OK_El-efecto-Faraday

PREVIO

“Como en tantas otras ocasiones a lo largo de la Historia, la humanidad no se percató del peligro hasta que ya era tarde. Cuando la población fue consciente de la gravedad de la situación, esta se había tornado irreversible, pues la electricidad resultaba un bien indispensable y la red de distribución eléctrica se extendía ya como una desmesurada tela de araña por calles, campos, vías de comunicación, montes, pueblos y ciudades.

Llegó el momento en que las grandes compañías del sector eléctrico estuvieron en disposición de asaltar el poder.

Y así lo hicieron.

No fue un golpe de estado al modo clásico. No hubo enfrentamientos, ni guerra. No se dictaron leyes de emergencia. Nadie tuvo sensación de peligro, pues no salieron los tanques a la calle ni se disparó un solo tiro. Simplemente, las eléctricas se adueñaron de todo. De forma aparentemente natural, tomaron el control absoluto. Se apropiaron de nuestras vidas como el descuidero se apropia de nuestra cartera: sin que nos demos cuenta de ello. Desde entonces, estamos en sus manos.

Muchos se han conformado. Se encogen de hombros, pensando que su existencia no ha cambiado, que sería la misma de un modo u otro. Que todo irá bien si permanecemos callados y sumisos.

Pero algunos aún pensamos que la libertad sigue siendo más importante que la luz.”

Extraído de “La tiranía eléctrica”,

ensayo clandestino del Grupo

de Resistencia Antieléctrico

Michael Faraday.

CAPITULO CERO

UN DIA DE MAYO

BAJO LAS VÍAS

Entre humo de locomotoras y chorros de vapor recalentado, el tren nocturno París-Lisboa, conocido como el Sudexpreso, esperaba la señal de salida en la estación de Irún. Los viajeros habían cumplido ya con los trámites aduaneros que requería su entrada en España y, tras ello, se habían acomodado de nuevo en sus departamentos. Los ocho coches de viajeros habían efectuado también la lenta operación de cambiar sus bojes de ancho internacional por otros de ancho ibérico con los que comenzar a recorrer las vías españolas y portuguesas camino de su destino lisboeta.

El jefe de estación, Pascual Ibarbuengoitia, con la gorra propia de su cargo bajo el brazo, avanzaba por el andén principal, camino de la cabeza del tren. Al llegar a la altura del primer furgón, pintado de azul ferroviario, decidió que ya había caminado lo suficiente y alzó su banderín rojo en dirección al maquinista, autorizando la salida del convoy.

Amanecía. Un viento racheado y cambiante arrastraba de aquí para allá traicioneras motas de carbonilla cuando, en medio de una sinfonía de crujidos metálicos dominada por los resoplidos de la locomotora de la RENFE, una vaporosa tipo “Montaña”, sustituta española para la eléctrica francesa que durante toda la noche había arrastrado el convoy desde París, el Sudexpreso reanudó su marcha.

Fue entonces, unos segundos después de la arrancada, cuando se abrió la puerta con cristal ovalado de uno de los cuatro coches de la “Wagons-Lits”. Un hombre canoso, de cabeza grande y avanzada edad, aunque de cuerpo fornido, casi atlético, salió por ella y descendió con decisión los tres peldaños metálicos hasta quedar apoyado en el último de ellos. Tras permanecer aferrado durante unos instantes al pasamanos de latón, saltó al andén. Debido a la velocidad adquirida por el convoy, trastabilló y a punto estuvo de rodar por el suelo; y, sin embargo, en el último momento, logró evitar la caída.

El corazón le latía con fuerza.

El anciano se encasquetó con firmeza su sombrero, tirando de la parte delantera del ala y, luego, se arrebujó en su gabardina, de color beige oscuro y ya algo ajada por los años de uso.

Lanzando de cuando en cuando nerviosas miradas a un lado y otro, esperó a que el tren saliese de agujas y, acto seguido, se dirigió con rapidez hacia el paso inferior que permitía cambiar de andén caminando bajo las vías.

