Primera edición: abril de 2017
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DIEGO PERELA MOURE
El cuarto de baño en el que me encontraba era algo absolutamente insalubre. El suelo estaba pegajoso y cubierto de manchas de muy dudosa procedencia. Pequeñas, medianas, grandes y enormes; poco a poco se habían apoderado de toda la superficie y era casi imposible saber de qué color eran las baldosas el día que se colocaron. Haciendo esfuerzos, podía distinguirse un blanco con un ligero tono amarillento, que bien podría haber aparecido con el paso del tiempo.
El resto de la escena no era mucho más halagüeña. En la pared había colgados tres orinales, de los cuales tan solo uno era mínimamente aprovechable. El de la izquierda estaba tapado con una bolsa de basura y del central caían unas gotas un tanto sospechosas al ojo humano. Me explico: quizás un perro pudiese olisquear alrededor y llegar a la conclusión de que no era más que agua, pero ni mi sentido del olfato estaba tan desarrollado, ni tenía la menor intención de hacer un experimento empírico en esos baños. Así pues, utilicé el tercer receptáculo para descargar la vejiga. Para ser sincero, mi primera intención había sido utilizar el retrete, pero aquella idea fue un tremendo error y me di cuenta de ello en cuanto levanté la tapa, aunque lo empecé a sospechar en cuanto la así. Tan solo diré que un coprófago podría haberse dado un banquete allí dentro y, en caso de haber tenido a mano un táper, haber cenado tranquilamente esa noche en casa con aquello que no hubiera sido capaz de comer.
Cuando hube terminado de miccionar, me dirigí al lavabo, que estaba misteriosamente limpio; me lavé las manos, me retoqué un poco el flequillo y salí de la gasolinera, no sin mirar fijamente al dependiente tratando de decidirme entre odiarlo profundamente o sentir pena por él. Al final me decidí por lo primero.
Esta escena había afectado a mi estado de ánimo. Había pasado de ser muy malo a alcanzar unas cotas inimaginables de pesimismo. No tenía ya bastante con ir al funeral de mi mejor amigo, como para encontrarme en el camino con esa desagradable escena. Estaba claro que había días en los que era mejor no levantarse de la cama.
Me metí en el coche, cogí mi porta cedés y busqué algo adecuado para ese momento. Al final me decidí por un Grandes Éxitos, de Roy Orbison. La verdad es que a mí no me hacía especial gracia, pero a José le encantaba. Supongo que se identificaba de alguna manera con el feúcho gafotas y perdedor que había compuesto clásicos como Pretty woman. Sería un pequeño homenaje.
Según ponía en marcha el coche, empecé a pensar en que, con suerte, existiría el cielo, y que a esas alturas a lo mejor José habría conocido a todos o alguno de sus ídolos: Elvis, Chuck Berry, el propio Orbison… si es que estaban allí. Siempre he creído que, salvo contadas excepciones, el ser humano no merece tener otra vida después de la muerte. Una de esas excepciones era él. Un persona capaz de desvivirse por cualquier desconocido, creyendo que dentro de todos había más buenas intenciones que ganas de andar jodiendo al resto de seres con los que uno se cruza en el camino. Sí, José era un grandísimo ingenuo. Mi querido amigo.
Lo había visto pocos días antes, en el entierro de su abuelo. Fue José quien se había encontrado al viejecito tumbado boca abajo en el suelo de su casa. Nadie se debía haber sorprendido mucho ya que el anciano debía tener mil años. Bastante había vivido para haber fumado como un carretero cigarros sin boquilla desde el día en que aprendió a abrir la boca, tomado unos cuantos vinos de más casi todos los días y haber trabajado en la mina durante más años de los que cualquier médico recomendaría. Nadie salvo nosotros dos, claro. El abuelo de José siempre nos había parecido el ser más duro del planeta. Un tío a la altura de cualquier superhéroe de comic, indestructible e inmortal. Sus rasgos eran duros, sus arrugas profundas, sus ojos penetrantes y sus manos, terriblemente encallecidas, eran recias y fuertes. De niños solo tenía que mirarnos para convertirnos en maniquís inmovilizados por el terror, y el efecto no se había terminado de borrar nunca de nuestro subconsciente, a pesar de los años. Si acaso, se había ido diluyendo ligeramente como una aspirina efervescente en el agua.
Y tampoco estábamos tan equivocados, la verdad.
Todavía tengo la imagen en la cabeza, como si lo estuviese viendo en este preciso instante. Los familiares de negro, muy compungidos, o esforzándose en aparentarlo, y el cura en el momento álgido de la ceremonia, haciendo esfuerzos por no bostezar. Entiendo que cuando te has pasado toda la vida celebrando funerales, ya no debe ser un trabajo estimulante, aunque podría haber hecho algo por disimularlo ante aquellos que nos estábamos molestando en hacerlo.
Era una misa muy aburrida, obviamente, pero en un momento dado todo cambió. De repente, el cura se quedó callado y pálido, y la gente de las primeras filas empezó a mirar a todos lados con caras de verdadera confusión y terror. En la iglesia, como si de una pequeña ola moribunda acercándose a la orilla se tratase, se fue corriendo la voz de que se había oído un ruido extraño, como de ultratumba. Un sonido que posiblemente habría sido originado por en una garganta humana, aunque bien podría venir de cualquier otro ser vivo o no muerto.
Pasados unos segundos de respiraciones contenidas, se oyó un golpe seco que parecía salir del interior del ataúd. Seguidamente se oyó una voz que proveniente del mismo punto, perfectamente nítida: «¡Sacadme de aquí, cabrones! ¿Queréis enterrarme ya?» Tras esta expeditiva frase, empezaron a surgir todo tipo de maldiciones de allí. En serio, de lo más variado que había oído en toda mi vida. Era un catálogo de improperios, insultos y palabras malsonantes que no abarcaba ningún diccionario y que hizo que no pocas personas se persignasen una y otra vez a la velocidad del rayo.
