Akal / Básica de Bolsillo / 205
Serie negra
Horace McCoy
Despídete del mañana
Traducción: Axel Alonso Valle
Una historia de gánsteres contada por un gánster, Despídete del mañana relata cómo un miembro de la sociedad honorífica universitaria Phi Beta Kappa logra convertirse en un criminal salvaje y completamente inmoral, un hombre cuyo desprecio por la ley, el orden y la vida humana le conduce sin remedio a una carrera de absoluta perversidad. Despídete del mañana es la obra más ambiciosa de McCoy y la base de inspiración de una de las grandes películas de gánsteres protagonizadas por James Cagney.
Horace McCoy (1897-1955) forma parte, como Hammett o Chandler, de esa generación de escritores que publicaron sus primeros relatos durante la Gran Depresión. McCoy trabajó como cronista deportivo antes de recalar en Hollywood y convertirse en guionista, experiencias que reflejaría en sus primeras novelas. Del mismo autor se han publicado en esta colección Los sudarios no tienen bolsillos y Debería haberme quedado en casa.
«Una de las novelas más moralmente ofensivas jamás publicadas en este país.»
Time
«Esta novela será probablemente prohibida en las bibliotecas, pero el estilo de acción y aventuras de finales de los veinte posee una efectividad sofisticada y excitante que te golpea como un látigo. Asegúrate de comprobarlo.»
Kirkus Reviews
Diseño de portada
Sergio Ramírez
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Título original
Kiss Tomorrow Goodbye
© The Estate of Horace McCoy
Este libro se publica por acuerdo con International Literary Agency,
en representación de The Estate of Horace McCoy
© Ediciones Akal, S. A., 2011
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4093-4
... PRIMERA PARTE
… capítulo 1
Así despierta uno en la mañana de la mañana que lleva esperando toda su vida: no hay despertar como ése. De pronto estás completamente despierto, tan despierto que parece que te has saltado todos los niveles narcóticos del despertar, que no has experimentado ninguna de las impresiones sensoriales a medida que tu alma regresa de nuevo a tu cuerpo desde donde sea que haya estado; abres los ojos y estás completamente despierto, como si no hubieras estado jamás dormido. Ése fue mi caso. Aquélla era la mañana en que iba a ocurrir, y yo estaba allí acostado, temblando con excitación acumulada y deseando que sucediera ya y acabara, en ese instante, consumiendo energía nerviosa que debería haber estado reservando para el clímax, sabiendo muy bien que no era posible que sucediera en menos de una hora, quizá hora y media, hasta las cinco y media aproximadamente. Entonces eran tan sólo poco más de las cuatro. Aún seguía tan oscuro que no podía ver nada con claridad, pero sabía por lo poco de la mañana que podía oler que eran poco más de las cuatro. No había mucho de la mañana que pudiera acceder al lugar donde me encontraba, y las partes que lo hacían resultaban siempre bastante vapuleadas, y con razón: tenían que abrirse paso a través de una única ventana al tiempo que por ella salía un bloque sólido de hedor. Era un barracón penitenciario donde setenta y dos hombres sin asear dormían encadenados a sus literas, y cuando los olores individuales de setenta y dos hombres sin asear se juntan finalmente en una sola columna de hedor, obtienes una columna de hedor tal que resulta imposible de concebir: majestuosa, sin parangón, trascendental, suprema.
Pero nunca intimidaba a esa mañana temprana. Eternamente indómita, siempre regresaba, y siempre se abría paso hasta mí una pequeña parte de ella. Yo siempre me encontraba despierto para dar la bienvenida a estos fragmentos, oliendo ávidamente cualquier ínfima frescura que les quedara para cuando volvían a mí, oliéndolos con frugalidad, en preciosas y cuidadosas aspiraciones, dejando que ahondaran en las cavernas de mi memoria, dejando que sacaran a la luz los sonidos de las mañanas tempranas de hacía una vida: arrendajos azules, pájaros carpinteros y un sinnúmero de otras aves se enfrentaban como caballeros del medievo y se alanceaban unos a otros con punzantes lanzas hechas de canción, los cacareos de los gallos, los estridentes balidos de las ovejas hambrientas y los mugidos de las vacas, que decían: «Si nooooo hay heno, nooooo hay leche»; eso es lo que mi abuelo afirmaba que decían, y él lo sabía bien. Sabía todo lo que había que saber sobre todo lo que careciera completamente de importancia. Se sabía los nombres de todos los amantes de Adriano y la auténtica razón, silenciada por los historiadores, por la que Ricardo partió a Tierra Santa en la Tercera Cruzada y la semana en que los renos de Alaska se apareaban y las horas de la pleamar en Nueva Escocia; mi abuelo lo sabía todo excepto cómo llevar la granja, acostado en la habitación en la que Longstreet había pasado la noche una vez, hundido en el colchón de plumas, enterrado bajo los edredones que me escondían del viejo John Brown de Osawatomie, muerto y sepultado todos estos años, pero quien, se decía, aún andaba con paso fuerte por las estribaciones del desfiladero raptando a los niños desobedientes; oliendo la mañana y oyendo los sonidos, oliendo y oyendo, escondiéndome del viejo John Brown (pero escondiéndome también de otra cosa, aunque entonces no supiera lo que era), asustado como un niño pequeño (lo cual, iba también a descubrir, no era tan destructivo como el miedo del adulto), esperando la luz del día…
La oscuridad comenzó a desvanecerse lentamente en la ventana, y unos cuantos hombres se dieron la vuelta, haciendo sonar sus cadenas, despertándose; pero no hacían falta estos ruidos para saber que había movimiento, no más de lo que los necesita un animal salvaje para saber que lo hay; la columna de hedor que había estado reposando en láminas como las capas de una cebolla comenzó a levantarse y había un poco de todos en todas partes. Hubo toses, gruñidos, carraspeos y muchos escupitajos, y después el hombre de la litera de al lado, Budlong, un sodomita enjuto y enfermizo, se dio la vuelta sobre el costado poniéndose de cara hacia mí y dijo con voz lasciva:
—Esta noche he soñado otra vez contigo, cariño.
