Francisco José Faraldo
El vecino invisible
(Una aproximación impertinente a Portugal y a los portugueses)
Primera edición: abril de 2015
© De la obra: Francisco José Faraldo
© Cubierta ilustrada por Jorge E. Maojo.
© Bohodón EdicionesTM S.L.
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ISBN: 978-84-16355-16-7
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Créese generalmente más allá de los Pirineos que el portugués y el español son iguales y que el hombre de la Península es el mismo en Lisboa que en Cádiz. Es un error. Son dos pueblos tan diferentes en su carácter y naturaleza como en sus condiciones físicas.
Laura Permon, duquesa de Abrantes (Portugal a principios del siglo XIX)
Oh, Deus de Ourique, manda-nos os castelhanos.
Eça de Queiroz (Os Maias)
Hay un Pueblo en los confines de Iberia que ni se gobierna ni se deja gobernar.
Julio César
Tengo muy vivo el recuerdo de la primera vez que avisté territorio portugués, una experiencia limitada a su observación en la distancia. Fue por el verano, y yo estaba de camping en un pinar, a la orilla del Miño, cerca de La Guardia. Al otro lado del río se extendía una larga franja de color verde, ribeteada por arenales, en la que destacaba el blanco caserío de Camiña. La vasta corriente de agua, crecida y adelgazada por el vaivén de las mareas, separaba dos mundos quizás diferenciados por muchas cosas pero sobre todo por algo muy importante: en una orilla, el Estado Novo –la siniestra dictadura de Oliveira Salazar, encarnada tras su enfermedad y muerte en la figura de Marcelo Caetano– había sido tumbado por la sublevación militar del 25 de abril de 1974, los portugueses disfrutaban de libertad y el país vivía un prometedor período de transformaciones sociales; en la orilla donde me encontraba, la dictadura franquista –ese régimen político mezcla de fascismo, nacional-catolicismo y militarismo– prolongaba su agonía, la represión se ejercía con la furia acostumbrada y, aunque cabía intuir un próximo final, nunca llegaba el momento del desenlace. Una noche, recostado ante la tienda de campaña, con la mirada puesta en el enjambre de luces de la otra ribera, presencié una exhibición de fuegos artificiales: un intermitente surtido de cohetes y bengalas se elevaba sobre el cielo de Camiña, que aparecía y desaparecía bajo el brillo fugaz de estrellas y palmeras de pólvora. Yo vivía el espectáculo con emoción y un doloroso sentimiento de agravio: Portugal era una fiesta y España, un país amedrentado, funeral, rancio, encogido bajo un poder despótico, una penitenciaría de la que resultaba complicado salir: el pasaporte estaba vedado para los desafectos al Régimen. Tras su apacible belleza, la desembocadura del Miño se erigía como un abismo.
A ojos de muchos españoles, al menos de la minoría social que hacía oposición al franquismo, la Revolución de los Claveles no solo fue motivo de esperanza sino que introdujo además una quiebra en la imagen deslustrada que de Portugal se tenía en España: un país pobre, rural, adocenado, falto de inventiva, triste, gustoso de canciones plañideras entonadas siempre por la misma señora, gobernado con crueldad por unos personajes que contagiaban grisura, dormido en los laureles de sus viejas glorias, agarrado como a un clavo ardiendo a un puñado de colonias que formaban un imperio anacrónico, etcétera. Portugal y España compartían muchas cosas: sus raíces en un viejo reino y con ello un remoto vínculo familiar, la contigüidad en una península esquinada del continente europeo, una vida política y social congelada a golpes de autoridad en un pasado aciago y una posición marginal en el contexto de una Europa próspera que avanzaba en su unidad y tenía como pilares las libertades democráticas y el bienestar social.