José y yo fuimos los únicos que tuvimos el valor de acercarnos al ataúd. Inmediatamente, tras una breve mirada, nos pusimos manos a la obra para abrirlo. Mientras tanto, la gente estaba estática, sin saber si ayudarnos, o correr por si lo que salía de ahí era el mismísimo Belcebú con su tridente, su rabo rojo, sus cuernos y todos esos complementos.
Cuando conseguimos abrirlo, vimos al viejo con las uñas ensangrentadas y, en algún caso, solo sangre donde debería haber habido una uña, de haber arañado desesperado la madera tratando de salir. Se levantó y miró a toda la gente que estaba en la iglesia. Mientras todo esto pasaba, se produjeron varios desmayos, pero nadie pareció enterarse de ello porque era mucho más interesante el show del viejo que alguna vulgar pérdida de consciencia.
—¡Desgraciados! ¿Tanta prisa teníais por enterrarme? ¿Quién os habéis creído que soy?
No hace falta asegurar, entiendo, que el hombre tenía mala baba. Aunque en este caso era totalmente justificado, siempre había sido así, pese a que en los últimos años parecía que la edad había conseguido atemperarle un tanto. Supongo que no hay nada como ser enterrado y vivir para contarlo para recuperar el brío perdido.
Los momentos siguientes fueron la mar de confusos a la par que divertidos. La gente no sabía muy bien a qué atenerse, ni qué hacer, ni qué decir o pensar. Mientras, el abuelo agarraba a su nieto por el codo y lo empujaba hacia el exterior de la iglesia con una fuerza impactante. Yo iba detrás, mirando a los asistentes sin poder contener la risa que me provocaban las caras estupefactas, con sus bocas y ojos totalmente abiertos. En ese momento, tuve claro que más de un familiar avaricioso había estado esperando ingresar una buena cantidad de dinero en cuanto la última pizca de tierra cayera sobre el ataúd del falso difunto. Y he de apuntillar que, en la familia de mi amigo, la avaricia era un rasgo bastante arraigado, así que no serían pocos. Vamos, que en la Cofradía del Puño Cerrado tenían puesto de honor.
—¡Llevadme a un bar! ¡Estoy cansado de hacer caso a esos soplapollas de ahí dentro que quieren enterrarme a base de papillas y otras mierdas de esa clase! —atronó (pues el verbo gritar es demasiado suave para describir la fuerza con la que expulsó aquella frase).
Le hicimos caso inmediatamente y, una vez tomamos asiento, comenzamos a ingerir cervezas como si no existiera el mañana, brindando por las segundas oportunidades que a veces nos ofrece la vida, por las futuras ocasiones perdidas, por la levedad del ser humano, por la cebada, el trigo y la cerveza, por los latidos del corazón, por la absoluta sinrazón y por miles de estupideces que el alcohol nos fue arrancando de nuestra beoda materia gris hasta que ninguno de los tres pudimos articular ni la frase más sencilla de forma inteligible y tuvimos que retirarnos.
Esa fue la última vez que vi a mi amigo con vida. Ese recuerdo tambaleante y dubitativo de un abrazo de despedida y una espalda que se aleja zigzagueando por las estrechas calles adoquinas quedará grabado a fuego en mi memoria.
Días después, José fue atropellado por algún cabronazo que se dio a la fuga, dejando el cuerpo inerte a sus espaldas. Hijo de puta. Os juro que la impotencia que se siente en esos momentos es indescriptible. Si, al menos, la persona que había segado su vida, hubiera tenido la decencia de parar el vehículo, llamar a una ambulancia y hacer todo lo posible por salvarlo… posiblemente estaría muerto de igual manera, pero no habría quedado la sensación de vacío que provoca un interrogante sin respuesta y un porqué sin razones. No creo que sea algo que haya que explicar mucho: si pisas de más el acelerador, o simplemente te despistas con tus problemas de trabajo, la situación con tu pareja o el anuncio de la esquina, y te llevas a alguien por delante, al menos haz frente a tus actos y errores. Huir, tratando de dejar atrás todo lo que tu acción va a deparar, no es la solución, aunque no puedo ser yo quien de lecciones de valentía a nadie. Ya entenderéis por qué digo esto.
Poco a poco, iba devorando los kilómetros que me separaban de mi destino y acabé sustituyendo a Roy Orbison por algo de los siempre tristes Joy Division. Al fin y al cabo, su cantante se suicidó y, por tanto, me pareció acorde con la situación. No por haberse quitado la vida voluntariamente, claro está, sino más bien por la atmósfera de tristeza que se había apoderado del viejo coche.
Avanzaba tan meditabundo, tan inmerso en cuestiones nada halagüeñas, que apenas me percaté de que una sombra negra se acercaba por el lado izquierdo del coche hasta que no la tuve encima de forma literal. Era un pájaro que descendía a una velocidad vertiginosa. Durante unas décimas, no le di importancia, y por eso no me di cuenta de su trayectoria a tiempo. Cuando quise reaccionar, y pisé el acelerador al máximo para intentar evitar la colisión, ya era tarde, y el ave giró lo suficiente como para impactar en la ventanilla izquierda del asiento de atrás. El golpe hizo que cerrase los ojos y diese un volantazo que disparó el coche hacia el arcén. Gracias a la diosa fortuna, pude frenar con la maña suficiente para evitar el choque directo contra un árbol.
Me quedé quieto, tratando de recuperar un ritmo de respiración normal y de esperar a que los latidos del corazón dejasen de golpear mis sienes con violencia.
Cuando conseguí rehacerme, me atreví a girar la cabeza para ver un amasijo de carne y plumas clavado en uno de los asientos y miles de trozos de cristal esparcidos por la tapicería.
En ese momento, aunque parezca ridículo, tan solo podía preguntarme una cosa: ¿cómo carajo iba a explicar aquello a las personas que me arreglarían ese destrozo? Y después ¿sigo viajando de esta guisa?
Decidí seguir adelante, puesto que era la única opción de llegar a tiempo a mi destino. Con suerte, me daría tiempo a dejar el coche en algún taller.