«Será tu último sueño, Soplanucas», pensé.
—¿Fue tan agradable como los demás? –pregunté.
—Más aún… –dijo él.
—Eres un encanto. Te adoro –dije, sintiendo una gran y rápida euforia de que ese día fuera aquel en el que iba a matarlo, de que por fin fuera a matarlo; lo mataría tan pronto como pusiera mis manos sobre esas pistolas. «Espero que Holiday sepa qué demonios hacer con esas pistolas –pensé–; espero que estén donde se supone que deben estar, espero que Cobbett no nos falle.» Cobbett era el encargado de administración del campo, quien también trabajaba los domingos como guarda en la sala de visitas, un viejo que había pasado su vida como guarda de cadenas de presidiarios y campos de trabajos forzados, demasiado débil ya para dirigir su propia brigada, y que había sido jubilado y destinado a sinecuras. Se quedó prendado de Holiday la primera vez que había ido a visitarnos, y desde entonces había sido cada vez menos estricto en lo que se refería a sus horas de visita, y ella al final había conseguido que nos ayudara a fugarnos. Debía haberse encontrado con ella la noche anterior, recibir las pistolas y esconderlas para nosotros. Tenían que estar dentro de una cámara de neumático sellada y escondida en la acequia de riego que discurría a lo largo del borde superior de la huerta de melones cantalupos en la que trabajábamos. El punto exacto en el que estaban sumergidas debía estar señalado con una piedra del tamaño de una cabeza humana, sobre la que habría una mancha de pintura blanca, colocada a la altura de las pistolas pero al otro lado de la acequia, donde resultaría menos probable que llamara la atención. Eso era todo lo que tenía que hacer Cobbett. Esperaba que lo hubiera hecho. De ser así, si las pistolas estaban allí, iba a matar a ese cerdo de Budlong, tan seguro como que el cielo es azul que me lo iba a cargar…
De repente, la puerta se abrió con un fuerte golpe y allí estaba Harris, el sargento, de pie en la penumbra: sin ojos, sin nariz, sin boca, tan sólo una gran masa repulsiva de carne plantada en la entrada con un Winchester enganchado al brazo, gritando que nos levantáramos. Siempre se colocaba allí del mismo modo y siempre gritaba lo mismo, y los presos al fondo del barracón siempre le llamaban las mismas cosas. Pero yo nunca le llamaba nada. Estaba demasiado ocupado alegrándome de que la puerta estuviera por fin abierta. Me quedaba allí tumbado esperando a que viniera a quitarme las esposas de los tobillos, y la fresca mañana irrumpía por la puerta como niños que entraran al salón la mañana del día de Navidad…
Me rezagué de camino al barracón comedor, tratando de dejar que Toko me alcanzara. Iba a escaparse conmigo y quería ver qué noche había tenido, si había conseguido dormir algo. Probablemente no. Estaba a la distancia mínima necesaria de la imbecilidad para haber permanecido despierto toda la noche preocupándose, tenía la imaginación justa para preocuparse. Era el último al que habría escogido como compañero en una evasión: era muy joven, aquélla iba a ser su primera fuga, y sólo Dios sabía cómo iban a funcionarle los reflejos si algo salía mal. Pero yo no había tenido nada que ver con su elección. Holiday quería que se fugara de allí, y me había incluido por cualquier protección que mi experiencia pudiera prometer; y a mí me valía, porque no conocía esa región y no tenía amigos por allí ni dinero con el que comprar la única clase de amigos que necesitaba. Fugarse con Toko era peligroso, pero era así como tenía que ser, no tenía elección y a mí me valía. Mi cerebro no me estaba sirviendo para absolutamente nada encerrado en aquel foco de hedor con despojos como aquéllos, para absolutamente nada, y oía hablar mes tras mes tras mes de los logros de negados como Floyd, Karpis, Nelson y Dillinger, que se estaban haciendo ricos a base de atracar bancos tan seguros como cajas de galletas, negados que no tenían ningún talento, negados que apenas tenían dos dedos de frente. Me parecía bien contar con aquella oportunidad, por peligrosa que fuera. «Jesús, sólo espera a que esté fuera otra vez…» Toko estaba tan atrás que no podía llegar a él sin revelar claramente que estaba intentándolo, y ése no era el momento para ello. Nuestras miradas se cruzaron una o dos veces durante el desayuno; esbocé una sonrisa y le guiñé un ojo con mucho cuidado, diciéndole que no se preocupara, que iba a ser pan comido. Él me devolvió el guiño y esperé que hubiera entendido lo que le estaba diciendo…
Cuando salimos del barracón comedor ya era casi pleno día. El sol todavía no se había elevado por encima de las montañas, pero había asomado un par de dedos juguetones, aguijoneando los últimos tenues restos de noche, y el gris estaba disipándose con rapidez. Harris dio un pitido fuerte y corto con su deslustrado silbato de plata y los presos comenzaron a correr hacia el váter. Trece tazas, asignadas por orden de llegada y evacuaciones felices para aquéllos con pies ligeros. Si lo que tenías que hacer era lo Segundo tenías que darte prisa porque, pasara lo que pasara, sólo tenías cinco minutos. Al mirar al montón de hombres que se esforzaban por atravesar la pequeña puerta podía creer las historias que relataban algunos de los veteranos acerca de las amargas y sangrientas disputas que esto había originado; y podía creer de igual manera algunas de las divertidas historias que también contaban, ya que, después de todo, cinco minutos no son muchos para una operación como ésa a menos que poseas un control impecable para ir de vientre.
