IVY POCHODA
VISITATION STREET
TRADUCCIÓN DE RAMÓN DE ESPAÑA
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK
Para Justin Ames Nowell
1
El verano es una fiesta para el resto. Pertenece a los modernillos recién llegados, con sus bambas hechas polvo y sus vaqueros manchados de pintura, entrando y saliendo del bar de la esquina. Pertenece a esas familias puertorriqueñas con bandejas de comida envuelta en aluminio que envían señales de humo al aire y también a esos ancianos que hay delante del edificio de Veteranos de Guerras Extranjeras sentados al fresco para ver pasar al vecindario.
Las dos chicas yacen en la cama de Val, cuya habitación está en la segunda planta de la casa de sus padres en Visitation. June y Val están a la espera de que la noche cobre forma, contemplando la hilera de casas de ladrillo impecables de tres pisos que tienen delante.
Aunque June tiene en el móvil los números de veinte chicos —diez a los que besaría apasionadamente y, según ella, diez que se mueren de ganas de besarla—, las chicas están solas. Recorriendo la pantalla con la uña, June ha estado revisando la agenda en busca de alguien que se le haya pasado por alto. Si sigue así, la batería se habrá agotado hacia la medianoche, eso es lo que espera Val.
Las chicas han pasado otro día trabajando en el centro de día de la Iglesia de la Visitación de la Santísima Virgen María sintiendo cómo el verano se les escapaba mientras se dedicaban a atender a un montón de bebés. Se han perdido la piscina comunitaria y las tomas de agua abiertas. Se han perdido lo de sentarse en las escaleras de entrada en bikini. Se han perdido esos momentos en que la tarde va convirtiéndose en noche, ese cambio gradual entre dar una vuelta y salir por ahí. Sin embargo, han ganado algo de dinero para cuando sean lo suficientemente mayores como para gastárselo en algo interesante, pero, a los quince años, todo lo interesante parece estar fuera de su alcance.
Esta es una de las calles bonitas de Red Hook, residencial y arbolada, situada en esa zona del barrio que está junto al agua y que es predominantemente blanca. Separada por la autovía de las calles de mansiones alineadas de Carroll Gardens, Red Hook es una extensión de un par de kilómetros perdida en el extremo sur de Brooklyn, donde el East River se abre a la bahía. En mitad del barrio, se encuentra el parque Coffey, que divide la parte frontal, con su deteriorado y abandonado puerto, de la fortaleza de bloques de apartamentos y supermercados baratos de la parte trasera.
Las chicas ven que a su alrededor la noche se va animando. Las escaleras frontales de las casas empiezan a llenarse de gente; algunas de recién llegados vestidos con ropa de segunda mano; y otras de tíos duros que aspiran el aire a través de los dientes como si eso pudiera calmar la tensión. Una noche cálida más en una época de semanas calurosas. Un día más, la piscina comunitaria ha estado a rebosar y el cemento que la rodea ha vuelto a parecer un mosaico de toallas brillantes. Los bomberos municipales, tanto los Red Hook Raiders como los Happy Hookers, han tenido que hacer horas extra, patrullando el vecindario para cerrar las tomas de agua abiertas de manera ilegal y para decir a los chavales que se fuesen a refrescar a otra parte. La gente ha hecho lo que ha podido para mantener la calma. A estas alturas del verano, todo el mundo ha encontrado algún modo de combatir el calor: un pañuelo mojado en la cabeza, un pequeño ventilador situado a escasos centímetros de la nariz, una cerveza helada antes de comer…
En el patio trasero, la hermana de Val, Rita, y su pandilla se han hecho con la piscina hinchable y siguen celebrando que terminaron el instituto hace dos meses. El patio de adoquines está lleno de latas de Coors Light y botellas de ginebra con limón que van rodando por ahí. Val y June se quedaron un rato cerca del jolgorio, pero la conversación derivó hacia temas que no debían ser de su incumbencia y Rita acabó enviándolas adentro.
—¿Sabes ese chico de la tumbona? —comentó June mientras subían la escalera—. Me ha tocado el culo. Vaya que si me lo ha tocado—. Se hace la ofendida pero en realidad se nota que está encantada.
—Le pusiste el culo en la mano, que no es lo mismo —repuso Val.
Últimamente, las curvas de June están por todas partes, sobre todo donde no deberían, tensando los botones del uniforme escolar o asomando por unos pantalones cortos, demasiado cortos. Las chicas, que antes eran idénticas, ahora parecen hechas de diferentes materiales. Val, cuya piel pálida repele el sol, está hecha de juncos y ramitas, como esos arbolitos que crecen pero nunca llegan a florecer. June, bendecida con una piel bronceada hasta en invierno, está hecha de algo suave y maleable, quizá de barro, quizá de masa para galletas.
En alguna parte, intuye Val, tiene que haber chicos que admiren sus piernas de bambú, pero en Red Hook todo el mundo prefiere las generosas formas de June, sus mullidos pechos y ese trasero que ella parece sacar a relucir cada noche en vistas a ofrecer al vecindario algo nuevo que admirar. Hasta su pelo castaño ondulado parece tener segundas intenciones por el modo en que se riza. A Val, su cabello de un anodino color pajizo se le antoja falto de entusiasmo.
Val sabe que les queda muy poco para esas cosas de críos. Cuando empiecen las clases, se supone que deberán acudir a fiestas y estar perfectas, bien maquilladas y arregladas, pero a veces Val no puede contener las ganas de hacer el tonto. Tras pasarse el día en la guardería, tiene ganas de pasarse un poco. No de esa manera tan descarada como pillar una botella de licor dulce o fumar un pitillo a escondidas. Lo que ella busca es algún secreto pícaro que las chicas puedan compartir algún día cuando estén con un tío en el sofá, algo bebidas o incluso colocadas.
