No querría terminar estas páginas sin mostrar de manera explícita mi más sincero agradecimiento a aquellas personas que con su cariño y dedicación han hecho posible que este libro haya visto la luz en un espacio de tiempo sorprendentemente corto. Tengo la seguridad de que, sin su ayuda, no habría sido posible.
En primer lugar, a mi familia y amigos más cercanos, siempre dispuestos a tenderme una mano en los momentos en que se ha hecho preciso; a mi buen amigo Jordi Nadal, por ofrecerme el reto de escribir este libro, y pasar a formar parte, así, de su magnífico catálogo editorial; a mi buen amigo –magnífico escritor, consultor y conferenciante– Álvaro González-Alorda, por sus sugerencias y consejos, siempre tan estimulantes y atinados; a Óscar Pintado, Fernando Peche y Alberto Frías, que generosamente han gastado su tiempo en corregir el manuscrito y transmitirme numerosas mejoras que he tenido el gusto de incorporar; a Antonio Núñez, Santiago Leyra, Miren de Felipe, Ricardo Calleja, Enrique Marín, Lola Gimeno y Juan Antonio Fenollar, quienes me han apoyado decisivamente en momentos realmente importantes, y ante los que me siento en deuda de gratitud. Merece una mención especial mi buen amigo Pablo Moraleda, quien, en el contexto de nuestras amplias y múltiples sesiones de jogging por el Parque de El Retiro de Madrid, me ha ilustrado ampliamente con su agudísimo olfato comercial. A la familia González Romero –Juan Antonio, Amparo, Fernando y Antonio– por la generosidad con la que han puesto a mi disposición un verdadero locus amoenus en versión gaditana, en el que he podido remansar mis pensamientos y terminar el manuscrito del libro; y, por último –y no menos importante– a todos los músicos con los que hasta ahora he trabajado, y de los que he tenido la fortuna de aprender la mayor parte de las enseñanzas contenidas en esta Inteligencia musical.
Recuerdo muy bien que en una ocasión mi padre –director de orquesta con una fantástica trayectoria profesional– me contó cómo, después de una ejecución esmerada y profunda del Requiem de Wolfgang Amadeus Mozart, una persona del público se le acercó y le dijo: «Gracias, maestro, porque después de su interpretación de esta noche, he decidido rehacer mi vida». Mi padre aseguraba que ése había sido el mayor éxito profesional de toda su carrera.
Este recuerdo me ha ayudado mucho, a lo largo de todos mis años de andadura como intérprete, a entender el poder transformador que tiene la música. Y es que la música puede hacer mejores a las personas. Si echamos una mirada al mundo, ¿qué observamos? Parece que, a pesar del formidable despliegue tecnológico que acelera nuestra sociedad, la incomunicación y la estridencia se han convertido en los grandes éxitos que emite nuestro mundo, rompiendo su armonía. Y así, cuando tenemos que abordar conflictos o situaciones difíciles, nos escondemos detrás de la tecnología, en vez de atrevernos a conversar cara a cara, a pronunciar un tú sincero. A nuestro alrededor descubrimos sin demasiado esfuerzo las consecuencias de esta falta de armonía, fruto de la incomunicación: personas rotas, familias rotas, equipos rotos, empresas rotas, países rotos… ¡un mundo roto! ¿Puede ser que estemos interpretando el mundo en una clave errónea? ¿Puede que estemos intentando abrir sus puertas con una llave equivocada?
Espero que el lector permita mi osadía si le aseguro que estoy convencido de que la música se revela como uno de los grandes solucionadores de problemas que han sido dados al hombre, gracias a su impresionante poder transformador. Ante esta afirmación, enseguida surgen varios interrogantes: ¿en qué consiste este poder? ¿Hace falta una preparación especial para acceder a él? O, dicho de otra manera, ¿puede la música transformarme a mí? ¿Puede cambiar mi manera de comportarme, de tratar a los demás, de levantarme por las mañanas, de sonreír a mi jefe o al conductor del autobús? La respuesta es sí.
La música puede transformar el mundo –una familia, una empresa, una sociedad– porque puede transformar a las personas; mejor dicho, a cada persona. Como explica el filósofo anglo-americano George Steiner, la música –como cualquier obra de arte valiosa– es de una indiscreción total: pregunta por nosotros, nos interpela. Desea entrar en comunicación con el espacio más íntimo de cada ser humano. En función de la respuesta que demos a tan exigente llamada, podremos mejorar o no.