Encendí un cigarrillo y busqué a Toko con la mirada, y al momento le vi acercarse hacia mí en lo que saltaba a la vista él creía que era un paseo casual, pero que se parecía mucho más a los andares de un pato nervioso. Había furtividad en su mirada y en sus maneras. La única mañana de todas que para nuestros propósitos tenía que aparentar ser exactamente igual que cualquier otro día de incesante y pesado trabajo y ahí estaba él, pregonando que algo pasaba. Ya era suficientemente arriesgado sin todo aquello.
—Por favor, por favor, relájate –dije en voz baja–. Cálmate. Deja de actuar como si todo el mundo estuviera al tanto de esto. Nadie lo sabe excepto Cobbett, tú y yo. Tienes que recordarlo.
—¿Qué hay de Cobbett? –preguntó él–. ¿Podemos contar con él?
—Es un buen momento para preocuparse por eso –respondí.
—Tengo que salir de aquí. Tengo que hacerlo –dijo Toko con desesperación.
—Relájate –le insistí–. Saldrás. Relájate.
—¿Crees que habrá alguna cagada?
—No si las pistolas están donde se supone.
—Cuando las tengamos, ¿crees que todo irá como planeamos?
—De nosotros depende que así sea.
—¿Crees que habrá tiros?
«¿Cómo voy a matar a Budlong sin tiros?», quise preguntarle.
—Tranquilízate –le insté–. Relájate. Por favor. Es un día como otro cualquiera. Deja de pregonarlo.
Toko se pasó la lengua por los labios, miró a su alrededor e inspiró por la nariz.
—Maldición –dije yo–. Estoy en esto para asegurar que todo salga bien. Holiday me metió por esa razón, ¿cierto? ¿Cierto?
—Sí…
—Bien, entonces, relájate.
Aquello pareció darle un poco de aire.
—¿No se supone que deberías estar en el trono? –preguntó.
—Sé lo que me hago –respondí–. Relájate. Ya voy…
Toko extendió la mano para coger el cigarrillo que me estaba fumando, se lo di y me alejé en dirección a los váteres. Uno de los guardas, Byers, estaba plantado delante de la puerta. Tenía una enorme barriga que le colgaba bajo el chaleco y la parte delantera de su chaqueta barata brillaba por el roce con el Winchester que siempre llevaba acunado entre los brazos. Me echó una mirada burlona al acercarme.
—Tú eres ese hijo de puta delicado, ¿no? –me soltó–. Tienes que esperar hasta que tienes todo el sitio para ti solo, ¿eh?
—No me siento muy bien –alegué–. Tengo cagalera. Me ha entrado de repente –dije entrando, abriéndome paso entre los hombres que salían. Siete u ocho seguían aún allí, poniendo caras y gruñendo, luchando contra el reloj, en una carrera contra el silbato que pronto sonaría. Caminé hasta el extremo de la hilera, a la última taza abierta y desprovista de mamparas, me senté con cuidado en ella y adopté lo que esperaba fuera el gesto adecuado de sufrimiento. Los demás fueron terminando y saliendo uno a uno hasta que me quedé completamente solo. Nada más cruzar la puerta el último hombre, oí los dos cortos pitidos del silbato de Harris.
Byers asomó la cabeza al interior.
—¡Venga! –me gritó.
Levanté las manos en un gesto de impotencia. Byers arrastró su masa a través de la puerta y se acercó mí con pesados pasos. Ésta era su parte favorita del trabajo de guarda. Sabía lo que iba a suceder, pero tenía que pasar por ello para preparar la fuga.
—¡Ya me has oído! –bramó–. ¡Fuera de ahí!
—Estoy enfermo –dije yo, poniendo cara de agonía–. Estoy fatal, señor Byers. Tengo cagalera…
Me soltó una fuerte bofetada en toda la cara con la palma de su mano callosa.
—Por favor, señor Byers. Estoy enfermo…
Me pegó con el dorso de la mano, tirándome fuera de la taza del váter.
—¡A la formación! –rugió.
—Sí señor, mi patrón, mi amo –contesté.
Me levanté del suelo y me dirigí a la salida, subiéndome los pantalones por el camino, con Byers pisoteando el suelo a mi espalda y golpeándome el trasero con su Winchester a cada paso.
«Oh, sí, ya lo creo que habrá unos cuantos tiros», pensé…
Me coloqué en la formación justo detrás de Toko, y cuando Harris nos hizo girarnos a la derecha y nos puso en camino a la huerta de cantalupos quedamos uno al lado del otro. Había seis guardas a caballo y cincuenta presos en aquella cuadrilla. El camino que tomábamos recorría el lecho seco de un río hasta la acequia, cruzaba el puente sobre ésta y después giraba al norte hacia las montañas hasta llegar a la huerta. Ésta se encontraba a tan sólo media milla de los barracones, una media milla corta por la mañana, pero larguísima a última hora de la tarde. Ya no me tenía que preocupar más por eso –o eso esperaba–. Había arrastrado mi culo por aquella larga e interminable media milla por última vez –o eso esperaba.