La ventana está abierta de par en par. June se ha situado cerca de ella y se pone de pie cada vez que oye pasos. Estira los brazos y agarra los extremos del marco.
—Esta noche me voy a divertir muchísimo —dice lo suficientemente alto como para que la oiga cualquiera que pase—. Voy a liarla. —Y mueve las caderas y saca pecho. Los pantalones cortos se tensan en las costuras. Val teme que si June arquea la espalda un centímetro más la tela estalle.— Les voy a enseñar a divertirse —dice.
Hay algo en la postura de June que a Val le recuerda a una bolsa de palomitas de microondas. Se deja caer en la cama mientras su risa se desborda por la ventana hacia la calle.
—Como una niña pequeña —le dice June—. Te ríes como una niña pequeña. —Y se aparta de la ventana para tumbarse en la cama, pero manteniendo cierta distancia con Val. Se mira las uñas y saca el móvil.— Hagamos algo.
—Podríamos acampar en la azotea —propone Val.
June no levanta la vista.
—O ver una peli…
—Tú quieres que nos tomen por unas crías toda la vida.
—Las pelis molan.
June se pone de pie:
—Voy a pillar unas copas.
Al cabo de cinco minutos, June regresa con una botella medio vacía de ginebra con limón con alcohol.
—¿Se la has quitado a alguien? —comenta Val.
—Me he bebido la mitad por el camino.
—Podríamos sacar la balsa —dice Val—. No es gran cosa, pero…
June da el último trago:
—Vaya ideas más tontas tienes.
—Tu única idea consiste en robarle a mi hermana una botella medio vacía.
—Pues saca la maldita balsa —dice June. Tuerce la cabeza hacia arriba, se arregla el pelo y expulsa el humo de un cigarrillo invisible.
—No te pongas borde —le dice Val.
Unos tíos mayores que ellas que estuvieron chinchándolas y coqueteando con ellas el último fin de semana antes de acabar ofreciéndoles un numerito en la piscina les habían regalado aquella balsa de goma. Para qué querían Val y June una balsa de goma de color rosa chillón no estaba nada claro, pero se quedaron con el premio. Esa noche de calor desquiciante Val ya sabe para qué es la balsa. Para darse una vuelta por la bahía, refrescarse y ver cómo se ven las cosas desde el agua.
Las chicas salen a la calle a trompicones con la balsa rebotando contra sus piernas al andar.
—La balsa es tuya y la llevas tú —dice June, dejando caer el extremo que sujeta.
Flotan en el aire los aromas típicos del final del verano: alcantarillas malolientes, cenas al aire libre y ese olor a agua estancada que se resiste a marcharse de Red Hook siquiera con los cambios de estación. La noche emite ecos de ruidos ajenos, se oyen risas que salen por las ventanas y música de radiocasetes que compiten entre ellos por el volumen más alto. Las chicas se acercan al parque Coffey, justo al lado de los bloques de apartamentos de Red Hook. June camina unos pasos por delante, guardando una distancia de medio metro con Val y la balsa. Val se lo permite, pero lo hace a regañadientes al ver a June mover las caderas y agitar la melena haciendo el paripé. En un extremo del parque se alza la antigua fábrica de maletas, ahora convertida en lofts; en el otro, el primer proyecto de bloques de pisos y, en medio, el campo de batalla de aficionados al baloncesto y amantes de las barbacoas.
Los bancos del parque están llenos, algunos se han convertido en estudios de grabación para aspirantes a raperos cuyas rimas se ven ahogadas de vez en cuando por el ruido de los coches. Chicas embutidas en ropas fosforescentes que parecían regalos de navidad se congregan alrededor de los bancos, dando saltitos y siguiendo el ritmo. June y Val tienen envidia de esos pendientes enormes, esas voces despreocupadas, de sus tops ceñidos que enseñan el ombligo y sus shorts arrapados, de andar por ahí tan tarde y hablar alzando la voz.
A veces, los domingos, cuando termina el servicio en la Iglesia de la Visitación de la Santísima Virgen María, June y Val dan esquinazo a sus padres. Como a la luz del día no tienen miedo, cruzan el parque Coffey y recorren el centro de la zona de los bloques hasta llegar a la Iglesia Evangélica Red Hook, una pequeña iglesia situada en un callejón donde dudan de ser bien recibidas. En primavera y verano, las puertas están abiertas y pueden observar la pequeña sala iluminada con tubos fluorescentes, con sus baldosas de linóleo y sus sillas plegables. Las chicas conocen a algunas de las cantantes de su primer colegio, donde cursaron infantil y primaria antes de que las enviaran al otro lado de la autovía, a un colegio católico.
Ahora es de noche y las chicas no se atreven a internarse en el parque Coffey. Lo rodean. Val observa a June enrollándose la cinturilla de los pantaloncitos cortos para subírselos un poco más.
—Puedes llevar cualquier cosa. Estarías sexi hasta con una bolsa de papel —le había dicho June a Val el otro día—, pero yo tengo todo esto de qué preocuparme —había añadido, sosteniéndose los pechos—. Son una carga, créeme.
El cuerpo de June no parece representarle ninguna carga en estos momentos. Se detiene ante cada banco para desenredarse el pelo de sus aros de plata, poniéndose bien el sujetador del bikini que lleva por debajo de la camiseta. Val acecha unos pasos por detrás, medio dentro y medio fuera del resplandor amarillo de una farola, su sombra flacucha extendiéndose ante ella.
Hay una chica en uno de los grupos a la que June conoce de antes de ir al colegio público. Está sentada en el respaldo de un banco cercano a la entrada al parque. Por aquel entonces, Monique pasaba muchas horas con ellas en el sótano de los Marino, ayudando a convertir muebles rotos en castillos, barcos y naves espaciales. Las tres se vestían con ropa de Rita y, calzadas con tacones, recorrían con dificultad el sótano con las caras embadurnadas de maquillaje. De vez en cuando iban a casa de June, por los polos de naranja caseros que hacía su abuela o para escupir huesos de cereza desde la ventana de la segunda planta. Nunca fueron al apartamento de Monique en los bloques.