Esto es lo más grande que tiene el arte. Por eso, los grandes creadores de todos los tiempos permanecen vivos en sus impresionantes creaciones. El Rey Lear de Shakespeare o la Sinfonía «Júpiter» de Mozart siguen hablando al corazón de quien sepa ponerse en disposición de escuchar su imperecedero mensaje, porque –a pesar de todo– el hombre sigue siendo hombre. Los sueños, las aspiraciones, las frustraciones y los anhelos del ser humano actual y del de hace veinticinco siglos son, más o menos, los mismos. En el libro del Eclesiastés –que data del siglo III a. C.–, se lee: «Lo que fue / es lo que será. / Lo que se hizo / es lo que se hará. / Nada hay nuevo bajo el sol. / Cuando de algo se dice: “Mira, esto es nuevo”, / ya existía en los siglos que nos precedieron». Estas palabras, que podrían haber sido escritas ayer, seguirán permaneciendo actuales dentro de quince siglos. Lo mismo sucede con las tragedias de Sófocles o los Diálogos de Platón.
«Espero que el lector permita mi osadía si le aseguro que estoy convencido de que la música se revela como uno de los grandes solucionadores de problemas […], gracias a su impresionante poder transformador.»
Las grandes obras de la literatura, el arte y el pensamiento resultan de una sorprendente actualidad, y siempre encierran –y esto es lo decisivo– una importante enseñanza para cada hombre, también para el del siglo XXI. Por eso es fundamental perderles el miedo, descubrir su lado amable, dedicarles tiempo y atención. En definitiva, otorgarles un espacio en la propia vida. Flaco favor se les hace a todas las obras maestras de la literatura, de la música o del cine cuando se ofrecen como suplemento a la prensa dominical. ¿Qué sentido puede tener el que, por unos pocos euros, se vendan conjuntamente un panfleto a todo color sobre las nuevas nupcias de un torero, y los cuartetos Razumovsky de Beethoven? Para mí, es señal inequívoca de que en esta sociedad –como señalaba el intelectual francés Jean Clair– los dioses han desertado.
«Las grandes obras de la literatura, el arte y el pensamiento resultan de una sorprendente actualidad, y siempre encierran –y esto es lo decisivo– una importante enseñanza para cada hombre […]»
Volviendo a la cuestión del poder purificador que tiene la obra de arte, pienso que todos lo experimentamos cuando vemos, por ejemplo, una película que nos conmueve profundamente. Tal vez no sepamos explicar muy bien si se debe a una determinada disposición anímica previa; o si la película en cuestión nos sorprende en un momento en que tenemos bajas las defensas emocionales. En cualquier caso, cuando esto se da –y se da con relativa frecuencia– quedamos como golpeados, tocados en lo más profundo. Tanto es así que incluso nos puede costar regresar a la realidad cotidiana y banal. En esos indescriptibles momentos –en que desearíamos que nadie nos molestara y que perduraran por siempre–, se experimenta un estado de serena exaltación; se goza de una paz y una satisfacción que no se cambiarían por nada del mundo.
He elegido a propósito el ejemplo del cine porque viene a ser el producto artístico –el llamado séptimo arte, que, por desgracia, cada vez lo es menos– de consumo más popular, habitual e inmediato. Sin embargo, cuanto más abstracta sea la obra artística en cuestión, tanto mayor será la satisfacción que a uno le procure. Por supuesto, también requerirá más preparación, más formación. Hay una ley humana no escrita que nos recuerda que todo lo bueno cuesta; y cuanto más alto sea el bien que se persigue, más esfuerzo lleva consigo el alcanzarlo. Esto lo experimentan en sus propias carnes todos los que asumen retos ambiciosos. Aprobar una oposición, ganar el Tour de Francia o coronar la cima del Annapurna son objetivos que requieren tremendos esfuerzos, privaciones y sinsabores. Pero todos los que lo han conseguido aseguran que el sacrificio vale la pena. Pues algo análogo sucede con las obras artísticas. Cuando una persona posee la formación necesaria –y esto es algo que está al alcance de cualquiera–, una representación teatral, la lectura de unos versos o la audición de una obra maestra de la música le comportan un placer difícilmente descriptible. Es mucho, por tanto, lo que está en juego. No en vano, Aristóteles hablaba en su Poética de la fuerza purificadora que tiene la creación artística. La obra de arte resulta purificadora porque tiene la capacidad de liberarnos de nuestras dudas y temores.
Invito al lector a que intente recordar la última ocasión en que fue tocado por una película o un libro, y convendrá conmigo en que Aristóteles estaba en lo cierto. Como este gozo es de tipo espiritual, siempre resultará muy superior –por extraño o exagerado que pueda parecer– al que se deriva de una cena en un restaurante de moda, ir de compras por la Quinta Avenida, o disfrutar de un crucero por el Adriático.
