A la sombra
del maestro
El pueblo está orilla mar, muy ría adentro, donde el agua no se decide a ser ni sosa, ni salada.
La marea, al subir, se llega a los prados, hace lodos y alimenta las junqueras.
Una pinada de marismeños mete sus raíces en la arena de la poca playa.
El pueblo es pequeño y viejo, gris, muy usado y, además, lo pintan poco.
El pueblo son cuatro calles en cuesta, de la mar al monte, una plaza y una iglesia barroca que tampoco nos da mérito.
En estas latitudes lo antiguo es lo común, y no sólo las piedras: también las formas de hacer y los modales.
Pueblo de un rico y pobres, corto de vecindario, tenía escuela unitaria y un solo maestro, enseñador de lo oficial y de algunas impertinencias.
—Todos somos iguales, unos altos, otros bajos, pero todos iguales —decía.
Y como ésta, más.
Para colmo, el maestro no aprendió a decir:
—Lo que usted diga, señor alcalde.
El maestro nos llegó mozo y las mozas le echaron el ojo, que a más de guapo, tenía sueldo, que no jornal, y estudios.
El alcalde, que lo quería todo y que lloviese a su gusto, quiso al maestro para su hija, pero el maestro fue a enamorarse de Marta, la hija de uno que era avaricioso y pobre.
Marta, si no tenía fortuna, sí tenía una sonrisa y un aire al andar, algo que la hacía luminosa, o al menos, pienso yo, eso debió pensar el maestro al verla por primera vez, abajo, en los maíces de la veguilla, una tarde en que ella, creyéndose a solas, jugaba a ponerse barba con la barba del maíz y a decir:
—Mire usted que soy el señor notario.
La casa del alcalde, arriba, en la plaza, asombrada por el magnolio de cien años, tenía diez ventanas con cortinas de raso, y en la sala un cuadro pintado a mano, un espejo para verse entero, un candelabro y fotos.
El alcalde, ya cuarentón, cuando iba a la ciudad llevaba capones, matanza, vino de añada* y fruta del tiempo, todo presentes a ofrecer a quienes mandaban más que él.
El alcalde, en el pueblo, si le dolía la cabeza hacía dar pregón de que, por su orden, nadie hiciese ruido a menos de media legua de su puerta.
La mujer del alcalde era una que se tragó una percha, y su hija también se lo tenía creído.
Yo, señor, por meterme en el cuento, le contaré que soy aquel escribiente municipal y melancólico que en sus horas libres, si hacía bueno, venía a sentarse en este mismo café, pedía un café y parecía atontolinarse viendo cómo se iban las horas en el reloj de la torre.
Mi pena era la de ser feo a más de pobre, dueño de nada, ni pariente de nadie que valiese.
Las mozas pasaban de largo, sin ver que las miraba, y eso, a los
veinte años, y creo que aún a los cien, es cosa que duele.
Por soñar soluciones, soñaba con escribir un soneto, que se hablara de mí en un libro, y así poder tutear al alcalde.
* Vino Vino que se bebe al año siguiente de la eoseeha.