Rafa Pérez Herrero
El otoño llegó sin avisar
Primera edición: noviembre de 2014
© De la obra: Rafa Pérez Herrero
© Bohodón EdicionesTM S.L. www.bohodon.es
Sector Oficios Nº 7
28760, Tres Cantos (Madrid)
e-mail: ediciones@bohodon.es
ISBN: 978-84-92926-80-0
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Composición Digital: Publicón (Grupo Ulzama)
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A Ana.
Simplemente por ser todo.
A Emma y Noa.
Por tu sonrisa que ilumina mis amaneceres
Porque en tu risa se esconde la felicidad
Porque magia es un cuento a los pies de tu cama
Porque tus ojos brillan con intensidad
Porque sigues pensando que todo lo puedo
Por los mil personajes que soy al jugar
Porque eres la estrella que marca mis noches
Porque eres la brújula que me ha de guiar
Porque un abrazo tuyo me llena de fuerza
Porque oír tus te quiero me llena de paz
Por descubrir tus logros me siento orgulloso
Por ser mis mañanas, mis noches, mis días
Por curarme a besos cual sea mi mal
Por hacer que al mirarte se me olvide todo
Por hacerme tan bello cada despertar
Por tus gestos, tus llantos, tus risas, tu paz
Por mirarte al espejo de lo que yo hago
Por la grandeza que albergas al decir papá…
Os quiero.
No podía más. Lo había intentado. Pero no podía. Ya ni siquiera era capaz de mirarle a la cara.
Era demasiado. El sufrimiento era superior a ella.
Se quedó dubitativa, mirando durante unos segundos la pantalla.
Si le daba a enviar todo se precipitaría. Tendría que alejarse, quizá para siempre.
Estaba nerviosa. Muy nerviosa. Sentía que las sienes iban a estallar. Latían con fuerza.
Volvió a leer el texto que figuraba en la pantalla del IPad.
Cerró los ojos y suspiró con fuerza. Quizá no tendría otra oportunidad.
Por un instante, las lágrimas asomaron a sus ojos. Trató de dominarse. Ahora no. No es el momento. Sin duda llegará después.
Abrió los ojos y, con aire decidido, apretó el botón de envío.
¿El secreto?Que en ese nosotros siempre haya un espacio para el tú y para el yo; que en ese tú y en ese yo siempre haya un espacio para el nosotros...
—Nunca me entendiste, ¿verdad?
—No sé si nunca. Ahora no te entiendo.
—No lo hiciste.
—Puede que no. Nunca supe cómo hacerlo.
—Y ¿por qué no preguntaste?
—Nunca estabas para preguntarte…
—Estaba aquí, a tu lado.
—Estuviste un tiempo, sí. Pero luego te fuiste…
—Nunca me he ido.
—Te fuiste sin irte…
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no hay peor soledad que la que se siente en compañía…
Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, mis labios se atrevieron a decir lo que mi mente y mi corazón sentían.
Miré fijamente por la ventana, mientras el autobús 53 se llevaba algo más que pasajeros. Suponía también la marcha de lo que antaño fue un sueño y que ahora no sabía cómo definir.
Parpadeé un instante y el escozor de mis ojos me recordó que no debía haberlo hecho desde hacía varios minutos.
En ese breve parpadeo, el autobús había girado la esquina del final de la calle. Y con aquel 53, distinto a todos los 53 que había visto cada día pasar bajo la ventana, mi vida había dado un giro, como sospechaba, mucho mayor que de noventa grados…
Durante los días sucesivos mi vida pareció instalarse en una nube. Todo lo que sucedía a mi alrededor era, de algún modo, ajeno a mí.
El mismo bar, el mismo desayuno. Los rostros en la barra, los mismos murmullos de calle y los mismos corrillos de cada lunes.
Pero este lunes me importaba bien poco el resultado del Madrid o si la expulsión de Pepe había sido injusta.
Mientras el pobre Julián, como cada mañana, me daba el parte de su última discusión con su parienta, mi yo se debatía en encontrar una explicación para todo lo que había sucedido la noche anterior. Mi mente me recordaba una y otra vez el sonido de la puerta de la calle al cerrarse tras sus pasos.
Es curioso cómo sonidos que oyes a diario pueden tomar una dimensión distinta en tan solo un instante.