Además de la capacidad para despertar nuestro lado más humano –esto es, más espiritual–, la música nos puede hacer mejores gracias al poder terapéutico con que incide en nuestro ánimo y en nuestro cerebro. El neurólogo Oliver Sacks, gran especialista en la enfermedad del Parkinson, afirma que «el poder terapéutico de la música es importantísimo, y tiene un efecto de relajación de los movimientos que resultaría imposible de no mediar su actuación». Aunque todavía está por explorar toda su fuerza sanadora, la ciencia ha arrojado algunos datos que han hecho ver a la comunidad científica internacional los beneficios de la implantación de terapias de tipo musical. A este respecto, el físico y divulgador de la ciencia Philip Ball, afirma lo siguiente: «La música puede desencadenar procesos fisiológicos a simple vista muy alejados de lo puramente cognitivo. Por ejemplo, puede afectar al sistema inmunológico, incrementando los niveles de proteínas que combaten las infecciones microbianas. Asimismo, tanto la ejecución como la escucha pueden regular la secreción de hormonas que inciden en el estado de ánimo, como el cortisol, lo que demuestra que el uso de la música en terapias psicológicas tiene un fundamente bioquímico sólido».
Así pues, la música puede cambiar nuestro estado de ánimo. ¿Por qué no hacer la prueba? Propongo un experimento para alguno de esos días en que tenemos la sensación de que existe una conspiración universal contra nosotros; en que todo nos irrita; en que el tráfico se hace insufriblemente lento; en que todas las personas con las que topamos –conviene no olvidar que el problema suele residir en nosotros– se nos antojan definitivamente estúpidas… Precisamente entonces, en vez de quejarnos inútilmente de lo odioso que es todo, propongo una pequeña terapia musical: el segundo movimiento –Andante– del Concierto para Arpa y Flauta KV 299 de W. A. Mozart. Si no funciona, creo que podremos asumir la inversión de siete minutos que hayamos hecho. Pero, ¿y si funciona?
«Además de la capacidad para despertar nuestro lado más humano –esto es, más espiritual–, la música nos puede hacer mejores gracias al poder terapéutico con que incide en nuestro ánimo y en nuestro cerebro.»
La música de Mozart, como recordaba el gran director de orquesta Bruno Walter, suena tan alegre que da ganas de llorar. Tiene la virtud de apaciguar los ánimos y de devolvernos a un estado natural de optimismo –con arreglo al carácter de cada uno–, del que nunca deberíamos haber salido. Nuestro estado de ánimo nunca podrá mejorar la situación del tráfico. ¿Por qué no cambiar –con ayuda de la música– lo que tenemos a mano, es decir, nuestro estado de ánimo?
«El efecto de la música en el organismo es inmediato y muy poderoso, tanto para el oyente como para el intérprete y el compositor. En realidad todos participan del mismo fenómeno, aunque cada uno lo haga según sus capacidades.»
Definitivamente, la música no es superflua sino necesaria, máxime en una sociedad algo desquiciada y neurótica como la nuestra. Los hombres necesitamos esos reductos en los que poder reencontrarnos con quienes de verdad somos; con lo más auténtico que late en el interior de cada uno de nosotros. Dice el etnomusicólogo John Blacking: «El desarrollo de los sentidos y la educación de las emociones a través del arte no son sólo opciones deseables, sino elecciones esenciales para la acción equilibrada y el uso efectivo del intelecto».
El efecto de la música en el organismo es inmediato y muy poderoso, tanto para el oyente como para el intérprete y el compositor. En realidad todos participan del mismo fenómeno, aunque cada uno lo haga según sus capacidades. El director de orquesta napolitano Riccardo Muti recuerda que el poder de la música «no tiene nada que ver con la intensidad de volumen o la emoción física. Es mucho más profundo que eso […]. Una interpretación musical no es algo que suceda solamente sobre el escenario, sino que una buena interpretación es una combinación de instrumentistas y público. El público forma parte de la interpretación, y el modo en que sigue la interpretación nos aporta mucho, porque sentimos su influencia. Nosotros les damos algo a ellos, y ellos nos dan algo diferente a nosotros».
Tanto los unos como los otros resultan afectados durante una interpretación en vivo. Esto no podría darse si faltara alguno de los dos elementos. Veremos con más detenimiento por qué se produce este flujo y reflujo de comunicación –de comunión– especialísima cuando se interpreta música.