Hay días que es mejor no levantarse de la cama.
Una vez decidido mi esquema de actuaciones, me puse de nuevo en marcha muy despacio, sin poder evitar dirigir la vista al cielo gris de aquel día de bochorno y maldecirlo por hacer que no nos demos cuenta de que el objetivo más importante del día, de cualquier día, era llegar vivo a otro amanecer. Si no, que se lo digan a José.
El resto del viaje se llevó a cabo sin muchos problemas si obviamos las miradas de todos aquellos coches que se cruzaban con el mío. No les culpo. No debe ser algo habitual ver un coche lleno de manchas de sangre y cargado con una cosa negra que se mueve al ritmo que marca el aire que penetra por el espacio abierto que antes había sido ocupado por una ventanilla. Al principio sentía una terrible necesidad de explicarle a todo el mundo lo que me había pasado para que por lo menos pudiesen apartar sus jodidos ojos de mí. Pero, claro, me imaginaba parando el coche en seco, abriendo la puerta con los brazos en alto, contando a gritos el porqué de aquello y a la gente huyendo despavorida ante el loco que se dirigía a ellos tratando de pararles, y me decidía por continuar con mi ruta. En esos momentos es cuando se aprecia el anonimato. El ser un tío vulgar y corriente en el que nadie va a fijarse salvo que tu cuerpo se ponga en medio de su ángulo de visión y no le quede más remedio, y de cuya cara no se acordarán diez minutos más tarde. ¡Bendita insignificancia!
Al fin pude dejar el coche en un lugar seguro. El chico que me atendió sonrió nervioso cuando le expliqué la situación. ¡Al carajo! ¡Seguro que pensaba que yo era un lunático! Menos mal que todavía llevaba conmigo el cadáver del cuervo para aportar pruebas fehacientes del suceso. Aunque aquello no debió contribuir, tal y como me decía su cara de asco, en mejorar mi imagen, al menos corroboraba la historia y eso, al fin y al cabo, era lo único que buscaba en aquel momento.
Cuando conseguí asegurarme de que me creía, me dirigí a la iglesia con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.
Creo que lo he mencionado alguna vez, pero me veo obligado a rescribirlo: hay días que es mejor no levantarse de la cama.
Cuando al fin llegué al lugar sagrado, todo estaba preparado para el comienzo de la ceremonia. La gente estaba posicionada correctamente, o, lo que es lo mismo, los familiares directos delante y el resto en un respetuoso segundo plano, el cura presidiendo y el ataúd a la vista de todos.
Pero aunque todo parecía estar en su sitio, había algo que no me encajaba. Tenía la extraña sensación de que había una pieza que no terminaba de engarzar con el resto de la estructura, como si vas a terminar un puzle y descubres que el último hueco es la pieza central y solo te queda una esquina. Miré uno a uno a los invitados: estaban todos los que debían estar y algunos más.
Incluso estaba una mujer a la que había visto por primera vez en el tanatorio, cuando fui a visitar al «difunto» abuelo de José. Era la señora que había aparecido, dando el pésame a toda persona viviente que se cruzaba en su camino y que, colocándose de espaldas al cuerpo, miró fijamente y uno por uno a todo el mundo, con la parsimonia de quien no es virgen en estos lances, y elevó la voz firme para decir de forma muy solemne: «creo que es hora de rezar un padrenuestro por el difunto» y empezó a entonar la oración. La gente acompañó a los coros, como si estuviésemos en un concierto de rock y el grupo estuviese interpretando su gran éxito. Una vez concluyó el espectáculo, y una vez concluido su trabajo, se fue sin despedirse y desapareció de la misma forma que vino.
Pregunté a José quién era y me comentó que era algo así como la prima de la hermana de una amiga de la mujer de su abuelo. Vamos, que nadie sabe lo que hacía allí, o sabían bien que poco o nada tenía que ver su presencia con el apego hacia el difunto, sino que estaba más relacionada con el absoluto afán de presentarse ante los mortales y, de paso, intentar colársela al Todopoderoso como una verdadera beata.
Pero debo dejar de irme por las ramas, así que resumiendo, por tanto, no faltaba nadie destacable. Me dediqué a centrar mi atención en los detalles lo mejor que pude: los rostros, los asientos, las vidrieras, el suelo... Tampoco encontraba nada que desentonara. Todo el mundo estaba compungido, o esforzándose en aparentarlo, y la iglesia estaba como llevaba estando los últimos siglos, o aparentando que así era, porque el tiempo no pasa en balde.
Aun así, la sensación se mantenía latente, por lo que traté de olvidarme de ella autoconvenciéndome de que todo eso era ridículo. Al fin y al cabo, enterraban a mi mejor amigo. Era normal que algo no me terminase de cuadrar. Es más, nada lo hacía.
No recuerdo nada de la misa de aquel día. Durante toda ella estuve como ausente, perdido entre absurdas divagaciones y recuerdos dolorosos. Cuando salí de la iglesia, mi ánimo se ennegreció más, si cabe. Me dirigí directamente hacia la familia de José y por el camino fueron llegando a mis oídos conversaciones terriblemente banales, del estilo «Fulanito ha hecho esto» o «Hace mucho que no nos vemos, ¿todo bien?»; alguna risa entre dientes y, sobre todo, el tema estrella: el asesinato, aun sin resolver, del alcalde la ciudad. Todo aquello me revolvía el estómago. Tenía ganas de subirme a un banco de piedra de los varios que bordeaban el lugar y preguntar con todas mis fuerzas si les parecía oportuno tratar esos temas cuando José no había sido enterrado todavía. Decidí, sin embargo, bajar la cabeza, llegar hasta la familia del difunto, darles el pésame e irme al cementerio en el coche de algún amigo presente.
Pocos sitios imponen tanto como un cementerio. Desde pequeño, me producen un miedo irracional. Un respeto exagerado. Un vacío tremendo. Su silencio es capaz de arrancarme el calor del cuerpo mientras no deja de traerme oscuros pensamientos sobre los gusanos y la podredumbre a la que todos estamos expuestos.