Las cortas ramas de mi eucalipto favorito se inclinaban ante mí a modo de despedida cuando marchamos por delante de él. «Ha sido un placer conocerte también –pensé–. Bien, adiós y buena suerte. No volveré a pasar por aquí…, eso espero. Y no dejes todavía que tus niños salgan a jugar. No me gustaría que alguno de ellos saliera herido. Existe la posibilidad, la pequeña posibilidad, de que haya unos cuantos tiros…»
Torcimos para salir del cauce del río, subiendo por el margen opuesto a campo abierto, entrando en el viejo campo de alfalfa que trabajábamos en temporada. El sol ya estaba elevándose, brillante y dorado, un sol honesto, que no arrojaba muchos colores hermosos para hacerte creer que el día también iba a serlo, sino que permanecía allí suspendido, sin color ninguno, para que todos los que lo contemplaran se dieran cuenta de que su única misión era quemar y abrasar. No eran aún las cinco y media, pero ya había muchos automóviles circulando por la autopista 67. Se podían ver unos pocos y oír algunos más; el frágil aire de la mañana era tan estetoscópico que podías oír cada revolución de los motores. Aquellas personas tenían prisa, trataban de llegar a su destino antes de que el sol se instalara realmente en el cielo: para las diez y media u once el valle sería un horno.
Harris comenzó a quedarse atrás, y supe que estábamos llegando al puente que salvaba la acequia. Siempre era el último en cruzar porque estaba a cargo de aquella cuadrilla.
Al pasar sobre el puente, le di un golpecito a Toko con el codo.
—Mantén los ojos abiertos para encontrar esa piedra –susurré.
Toko no dijo nada. Le miré por el rabillo del ojo. Le temblaba el labio superior.
«Oh, Dios –pensé–, va a cagarla seguro.»
—Cálmate –susurré–. El autobús llegará muy pronto.
Esa parte del plan también era idea mía. Dado que no teníamos relojes, y que resultaba crucial una perfecta sincronización, le había propuesto a Holiday utilizar el claxon del autobús de la Greyhound como señal para la fuga. La autopista de montaña estaba llena de curvas peligrosas, y el conductor del autobús en sentido norte siempre hacía sonar el claxon en esos puntos. El autobús pasaba por la autopista temprano cada mañana en torno a las siete y cuarto: llegaba a las cuestas, con su diésel ronroneando del mismo modo que Satchmo1 toca su trompeta, hasta la primera curva cerrada, la base de una S apretada, momento en que daba dos bocinazos con el claxon que sacudían a todo ser vivo en el valle. Pocos minutos después tomaba la curva de la parte superior de la S, haciendo sonar de nuevo el claxon. Este bocinazo, el tercero, era la señal para comenzar la fuga. Significaría que Holiday y Jinx estarían esperando en el camino de tierra, a media milla de la autopista, junto a un bosquecillo de eucaliptos. De Toko y de mí dependía tener las armas para entonces y, cuando sonara el tercer bocinazo, tendríamos que correr hasta el bosquecillo, a unos noventa metros de la huerta de cantalupos. Una vez allí estaríamos a salvo, ya que los árboles estaban tan juntos que los guardas no podrían atravesarlos a caballo. No se trataba de eucaliptos de tronco grueso, éstos eran de los pequeños, con troncos no más grandes que una pierna y tan numerosos que uno tenía que pasar entre ellos a pie y de costado.
Tras cruzar finalmente el puente y enfilar de nuevo hacia el norte, mantuve los ojos clavados en la acequia, buscando la piedra que Holiday había dicho que estaría manchada de pintura blanca. Toko estaba a mi izquierda, entre la acequia y yo, pero no estaba siendo de ninguna ayuda.
Toko mantenía la cara y los ojos fijos al frente. Nos separaba escasamente un metro, pero estaba demasiado lejos para poder decir nada sin que nos oyeran, demasiado lejos para tratar de acercarme sin llamar la atención, lo cual habría resultado tremendamente sospechoso: aquellos cabrones venderían a cualquiera por una cucharada extra de azúcar, y yo estaba demasiado ocupado buscando la piedra como para perder el tiempo tratando de que me mirara. Estábamos cada vez más cerca de la huerta, donde desharían las filas y nos pondrían a trabajar, y tenía que localizar esa piedra antes de aquello. Sin piedra no habría fuga y tendríamos que empezar otra vez de cero. Tenía mis esperanzas puestas en largarme de allí ese día. Aquél era el resultado de tratar con un viejo cabrón senil como Cobbett, aquél era el resultado de no tener dinero. Jesús, aquélla era la respuesta: dinero. Tenías justo aquello por lo que pagabas: ya fuera un pañuelo o un guarda de un campo de trabajos forzados. Dinero. Ésa era la respuesta al éxito de Nelson, y al de todos los demás negados: dinero. «Jesús, ¿es que nunca tendré dinero? Sácame de aquí, Dios –pensé–, y conseguiré el dinero. Donaré a una iglesia…»
—¡… Alto! –gritó Harris.
La cuadrilla se detuvo.
—¡Los primeros ocho hombres con Burton!