Pero, al mismo tiempo, había entre ambos países una relación de otredad, una clara y viciosa distinción entre nosotros y los otros, que al menos por parte española bebía en la idea de que los portugueses eran de peor suerte y que su situación en muchos ámbitos, tanto si se miraba al pasado como al presente, no resistía la comparación, de manera que esa operación producía un efecto claroscuro, embellecedor para el vecino de inmueble. Esa diferencia de condición, ese sentimiento de superioridad, expresión de una falsa conciencia, aportaba miserable pasto a un orgullo patrio tan banal como hambriento de satisfacciones. El cotejo con los países de la Europa de la CEE arrojaba un resultado bochornoso, pero Portugal venía a ser ese pariente humilde que por parangón situaba a España en la rama acomodada de la familia, y a quien seguramente a causa de ello se le daba la espalda e ignoraba.
«¿A qué se debe este alejamiento espiritual y esta tan escasa comunicación de cultura? –se preguntaba Miguel de Unamuno en el libro Por tierras de Portugal y España– Creo que puede responderse: a la petulante soberbia española, de una parte, y a la quisquillosa suspicacia portuguesa, de la otra parte.»
El éxito de la insurrección militar del 25 de abril, las movilizaciones populares que vinieron a continuación y los cambios políticos, económicos y sociales que se anunciaban resultaron sorprendentes y daban noción de un país vital, de ideas avanzadas, poseído del coraje suficiente para quebrar la continuidad del salazarismo, sin tener que esperar –como en nuestro caso– a que la decrepitud y muerte del dictador dieran solución al problema. Ese vecino despreciado e ignorado se revelaba de repente como un sujeto digno de admiración, mucho más interesante de lo imaginado, poseedor de una rica sociedad civil, con organizaciones políticas sólidas que en las condiciones difíciles de la clandestinidad habían sabido extender su influencia, servido por una milicia que había vuelto sus armas contra los opresores, listo para romper esquemas y dar lecciones.
Aunque nunca faltaron entre nosotros estudiosos de la cultura portuguesa, atraídos por su riqueza y rasgos singulares, y personalidades de tradición republicana o libertaria que alimentaban el sueño de un vínculo federal entre los pueblos de la península Ibérica, la Revolución de los Claveles y los subsiguientes sucesos despertaron entre sectores sociales más amplios la curiosidad por ese país del que nos separaban un rosario de tópicos y una larga frontera. Durante años Portugal se puso de moda. El fracaso del impulso transformador propiciado por el Movimiento de las Fuerzas Armadas, en lo relativo sobre todo a sus aspiraciones en materia económica y social, y la configuración tanto en Portugal como en España de regímenes democráticos más o menos homologables con los del resto de Europa, en los que hallaron cómodo asiento viejos y emergentes poderes oligárquicos, acabaron esfumando el hechizo. Para muchos españoles, sobre todo jóvenes, Portugal se convirtió en un lugar de vacaciones asequible, confortable y no desprovisto de encanto; hasta que la globalización hundió el negocio, gentes de todas las edades se acercaban a sus poblaciones fronterizas los fines de semana para adquirir a precios de saldo toallas y piezas de algodón; otros, menos numerosos, descubrieron en el país una muy estimable nómina de escritores, donde despuntaban Pessoa, Saramago, Lobo Antunes y el italiano reconvertido en portugués, Antonio Tabucchi, o cineastas de talla como Manoel de Oliveira o le cogieron gusto a los fados, en la voz de una Amália Rodrigues rediviva o en la de Mariza, o sumaron a su colección de música cedés de Madredeus o de Rodrigo Leão. Pero, como rasgo crónico, dominante en la conciencia social, para una gran mayoría de españoles Portugal continuó siendo ese vecino invisible del que con tanto acierto nos habla en este libro Francisco José Faraldo. Parafraseando a un dictador mejicano de infeliz memoria, a quien como principal mérito cabe atribuir una reflexión ingeniosa, bien puede decirse que Portugal está tan cerca de España como lejos de los españoles.