La inspiración vino cuando nos separaron menos de dos metros del agujero excavado en la tierra, donde descansaría para siempre el cuerpo de aquella persona que había sido tan necesaria para mí.
En un momento, conseguí encontrar qué era lo que no encajaba aquel día. Cuando aparcó el coche fúnebre, se abrieron las puertas traseras y el sol incidió sobre el ataúd. La caja de madera de roble me parecía demasiado pequeña para albergar el corpachón de José. Aun así, intenté convencerme de que se debía a un efecto óptico, pero no pude seguir negando lo innegable cuando encontré demasiadas similitudes entre el féretro que estaban cargando en ese preciso instante los empleados de la funeraria y aquel que se usó en el funeral frustrado del viejo abuelo de mi amigo. Empecé a ponerme nervioso. Tenía que estar equivocado. No era posible que se hubiera cometido un acto tan vil. No podía ser que tratando de no gastarse un maldito euro en un nuevo ataúd, la familia hubiera reutilizado el que ya tenían. No podía ser. No. No podía ser real. No, no y no. Pero al final no pude engañarme más. Cuando estaban a punto de introducir el ataúd en el agujero, las leyes de la física acabaron por darme la razón, y la tapa del féretro se rompió, dejando al descubierto parte del cuerpo inerte. Poco a poco, la rotura se fue agrandando, con lo que al final quedó un brazo fuera, colgando, flácido y pálido.
No fui capaz de soportar más aquella nueva situación. Los gritos, los desmayos y la angustia se hicieron dueños y señores de la escena. Tapándome las orejas con las manos, corrí lejos de aquella horrenda escena con los ojos cubiertos por lágrimas. Lágrimas de pena. Lágrimas de impotencia. Lágrimas que trataban de cegarme para no seguir siendo testigo de aquella aberración.
Desde entonces, no he podido ir a ningún otro funeral. El recuerdo de aquello me asalta. También hay noches en las que esa imagen acaba con mis sueños y me cubre de sudor. Y lo peor, lo que más me duele y por lo que maldigo a los artífices de tal espectáculo: siempre que recuerdo a José, los grandes momentos que viví con él son fagocitados por ese brazo balanceándose en el aire.
Lo dicho: hay días que es mejor no levantarse de la cama.
Pasé varias horas deambulando sin saber muy bien hacia dónde dirigirme, perdiéndome en las calles de la ciudad que me vio crecer y que se había mantenido al margen del tiempo. Incorruptible e inamovible. Como si se tratase de una fotografía en blanco y negro. Los edificios estaban tal y como los recordaba. Era como si las manecillas del reloj no hubiesen afectado a todo esto. Y eso no era nada útil para alejarme de la sensación de vacío que se había asentado en mi estómago.
Me costaba gran esfuerzo contener el llanto, y no podía saber por cuánto tiempo podría seguir haciéndolo. Tenía un nudo en la garganta y no era capaz de deshacerme de la sensación de que mi voluntad se había transformado en un débil dique que contenía la fuerza del agua a duras penas y por un tiempo limitado.
Tenía que salir de allí cuanto antes, pero el coche seguía en el taller y hasta la tarde era imposible recogerlo, así que me alejé del casco antiguo de la ciudad durante 20 minutos y me introduje en el primer bar que encontré. Estaba vacío.
Era mediodía, y aunque no tenía nada de hambre, me dirigí a la barra para pedir un bocadillo de calamares. Cuando estuvo preparado, me senté en una mesa y me lo comencé a comer mientras echaba una ojeada al periódico. A lo mejor, pensaba, las desgracias ajenas me ayudaban a no recordar las mías propias.
Al cabo de cinco minutos, entró en el bar un hombre desgarbado y mal afeitado. Cuando pasó a mi lado, el olor a vino, tabaco y sudor conquistó mis fosas nasales y tuve que mirar hacia otro lado. En ese momento, estaba convencido que el hedor que desprendía era el más desagradable que podía llegar a emanar de un hombre, tanto vivo como muerto y en estado de descomposición.
El camarero debió pensar algo parecido, puesto que apenas pudo evitar torcer el gesto a medida que se le acercaba aquel individuo.
Éste, que parecía totalmente ajeno a todo, se sacó unas monedas del bolsillo y pidió una ración de tortilla. Cuando la recibió, se sentó en una mesa (por suerte, al extremo contrario del bar), y comenzó a devorarla.
Mi estómago tardó en volver a asentarse y, hasta que eso no ocurrió, no pude proseguir con el bocadillo y la lectura.
Al cabo de unos minutos, el hombre acabó su ración, cogió el plato, se acercó a la barra para depositarlo y, cuando parecía que se acercaba a la salida, volvió a pasar a mi lado. Fue en ese preciso instante cuando se abalanzó sobre mí y me colocó el cuchillo manchado de tortilla, que había escondido en uno de sus bolsillos, en el cuello, a través de un rápido movimiento, que exigía una coordinación que nunca le hubiera otorgado. Me hizo levantarme y me condujo hacia el camarero, que observaba con más curiosidad que temor la escena.
—O me das lo que tienes en la caja o le rebano el cuello. —Cuando el hombre comenzó, una bocanada de inmundicia salió despedida acompañando a sus palabras y me empecé a marear. Traté de contener el aliento.
—¡Venga, hombre! ¡Si ese cuchillo no tiene nada de filo! No creo que pudieras cortarle el cuello con él —contestó el camarero mientras mostraba una pequeña sonrisa.
—¿Cómo? —Cuando mi raptor y yo contestamos al unísono, volví a absorber su perfume embriagador y me vi obligado a contener las arcadas.
—Pues eso, que no creo que pudieras cortar ni un maldito filete con eso —prosiguió el camarero.