Burton era otro guarda. Contó ocho hombres y comenzó a conducirlos a través del campo.
—¡Adelante…, andando! –nos gritó Harris al resto.
Reemprendimos la marcha y le eché una mirada a Toko, y vi que su cara estaba poniéndose pálida bajo el bronceado; aquello hizo que me preocupara aún más. Jesús, ¡¿es que no tenía suficiente cabeza como para saber que si la piedra no estaba, pues no estaba y que no había nada que pudiéramos hacer salvo empezar de cero?! Le guiñé el ojo unas cuantas veces y miré hacia otro lado… y entonces la vi.
La piedra.
Era del tamaño de una cabeza de bebé y tenía una mancha de pintura blanca encima. Cada rincón de mi corazón se detuvo preso de júbilo. La piedra estaba tan sólo a unos seis metros del retrete portátil con ruedas de hierro que siempre nos acompañaba a los distintos campos que trabajábamos. Holiday había puesto las pistolas tan cerca del retrete como había podido. «Una chica sensacional, esa Holiday. Una compra sensacional, ese Cobbett. Holiday debe realmente de haberle dado algo por lo que recordarla.» Miré a Toko. Ni siquiera la había visto…
—¡… Alto! –gritó Harris.
La cuadrilla se detuvo.
—¡Los diez siguientes con Byers!
Byers se acercó a lomos de su caballo, contó a diez de nosotros y comenzamos a seguirle a través de la huerta.
—¡Adelante…, andando! –gritó Harris a los demás, y el resto de la cuadrilla se puso en marcha a nuestra espalda.
Todavía hombro con hombro, Toko y yo avanzamos con mucho cuidado por la huerta para no dañar los melones ni los tallos. La huerta de cantalupos, como los otros campos que trabajábamos, estaba arrendada a un contratista civil, y era muy estricto en lo que respectaba a sus melones y tallos. No debían sufrir daños. Era una infracción muy seria. Pero hasta aquel momento, que nadie supiera, nunca se había quejado de que los guardas atravesaran la huerta a caballo.
—No la he visto… –susurró Toko.
—¿Has mirado?
—Claro. ¿Qué supones que habrá pasado?
—Cálmate.
—Tengo que lograrlo, tengo que… –susurró tensamente.
—La he visto –susurré.
—¿En serio?
—Relájate…
—Me había preocupado…
«Tus preocupaciones no han hecho más que empezar», pensaba yo…
1 Apodo del famoso trompetista Louis Armstrong. [N. del T.]
… capítulo 2
La parte del campo en la que estábamos trabajando se encontraba a medio camino entre la acequia y el bosquecillo de eucaliptos al que teníamos que dirigirnos cuando oyéramos la señal. Estábamos recogiendo los cantalupos, apilándolos en pequeñas pirámides para que se los llevaran más tarde los camiones del contratista, avanzando hacia el bosquecillo mientras trabajábamos. Byers había amarrado su caballo a un pequeño roble cercano y estaba parado a la sombra, con una pipa de mazorca en la boca, vigilando su grupo como un padrone. La única diferencia era que Byers estaba acunando el Winchester sobre su barriga.
Toko y yo estábamos trabajando cerca uno del otro, un poco separados del resto, Budlong entre ellos. Aquello era precioso. Aquello era un feliz augurio. Ya no tendría que preocuparme por mi puntería. Ahora lo tenía prácticamente a quemarropa.
—Se está haciendo tarde, ¿no? –me dijo Toko.
—Tenemos tiempo de sobra –respondí. Ya no estaba nervioso. Tenía toda la confianza del mundo. Me sentía cómodo.
—A mí me parece bastante tarde…
—El sol engaña en esta época del año –expliqué–. Sube rápido. Sólo son las siete…
Recogí otra brazada de melones y los apilé, y le eché un nuevo vistazo al sol. Uno podría pensar que a las siete de la mañana el sol apenas se levantaría por encima del horizonte, pero allí se encontraba bien arriba en el cielo. Cuando volví con Toko, le dije:
—Bien, allá voy. Y por amor de Dios, relájate. ¿Me oyes?
—Estoy relajado –dijo.
—Pues sigue así –le pedí–. ¡Salida de formación! –grité hacia Byers.
—¡Salida de formación, segundo grupo! –gritó Byers, advirtiendo al guarda del grupo más próximo que estaría ausente durante unos minutos. Se acercó y se detuvo frente a mí–. ¿Tú? –preguntó.
—Creo que tengo cagalera otra vez –dije.
—No debería estar trabajando –añadió Toko–. Está enfermo…
Byers le sonrió de forma lasciva.
—Ojalá supiera cocinar, ¿eh?
—Tiene cagalera –dijo Toko.
—Algo que comí, seguro –apunté.
—Está bien, ve… –consintió Byers, haciendo señas con el Winchester.
Empecé a cruzar la huerta en dirección al retrete portátil, con cuidado de no pisar ninguno de los tallos de melón, siendo consciente de que Byers me estaba vigilando, a un paso detrás de mí.
—Lamento todo esto, Emperador –dije por encima del hombro.
—¿Sabes qué creo? –contestó–. No creo que tengas cagalera. No creo que tu problema sea ése. Creo que estás estreñido, vaya que sí…
Me dio una fuerte patada en el trasero, tirándome casi al suelo.
—Preferiría que no hiciera eso, Majestad –le rogué.
—Ése es el problema. Está claro –siguió–. Estás estreñido. Necesitas evacuar el vientre.