El vecino invisible (una aproximación impertinente a Portugal y los portugueses) es una obra que se propone –según confesión de su autor en Nota preliminar– describir cómo son Portugal y los portugueses y nuestra relación con ellos. La idea no puede ser más oportuna. Desvelar el rostro borroso de nuestros vecinos, empañado por el desdén y los prejuicios, tomar nota de lo que se ve o se cree ver cuando nos miramos mutuamente y derruir las medianeras que separan a pueblos tan unidos por la historia y la geografía, son tareas harto necesarias. El libro no es una guía turística de Portugal –se nos advierte en sus primeras páginas–, pero en sus páginas hay mucho de guía espiritual, expuesta a menudo en confrontación con algunos hábitos de los españoles.
Quien realiza esa labor es un escritor con buen conocimiento de causa, que por su singladura vital dispone de la posibilidad de juzgar a unos y otros desde dentro y desde fuera, al ejercer a un mismo tiempo los papeles de actor y de espectador, una doble posición que le facilita percibir lo común y lo diferente. La suya no es una mirada de antropólogo sino de ciudadano que contempla el panorama con sorna, desenfado, perspicacia, espíritu crítico y una buena dosis de empatía, lo que no le impide en ocasiones efectuar un medido reparto de sopapos y carantoñas. De ahí que el propio autor califique de impertinente su aproximación a Portugal, pero no hay en su texto agravio que justifique un duelo.
Así, pues, cuenta Francisco José Faraldo con un espléndido bagaje para acometer esa tarea. De un lado, porque como buen gallego no se ha privado de abandonar su tierra y dar una pequeña vuelta por el mundo, con escalas en Madrid, Mieres y Gijón, pero, a diferencia de otros compatriotas suyos, cuando entendió llegado el momento del regreso, o no calculó bien la frenada o lisa y llanamente optó por pasar de largo y asentar sus reales en ese antiguo reino crecido al sur del Miño. Tiene pues en su haber sobradas vivencias como español y como portugués. De otro, reúne la triple condición de enseñante –tanto en el ejercicio directo de la docencia en España y Portugal como en la asunción de otras responsabilidades sobre la enseñanza pública–, persona comprometida políticamente y autor de una abundante producción escrita: un poemario, Prédica del iluso, que obtuvo el premio Trivio; una colección de textos poéticos, 5 textos portugueses; dos obras de teatro, Centinelas y Chanza de la mujer con panza y el marido sin apenas esperanza, deudoras de la moda del absurdo; traducciones de una pieza teatral –La isla, obra del escritor sudafricano Athol Fugard– y de estudios sobre pedagogía musical del belga Jos Wytack; un trabajo sobre creatividad lingüística, A palabras recias, oídos sordos; colaboraciones en antologías poéticas, en un libro sobre pedagogía musical y en la recopilación de canciones asturianas para cantar, tocar y bailar; un libro de investigación socio-cultural, Asociación Amigos de Mieres; y numerosos artículos de prensa en diarios y revistas.
Acompañados de narrador tan equipado los lectores accedemos en El vecino invisible a un mundo que en ocasiones nos resulta familiar y con más frecuencia sorprendente. Si los españoles nos miráramos en ese espejo, unas veces identificaríamos al personaje, otras no nos veríamos y a menudo observaríamos una imagen que, compartiendo facciones con nosotros, está surcada de trazos bien singulares. La obra es un compendio de observaciones agudas, anécdotas curiosas que invitan a la sonrisa o a la risa, análisis de acontecimientos históricos –en particular el proceso iniciado el 25 del abril de 1974–, homenajes a la cultura portuguesa y envidiables recorridos por tabernas donde se rinde culto al fado o, en forma de poema rotulado en las paredes, a la expresión de los sentimientos populares. Francisco José Faraldo desnuda el carácter de los portugueses, examina su peculiar actitud ante sucesos trascendentales, denota su abuso de las formas de cortesía, exteriorizadas mediante un ritual encubridor de los propios sentimientos, registra el respetuoso cuidado en el manejo de la lengua, que inclina al hablante al constante empleo de perífrasis, insiste en la creatividad de un pueblo que destaca por constituir un hervidero de artistas con talento y acusa el influjo que en el día a día ejercen fenómenos e instituciones como el fútbol, el fado, la familia o la devoción a la Virgen de Fátima –qué buen criterio el de esa señora cuando se abstuvo de repetir la hazaña en alguna de nuestras majadas. A riesgo de ser arbitrario y dejar en sombra otros temas de interés, hay en el libro tres asuntos que me llamaron particularmente la atención.