—Eh, Monique —la llama June—. Monique.
—Te buscan, Mo —dice uno de los tíos. Acuna en las manos una botella sudada. Se las seca en los holgados pantalones cortos de baloncesto. Monique mira a June y Val—. ¿Les dices a tus amigas que vengan? —dice el tipo, pasándole la botella.
—No —responde ella, apartando la mirada.
June se queda en su sitio, pero Val se mueve y le da sin querer con la balsa.
—Cuidado —le dice June.
El tío exhibe la botella:
—¿Sedientas?
June duda y cambia su peso de un pie a otro. Val sabe que está intentando pillar la mirada de Monique para saber que no hay peligro, pero Monique sigue mirando hacia otro lado, riéndose con un grupillo de chicas mayores.
—¿Tenéis sed? —repite el tío antes de darle un trago a la botella y volver a mostrársela. Se relame los labios y les enseña los dientes, dos de ellos lucen fundas de oro con diamantitos. Las gemas atrapan la luz y le confieren una sonrisa algo siniestra. Niega con la cabeza—. Ya me imaginaba que no. —Deja caer el envase vacío en la hierba.
—¿No me has dejado nada? —le dice Monique mientras le palmea la pierna.
—No sabía que querías. —Monique y él se quedan mirando fijamente a Val y June.
—Vámonos —dice Val.
—¿Qué prisa tienes? —le suelta June.
Val coge de la muñeca a June. Sabe que Monique y su pandilla están a punto de morirse de risa. Tira de June para salir del parque.
—¿Has visto cómo nos miraba? —comenta June.
Val coge del brazo a June:
—Por supuesto.
Mientras avanzan, tratan de reproducir los ritmos callejeros de Monique y su pandilla. Sueltan palabras que no se atreverían a utilizar ni en casa ni en el cole. Se llaman «guarra» entre ellas. Cada palabrota viene envuelta en nervios. Y no producen el efecto que ellas esperaban. Porque ahora están solas en las calles. Pasan por al lado de los bloques de pisos y se acercan al agua por calles empedradas con la única compañía de las farolas apagadas y los almacenes abandonados.
La luna llena está muy alta. Ya han dejado atrás las últimas luces de los bloques. Los ruidos estivales y la cháchara del parque han ido desvaneciéndose y ahora hablan más alto, alzando la voz contra el silencio. Menean los brazos, hacen aspavientos, combaten las sombras que salen de portales abandonados y ventanas rotas. Conocen los rumores, pero intentan ignorarlos: los perros perdidos, rabiosos y salvajes que viven en la refinería de azúcar abandonada, los yonquis fuera de sí, los vagabundos, los locos.
A un par de manzanas del agua hay un terreno atestado de basura y con hierbajos que les llegan hasta las rodillas. En mitad de ese terreno hay una barca de pesca hecha polvo que se ha quedado varada en los escombros. Los hierbajos crujen al paso de las chicas. Se apresuran. Oyen un silbido junto a la barca. Se dan la vuelta y ven a Cree James, un chaval de los bloques que solía salir con Rita antes de que los padres de Val pusieran fin a su amistad. Es atractivo: cara redonda, ojos grandes, pómulos altos. Durante los meses de calor se afeita la cabeza.
Cree está sentado en la proa de la barca, con las piernas colgando sobre el suelo sucio.
—¿Adónde vais, chicas?
—Por ahí —dice June.
—¿Y qué haces tú tan solo? —le pregunta Val.
—Tengo cosas que hacer.
—Pues no lo parece —dicen las chicas al unísono.
—¿Qué sabréis vosotras?
—Sabemos cosas —dice Val.
—¿Qué cosas?
—Más de las que tú te imaginas —dice June.
—¿Ah, sí? —Cree tamborilea en el casco con los pies.
—Pues sí —dice June, pasando los dedos por la verja con candado que separa aquel terreno de la calle—. ¿Por qué no vienes a comprobarlo?
Val le clava un dedo en el costado.
—Largas mucho para tener catorce años —dice Cree.
—Quince.
—Sigues largando mucho.
—¿Así que no te vienes con nosotras? —le reta June.
Cree niega con la cabeza:
—Tengo que irme.
—Lástima, porque sabemos dónde es la fiesta —dice Val. Se habría puesto nerviosa coqueteando, aunque fuese de broma, con un chico de dieciocho años, pero allí, en territorio neutral, se siente fuerte.
—Seguro que sí —dice Cree.
—Nos vamos a divertir —añade June.
Las chicas empiezan a alejarse. La voz de June ha perdido el tono atrevido. Val se siente más relajada, ya se ha hecho a la idea de que han emprendido una aventura.
—Sabemos dónde es —dice.
—Sabemos cómo se hace.
—Y sabemos cómo hacerlo.
Cree ve desaparecer a las chicas por la calle oscura cargadas con esa balsa de color rosa. Solían jugar con su prima Monique cuando eran pequeñas, cuando él salía con Rita, antes de que los padres de la chica le dijeran que los chicos de los bloques tenían el acceso vedado a las chicas que vivían cerca de la orilla. Nunca habría esperado ver aparecer a Val y June por esa zona de Red Hook y mucho menos tan tarde. De noche, suele tener esa esquina para él solo. Hasta los vecinos de los bloques se mantienen alejados de esas calles al anochecer. Y nadie se fija mucho en una barca varada entre hierbajos, no es más que otra muestra de las viejas leyendas de Red Hook, ese mundo perdido de trabajadores portuarios y estibadores.