Me dio otra patada. Caí contra el carro.
—Venga, hazlo rápido –dijo.
—Sí, señor Byers –contesté yo, pasando dentro del carro a través de la cortina de lona.
Me bajé los pantalones rápidamente y me senté sobre el agujero mirando a Byers por la rendija. Estaba parado a un lado del carro, a cinco o seis metros, y supe que era entonces o nunca. Me levanté del asiento, me abroché los pantalones y me tiré al suelo, arrastrándome hasta la entrada, hasta la cortina de lona. Miré afuera. Todo era justo como debía. Salí arrastrándome hasta el suelo y me quedé quieto, tumbado boca abajo e inerte, la mejilla aplastada contra la tierra, oliendo la fertilidad de la marga y la humedad del rocío que había huido del sol al lado resguardado del surco, regresando de nuevo por un instante a mi infancia, recordando el olor de la tierra y el rocío de hacía una vida, pero recordando de forma fragmentaria y no completa, recordando de fuera para adentro en vez de dentro para afuera… Comencé a arrastrarme por el surco hacia la acequia, sin notar sensación alguna de movimiento. Tan sólo podía sentir que me movía por el roce de la tierra contra mi vientre. Finalmente alcancé el montón de tallos de cantalupos donde Toko y yo habíamos estado arrancando melones tres días antes, y que ahora estaban marrones, secos y quebradizos. Aquello me proporcionó una buena cobertura, permitiéndome levantarme un poco sobre mis manos y rodillas, y gatear en vez de reptar. Cuando llegué al extremo del surco cerca de la piedra indicadora me lancé rápidamente al borde de la acequia, deseando hacerme con esas pistolas lo más rápido posible. La acequia era ancha pero poco profunda, no más de sesenta centímetros, y hacían uso de ella principalmente las huertas que había valle abajo. Me metí en el agua, buscando el paquete a tientas, palpando con ambas manos. Entonces lo toqué y lo saqué del agua dando un tirón. Era una cámara de neumático roja que había sido doblada dos veces y vulcanizada después, y atada a ella había una navaja de bolsillo. Abrí la navaja, la clavé varias veces en la cámara y finalmente la partí. Había en ella dos pistolas cargadas y dos cajas de munición. Las pistolas eran revólveres del calibre treinta y ocho; no se trataba de mi arma favorita, pero era lo bastante favorita por el momento. Me metí las armas y las cajas de munición dentro de mi chaqueta vaquera, me di la vuelta y comencé a arrastrarme de regreso.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido: no mucho, quizá dos minutos, pero con seguridad no más de tres. Nunca había habido dudas sobre esta parte del plan, sabía que podía llevarlo a cabo, pero a partir de entonces cada segundo que pasaba aumentaba el peligro y tensaba más y más el hilo del riesgo. No obstante, no sentía ningún impulso de pánico. Me sentía cómodo: tenía un control perfecto de mí mismo. Aquello era lo que había estado esperando. Me había dicho a mí mismo un millar de veces que si las pistolas estaban ahí no me preocuparía más por Toko… Me arrastré de regreso por el surco, llegué hasta la cortina de lona del carro y entré reptando, me bajé los pantalones y me senté otra vez, tratando de hacer algún ruido con mis tripas para demostrar que había estado allí todo el rato. Miré a Byers través de la rendija. Aún seguía allí parado, pero estaba mirando fijamente el carro con aire impaciente. No había inquietud en sus gestos, sólo impaciencia. Gruñí y gemí unas cuantas veces, y después alargué la mano para coger un trozo de periódico del montón y lo rompí ruidosamente, pero no hice desaparecer su impaciencia. Seguía mirando el carro con enfado. Me levanté y me limpié, usando otro trozo de periódico para secarme los antebrazos y quitarme parte del barro, me coloqué los revólveres y las cajas de munición dentro de la chaqueta para que nadie se percatara de que estaban ahí, me abroché los pantalones y salí.
—Pensaba que tal vez te habías caído por el agujero –dijo Byers.
«Eres uno de esos adivinos que leen las vísceras –pensé–. Estás reviviendo un arte perdido.»
—Ha sido la cena de anoche –dije yo–. Tengo un estómago muy sensible.
—Eres sensible de los pies a la cabeza, ¿eh? –ironizó.
«Lo que incluye mi dedo del gatillo, paleto cabrón», pensé.
—Lo siento, milord –respondí.
—Por amor de Dios, ¡deja de gimotear! –se quejó–. Muévete.
—Lo siento, señor –dije, moviéndome…
Cuando regresé con Toko, éste estaba encorvado cavando en una mata de melones. Paró un instante, sin mover el cuerpo, mirándome por encima de su codo. Le indiqué con el pulgar que tenía las pistolas dentro de la chaqueta. Toko se irguió, sujetando con ambas manos un cantalupo casi tan grande como una sandía.
—¿No es precioso? –dijo.
Se alejó y lo apiló con los demás, y después volvió a donde estaba yo y comenzó a cavar en la misma mata.
—¿Cuántas había? –preguntó.
—Dos –le respondí. No dije nada de las cajas de munición. Si algo salía mal, si por un casual le alcanzaba un tiro, ya sería bastante malo para ellos que le encontraran la pistola como para que le hallaran también una caja de munición. Es muchísimo más fácil rastrear el origen de una caja de munición que el de una pistola.
Me incliné y empecé a cavar con él en la mata. Eché una mirada alrededor y me aseguré de que no hubiera nadie observándonos, y entonces le pasé discretamente uno de los revólveres. Se lo metió dentro de la chaqueta.