En primer lugar, capítulo tras capítulo va emergiendo un catálogo de los principios que rigen la vida social y pública de los portugueses: la no inscripción –el rechazo a sentirse apelados por acontecimientos que habrían de transformar su sentido de la vida–, el exceso de identidad, el culto a las apariencias y en los medios urbanos la pasión por lo último –víctimas sus habitantes de ese «monstruo amable» del que nos habla en un libro Raffaele Simone–, la no simultaneidad en el desempeño de tareas sencillas, el burocratismo y la profusión ordenancista, la primacía de los afectos, el compadreo, la ignorancia de la tiranía del reloj, excepto para el horario de las comidas, y otras actitudes no exentas de contradicción como la irresponsabilidad jerárquica y al tiempo la delegación hacia arriba o el fatalismo y la absoluta confianza en las propias capacidades, etcétera. A título de ejemplo, en Portugal es de mala educación contestar a una pregunta con monosílabos o aplaudir sentados una acción digna de ese homenaje.
«Me decía una vez Guerra Junqueiro –confiesa Miguel de Unamuno– que el español más creyente y piadoso, alguna vez en su vida, al encontrarse en momento de grande contrariedad y aprieto, ha dejado escapar de su boca una blasfemia…, mientras que el portugués más incrédulo y más impío en semejante circunstancia suspiraría un Valha-me Nossa Senhora!» En segundo lugar, el lector se sorprende de la enorme carga expresiva que con circunloquios o sin ellos posee la lengua portuguesa: el pillo es un chico-esperto, el chapuzas un faz-tudo; cuando alguien requiere de otro que espere un momento, la duración de ese lapso de tiempo es só um bocadinho, el ahorita mismo de los mejicanos se convierte en volto já; no hay enfermos o accidentados en peligro de muerte sino em perigo de vida y de quien fallece se dice que ya está na terra da verdade. Afirmaba Cervantes que la lengua portuguesa es como el castellano pero sin huesos. Cualquiera que sea el parecido entre un idioma y otro, no cabe duda de que un rasgo de la lengua de nuestros vecinos es la libertad que les otorga para hacer en el uso de la palabra llamativas contorsiones. A lo que cabe añadir, frente a la incompetencia de los españoles, la facilidad de los portugueses para el aprendizaje de otras lenguas.
En tercer lugar, resulta particularmente apreciable la inmersión que Francisco José Faraldo realiza en las humildes tabernas de Lisboa y sus alrededores, donde se mantiene en toda su vitalidad la afición por el fado, cuyo vagabundeo de tasca en tasca le hace recibir el nombre de fado vadio. Se trata en mi opinión de la parte más literaria del libro. En el fado –nos cuenta– el sentimiento es la máxima categoría estética, de manera que en ocasiones el fadista renuncia a cantar por no hallarse emocionalmente preparado, sin que ante tan poderosa excusa surja reproche alguno. Viola, guitarra y fadista ofrecen una visión del mundo en comunión con el auditorio, partícipe de unas vivencias que se nutren de infortunadas historias de amor, desgracias familiares, injusticias y miradas críticas o picarescas sobre la realidad. El itinerario por una serie de tascas, identificadas con nombre y dirección, nos hace visitar locales en cuyas paredes conviven carteles con iconos religiosos y desnudos femeninos, dotados de atributos de alto voltaje, y avisos sobre normas de urbanidad que nunca prohíben el canto, y entrar en contacto con fadistas amadores, taberneras que imponen su autoridad, personajes extravagantes, parroquianos que meriendan y conversan entre actuación y actuación y clientes que afrontan los sinsabores de la vida con vino peleón y el consuelo de unos fados.