Obviamente, la situación me estaba empezando a superar. Cerré los ojos, imaginando al atracador pasando el cuchillo una y otra vez por mi cuello, tratando de abrir una herida lo suficientemente importante para matarme. En ese momento, de manera prácticamente incontrolable, empezó a sonar en mi cabeza Surprise, you’re dead!, de Faith No More, y eso acabó por desquiciarme. De hecho, estaba empezando a sonar muy fuerte, y al final no pude reprimir el impulso de canturrearla muy bajo. Me sentía como debieron sentirse aquellos cátaros que murieron en las llamas de la inquisición mientras entonaban sus cánticos.
—Mierda, o me das el dinero o me cargo a este tío ahora mismo. Hablo totalmente en serio. Una vez, atraqué una gasolinera con un destornillador. ¡Puedo cortarle la jodida cabeza en unos segundos con el maldito cuchillo! —Aquello provocó una nueva arcada, muy fuerte esta vez, tanto que noté cómo el vómito corroía mi garganta. Me obligué a subir un ápice el volumen de mi cantinela para abstraerme de todo aquello. No deseaba que el tipo que amenazaba con darme muerte se ofendiese por mi reacción ante su halitosis.
—Venga, hombre, razone. Por favor, dele el dinero de una vez. No mantenga esta situación —dije a duras penas, tratando de imponer la sensatez mediante un fino hilo de voz.
—Bien, hagamos una cosa. Tu sueltas a este tipo y, a cambio, te dejo marchar. —Tras la barra, el camarero mantenía la media sonrisa. Yo ya tenía claro que mis días terminarían allí mismo, o bien por la fricción continuada del cuchillo, o por un ataque al corazón.
—¿Cómo? Creo que no te estás dando cuenta de que el que está armado soy yo. Deja de decir gilipolleces y dame la pasta. Ya te he dicho que puedo cortarle el cuello con esto. Mierda, podría rebanarle con un jodido folio. No me costaría esfuerzo alguno.
—Es que no me lo explico.
—¿El qué? —Las manos del atracador empezaron a sudar y un ligero temblor casi imperceptible se empezó a apoderar de él. El romo trozo de metal acariciaba ya mi nuez, provocándome un ligero cosquilleo que calificaría de agradable de no ser por lo que representaba.
—Pues que si tenías intención de coger a este hombre por el cuello y atracar el bar, no me hayas pedido una ración de carne para hacerte con un cuchillo que realmente diese miedo.
—¿Estás loco? He venido a robar esto. Tengo un arma, un rehén y no hay nadie más aquí. Creo que la situación está bastante controlada.
—¿Tú crees? Quiero decir, a ver si me explico. Pongámonos en el supuesto de que puedes cortarle el gaznate con eso. Seguramente tendrías que intentarlo… ¿cuántas veces? ¿Tres? ¿Cinco? Y, supongo que después de la primera intentona, él tratará de defenderse. ¿Entiendes? Es más corpulento que tú, creo que podría ponerte en apuros, y, en fin, si se consiguiera dar la vuelta, supongo que tendrías que girarte y salir corriendo de aquí. Pensándolo seriamente, hubiese sido más inteligente por tu parte traerte un cuchillo de plástico de casa o algo así. —Traté de ignorar aquello. Estaba claro que todo eso no tenía ningún sentido y no encontré mejor alternativa que empezar a tararear el ritmo de la canción que tenía en mente muy bajito hasta que mi raptor empezó a apretar con más fuerza. Tomé aquello como un aviso, que fue refrendado por sus siguientes palabras.
—¡Calla, cojones! —No hay que dudar que cerré el pico al instante—. Entonces, ¿me estás diciendo que, si le estuviese amenazando con otro objeto, me harías caso?
—Sí, más o menos viene a ser eso. Si tu amenaza no fuese completamente infundada, te daría el dinero, pero así…
—Está bien, está bien.
Desde hacía unos segundos, había ido acercándose disimuladamente a la barra, conmigo delante, claro. Rápidamente, estiró el brazo y cogió el tenedor del plato que había dejado. Unos restos de tortilla colgaban todavía del mismo, y se contonearon como un niño subido en un columpio pero, claro, eso no le importó para ponérmelo en el cuello y tirar luego el cuchillo lejos.
—Ya está, entonces. Creo que el tenedor es suficiente. Si se lo clavo, empezará a sangrar como un cerdo y morirá.
—Sí, está claro que eso es otra cosa. No digo que a la primera te lo cargarías, pero sería más rápido, seguro. En fin, ahora sí creo que tendré que darte el dinero. También debo admitir que has estado rápido. Mucho más que yo, que debía haber imaginado tu siguiente movimiento.
—Me parece completamente correcto —susurré con alivio.
El camarero se dirigió a la caja, cogió el contenido, lo guardó en una bolsita y estiró el brazo en nuestra dirección.
—La verdad es que no es casi nada. Los desayunos no dejan demasiado dinero. Toma y deja en paz a este pobre hombre.
Así se hizo. El hombre cogió la bolsa, aflojó la presa que había estado ejerciendo sobre mí, se dio la vuelta y empezó a correr. Traspasó la puerta y, acto seguido, se evaporó.
Me costó unos segundos asimilar la situación y fue en ese momento cuando perdí el conocimiento.
Desperté sentado en una silla del bar, con la cabeza apoyada en la mesa. Me dolía bastante el cráneo y estaba aturdido. El camarero me explicaría más tarde que se debía al impacto de mi testa contra una silla, tras el cual, añadió, no podía afirmar quién había salido perdiendo. Apenas recuerdo esa escena. Sé que me bebí un par de vasos de agua, me lavé la cara y me fui del lugar completamente mareado, como flotando. No se me ocurrió ni pedirle explicaciones al camarero, ni poner una denuncia, ni dirigirme a un hospital. Solamente sé que vagué sin destino esperando que el contacto con el aire me despejase.
Cuando conseguí centrarme, al cabo de unas horas, fui al taller a recoger mi coche. El ladrón había sido lo suficientemente patoso para olvidarse de robarme la cartera. Por fin un pequeño golpe de suerte. Tomé las llaves, arranqué y me alejé de allí. Tan solo quería llegar a mi casa y olvidarme de todo, aunque solo fuera de manera fugaz.