Pero esta barca de pesca hecha polvo nunca perteneció a nadie de los que se congregan en el centro de Veteranos de Guerras Extranjeras o en el último bar del muelle. Aquella barca había pertenecido al padre de Cree, Marcus, que la compró en una chatarrería en Jersey. La barca se quedó en la playa después de que Marcus, funcionario de prisiones, recibiese un balazo que no iba dirigido a nadie en concreto: daños colaterales de las ahora latentes guerras de la droga. Cree considera que ahora la barca es suya.
La madre de Cree, Gloria, cree que el espíritu de Marcus permanece en el lugar del patio en que cayó muerto. Gloria suele acercarse por allí con un termo de té helado. Cree no se lo cree. Ningún fantasma, y menos el fantasma de su padre, se molestaría en aparecerse en un banco, pero un capitán siempre regresa a su navío. Algún día, Cree confía en devolver la barca al canal y llevarse a Marcus mar adentro, más lejos de lo que nunca llegara en vida.
Algunas noches, Cree consigue ver la sombra de su padre atravesando la espesura y subiendo a bordo. Se lo imagina deslizándose en la diminuta cabina y poniéndose al timón. A continuación, Cree hace como que Marcus y él cruzan la Upper Bay hacia Nueva Jersey, donde en cierta ocasión visitaron otro inhóspito puerto adoquinado. El mismo olor a agua y sedimentos, también el mismo ruido del viento azotando edificios vacíos, pero no había bloques cerca del muelle de Jersey y nadie allí observó a Cree y Marcus diciéndose que allí no pintaban nada.
En el viaje de regreso a Red Hook, Cree se sorprendió al mirar fijamente a través de la Upper Bay, tratando de distinguir su bloque entre la distante masa gris de Brooklyn. Es curioso cómo un breve trayecto convirtió su lugar de nacimiento en algo irreconocible. Algo que no tenía nada que ver con él.
Cree no puede concentrarse lo suficiente como para convocar a Marcus. Quizá las chicas lo hayan espantado. Cree salta de la proa y aterriza sobre el polvo y las hierbas. Coge un cubo y un carrete de pesca que hay junto a la barca y se planta en la calle: sus pasos reemplazan los ecos que Val y June han dejado atrás.
Camina lento. Se le hunden los hombros como si la gravedad lo atrajese con más fuerza. Llega hasta el final de la calle Columbia y advierte el olor del agua, una mezcla de petróleo y pescado. Sale al muelle que traza un ángulo obtuso con el Atracadero Erie. Bordea los coches retenidos en las plazas destinadas al aparcamiento de los coches de la policía y camina hasta que el muelle empieza a doblarse sobre sí mismo. Se sienta y deja las piernas colgando sobre el agua, mirando más allá de los remolcadores amarrados en el astillero abandonado y de los restos de la refinería de azúcar que se quemó antes de que él naciera.
Este es el lugar que le proporciona a Cree esa sensación de fin del mundo que tanto le gusta, la sensación de que no puede ir más allá, pero que allí tampoco lo encontrarán. El fuerte sonido metálico de las boyas, la agitación del agua, la ausencia de voces y farolas y ese cacho de luna que impregna todo son lo más cercano al campo que Cree pueda imaginar. Desde allí, puede volver la vista hacia su barrio y no verlo.
Cuando era más joven y su padre salía con él a la bahía, Cree solía soñar con los lugares a los que el agua podía llevarlo, pero últimamente le resulta difícil imaginar un mundo más allá de las emes gemelas del Verrazano y la joroba del Bayonne, los dos puentes que limitan su horizonte.
Lanza el sedal al agua. Allí es donde ha presenciado la cara secreta de Red Hook. Ha visto un coche en llamas siendo arrojado al agua, así como lo que él juraría que era un brazo cortado flotando, arrugado y azul cual criatura marina. Ha visto a gente pescando y asando los peces en un oxidado cubo de basura. Ha visto a mujeres prostituyéndose en la parte trasera de un remolcador, a dos asiáticos con trajes de submarinista y arpones en las manos. Ha visto toda clase de artesanos fabricando cosas con maderas flotantes y desperdicios.
Cree recorre el agua con el sedal, apartándolo de las algas y la basura que flotan junto al muelle. Él siempre devuelve lo que pesca, pero los peces se han tomado la noche libre y el agua se ve sucia y pringosa. Una espuma asquerosa cubre las rocas situadas a los pies de Cree. Hasta los remolcadores parecen infelices: sus motores se ahogan en el agua y nunca llegan a pararse.
Pero donde solo deberían haber estado el sonido del agua y el ruido de los motores de los remolcadores, Cree también oye voces. Enrolla el sedal, pensando que por allí cerca andarán Val y June vacilándole. Se pone de pie y tira de él, como si quisiera dar un golpe con efecto. Y entonces las voces se desvanecen, dejándolo jadeante en la oscuridad, preguntándose si de verdad había oído algo.
Las chicas eligen las aguas que hay entre el muelle de la calle Beard y la fábrica putrefacta en las que un velero de dos palos se toma su tiempo para hundirse en aquel viscoso amarradero. Les da igual que el agua esté sucia y que ninguna de las dos sea muy buena nadadora. Y tampoco les importa abrirse paso por esas aguas turbias con las manos. Piensan flotar en torno a ese muelle y los dos siguientes, para luego salir a la playita que hay junto al muelle Valentino. No les debería costar más de media hora.
El agua está negra. Sus pasos resuenan con fuerza y hacen eco entre los almacenes. Están a diez minutos a pie de casa, pero nunca se habían acercado al agua de noche. Hasta ese momento, creían que las advertencias de sus padres eran tonterías, pero ahora sienten que hay algo oculto en cada sombra, algo que dispersa la basura y los desechos. No les parece posible disponer de ese sitio para ellas solas. Tiene que haber alguien acechando tras el parabrisas rajado de una camioneta oxidada, alguien observándolas desde las ruinas de la refinería de azúcar.
