que el domingo fue encontrado muerto en su cama con sendos disparos de bala en la cabeza. Sobre las cinco menos diez de la tarde, la comitiva llegó al templo desde el tanatorio, entre escenas de dolor y un impresionante silencio solo interrumpido por el ruido de los motores de los coches. En la iglesia y sus alrededores se congregaron unas trescientas personas, que no dejaron de arropar en ningún momento al hijo de los fallecidos. A causa de la tensión, Manuel Gómez tuvo que ausentarse durante unos minutos del templo, donde sufrió una crisis nerviosa de la que se recuperó enseguida. Al acto fúnebre, que se prolongó durante una hora en medio de grandes muestras de emoción, asistieron también varios miembros de la corporación municipal, que declinaron hacer declaraciones por respeto a la familia. Durante la homilía, el sacerdote oficiante comentó que «ante una muerte violenta, lo único que se puede hacer es rezar por las almas de los fallecidos y buscar consuelo en Dios».

La Guardia Civil, que en un principio no había rechazado ninguna hipótesis, ha dado por cerrado el caso y excluye definitivamente la intervención de terceras personas. Tras varios días de investigación, el Instituto Armado ha concluido que Antonio Gómez Ribeira, de 78 años, mató primero a su mujer, Avelina Carballido Fernández, de 72 años, para posteriormente tumbarse a su lado y dispararse a sí mismo. Todo ocurrió de madrugada, sin que nadie se percatara del suceso hasta la mañana siguiente, cuando la ausencia de los dos ancianos de sus labores diarias despertó sospechas entre los vecinos. Únicamente se plantea la duda de si la mujer pactó el trágico fin con su marido, o si fue Antonio Gómez quien decidió actuar unilateralmente. En relación a la autopsia, fuentes de la Delegación del Gobierno han señalado que, en vista de las evidencias, «sólo ha consistido en un simple trámite administrativo y procesual».