Hace unos cuantos años visité Estambul y no pude por menos de entrar en un baño turco, destino inevitable para turistas que se abandonan a tentaciones horteras. Antes de aterrizar en la elegante cúpula central, luego de recorrer diversos espacios diferenciados por el grado de calor, coincidí en una estancia con un grupo de individuos que, al interrogarnos unos a otros sobre nuestro país de origen, descubrimos que todos éramos españoles y portugueses. El hallazgo de esa común procedencia causó en el conjunto una risa cómplice, densa en sus significados, que excusaba de explicaciones sobre afinidades, pues a unos miles de kilómetros de la península Ibérica resultaba bien evidente la fuerza de nuestros lazos de vecindad.
Miguel Rodríguez Muñoz
Hemos de advertir que este libro tiene poco que ver con una guía turística y será de escasa utilidad para quienes pretendan planificar itinerarios o informarse sobre monumentos y lugares de interés. Su objetivo no consiste en indicar qué ver y adónde ir en Portugal, sino en describir cómo son sus habitantes y cómo es nuestra relación con ellos; se trata de contribuir a entender mejor un país que, contrariamente a lo que se cree, presenta grandes diferencias con España en su forma de estar en el mundo, confrontarse con las situaciones cotidianas o interpretar su propia historia. Lo que aquí se ofrece es la visión de quien observa desde un ángulo poco habitual e intenta descubrir aspectos que suelen permanecer ocultos bajo la capa de los tópicos y los lugares comunes. De ahí la elección de los dos adjetivos que figuran en el título; el primero -“invisible”- remite a la necesidad de que los españoles presten más atención a la otra gran tribu peninsular, porque la displicencia y el desinterés nos han hecho perder abundantes oportunidades de compartir energías y desarrollar proyectos que probablemente nos habrían permitido ocupar otro lugar en el conjunto de las naciones. El segundo adjetivo -“impertinente”- se refiere a la informalidad del enfoque en el abordaje de un texto que de manera deliberada se sale de lo políticamente correcto.
Hay en el librito una utilización frecuente del humor, herramienta que ayuda a ejercitar el pensamiento divergente y a poner a la vista perfiles inéditos de la realidad y de la historia. En este sentido lo tuvimos fácil, porque a pesar de que durante siglos, portugueses y españoles, más que a entenderse y colaborar, se han dedicado a guerrear o a ignorarse, no abandonaron cierta preocupación por aparentar una fraternidad ficticia. Para no dar la impresión de llevarse mal con el vecino, montaron numerosos eventos perfectamente inútiles, como el Pacto Ibérico o las periódicas Cumbres entre gobiernos que son imposibles de explicar sin recurrir al humor. Tales artilugios, por su naturaleza próxima al esperpento, producen sin parar numerosas situaciones que Miguel Gila no hubiera dudado en incorporar a su repertorio.
En los momentos más serios hemos intentado ser rigurosos (lo que no quiere decir asépticos) al tratar asuntos como la revolución de abril del 74 que, a nuestro modesto entender, está mal e insuficientemente contada en las versiones más difundidas en España.
Todo ello desde la perspectiva de alguien que optó desde hace muchos años por vivir y trabajar en Portugal, país al que ama y a veces detesta tanto como al suyo de origen.
El autor.
La no inscripción, fenómeno formulado por José Gil en Portugal hoje-O medo de existir (Relógio D’Agua, 2005), actúa sobre la vida portuguesa como un principio universal que la condiciona en su totalidad. Según José Gil, un acontecimiento se inscribe cuando transforma el sentido de la vida, cuando nos marca. E ilustra su teoría contando lo siguiente: «Cuando volví a Portugal en 1982, asistí en televisión al relato de una violación hecho por la mujer que la había sufrido. El periodista le preguntaba: ¿Qué haría usted a su violador si se encontrase ahora con él? Y ella con una voz tenue y dulce respondió: Le diría: Pero, ¿por qué hizo usted eso? Me quedé estupefacto. En otro país hubiera oído reacciones de venganza e indignación. Algo había en aquellas palabras que yo no entendía.