Recorrí los kilómetros a cámara lenta. Pasé al lado de la gasolinera cuyo baño había visitado al comienzo del viaje y me quedé observándola unos segundos. Todo parecía tan lejano, tan irreal, que estuve muy cerca de esbozar media sonrisa. A punto.
Al final alcancé mi destino, me metí en la cama, me cubrí entero con mi edredón nórdico y lloré hasta caer rendido.
La mañana siguiente fue realmente dura. No tenía fuerzas para levantarme y apenas podía abrir los ojos, ya que los tenía terriblemente sensibles e hinchados. Durante los confusos primeros minutos del día parecía que todo había sido un mal sueño, pero, con celeridad, la realidad volvió a imponerse sin problemas, hundiéndome en mis miserias de nuevo.
Al menos estaba de vacaciones. Por ello, pude aprovechar para quedarme tendido en la cama durante toda la mañana sin mover un solo músculo. Solo esperando a que el tiempo pasase rápido y todo esto se diluyese como un azucarillo en el café. Pero no fue así, porque, como todos sabemos, el tiempo parece pararse cuando no queremos que lo haga. El muy cabrón juega con nosotros a su antojo.
Cuando llegó la hora de comer, me levanté más por instinto que por necesidad real y me dirigí hacia la cocina. Abrí la nevera y observé el contenido de la misma como embobado. Era inútil, no podía probar bocado, y el mero hecho de pensarlo me cerraba aun más el estómago. Ni siquiera una pequeña pieza de fruta fresca, ni siquiera un trago de agua. Nada. Todo intento por alimentarme era fútil. Parecía que mi organismo se rebelaba contra sí mismo, como si quisiera llevarme bajo tierra y dejarme a merced de los gusanos, igual que estaba mi amigo en aquel mismo instante.
Me senté en el sofá y puse la televisión, deseando que esa caja estúpida me provocase algún tipo de sensación relajante. A falta de opio, pensé que eso quizás valdría. Pero también fue un intento baldío. Nada parecía sacarme el episodio del día anterior de la cabeza. Creo que ni siquiera la hubiera abandonado, aunque la hubiera golpeado una y mil veces contra una superficie lo suficientemente dura como para convertir en puré mi masa cerebral y lograr que esta se vertiera a través de cualquier orificio. Aun así, las penas habrían seguido aferradas a los huesos del cráneo.
Al final, decidí ir a casa de mis padres. Ellos siempre me habían sabido proteger y, además, sentían casi tanto como yo la pérdida de José.
No habían podido ir a su entierro ya que se habían mudado hacía un par de años a una ciudad costera y no habían encontrado ningún medio para llegar a tiempo al funeral.
Supuse a su vez que les alegraría verme, aunque también tenía la certeza de que debería contarles todo lo que había pasado.
Obviamente, dado mi estado, no se me pasó por la cabeza coger el coche, así que busqué por internet algún billete disponible de autobús. Adquirí uno que me permitiese hacer los preparativos tranquilamente, telefoneé para avisar de mi llegada y preparé la bolsa de viaje, lo cual llevó su tiempo porque no tenía ni idea de cuántos días me quedaría allí.
Cuando al fin terminé, todavía me quedaba tiempo de sobra, pero como las paredes de la casa se me caían encima, opté por ir a la estación y esperar allí leyendo alguna revista, viendo el trasiego de gente y sintiendo un poco de aire viciado como Dios manda. Tragar algo de humo de motor seguro que me vendría bien, pensaba.
La estación cumplía con creces con las expectativas que había depositado en ella. Cientos de personas corrían de un lado para otro como si la vida les fuese en ello, mirando al suelo o con los ojos perdidos en la insoldable profundidad de la más absoluta nada, como autómatas. Iban solos, o arrastrando niños que apenas aguantaban su paso, o en mudas parejas o grupos. De vez en cuando, sus ojos se entrecruzaban y mascullaban algo ininteligible, para rápidamente volverse y correr hacia algún destino.
Yo me coloqué en la fila de la taquilla con una revista de historia en la mano. Por supuesto, el cúmulo de personas era elevado, así que hice tiempo introduciendo mis narices en el antiguo Egipto de Tutankamon, las guerras púnicas y otra serie de cosas que me salieron de la cabeza tan pronto como se introdujeron, dado que me era imposible concentrarme con el ruido que envolvía el edificio.
Al menos, mi humor había mejorado. ¡Bendito caos!
Me encontraba sentado en un incómodo autobús que bien pudo dar sus primeros pasos en los primeros años de la Democracia, a juzgar por su estado. A mi lado se sentaba un hombre que posiblemente tenía origen marroquí. Me pareció un buen acompañante de viaje, porque cerró los ojos tan pronto salimos y en unos segundos estaba dormido. El viaje era largo y era una actitud realmente inteligente, así que decidí imitarle. Sin embargo, antes de poder hacerlo, presencié un episodio que realmente me hizo pensar en si, realmente, el ser humano es una especie inteligente.
Ya había anochecido cuando arrancamos. En todos los asientos se mantenía una luz encendida. No era demasiado fuerte y realmente a mí no me molestaba en absoluto.
Tras unos minutos avanzando por las callejuelas de la ciudad, en pos de una salida de la inmensa urbe, una de las personas que estaba sentada delante de mí, pulsó el botón que teóricamente, debía apagar la luz. Esta hizo caso omiso y se mantuvo latente, expulsando ese halo amarillento impertérrita.
El hombre volvió a apretar. La luz siguió encendida. Repitió la operación otra vez y ni que decir tiene que el resultado fue el mismo, pero el hombre no cejó en su empeño y volvió una y otra vez a presionar el interruptor. Unas veces lo hacía más fuerte, otras más flojo. Unas lo hacía de una manera rápida, otras dejaba el dedo unos segundos, como si buscas una misteriosa combinación que apagase aquel foco luminiscente.
Tras cinco minutos, vi como la persona que estaba a su lado le miraba y abría la boca para hablar. En ese momento, tuve la esperanza de que le dijese que, si no se apagaba, tal vez fuera porque no funcionaba correctamente o porque el conductor había dejado una luz encendida cada dos asientos a posta.