El muelle cruje y vuelve a su sitio: el gruñido quejoso de la madera vieja es un gemido espectral, el golpeteo rítmico de una barca contra el amarre suena a pasos que se acercan a ellas.
Algo hace ruido en la tolva destrozada de la azucarera y va a parar al agua. Las chicas se cogen de la mano y se ponen a cantar, a berrear, a hacer mucho ruido, intentando imponerse a lo que fuera que cayera de esa tolva, tratando de imponerse a la oscuridad, pero el almacén de ladrillo y la charca les devuelven la canción, distorsionando sus voces de tal manera que no les resultan siquiera familiares.
June señala la refinería de azúcar:
—Dicen que está encantada. Debe de haber alguien mirándonos desde allí.
Val contempla la estructura de la refinería.
—Más les vale a esos fantasmas no meterse con nosotras —dice June.
—¿Quieres que volvamos? —le pregunta Val. Hay movimiento en la refinería. Sí, está segura. Algo, alguien, hace ruido en esa enorme cúpula de metal.
—No —dice June, dándole la espalda al edificio, pero Val no puede apartar los ojos de allí. Observa la tolva para comprobar si se mueve.
Las chicas suben el volumen y se ponen a canturrear más alto.
Se acercan de puntillas a las rocas verdosas y echan la balsa al agua. June se queda atrás:
—Tú primera.
Val niega con la cabeza.
—La balsa es tuya. Y la idea también.
Val se agacha y, tratando de no tocar las rocas, se sube a la balsa, que se dobla bajo su peso y hace que el agua aceitosa la salpique.
—¡Qué asco!
June cierra los ojos, frunce el gesto y se sienta detrás de Val. La balsa se sumerge, empapando a las chicas hasta el pecho.
—Maldito frío. —June se agita, como si de ese modo pudiese secarse, y así casi consigue que las dos acaben en el agua. A continuación, la balsa se adapta al peso y se equilibra. Y ellas flotan.
El agua está helada y pegajosa. Las chicas avanzan dificultosa y erráticamente con las manos, apartando la porquería que no para de acercarse a la balsa y tratando de no mirar hacia la siniestra zona que hay bajo la refinería de azúcar en ruinas. La balsa se desliza hacia el velero a medio hundir y las chicas patalean con frenesí, pues no quieren provocar a lo que fuera que se hundiera con él. El agua huele que apesta.
Hay algo que tira hacia abajo y que amenaza el equilibrio de la balsa.
—¿Qué es eso? —pregunta Val. Nota cómo la balsa se dobla por el medio. Deja de remar y permite que la goma rosa se aplane bajo las dos.
—Es como un tobogán de agua —deja escapar June a través de los dientes apretados.
—Sí, claro, como en Coney Island —dice Val. Controla la orilla, cada vez más alejada.
Se agarran a la balsa con manos rígidas. No se sueltan porque no saben cómo salir de la corriente que las arrastra hacia dentro.
—No la vayas a rajar con las uñas —dice Val. Ya están bastante adentro, muy lejos de la relativa tranquilidad que sentían en la costa—. Hay que remar.
Se sueltan y se ponen a dar manotazos en el agua. Finalmente, sobrepasan el muelle y dejan descansar los brazos. Flotan hacia el embalse, allí donde el agua muestra un ritmo regular. La luna brilla como si se hubiese vuelto loca. La balsa pasa de una ola a la siguiente. A su izquierda, reluce Staten Island, con sus casas iluminando las colinas de rojo, verde y blanco. Algunos petroleros, cual islas resplandecientes, descansan en la bahía, pesados y quietos. Justo al otro lado, las grúas del puerto de Nueva Jersey ofrecen el aspecto de una tierra de fantasía del Jurásico.
Un remolcador les pasa por delante. Las chicas gritan, se balancean y tratan de mantener el equilibrio para que no las barra aquel oleaje imprevisto. Unas olitas rompen en sus piernas y cinturas.
Flotar es más complicado de lo que había previsto Val. Las siluetas de la ciudad y de Jersey se alzan por todos lados, el agua se extiende oscura y vasta, pero es el silencio, solo interrumpido de vez en cuando por la llamada de una sirena, el choque de una ola contra los pilones, el rítmico latido de alguna barca que ronda por ahí, lo que la atenaza.
Flotan junto a un remolcador naufragado. La luna está atrapada en una ventanilla hundida y su reflejo lucha por sobrevivir en el agua oscura. Las chicas agarran el extremo de la balsa y ven los ojos vacíos de las portillas que les devuelven la mirada. Hay marejada en el agua, un tirón profundo e insistente. Si Val pudiera olvidarse de las profundidades de la bahía, le encantaría seguir esta corriente allá a donde la llevara.
—Podríamos bogar eternamente —le dice Val a June por encima del hombro. June ya no está agarrada a la balsa. Sus manos recorren el agua, creando pequeñas ondas con los dedos.
Mientras la balsa alcanza un nuevo muelle, el perfil de Manhattan se proyecta sobre la negra joroba de la isla Governors. Los edificios arañan el cielo como si estuviesen desesperados por salir de allí. Las chicas avanzan gracias a la fresca corriente del canal Buttermilk, pero a ellas les parece que es la ciudad la que las atrae.
—Ahí es donde deberíamos estar —dice June. Alza los brazos y chasquea los dedos—. Basta ya de perder el tiempo.
—Déjalo —le dice Val. No está mirando la ciudad, sino el reflejo de esta, que se extiende en el agua ante ellas—. Para ya.
Cree agarra el cubo y el sedal y echa a andar por el muelle. Pasa bajo la tolva de la refinería de azúcar, por donde los restos de caña iban a parar al embalse. Dobla el muelle de la calle Beard, manteniendo el equilibrio en las rocas picudas que hay junto al agua. Desde la zona más alejada del puerto, puede ver la balsa rosa bamboleándose en medio de la bahía.