¿Por qué? Porque el acto de la violación no se había inscrito». La guerra colonial mantenida en África hasta la revolución de abril de 1974 es otra muestra de no inscripción, según Gil.
«Durante muchos años ni siquiera se hablaba sobre un acontecimiento que tuvo dimensiones trágicas para todo el pueblo portugués. Hasta que se supo que existían asociaciones de personas psicológicamente traumatizadas que habían vivido todo ese tiempo en una especie de clandestinidad informativa inexplicable». La no inscripción, como se ve, actúa tanto a nivel privado como social. José Gil redondea la explicación con las siguientes palabras: «La no inscripción vive de lo inmediato. No somos capaces de llegar lejos. No tenemos proyectos a largo plazo ni para nuestras vidas, ni para la existencia colectiva, incluso en la actividad empresarial se piensa muy a corto plazo. Y esa manera de vivir el tiempo tiene que ver con nuestra forma de ser, que es un continuo saltar de aquí para allá».
Nada se inscribe. No obstante, hay momentos en que el filósofo muestra su confianza en el fin del marasmo que parece consustancial a la vida portuguesa. El 2 de marzo de 2013 tuvo lugar la mayor manifestación de indignados contra el gobierno y la intervención de la Troika en Portugal. Con tal motivo, Gil escribía un artículo titulado «De la no inscripción a la violencia», en el que criticaba la falta de respuesta del gobierno y su actitud de ignorar totalmente el acontecimiento. En su opinión, «la dureza insoportable de la situación, que empobrece, humilla, roba el trabajo, el espacio y las fuerzas al pueblo», podría, por una vez, hacer que este saliese del «limbo pantanoso» en el cual la no inscripción se produce e impide que nada acontezca. Y anunciaba que los portugueses entraban en un proceso de cambio de mentalidad en el que «el caos pastoso» comenzaba a disiparse y parecía dar paso a un nuevo modo de expresión que poco a poco se libertaba «de la queja permanente, del masoquismo, de la suave paranoia de sus alegrías», es decir, de la «no inscripción», intentando con su lucha abrir un camino en lo real. La manifestación del 2 de marzo de 2013 fue una de las más silenciosas que se recuerdan y congregó a multitud de grupos heterogéneos junto con numerosos participantes solitarios y también mudos. No había símbolos políticos ni consignas al uso. «A los manifestantes les bastaba estar allí -continúa el filósofoafirmándose con la mera presencia contra quien los anula y trata de hacerlos desaparecer… Tras el silencio contenido se esconde una energía no codificada ni canalizada por ideologías o partidos.
¿Quién puede garantizar que de esta fuerza sofocada por la violencia del sistema no surgirá otra violencia desnuda y sin control?».
La Revolución del 74 es también una muestra de no inscripción en la historia reciente de Portugal. Las nuevas generaciones lo ignoran casi todo sobre aquel que fue el acontecimiento más importante en su país durante el siglo XX y, en las conversaciones de los adultos, el tema de la revolución ha desaparecido. Los manuales escolares pasan como sobre ascuas por los sucesos del «verano caliente», o por las transformaciones realizadas en el PREC (Proceso Revolucionario en Curso), pese a que en estos periodos se produce una intensa lucha de ideas (y de clases), que son la clave de la evolución económica y socio-política de Portugal hasta nuestros días; el papel de algunos partidos -el comunista, sobre todoses silenciado o manipulado y la reforma agraria, que obtuvo resultados espectaculares en la primera fase posrevolucionaria, apenas se menciona si no es para denostarla; figuras eminentes y decisivas para entender aspectos esenciales de la revolución, como el general y primer ministro Vasco Gonçalves, no son citados en la mayoría de los textos. La no inscripción convive con un sentimiento de desmoralización colectiva amplificado por la crisis, y los ciudadanos aún se preguntan por qué la libertad conquistada en 1974 y el fin de la guerra colonial no produjeron prosperidad y justicia distributiva. La guerra colonial, un hecho tabú cuya sombra transita silenciosamente por la conciencia de miles de excombatientes portugueses, es una losa que pesa en la memoria colectiva, pero no se expresa; una guerra atroz cargada de dolor e imágenes insoportables que los portugueses no quieren recordar, y menos en presencia de extranjeros, pero que tuvo el efecto de producir el 25 de abril y la consiguiente liberación de la dictadura.