Suponiendo que, con lo que llevamos ya dicho, el lector profano en la materia empiece a vislumbrar la importancia real que la música tiene en la vida de las personas; o que, al menos, comience a sospechar que lo que se está perdiendo vale realmente la pena, podría plantearme: «Bueno, un momento, a mí me gusta la música; pero otro tipo de música. ¿O es que solamente se ha de tener en cuenta la música clásica?». Ante este tipo de objeción, lo primero que suelo explicar es que yo no distingo entre música clásica –el término es equívoco– y moderna, sino entre música buena y mala. En su género, hay música actual de gran calidad, así como música escrita por compositores renombrados en su época, que carece absolutamente de interés. El musicólogo alemán Hans Heinrich Eggebrecht ilustra esta cuestión de una manera brillante: «El gusto es subjetivo, aunque también tiene siempre motivos objetivos (u objetivables): la idiosincrasia, la experiencia, la cultura, la edad, la costumbre, la pertenencia a un grupo, etcétera. El juicio del gusto que decide acerca de lo bueno y lo malo, puede modificarse en el nivel de sus motivos objetivos. Así por ejemplo, la barrera de recepción ante la música moderna (o antigua) puede quedar reducida o incluso eliminada del todo por la habituación (al acostumbrarse el oído) y por la comprensión cognitiva. Y el juicio que considera una canción de moda inferior a un Lied de Schubert, por poner ambos en relación comparativa, puede modificarse apenas el oyente abandone tal punto de vista comparativo y, adaptando su actitud receptiva en cada momento a cada una de esas formas de música y preparándose para su función, llegue a unas actitudes y unos criterios valorativos capaces de diferenciación funcional: habrá para él canciones de moda buenas y malas, lo mismo que hay buena y mala música culta; aunque las barreras de las necesidades pueden oponer obstáculos insalvables en un sentido u otro: “Todas las canciones de moda son música mala y no me interesan”, o por otro lado: “La música artística es demasiado elevada para mí y no me importa”».
Creo que no se puede expresar de una manera más clara y concisa. Ahora bien, dicho esto, he de sostener –y el que no esté de acuerdo, ruego me corrija– que cuando alguien ha probado el foie, ya no suele acercarse nunca más a las hamburguesas industriales; al menos, si puede elegir. Lo ilustraré con un ejemplo real. Tengo un buen amigo que disfrutaba mucho con la música de Bob Dylan: tenía toda su discografía, e incluso era capaz de tocar bastante bien sus canciones con una guitarra acústica y una armónica, emulando a su ídolo de Minnesota. Pero he aquí que un buen día, mi amigo cometió la imprudencia –por sugerencia mía, lo admito– de comprarse una grabación en CD de las cuatro sinfonías de Brahms. Al poco tiempo me contaba entusiasmado que había regalado todos sus discos de rock, y que únicamente encontraba satisfacción en aquellas monumentales obras, que ya empezaba a conocer de memoria.
Posiblemente las hamburguesas industriales tienen su momento, como la música de entretenimiento, las novelas de suspense o el cine de acción. Pero si lo que uno necesita es apaciguar las expectativas y los anhelos de su espíritu, entonces ha de buscar necesariamente en las fuentes que pueden apagar esa sed.
Audición recomendada
Concierto para Piano y Orquesta nº 5 «Emperador» en Mi bemol mayor, op. 73.
2º Movimiento: Adagio un poco mosso.
[Enlace]
De manera injusta y bastante discutible, siempre se ha dicho que Ludwig van Beethoven no era un gran melodista. Dicho de otra manera, su música nunca se ha considerado fácil de silbar. Es cierto que sus creaciones no se parecen a las de Haydn o Mozart, cuyas líneas fluyen con una aparente facilidad que asombra. Sin embargo, y fruto de un enorme esfuerzo y del trabajo concienzudo, Beethoven poseía un dominio sin precedentes de la estructura formal, de la arquitectura de la música.
Como contraste a lo que acabo de señalar, el segundo movimiento de su último concierto para piano –compuesto entre 1809 y 1811– es un auténtico prodigio de la sencillez melódica. Realmente no se puede decir más con menos medios. Una introducción dulce y calmada de la orquesta –con un marcado carácter pastoral y evocador– prepara la bellísima entrada de la parte solista. Si se escucha sin prisa y con atención, se puede escuchar la vox clamantis del espíritu humano. Si tuviéramos que elegir la manera de expresar todo lo bueno que hay dentro de cada uno de nosotros, pienso que lo haríamos con un lenguaje muy parecido al de esta obra maestra.