Tampoco conseguía sacar de mi cabeza el golpe de las perchas sobre el fondo del armario, cuando Irene recogió su ropa.
—Daniel, ¿todo va bien?
Levanté la cabeza de mi café con leche y encontré de frente la mirada de Julián.
—Se ha ido. Ha cogido sus cosas y se ha ido.
—¡No jodas! —exclamó desde el otro lado de la barra.
La confianza que da el día a día, tras tantos años de cafés y de porras, llevaba a que Julián no hubiese tenido que preguntar nada más.
Siempre he pensado que los propietarios de los bares y cafeterías de toda la vida, esas en las que uno desayuna a diario, son confesores sin sotana. Se crea una especie de vínculo con ellos que suele empezar en el momento en el que, con atravesar el umbral del establecimiento, saben perfectamente lo que vas a tomar.
Julián, el propietario de «La Gitanilla», era un hombre sencillo cuya mayor cualidad residía, a mi modo de ver, en su capacidad de análisis. Siempre dispuesto a darte la solución para cualquier tema que le planteases. Y en quince años, fueron muchas las soluciones del día a día.
No sabría calcular su edad exacta, ya que se trata de una de esas personas que está igual que hace diez años.
Había dejado de fumar hacía bastante tiempo y su estampa la recordaremos siempre con un palillo de madera en la boca. «Sale mucho más barato que los parches de nicotina», me dijo en una ocasión. Soluciones para todo.
Hubo una época en la que había trabajado en el Palace y alguna que otra semana nos recordaba, con cierto aire melancólico, el día que conoció a Ava Gardner y como aquella «impresionante mujer» le había puesto «ojitos». Pero él, muy orgulloso de su decisión, mantuvo su planta imperturbable porque «no había nacido mujer alguna» que pudiera compararse a su Manuela.
Josep y Carmen seguían a lo suyo, enfrascados en la discusión de por qué no cuadraba aquel puñetero balance que les venció el viernes.
Marta, al oír aquellas palabras dejó con suavidad su taza de café, me miró y, con aquellos ojos negros fijos en mí, me dijo sin palabras todo aquello que yo necesitaba oír.
—Julián, esto va a la mía. Chicos id subiendo vosotros, que Dani y yo vamos a ver al cliente, que nos lo han adelantado.
—Pues sí que empezamos bien el lunes. Luego nos contáis… Antes de que pudiera darme cuenta, estaba sentado con Marta en un banco del Retiro. Como tantas y tantas veces no acertaba a recordar qué camino habían seguido mis pies. Pero allí estaba.
—¿Qué ha pasado? —dijo Marta mientras me cogía con dulzura la mano.
—No lo sé. O sí lo sé y no había querido saberlo…
—¿Por qué no me has llamado? Sabes que puedes hacerlo cuando quieras.
—No sé qué decirte. Todavía no lo asimilo. Se acabó sin más. Sin más explicaciones. Simplemente ayer dije en voz alta todo lo que llevo pensando hace tiempo.
En el fondo sabía que no era necesario explicarlo. Tampoco me había pillado por sorpresa. Pero, lamentablemente, en las relaciones no hay una etiqueta en la que figure la fecha de caducidad.
—Sabes que estoy ahí…
—Creo que no tengo ganas de hablarlo. Supongo que tendré que aceptar que es así. Tantos años. Muchas cosas vividas… Si bien hace tiempo que las cosas se torcieron, cuando el final llega, en el fondo te duele. Si me paro a pensarlo, hace años que no hablábamos. Hace años que dejamos que los problemas se acostasen con nosotros, sin resolverlos como antaño, antes de irnos a dormir.
Marta me acarició con dulzura la mejilla.
—Creo que yo no te valgo de ejemplo, Dani. No sé muy bien qué decirte… No soy precisamente un modelo de relaciones duraderas…
Ese comentario tan espontáneo y sencillo hizo que esbozara la primera sonrisa desde hacía días.
Marta era una gran compañera. Sabía estar siempre en el momento justo y con las palabras precisas.
He de reconocer que tenía un magnetismo especial, un algo que, al menos a mí, me hacía confiar en ella sin el menor reparo. Siempre la he considerado una gran amiga y hemos compartido momentos de franqueza más intensos que algunas parejas formales.
Su inmensa melena negra, a juego con la profundidad de sus ojos, hacía que muchos hombres se giraran para mirarla.