Los contados intelectuales que se han dedicado a reflexionar sobre el carácter colectivo portugués (José Gil y Eduardo Lourenço entre ellos), consideran que el país sufre de un «exceso de identidad» que en ciertos momentos llega al paroxismo. En el fútbol, como referimos en otro lugar del texto, esta característica es bien notoria y puede llegar a producir un exceso de inscripción en momentos determinados, de ahí que Lourenço calificase de orgia identitária el trance casi místico en que el país cayó cuando en 2014 murió el futbolista Eusébio, culminada con la decisión unánime de la Asamblea de la República declarándole merecedor de reposar en el Panteón Nacional.
El 25 de abril de 1974, al contrario que el caso Eusébio sería, sin embargo, un ejemplo de no inscripción en el sentido apuntado por Gil. La incapacidad para fijar y aprender de la historia tiene en esta ocasión el efecto de que en Portugal vuelven a mandar las mismas familias potentadas de entonces, que hoy diversifican su actividad para mejor servir a otra dictadura: la del mercado. Así, una elite minúscula en la que se encuadran la gran banca y la casta política que gestiona sus intereses, concentra en sus manos la riqueza, defrauda, esquilma y acumula ganancias al abrigo de un régimen fiscal hecho a su medida. Los escándalos se suceden, pero una justicia lentísima y apocada permite que gran parte de los procesos prescriban y dejen impunes a corruptos notorios que campan a sus anchas por los territorios de la política y las finanzas. En el aspecto económico, la patronal de los sectores beneficiados con los fondos europeos no invirtió en su modernización, perdió competitividad y provocó el cierre de cientos de fábricas textiles y de calzado. El estado se dedicó con entusiasmo a la creación de una red casi infinita de autopistas (de pago, eso sí), estadios e instalaciones megalómanas perfectamente prescindibles que, en su criterio, iban a mejorar sustancialmente la imagen de Portugal, atrayendo a millones de ciudadanos del universo deseosos de conocer el milagro desarrollista lusitano. Mientras se producía este cúmulo de despropósitos y derroche fácil, se hipertrofiaba artificialmente el sector servicios, se incentivaba a los pescadores para que desguazasen sus embarcaciones y se abandonaba la agricultura hasta el extremo de que los productos portugueses de calidad son caros o inencontrables en las grandes superficies, y las cestas de la compra han de abastecerse de ajos chinos, leche polaca, patatas francesas y cebollas españolas. Así que todo se confabulaba para configurar un país como el actual, con desequilibrios territoriales tan importantes que pueden dejar a Portugal reducido a una franja costera con la actividad concentrada en Lisboa y en Oporto, y el resto transformado en un inmenso yermo. Un país asimétrico, desmoralizado, que cuenta entre sus habitantes con un porcentaje importante de analfabetos y más dos millones de pobres a los que se suman cada día centenares de nuevas víctimas de la crisis: desempleados, gentes que pierden su vivienda, ciudadanos sumergidos en deudas que nunca podrán pagar.
Las reflexiones aportadas por José Gil son fundamentales para entender la personalidad individual y colectiva portuguesa. Otro de los principios por él enunciados es el de la irresponsabilidad jerárquica, que cuadraría perfectamente a los españoles: «Cuanto más se sube en la jerarquía política, menor es la responsabilidad de los agentes». Y explica que «en los grados más bajos están los ciudadanos culpables (por ejemplo, de vivir por encima de sus posibilidades), ya que en ese nivel de la jerarquía la responsabilidad se transforma en culpabilidad». El principio en cuestión serviría para justificar la alergia de los dirigentes ibéricos a practicar el verbo dimitir, por ejemplo.