Pero no. ¡Cuál sería mi sorpresa cuando levantó el dedo señalando a la luz y le pedía intentarlo! Al final, ahí estaban los dos dando al puñetero botoncito, como si fuesen unos templarios que habían hecho sus votos jurando que terminarían con todos los interruptores herejes que no acatasen las órdenes de sus creadores.
Pero ahí no acabó la cosa. Tras varios minutos más de duro empeño por parte de la pareja, otras manos se elevaron y empezaron a imitar sus movimientos, cada uno con su respectiva bombilla. Pasados unos segundos, pude contar cerca de cuarenta manos dale que te pego. Aprieta que te aprieta. El autobús, de repente y sin saber muy bien cómo ni por qué, se había convertido en el escenario de un acto surrealista, que tenía como resultado una molesta y continúa serenata de clics.
La verdad es que aquello me dejó bastante impactado. En aquel momento, me vino a la mente una conversación que mantuve una noche con un buen amigo, hacía bastantes años, tras haber bebido unas copas de más y en la que habíamos concluido en que el ser humano era un ser ridículo que bien merecía el exterminio para dar una segunda oportunidad al planeta.
Al final, el conductor miró por el retrovisor. Suspiró y apagó desde los mandos todas las luces. Eso acabó con la rebelión y los brazos volvieron a bajar.
Fue un momento de paz que me permitió cerrar los ojos y dormir, pero sin olvidar la situación de la que había sido testigo y que había ennegrecido aun más mi ánimo.
La estancia en casa de mis padres fue un verdadero oasis de tranquilidad en medio del desierto. Todo allí parecía seguro, desde las paredes hasta la pequeña telaraña de la despensa, emanaba una sensación de protección y seguridad. Entiendo que pueda parecer ridículo, pero, para mí, aquello era como haber llegado a tocar la pared en el escondite inglés.
Siempre que recuerdo aquellos días, mi mente establece paralelismos con un momento de mi infancia. No tendría más de 7 años, cuando una noche, mientras estaba completamente dormido, comencé a soñar con que era un marinero que se encontraba en alta mar. De repente, explotaba una tormenta brutal. Las olas zarandeaban el barco y las nauseas se hacían insoportables. Tras varios bandazos, yo perdía el sentido del equilibrio y caía al mar. Entonces despertaba por el susto y por el dolor del impacto contra el suelo.
Sé que aquella noche volví a tumbarme en la cama dos o tres veces más y siempre volvían a aparecer las mismas imágenes con idéntico resultado. Mi cuerpo volvía a impactar contra el suelo en el mismo momento en que abría los ojos y cada vez estaba más mareado. Al final, impotente, recurrí al único recurso que parece lógico cuando eres un niño y te ves ante un problema que no sabes cómo afrontar: fui corriendo y llorando al cuarto de mis padres y me acosté en medio de los dos. En ese momento, el mar, la sal en los labios y la desesperación desaparecieron de golpe.
Muchos años después, la situación era similar. Yo podía aceptar que los monstruos seguían escondidos dentro del armario y debajo de la cama, esperando el momento para saltar sobre mí, pero por aquel entonces sentía una necesidad imperiosa de pisar tierra conocida para ignorar su existencia.
Las eternas pequeñas riñas que surgían de manera constante y espontánea entre mis padres se habían transformado con los años en algo tan entrañable que a veces se hacía necesario. Es más, creo que se habían convertido en un hecho tan cotidiano que, siguiendo con el símil nocturno, eran como el segundero de un reloj por la noche. Su sonido acompasado y rítmico se acaba asimilando como normal y no afecta al sueño excepto si se para, momento en el que nos despertamos sin saber por qué.
Siempre discutiendo y siempre medio enfadados, pero, en el fondo, inmersos en un pequeño juego en el que eran cómplices.
En fin, supongo que será lo más próximo que estaré nunca del nirvana.
Además, en esta ocasión, puede que por mi estado de aflicción o sabe algún ente superior por qué, mi madre no me preguntó por María. Odiaba cuando lo hacía. Siempre esperaba un momento de silencio en alguna conversación que no tuviera algo que ver para soltarlo «Y ¿sabes algo de María?».
María fue una chica con la que estuve saliendo bastantes años, creo que fueron cinco o seis, no estoy seguro en este momento. La cosa acabó mal, pero mi madre todavía esperaba que nos reconciliáramos.
Era una chica encantadora y le gustaba mucho a mi madre y todos estábamos felices y contentos hasta que la pillé con aquel tipo en plena faena. Dios, todavía me incomoda recordar el momento en que abrí la puerta de nuestra habitación y me la encontré desnuda, montando a uno de sus compañeros de trabajo al que nunca aguanté. Se llamaba Miguel Suárez.
En aquel instante, me quedé en una especie de estado de shock. Quieto. Mirándola fijamente mientras ella dejaba de contonearse, ponía cara de sorpresa e intentaba taparse con las manos como si eso la fuese a hacer desaparecer, o como si nunca la hubiera visto desnuda antes. Trató de balbucear alguna palabra, pero no salió sonido alguno de su garganta. Si acaso, un pequeño y ridículo gorgoteo.
Yo avancé unos pasos, pero me dirigí a la mesilla que se encontraba pegada al que se acababa de convertir en mi lado antiguo de la cama. Abrí uno de los cajones y cogí un calzoncillo. Lentamente, bajo la atenta mirada de los dos, abrí otro y agarré un par de calcetines. Les miré. Primero a él y luego a ella:
—Dios, lo peor es que no tenéis ningún gusto. Tú te estás follando a una verdadera puta y tú, «querida María», a uno de los tíos más subnormales que ha dado este maldito país. —Caminé hacia el armario. Me hice con una camisa y un pantalón y me acerqué a la puerta. Antes de cruzar el umbral, giré la cabeza—. Mañana vendré a por el resto de mis cosas después del trabajo. Espero no tener que verte, María. —Di un paso más. Me paré—. Por cierto, lamento haberos jodido el polvo.