Sin embargo, como ella acababa de reconocer, los temas del corazón no eran su fuerte. Aunque no es que yo fuera, visto lo visto, la persona más indicada para darle consejos, alguna vez habíamos hablado sobre ello. Se implicaba demasiado desde el minuto uno, y quizá eso fuera a veces en su contra. También esperaba siempre que la otra persona hiciera lo mismo.
Comenzamos a caminar por el parque. El mismo camino que había recorrido tantas veces de la mano de Irene.
Siempre me ha parecido que tiene un encanto especial. Junto con la Casa de Campo y el parque de Juan Carlos I, componen los principales pulmones de la capital. El colorido de los árboles en otoño dotaba al paisaje de unos colores extraordinarios. Una gama de verdes, marrones y amarillos que suponían un auténtico placer para la vista.
Nos detuvimos frente al monumento de Alfonso XII, en la orilla del estanque. Varias barcas de remos estaban navegando por el lago. No pude evitar detener mi mirada en una pareja sonriente que jugaba con los remos. Un grupo de africanos con rastas tocaba los bongos con bastante destreza, mientras la brisa otoñal zarandeaba los árboles, que parecían mecerse al son que marcaban los bongos.
—Oye…, el cliente.
—Olvídate del cliente. Ya me pasaré yo luego. No creo que lo que más te apetezca en este momento sea escuchar las correcciones de un apasionante tratado sobre la política moderna de Moldavia… ¿Estarás bien?
—Prometo que, por lo menos, estaré…
El resto del día transcurrió entre la nube y pequeños retazos de dolor agudo.
Hoy es uno, año cero.
Enseguida mi cabeza se entretuvo en pensar en todas las cosas que conlleva quedarse de nuevo solo. En cuantas explicaciones no buscadas me tocaba dar a familia, amigos y compañeros.
Cuando al caer la noche, puntualmente, como siempre, sonó el teléfono, no tuve fuerzas para explicar nada a mis padres. Despaché la llamada con un «bien, como siempre».
Pero mi madre, que como todas las madres parece tener un sexto, séptimo y octavo sentido, me despidió con un simple pero efectivo «mañana hablamos».
Entonces fue cuando por primera vez se me vino la casa encima. Había pasado toda la noche anterior en vela, oyendo una y otra vez el sonido de la puerta de la calle al cerrarse. No había tenido tiempo para escuchar el silencio. Y en aquel preciso instante, el estruendo del silencio me agobió.
No estaba preparado para aquello, por mucho que las cosas no funcionaran en los últimos años.
Encendí y apagué varias veces la televisión, conecté y desconecté el Facebook otro millar de veces y finalmente rompí a llorar como un niño pequeño que no encuentra consuelo.
Los meses posteriores transcurrieron con el mismo guion que tantas veces había visto en aquellos que me rodean. Incluso me sorprendí analizando artículos de psicología que hablaban de las fases que debes seguir para superar la ruptura de una relación.
«Una primera fase sería la de negación, donde no aceptamos que la relación se haya terminado, y tenemos todavía esperanza de poder recuperar a esa persona. La segunda, sería la de enfado, rabia e ira, en la que se buscan las razones de lo ocurrido, tanto en ti (qué habré hecho mal) como en la otra persona. Después, vendría la fase de negociación, en la cual empiezas ya a buscar soluciones. La cuarta abarca un periodo donde se experimentan la tristeza y el dolor en sí, y se quiere llorar ese dolor. Y por último, viene la de aceptación, en la cual se asume lo que ha pasado.
Algunos autores exponen también una sexta fase: la asimilación. En ella, todo está superado, asimilado, y puedes hablar de ello sin emocionarte.»
Curioso. Hasta para sentirse fatal seguimos patrones.
Zanjé el tema con familiares y compañeros con la mayor (ninguna) dignidad posible.
Si algo me llamó la atención fue la naturalidad con la que mi madre dejó correr el tema. Ni una pregunta, ni un ápice de curiosidad. Solo una mano tendida desde aquel «mañana hablamos».
Es fascinante como los padres no dejan de sorprenderte. Es como si se actualizasen al 3.0 con la velocidad del rayo.
Supongo que la experiencia, además de ser un grado, es una inestimable compañera de viaje.
