Rosario, la cartera, bajaba todas las mañanas a oscuras hasta el cruce a recoger el correo que llegaba en un viejo autobús. En Dragoiti al madrugar le llamaban «levantarse antes del correo».
Descendió un hombre, embozado por frío o por vergüenza en una gabardina oscura.
«¡Si es el Tieso! Está aviejado, pero es él», pensó Rosario. Su cara seca, surcada como piedra de acantilado, alto como un campanario, delgado pero firme, su andar de robot balanceante, como si llevara un palo a la espalda, su mirada siempre clavada a lo lejos...
La llegada del viejo marino caería como una bomba. ¡Era un notición!
La cartera subía resoplando la cuesta que conduce al pueblo. No quería perder de vista al recién llegado.
–Es el Tieso. ¿Lo has conocido? –le comentó a la Fructuosa, deteniéndose a cobrar el aliento a media cuesta y desistiendo de seguir aquel paso casi atlético.
La mujer, que salía del establo con dos cubos de leche humeante, corroboró la buena intuición de la cartera.
–Si no me lo llegas a decir, chica, no lo hubiera conocido. Pero es él, ¡no cabe duda! Ese cuello tan fijo que no puede girarlo para mirar a nadie, la mirada siempre por los tejados...
–¡No ha cambiado! ¡Genio y figura...! –y rió la cartera maliciosamente.
Domingo esperaba detrás de la puerta cuando llamaron. Abrió. Era el Tieso, su suegro, un Tieso ligeramente encorvado y condescendiente, del que apenas se acordaba y a quien no conocía sino por malas referencias. Le disparó a bocajarro:
–No entre. ¡Lárguese por donde ha venido, que nadie le ha llamado!
Domingo no podía rebajarse. Se había hecho él solo. Empezó como albañil a sueldo y ahora era un pequeño constructor, pero el más grande de un pueblo en el que apenas se levantaban algunas tapias o algún tabique. Tenía unos ojos oscuros de pozo, ambiciosos como un remolino, unos ojos de ave de presa bajo unas cejas bien pobladas.
–¡Quiero ver a mi hija y a mis nietos!
–Usted no tiene ninguna hija, la abandonó.
Y entonces apareció ella, sin hacer caso de su marido, bajando las escaleras como una loca, y, obedeciendo solamente la voz de la sangre, se fundió con su padre en un fuerte abrazo:
–¡Padre!
–¡Antonia, hija mía!
Allí mismo, en la puerta, siguió una discusión todavía a oscuras, cerrada como la niebla. A pesar de las lágrimas de su hija que amenazaba con marchar de casa, el Tieso no pudo franquear la tozuda puerta de Domingo, que había jurado que no entraría en su casa aquel «holgazán aventurero».
A la hora exacta de su llegada, sin haber visto a los nietos, el viejo marino tomaba de nuevo el autobús en dirección a la ciudad. La bruma de la mañana todavía cobijaba como una sábana el pueblo dormido. Nadie le vio marchar.
Aquel día Rosario pasó a repartir las cartas a las nueve, antes de la hora de costumbre, para dar a conocer la noticia a todo el pueblo. Justamente iban los niños a la escuela y las más madrugadoras a la compra.
–Hay novedades en casa de Antonia.
–¿Otro crío? –preguntó con retintín la Juana, que se casó sólo un año después que ella y que todavía no tenía ninguno.
–No, un abuelo para los tres críos. ¡Ha venido el Tieso! ¿Tú no te acuerdas del Tieso? –echó cuentas rápidamente–. ¡Qué te vas a acordar si aún eras una niña!
Su madre sí se acordaba.
– ¿Con qué cara se presentará ahora en casa de su hija? –gritaba la Anselma a la cartera sorda para que la oyeran las vecinas.
Se enteraron tres casas más arriba que había venido el Tieso y salieron a la puerta. A María Luisa también le llegó la voz y puso su ancha mano labradora detrás de la oreja para tener un buen radar. Entonces supo con más precisión algo que había pasado hacía tanto tiempo que ya se había secado en casi todas las memorias. Algo había oído contar de la historia de Antonia, que era hija de un marino que vino a fiestas y entonces conoció a Josefa, la que sería su mujer.
– ¡La tonta se creía que había pescado a un capitán!
Después tuvieron una hija, Antonia. Cuando ésta sólo tenía doce años –su madre ya había muerto– y él ya había pasado la raya de los cuarenta, marchó del pueblo de repente, dejando una aureola de aventurero rebelde.
–Pues tampoco yo me acuerdo del padre de Antonia –intervino María Luisa, saliendo en busca de más detalles.
–¡Cómo te vas a acordar, hija, si aún debías de ir en pañales!
–Hace veintiún años –precisó la sorda–. ¡Veintiuno! ¡Que ya son años sin acordarse de su hija!
–Pero al menos le escribiría...
–De tarde en tarde –confirmó la cartera.
–Me acuerdo que yo estaba lavando en el río, como se lavaba entonces, cuando me lo dijeron –intervino Anselma–. ¡Dejar a una criatura indefensa! ¡Si lo cojo aquel día...! ¡Y todo por no doblar el espinazo! ¡Flojazo, más que flojazo!
–A la muerte de la Josefa, ¿te acuerdas? –dijo la cartera–, se hicieron muchas conjeturas en el pueblo: que si había muerto de una hemorragia o de una paliza o de un mal extraño que traen los marinos...
–Murió deslomada de trabajar –sentenció Anselma–, porque el señorito no podía coger la azada con la excusa de una lesión en la columna.
–No tenía ninguna lesión para ir a jugar al mus, no. ¡Ni se molestó en ir a buscar al médico!
– ¡Si lo dejan al señor Andrés, lo mata por vengar a su hija! Y no quedó todo aquí, que a punto estuvieron algunos mozos del pueblo de despeñarlo de la Piedra de las Cruces al volver de las fiestas de Regoyos.
–Quizás por eso marchó –concluyó María Luisa.
En un ambiente tan enrarecido, ¿qué tenía de extraño que un buen día desapareciera dejando a su hija y lo poco que tenía a su cuñada Lourdes? En realidad lo poco que tenía tampoco era suyo, porque suyo, verdaderamente suyo, no tenía más que sus recuerdos: sus años de grumete, la mili en la marina, y los que siguieron hasta cumplir los veintiséis, que los pasó en un mercante.
Desde que se supo la noticia, las celosías de todas las ventanas de Dragoiti, tan sedientas de acontecimientos, quedaron entreabiertas. Todo eran ojos avizor para ver aquella especie de monstruo marino que había vuelto tierra adentro después de tantos años y para ver las reacciones de Antonia que se encontraba ahora, de golpe, con un padre ya viejo que venía cargado de historias salobres y, con buena suerte, de algún dinero.