—¿Está cargado? –preguntó.
—Sí –dije–. Ahora, tranquilo. Casi lo hemos conseguido.
Desde las montañas al norte, llegó a nuestros oídos la fuerte y vibrante música de un motor diésel. Nos miramos el uno al otro.
—¿Ves cómo salen estas cosas cuando las hace un experto? –me jacté–. Es como pulsar un botón. Ahora, empieza a acercarte lentamente al bosquecillo de eucaliptos. Cuanta menos distancia tengamos que cubrir, menos peligroso será.
—¿Crees que habrá tiros?
¿Que si creía que iba a haber tiros?…
—Dará igual si corres en zigzag –le dije–. Recuerda eso. Zigzag.
Estaba poniéndose pálido otra vez.
—Ya no queda mucho –seguí diciendo–. Vamos, empieza a moverte, lentamente. Y haz lo que yo haga.
Fui detrás de él mientras avanzaba a lo largo de la hilera de matas, con el cuerpo doblado, fingiendo que estábamos buscando melones. En un minuto o dos nos habíamos acercado al grupo en el que estaba Budlong. Éste levantó la vista con una sonrisa.
—Hola, cariño –me saludó–. Toko, qué bien tratas a esta monada –le dijo a él–. Me gustaría probarlo en mis carnes –comentó después hacia los demás.
Los demás se rieron.
—Querido Budlong –dije–. Querido, querido Budlong. El Sátiro del Establo. ¿Es realmente cierto que sueñas con pasar una noche a solas conmigo? No lo dices por decir, ¿verdad?
Budlong esbozó una sonrisita pero no dijo nada, y Byers se acercó a nosotros, deteniéndose a escasos metros.
—Esto parece una maldita búsqueda de huevos de Pascua –observó–. Dejad de darle a la sinhueso y separaos…
Empezamos a separarnos, y entonces oímos los dos bocinazos del autobús, tan seguidos que prácticamente sonaron a la vez. Aquélla era únicamente la señal para prepararnos, no para actuar, pero con Byers tan cerca y Toko temblando del nerviosismo supe que tenía que ser en ese momento, listos o no. Además, repentinamente, Byers había notado algo. Dio un paso hacia atrás, descolgando el Winchester de entre sus brazos de manera indecisa e instintiva y le pegué un tiro en la barriga. Tenía el Winchester y no iba a correr ningún riesgo con él. Puede que dispares a un hombre en la cabeza o el corazón y viva lo suficiente como para matarte, existe esa posibilidad; pero si le das en el abdomen, justo encima de la hebilla del cinturón, lo paralizas de manera instantánea. Puede que sea consciente de lo que está ocurriendo, pero no hay absolutamente nada que pueda hacer al respecto. Vi cómo la bala atravesaba la pequeña isla de camisa blanca que asomaba entre su chaleco y sus pantalones. El Winchester saltó de sus brazos y Byers cayó al suelo, desplomándose pesadamente como un muñeco de nieve derretido.
—¡Corre! –le grité a Toko.
Budlong estaba completamente anonadado. No movió un solo músculo.
—Esto es lo que yo he estado soñando contigo, cariño –anuncié.
Siguió sin moverse. Cuando extendí mi brazo lo único que hizo fue mirar el arma. Se encontraba a menos de medio metro de su cara. Apreté el gatillo y la bala le alcanzó en el ojo izquierdo; una gota de líquido salió proyectada hacia fuera y el párpado cayó tapando el agujero como una persiana sobre una ventana a oscuras. No hubo sangre ninguna.
Me di la vuelta y empecé a correr con todas mis fuerzas a través de los surcos, sobre el escabroso terreno, siguiendo a Toko, haciendo zigzag, doblando la cintura todo lo posible sin reducir la máxima velocidad que me daban mis piernas. Todos los guardas se pusieron entonces a disparar, y las montañas devolvían los débiles y vibrantes ecos de los Winchester, pero yo no me preocupé ni por lo que se tarda en concebir medio pensamiento. No habían disparado desde Dios sabía cuándo…
Las piernas en movimiento de Toko, que subían y bajaban con fuerza, entraron pronto en mi línea de visión, y cuando me puse a su lado se detuvo bruscamente y enderezó el cuerpo, y la expresión de su cara era una síntesis de todas las pesadillas que habían sido soñadas por el mundo desde el inicio de los tiempos.
—Tengo miedo… –dijo.
Seguí corriendo durante unos pocos metros y después me giré, ralentizando mi carrera, mirando hacia atrás. Harris iba sobre su caballo, yendo hacia mí cruzando la huerta, pero el terreno también era escabroso para el animal, y su paso era bamboleante y cauteloso. Toko se encontraba parado a tres metros de mí, entre Harris y yo. Apunté a Harris, pero cuando disparé lo hice hacia Toko. La bala le alcanzó en la sien y en sus labios se formó una gran burbuja de saliva, tras lo cual cayó de bruces a tierra.