Mi madre es una mujer increíble. Cumplidos ya los sesenta y ocho, su mirada reflejaba siempre lo que yo he llamado «duende». Día tras día ha sido capaz de ir adaptándose a lo que la vida le deparase.
La verdad es que mi familia es una de esas que ha sabido sacarse las castañas del fuego. Nunca nos ha faltado de nada, pero tampoco podemos decir que hayamos tenido dinero.
Conoció a mi padre cuando tenía 17 años, en una Verbena de la Paloma, cuando las verbenas eran verbenas y algunas tardes de domingo se celebraban guateques. Desde entonces han sido inseparables, supongo que con todo lo bueno y lo malo que eso supone. Creo que ambos serían incapaces de imaginarse la vida sin el otro.
Hay muchas parejas que con el tiempo dejan de quererse y pasan, podríamos decir, a soportarse. Yo no puedo decir que los vea tan enamorados como el primer día (desconozco, como es natural, ese día), pero sé que en su mirada hay mucho más que tolerancia. Con sus defectos y virtudes. Con sus manías y sus aciertos. Con sus puntos fuertes y sus errores.
Toda su vida había trabajado en una papelería, en la que primero fue una empleada más y de la que, años más tarde, se convirtió en propietaria. Sin duda, un ahorro para todos en mis tiempos de colegial.
Educada a la antigua usanza, pero con los ideas claras desde que era una jovenzuela. Siempre había tenido claro que la familia no es cosa solo de mujeres y esposas, pero cuando fue necesario, se echó la familia a la espalda.
Me recordaba a un dicho que le oí contar, hace unos años, sobre un capitán de la infantería italiana. En plena batalla, viendo que eran superados en número y capacidad por el enemigo, dio la orden a sus soldados de replegar filas. Uno de los soldados preguntó: «¿Nos retiramos, señor?». A lo que aquel gallardo capitán contestó: «Eso nunca. La infantería italiana no retrocede jamás. Da la vuelta y sigue avanzando».
Allá por mil novecientos sesenta y ocho decidió ir con otras tres amigas, en su flamantes vespas, hasta Roma. 1.345 km. Y vaya si lo consiguió.
Y es que mi madre es así. Siempre hacia adelante. «Nunca encontrarás el futuro a la espalda», solía decir.
Y actualmente sabía esperar pacientemente a que, si lo necesitaba en algún momento, fuese yo el que contara lo que quisiera contar y de la manera en que quisiese hacerlo.
La Habana, Cuba
1982
Aquel informe médico lo desmontaba todo. Su mano temblorosa le había acercado una hoja que suponía una puerta hacia la nada. No podía ser. No.
Esto lo complicaba todo. No estaba dispuesto. Por ahí no. Había dejado muy claro que era la única frontera que no debía rebasar. Era lo que era y pensaba, hasta ahora, que ella también lo tenía claro. Su cara llorosa no le inspiraba, sin embargo, ninguna lástima.
A duras penas conseguía articular palabra.
—Lo siento. Lo siento. Lo siento —era lo único que acertaba a decir.
—No vale con sentirlo. Se acabó. Lo sabes. Se acabó.
La dureza de sus facciones denotaba lo enfadado que estaba.
—No me dejes. No. —Los sollozos no conseguían ahogar la profunda angustia que sentía.
—No es discutible. Lo sabes. No es dialogable. Empezaba a alterarse por momentos. Y ella sabía perfectamente que eso no era bueno.
Cinco minutos antes su vida era color de rosa.
Un piso modesto, pero de gran categoría para aquel barrio medio de La Habana. Un barrio que ofrecía cierta seguridad. No era fácil estar sola en una ciudad como La Habana.
Al menos no para ella. Pero desde que frecuentaba la compañía de «el español», como allí lo conocían, su vida había dado un giro completo.
El piso contaba con un pequeño salón con ventilador en el techo. De esos con una pequeña cadenita que servía para accionar o detener el mecanismo. Nunca había tenido uno.
Los muebles no eran muy lujosos, pero suficiente para decir que se trataba de una estancia cómoda. Un viejo sofá de dos plazas retapizado en bastantes ocasiones y una mesa pequeña de madera sin tratar lo presidían.
Sobre una antigua camarera, un viejo televisor, cuya antena era capaz de captar la señal siempre y cuando el tiempo fuera clemente. En los días ventosos y con algo de lluvia la recepción era imposible.