Le llegan las voces de las chicas, también sus risas, que electrifican las aguas solitarias. Ya están entrando en el siniestro embalse con esa balsa pequeña suya, explorando las corrientes y profundidades que a Cree le están vedadas desde que muriera su padre. Se pregunta hasta dónde tendrán el valor de llegar.
La balsa dobla un nuevo muelle y se pierde de vista.
Cree se apresura. Quiere seguir viendo a las chicas. En algún lugar de la bahía, una sirena corta el silencio y su chillido grave recorre el agua como un suspiro.
Hay un promontorio de piedra entre los siguientes dos muelles. Un enorme almacén le bloquea la vista a Cree. Tropieza y se golpea la rodilla contra un pilón de cemento. Hay agua estancada entre las rocas. Se pasa la mano por la herida, intentando evitar la asquerosa espuma del agua.
Ya está en el siguiente muelle y vuelve a oír a las chicas. No distingue lo que dicen. Divisa la balsa bamboleándose en el agua hacia Manhattan. Se da la vuelta y corre hacia el muelle Valentino, que ahora es un paseo para marineros viejos y parejas jóvenes. A esas horas, confía en tenerlo todo para él.
Puede oír a las chicas acercándose en la balsa. Cruza el parquecito que lleva al muelle y aprieta el paso para llegar al final del pavimento. La balsa está cruzando frente a él: las chicas son dos siluetas oscuras contra los lejanos muelles de Jersey.
Y, de repente, desaparecen.
2
Si se lo preguntaran, Jonathan Sprouse podría definir su existencia como un tobogán, como una sucesión de descensos. Su mejor año le llegó a los doce, cuando lo eligieron para protagonizar un musical de Broadway, un brillante popurrí de cuentos de Grimm. El espectáculo fue un fracaso, uno de esos desastres espectaculares de la escena neoyorquina que aparecen en la portada de los diarios durante toda su trayectoria modelo visto y no visto, cuando la ciudad en pleno se fija en las desgracias de un espectáculo que se suspende antes de su estreno oficial.
Al año siguiente de casi rozar el éxito, Jonathan pasó de ser una estrella potencial de Broadway a ser uno de esos miembros del coro en los que nadie se fija. Luego lo degradaron de Juilliard a un instituto público de interpretación, del Carnegie Hall a espacios nocturnos de ensayo. Al terminar sus estudios universitarios, se trasladó del Upper East Side al Lower East Side, de Brooklyn Heights a Red Hook, un barrio situado bajo el nivel del mar y en proceso de hundimiento.
De niño, nunca pensó en que podría no triunfar. Su padre, Donald Sprouse, disponía del dinero suficiente para coleccionar casas en las mejores costas y en las mejores estaciones de esquí y para mimar a la madre de Jonathan, una respetada estrella de Broadway. Eden Farrow nunca estuvo al nivel de Bernadette Peters o Patti LuPone, pero nadie se quejaba cuando las reemplazaba al cabo de un tiempo en las obras que las primeras protagonizaban.
La fortuna de la familia Sprouse y la moderada fama de Eden resultaban suficientes para garantizar a Jonathan la atención de los conservatorios y las invitaciones a las audiciones más importantes. Tenía los mejores profesores de vocalización y los mejores maestros de música. Aparecía en las audiciones vestido de marinero y con un gorrito a juego que su madre había encargado a medida en la avenida Lexington.
De adolescente, más que por su talento, Jonathan era conocido por las frecuentes ausencias de sus padres y por el espacioso apartamento donde vivían los tres. Los Sprouse-Farrow disponían de un bar y de un frigorífico muy bien surtidos y el portero se ganaba generosas propinas. El licor para la pandilla de menores de Jonathan aparecía por la puerta de servicio. Jonathan era uno de esos chavales de Nueva York a los que todo el mundo conoce. Gozaba de gran popularidad entre la elite del Upper West, los chicos del Village y hasta los gañanes de Harlem de un par de manzanas más al norte, a los que solía invitar al ático de los Sprouse para potenciar la mezcla.
Aunque su breve carrera en Broadway languidecía, siguió presentándose a audiciones ya entrado en la veintena: música clásica, jazz, espectáculos del off Broadway. Jonathan era un suplente al que nunca llamaban. No acabó sus estudios en el conservatorio. Se acabaron las audiciones. El agente de Eden se lo quitó de encima. Formó parte de un par de grupos en que cantaba y tocaba los teclados. Se unió a un cuarteto de cuya existencia se hizo eco The New Yorker. Pero entonces murió Eden y el cuarteto se libró de él, tal vez lo hicieran por ese motivo. Y Jonathan se salió del foco que a punto había estado de iluminarlo.
Tras la muerte de Eden, Jonathan se deshizo del apellido materno y volvió a ser un Sprouse a secas. Dio clases en el Carnegie Hall, donde en otros tiempos se las habían dado a él. Enseñó en un instituto privado del bajo Manhattan. Dio clases particulares a niños mimados. Enseñó jazz en un instituto público en el que no había suficientes instrumentos para todos.
Desde que se mudara a Red Hook, Jonathan ha estado enseñando Historia de la Música en St. Bernardette, un colegio católico femenino situado a la entrada del barrio. También tiene una actuación fija todos los viernes por la noche en un bar gay de la ciudad, donde interpreta al piano temas de Broadway acompañado por una drag queen que se hace con todas las propinas. De vez en cuando, compone sintonías televisivas para marcas cutres. Se dice a sí mismo que ha alcanzado la fama comercial.
A veces, viejos conocidos del instituto, del conservatorio y de Broadway se dejan caer por su apartamento. Saben que por ese barrio los camellos trasnochan y que Jonathan tiene sus números de teléfono y, así, se eternizan en su casa a la espera de la entrega y fingen haber ido a verlo a él.