Reanudé la carrera. Los Winchester seguían disparando pero no llegué a oír el sonido de una sola bala, tan sólo el crujido del fuego de los rifles y los débiles ecos desde las montañas. Mientras aquellos cabrones pudieran alcanzarte con una porra o con una correa de cuero anudada su puntería era magnífica, pero cuando tocaba disparar…
Llegué al borde de la huerta y salté por encima de una pequeña acequia, otra acequia, una pequeña, secundaria, lanzándome de cabeza hacia los eucaliptos. Allí, en aquel bosquecillo, escuché de hecho las balas por primera vez. Estaban impactando contra las hojas y las ramas con un golpeteo susurrante y entonces, súbitamente, surgieron unos nuevos sonidos muy cerca de allí, fuertes y estridentes, y levanté la vista, sobresaltado y un poco tembloroso, y vi que se trataba de una metralleta. Estaba escupiendo llamaradas dentadas de treinta centímetros y la sostenía en sus manos un hombre al que jamás había visto.
La impresión de ver a un hombre allí en vez de a Holiday me dejó helado. Me sentí como si alguien hubiera lanzado una ventisca contra mi ombligo. Llevaba gorra, pajarita y un traje azul, y se encontraba de pie a mi izquierda al borde del bosquecillo, totalmente al descubierto, con el antebrazo izquierdo apoyado en un arbolillo tan joven y fino que se sacudía con cada retroceso del arma, moviendo la metralleta de lado a lado en una corta línea recta, como un hombre que estuviera regando pacientemente una franja de césped. Me quedé allí tumbado…
—¡Rodéame y vete al otro lado! –gritó hacia mí, y entonces me di cuenta de que no era ningún hombre, era Holiday.
Me puse en pie, rodeándola hacia el otro lado, y miré en dirección a la huerta de cantalupos. No se veía a Harris ni a su caballo por ningún lado. Algunos de los presos estaban tumbados junto a la acequia y había un grupo de guardas a un lado disparando rodilla en tierra, pero sin darle a nada. Se encontraban a más de ciento ochenta metros. Holiday les lanzó otra ráfaga de metralleta y después la bajó.
—Por aquí –dijo, alejándose a la carrera a través del bosquecillo. Las balas de los Winchester de los guardas seguían impactando contra los árboles que nos rodeaban, pero sin mayores consecuencias que una lluvia de primavera sobre un tejado de pizarra. Había un sedán nuevo aparcado en el camino de tierra frente a nosotros, uno con buen aspecto. El motor estaba en marcha y Jinx iba al volante. Tenía la puerta de atrás abierta cuando Holiday y yo llegamos y nos lanzamos dentro de cabeza. La puerta se cerró de golpe, sacudiendo el sedán. Holiday se incorporó en su asiento y comenzó a ponerle un nuevo tambor de munición al arma.
—Menudo cacharro tienes ahí –apunté–. Jesús, ¡menudo cacharro!
—Se lo pedí prestado a un amigo –respondió ella. Me miró–. Es el segundo hermano que me matan los polis –se lamentó con lentitud.
—Pobre Toko –dije yo a mi vez–. Se levantó en el momento equivocado. Intenté hacer que siguiera para adelante…
Ella señaló con la cabeza dos cajas de cartón para trajes que estaban de pie sobre el suelo del coche.
—Más vale que te pongas eso. Lo siento por los zapatos.
—¿No conseguiste unos?
—Un 43. No pude encontrar un 42.
—No importa –dije. Cogí una de las cajas y la abrí. Dentro había un conjunto completo: camisa, calcetines, zapatos y traje. Eran baratos y de mala calidad, pero qué demonios…
—Ése es el de Toko –indicó ella–. El tuyo es el otro.
—Llevaba el arma encima cuando cayó –dije–. No tuve tiempo de cogerla.
—No pueden rastrearla –contestó ella dejando la metralleta en el suelo, apoyada contra la puerta con la boca hacia abajo.
—Me alegro –reconocí yo.
Tenía la chaqueta vaquera a medio quitar cuando Jinx dio el giro para entrar en la autopista desde el camino de tierra. El brusco viraje me hizo perder el equilibrio y caí al suelo, encima de los pies de Holiday. Mientras regresaba a mi asiento noté que el coche recuperaba la horizontalidad y ganaba velocidad.
—Me alegro mucho de que Cobbett no nos fallara –dije–. Era lo único que me tenía preocupado.
—Tenía claro que haría su parte –aseguró ella.
—Deberíamos darle una bonificación –propuse.
—Ya la ha tenido –reveló ella–, y aún me quedan muchas más…
«Desde luego que sí –pensé yo–. Te quedan más que a cualquier tía del mundo.»
Pasó el brazo por encima del asiento delantero y cogió otra caja para trajes que estaba junto a Jinx. Levantó la tapa y sacó un vestido cuidadosamente doblado. Se quitó la gorra que llevaba, la tiró al suelo y después se sacudió el pelo con ambas manos.
—Eso ha estado muy bien –señalé–. Vestirte con un traje de hombre…
Ella me sonrió, desabrochándose el cinturón de los pantalones, pero no la bragueta, y se los quitó arqueando los hombros contra el asiento para levantar el trasero. Tenía las piernas blancas y esbeltas. Pude ver hasta el más minimo detalle de su piel, los pigmentos, poros e innumerables grietas y valles que se entrecruzaban por encima de sus rodillas, formando dibujos que eran tan hermosos e intrincados como cristales de nieve. Y había otra cosa que también vi por el rabillo de mi ojo izquierdo, e intenté no mirar, no porque no quisiera, no por pudor, sino únicamente porque cuando llevas esperando tanto tiempo como llevaba yo para ver uno de aquéllos quieres que se revele con todo detalle, sostenuto. Intenté no mirar, pero lo hice y allí estaba: la Atlántida, la ruta a Catay, las siete ciudades de Cíbola…