Esa noche me fui a un hostal y lloré hasta que me dolieron los ojos. Y seguí llorando hasta que un buen día dejé de hacerlo. Sin previo aviso. Aunque me sigo preguntando cuántas veces habrían fornicado antes, y todavía me duele, al menos ya solo lo hace el amor propio. Hija de puta.
Nunca le conté nada a nadie. Es más, acabé disfrazando tanto la verdad que al final la versión era que lo habíamos dejado de mutuo acuerdo. No creo que nadie creyese aquello, ya siempre que alguien lo dice, lo primero que piensas es que le han dejado abandonado como a un perro. Pero por lo menos la gente no preguntaba mucho más. Y si mi interlocutor era obstinado, evadía cualquier respuesta hasta agotar su aguante o conseguía que perdiese el interés. Eso me llevó a no poder enseñar al mundo el repudio que me provocaba la simple mención de su nombre y, por lo tanto, en ocasiones debía morderme la lengua y fingir. Era el precio que debía pagar por mantener mi orgullo intacto ante sus ojos.
Por su parte, mi padre no cejó en su empeño de convertirme en un gran hortelano. A él le apasionaba todo eso. Era su mayor entretenimiento y, desde que soy consciente, siempre había tenido un huerto en algún sitio donde plantar todo lo que se le ocurría. Recuerdo que había meses en los que había tal excedente de judías verdes en casa que, o bien se regalaban, o comíamos judías tres veces por semana. Si a eso le añades cebollas, patatas, tomates, lechugas, lombardas, pimientos, puerros, etc., me cuesta recordar cómo nos las apañábamos para comer carne en aquellos tiempos.
Siempre había tratado de llevarme con él a cultivar o a hacer lo que se haga en estos sitios, pero yo me había escaqueado el 95% de las veces. La verdad es que lo único que a mí me gustaba de todo el maravilloso mundo de la agricultura era coger el azadón, arrancar malas hierbas y comer los frutos del trabajo de mi padre.
En aquellos días estaba completamente interesado en hacerme reconocer todos los tipos de verdura que había en el huerto:
—Aquellos son puerros y esas cebollas —me dijo mientras señalaba uno de los surcos.
—¡Pero si son iguales! —respondí, atónito, mirando fijamente esas especie de juncos verdes que sobresalían de la tierra.
—No digas tonterías. Esas tienen las hojas dobles, esas otras no. —Y seguía señalando «esto es tal», «esto es cuál» y, mientras, yo miraba los puerros y las cebollas tratando de saber qué era lo uno y qué lo otro. Obviamente, también asentía para que mi padre creyese que escuchaba lo que me decía.
Luego él se ponía a trabajar y yo me sentaba en algún sitio dejando correr el tiempo. De vez en cuando, levantaba la cabeza y me decía «Enchufa el motor» o «Tira de esa manguera», pero, por regla general, él trabajaba y yo miraba sin dirigirnos la palabra. Y así pasaron los días.
Entre no hacer nada en casa y no hacer nada en el huerto cuando no llovía, transcurrieron entre siete y diez días en los que pude descansar mentalmente. No fue hasta casi el final de mi estancia cuando mis padres sacaron el tema.
Estábamos cenando. Recuerdo que había puré de verduras y que el único sonido que se emitía en la cocina era el de los cubiertos chocando contra los platos y los pequeños sorbos que daba mi padre, pero entonces mi madre habló:
—Hijo, me alegro de ver que estás más animado que cuando llegaste. Podrías quedarte algún día más con nosotros.
—Gracias, mamá. No te diré que sea fácil, pero tengo que volver. Me quedan pocos días de vacaciones y quería cerrar algún asunto antes.
—Está bien, hijo. ¿Cómo fue el funeral? Sabes que nos hubiera gustado estar.
Entonces les conté todo el espectáculo. Obviamente, omití cualquier referencia al episodio posterior del bar. No fue sencillo relatarlo. Las palabras apenas pasaban por el nudo que se me formó en la garganta y a duras penas mantuve la voz en calma. Mis padres estaban totalmente indignados. En cuanto mi boca lanzó el último sonido, noté como la poco asentada paz interior que había logrado acumular, se resquebrajaba y volvía a sacudirme el desaliento.
Apesadumbrado por revivir aquel desgraciado incidente, me acosté pronto. Al menos corría el aire por la ventana abierta y se podía estar sin sudar por todos los poros de la piel. Nunca he podido dormir bien con calor, sobre todo si noto cómo una gota de sudor va resbalando por mi espalda hasta tocar las sábanas. Odio esa sensación.
Cerré los ojos. De pronto, infinidad de ideas, a cada cual más absurda, me bombardearon la cabeza. Eran ideas deformes que se repetían incesantemente. Y a cada nuevo retorno, parecían más reales. Flotaban, se retorcían y desaparecían dejando paso a otra, y volviendo a resurgir después. No recuerdo ninguna en concreto, pero sí la sensación de claustrofobia.
Aparecí entonces en la pequeña ciudad que me vio nacer, aunque era diferente. Como si fuera una versión corrompida pasada por el filtro de una película de David Lynch: Impactante, aterradora y sin sentido aparente. Era de noche, y una luz tenue de neón que resplandecía desde un lugar indeterminado, daba a todo un aspecto mortecino y decadente.
Yo buscaba a mi padre con desesperación, sin saber muy bien hacia dónde dirigirme, hasta que vi un cartel que anunciaba un club de alterne a unos cinco minutos andando. Tenía que bajar unas escaleras, que parecían conducir al infierno, y luego caminar por una callejuela estrecha que serpenteaba de manera amenazante hacia el infinito. Vamos, que aquello parecía de todo menos seguro.
Entrecerré los ojos concentrado en intentar localizar el club anunciado, a sabiendas de que mi padre estaba allí. Eso me ponía enfermo. Me revolvía el estómago imaginar que mi progenitor se hallaría en pleno acto sexual con una ramera. De todas formas, continué caminando sin estar seguro de querer entrar en aquel antro.