Su apartamento, un estudio, está justo encima del bar Dockyard, un local que lleva el horario que le parece. Puede elegir entre escuchar el ruido de abajo a través de las tablas sueltas del suelo o bajar a sentirlo en directo.
Aunque Jonathan solo pretendía hacer un alto en el Dockyard para tomar un par de copas, se ha ido deslizando desde un buen sitio situado en medio de la barra hasta un rincón oscuro y del whisky bueno al matarratas. Ha pasado de reírse con los parroquianos a que estos se rían de él. Lil, la camarera, le ordena que se calle la boca. Y le ha sugerido que se vaya a casa a pesar de ser solo la una de la madrugada.
Jonathan no puede recordar cuándo se le echó a perder la velada. Igual habló mal de la musiquilla de Lil, que ya es un poco mayor para estar trabajando en aquel garito. Lleva el pelo teñido de un rojo tóxico y luce unos tatuajes tan descoloridos que parecen hematomas. Los ojos grises se le tensan a medida que avanza la noche. Cuando llegan las últimas copas, parecen dos tornillos.
El sexo con Lil era de lo más anodino, esa clase de error de madrugada que Jonathan no consigue enmendar. Había algo en todo aquel embrollo que le recordaba a una carrera de caballos: el trote de las botas de vaquero de Lil, sus palmadas en el enorme trasero de la mujer, el exhausto quejido de ella cuando todo acababa…
Las paredes del Dockyard están cubiertas de boyas y chalecos salvavidas, de fotografías granulosas de barcos de vapor y remolcadores. Hay cabos enredados y trampas para langostas rotas, así como moscas y sedales y cebos y poleas. A la trucha y el róbalo enmarcados les faltan los ojos y pierden escamas. Se supone que ese local llama a la nostalgia por los bulliciosos muelles de antaño, pero, en realidad, ese garito es un naufragio. Iluminada por tiras de lucecitas navideñas de color verde, la barra parece hundida en la pringosa charca que hay a un par de calles de allí. El reloj de barco estropeado ayuda a los clientes a ignorar la hora y seguir bebiendo.
Aquí se llevan mucho los motes. Jonathan necesitó un par de semanas para reconocer a la gente. Están Mike el Guitarra y Mike el Motero. Están Bill Whisky y Bill Pirata, Steve el Viejo y Steve el Nuevo. Las mujeres carecen de apodo.
A Jonathan todo el mundo le llama «Maestro», aunque él sospecha que nadie lo cree capaz de componer música. Un día de estos piensa pillarlos por sorpresa. Tiene la cabeza abarrotada de solos compuestos a partir de ruidos del barrio. Le suelen venir por cosas simples, como el aullido de los goznes de la puerta del Dockyard, el tañido solitario de los cables telefónicos de la calle Van Brunt o el tintineo metálico y anodino de una bicicleta con las ruedas sueltas recorriendo adoquines.
Los días pasan en Red Hook cual composiciones musicales. A veces son fugas, a veces sonatas. Los días más salvajes, cuando sopla una tormenta del Atlántico y el agua inunda Van Brunt, son claramente sinfonías, pero Jonathan no se molesta en explicarles nada de eso a los parroquianos del bar.
Lil se está haciendo la difícil, jugueteando con sus cedés e ignorando el gesto de Jonathan.
—Creí que tenías la noche tranquila, Maestro —le dice sin servirle otra copa—, o al menos en eso confiaba.
—Hace mucho calor para subir —dice él—. Había pensado quedarme por aquí y pagarte para que me entretuvieras.
Lil lleva colgado del cuello un vaso de chupito. Le golpea los pechos al trabajar. En vez de darle propinas, los clientes pueden invitarla a un trago. Es lo mejor que puede hacer uno para caerle bien.
Jonathan le agarra el vasito:
—Déjame que te invite a un trago.
Lil tiene la camiseta húmeda de fregar la barra y los vasos. Se aparta de Jonathan:
—No, señor, gracias.
—¿Mi dinero no vale?
—Déjalo sobre la barra.
Últimamente, Jonathan saca mucho de quicio a Lil, sobre todo cuando intenta mostrarse encantador:
—Creía que por aquí nadie rechazaba una copa gratis. La priva te ayuda a tenernos contentos.
—Hablas demasiado, Jonathan.
Y él deja caer un billete de veinte junto a su copa para que vea cómo las gasta.
El bar está lleno hasta en plena ola de calor. Quedan algunos habituales, hombres rudos y policías jubilados, pero la mayor parte de la clientela es nueva: artistas, cocineros y variopintos artesanos. Tíos con gorras de béisbol de equipos perdedores. Mujeres con zuecos o botas de vaquero. Esta noche hay muchas mujeres. Hace un calor de narices y siguen calzando botas de vaquero. A pesar de no haber cumplido aún los treinta, Jonathan se siente viejo al mirarlas.
Antes, Jonathan intentaba entablar alguna conversación con algunas de esas mujeres, pero ahora ellas mantienen la distancia. No sabe muy bien qué es lo que salió mal. Igual se ofendieron cuando las invitó a una ronda y comentó que las mujeres solo beben whisky para impresionar a los hombres. Ahora se esfuerzan en no mirarlo. Se ha tirado un año observando, tomando nota de sus peinados cortos y revueltos y de sus tatuajes nuevos. Las ha visto beber más, dormir menos y adoptar el aire duro del viejo puerto.
Cuanto más tarde se hace, más descaradas y sexis se ponen las mujeres. Pronto no se parecerán en nada a las trabajadoras matutinas que los lunes se refugian bajo la marquesina de las paradas de autobús que se suceden a lo largo de Van Brunt, limpias y peinadas y razonablemente presentables para el mundo que hay más allá de Red Hook. La noche las asilvestra, les enreda el cabello y les roe las uñas. Les colorea el discurso. De noche, se les empiezan a notar los cientos de veladas que han pasado igual que aquella y que se revelan en sus mejillas huecas y en su rápida cháchara. Jonathan se pregunta cuánto tardan sus disfraces en convertirse en su ropa habitual, sus tatuajes en marcas de nacimiento. ¿Cuándo permitirán que el mundo exterior desaparezca y se olvidarán de recuperarlo?
El nuevo trago le llega rápidamente al estómago, señal de que ya lleva lo suyo. Da una vuelta a la barra para despejarse un poco. Hay dos borrachos en el reservado del fondo. Uno lleva sobando desde la hora feliz. Los habituales se turnan para decorarle la cara y la ropa con rotuladores. Alguien le está abriendo la camisa para dibujarle unas huellas de garras sobre las tetillas.
—¿Nos cantas algo, Maestro? —pregunta una mujer que se da la vuelta antes de recibir una respuesta.
Jonathan hinca la rodilla en tierra y la coge de la mano. Ella intenta quitárselo de encima, pero él la tiene bien atrapada. La canción que le viene a la cabeza es «Let´s face the music and dance», de Irving Berlin. La gente se está riendo de él, pero a Jonathan le da lo mismo. Canta fuerte, más fuerte que el rockabilly que sale de los altavoces. Lanza el brazo libre hacia atrás y le da a una mujer en el estómago. Lil lo agarra por la muñeca con una de sus callosas manos. La fuerza del agarre le sienta bien.
—Largo —le dice ella.
Lil lo acompaña hasta su portal, a solo unos pasos de la entrada del Dockyard, y espera hasta verlo entrar. Jonathan se demora en el umbral, escuchando el ruido de sus botas de vaquero sobre el pavimento…Too hot, too late.
Una vez en su apartamento, abre la ventana para dejar salir el aire que apesta a tabaco y dejar así entrar más calor junto a los ruidos nocturnos. Los bocetos para un nuevo anuncio están desperdigados por el suelo: dibujos en blanco y negro de latas de refresco a la espera de una melodía.
Enciende un cigarrillo y apoya el codo en el alféizar, echando el humo hacia el aire denso de la noche. Hace unos días, en el bar del West Village, tuvo una idea para ese anuncio. La manera tan bestia en que su colega, la drag queen Dawn Perignon, se delineaba los labios con un lápiz de color coca-cola para luego llenarlos de un color cereza brillante le inspiraron los primeros compases. Tomó unas notas en una servilleta y se la metió en el bolsillo.
Como Jonathan siempre lleva vaqueros negros, localizar el par de aquella noche se presenta difícil. Rebusca en los bolsillos de todo su armario. Encuentra cajas de cerillas y números de teléfono de mujeres a las que no piensa llamar. Encuentra unas servilletas arrugadas del Cock ´n Bulls, pero ahí solo hay garabatos.
Se tumba en el sofá con vistas a los dibujos del guion gráfico. Lo único que le sugieren es musiquilla de tiovivo de feria.
Descuelga el teléfono y llama a Dawn, esperando que su voz le dé alguna pista de lo que le inspiraron sus labios de dos colores.
Dawn contesta a la tercera llamada con música de fondo a todo trapo.
—¿Sí?
A Jonathan siempre le pilla por sorpresa que, fuera del escenario, Dawn hable igual que cualquier tío de Jersey. Tiene una voz profunda, llena de sonidos guturales y consonantes pesadas que no pegan nada con el acento que se gasta cuando actúa.
—¿Sí? ¿Piensas decir algo o qué? —ladra Dawn antes de cambiar a su voz de escenario—. ¿Jonathan, cariño? ¿Se te ha comido la lengua el gato?
—Olvídalo, Dawn. Tenía una pregunta que hacerte, pero no es importante.
—No me digas que a estas alturas llamas porque te pica. ¿Te sientes solo esta noche?
—Que te jodan.
—Será un placer.
Jonathan cuelga. Siempre se ha preguntado si Dawn no tendrá cierta debilidad por él.
Mira hacia el otro lado de la calle, al local del libanés. Si estuviese abierto, se acercaría allí. En vez de eso, apaga el cigarrillo y lo arroja por la ventana. Se toma dos pastillas de Tylenol con whisky. Luego pone un disco de calipso por si los ritmos tropicales inspiran a las latas bailongas.
Jonathan suele despertar cuando el bar se calma. Después de que el ruido se deslice lentamente hacia la calle, sabe que Lil se queda ahí sola. Baja la música y él puede oír sus pasos mientras retira los vasos y seca el mostrador.
Lil canta después de cerrar, una actuación en solitario para las botellas medio vacías y los ceniceros rebosantes. Tiene una voz muy decente con cierto acento rural. Jonathan se la imagina sentada en la barra, con los pies en un taburete, dándoles una serenata a las amarillentas cartas náuticas y las fotografías de viejos capitanes de barco.
Termina su canción y sale. Baja la persiana. El cerrojo cae en su sitio con estrépito.
Jonathan asoma la cabeza por la ventana:
—Eh, Lil.
—¿Aún despierto? —Lil sostiene una botella de whisky.
—¿No quieres compartirla conmigo? Necesito un poco de inspiración.
Lil agarra la botella por el cuello y la mueve en plan péndulo:
—No, no pienso compartir contigo mi inspiración.
Jonathan la ve alejarse. Son las cinco y cuarto, la hora en que los cuatro negocios —dos colmados, una cafetería y el Dockyard— de las cuatro esquinas de Van Brunt y Visitation interpretan su concierto diario de apertura o cierre, el barullo de la persiana metálica que saluda a un nuevo día.
El griego ya se está peleando con su persiana de hierro. Ha despertado al borrachín que duerme en el umbral de la cafetería. No se lo quita de encima. Una de las persianas, la derecha, se ha encallado y apenas sube más de un metro. El griego le está echando un pulso. El borracho ronda por ahí, tratando de ayudar. Arranca de un árbol una rama muerta y se la ofrece al griego.