Allí abajo, en el maloliente pasadizo alicatado con azulejos amarillos y negros, le aguardaba otro hombre, de su misma estatura, de menor edad y, como él, ataviado con sombrero de ala ancha y gabardina tres cuartos.

Al verle venir, se le aproximó. El eco de sus pasos resonó en el túnel.

-¿La tiene? –preguntó el más joven, con un punto de ansiedad en la voz.

-La tengo.

Respondió el hombre mayor, sonriendo a su interlocutor, un sujeto de extraordinario parecido con Carlos Gardel, el mítico cantante de tangos argentinos. Y uniendo la acción a la palabra, se abrió la gabardina y la americana, mostrando el bolsillo de pecho de la camisa, por el que asomaba la parte superior de una estilográfica de magnífico aspecto, con una letra omega cincelada en lo alto de la contera del capuchón.

El sosia de Gardel sonrió también y ambos hombres se fundieron en un emocionado abrazo.

-Por fin. Después de tanto tiempo, nuestro plan podrá seguir adelante.

En ese momento, sobre sus cabezas, comenzó a atravesar la estación un larguísimo tren de mercancías cuyo traqueteo inundó el ambiente con un fragor grave, sordo e interminable. Quizá por ello, ninguno de los dos hombres se percató de la llegada de un tipo de enorme estatura e inquietante aspecto que, procedente del andén principal, se les acercaba caminando con amplísimas zancadas.

Vestía un inacabable impermeable gris marengo, largo hasta casi los tobillos, se tocaba con un sombrero de fieltro del mismo color, y ocultaba su rostro tras una bufanda de color indefinido. Ese fue el detalle que alertó al hombre de la estilográfica: bufanda en pleno mes de mayo.

-¡Cuidado, Carlos! ¡Nos han descubierto!

Era demasiado tarde para intentar huir los dos.

-¡Corra, don Práxedes! ¡Póngase usted a salvo! ¡Yo intentaré hacerle frente!

Uniendo a la intención una considerable dosis de valor, el hombre que se parecía a Gardel se abalanzó sobre el gigante.

Con una rapidez de reflejos impensable en alguien de su tamaño, el hombre de la bufanda realizó un movimiento de esquiva para, acto seguido, golpear a su adversario en el costado, proyectándolo contra el horrendo alicatado negro y amarillo. El resultado del golpe fue la fractura de dos costillas y la pérdida de conocimiento del atacante.

Pero, para entonces, don Práxedes había salido ya al exterior, al andén número cinco, y corría tan deprisa como su edad se lo permitía. Al llegar al final del andén saltó a las vías y siguió corriendo. Cayó dos veces de bruces, al resbalar en el balasto, el lecho de piedras de sílice que sustenta los raíles del ferrocarril. Se hirió las palmas de las manos. Pero se levantó y siguió corriendo. Pasó bajo el puente de señales que daba entrada a la estación. Y siguió corriendo.

Por fin, llegó a la playa de vías que, como un abanico de varillas metálicas, se abría hacia el depósito de locomotoras. Y allí se detuvo, jadeante, apoyándose en la traviesa portatopes de una veterana “Verraco” de vapor, de la antigua Compañía del Norte, ya fuera de uso, que aguardaba allí estacionada el momento de su desguace.

Cuando logró serenar el ritmo de su respiración, aguzó el oído mientras se llevaba la mano al pecho para comprobar que la preciada estilográfica continuaba allí.

-Bien –se dijo, en un susurro-. Bien.

La pluma allí seguía. Aún podía salir todo bien.

Entonces, muy cerca, oyó pasos. Un caminar pausado, firme, poderoso, cuyo origen no admitía duda.

Presa del terror, el anciano apretó las mandíbulas y se deslizó sigilosamente bajo la vieja locomotora. Y pronto pudo ver, a través de los radios de una de las ruedas motrices, las piernas de su perseguidor. Trató de no moverse, de no respirar, de no hacer el menor ruido que pudiese delatar su presencia.

Los segundos caían lentos, como las gotas de cera de una vela encendida.

Inesperadamente, el gigante de la bufanda se agachó y las miradas de ambos hombres se cruzaron.

Durante un instante interminable, don Práxedes permaneció atenazado por el miedo. Un miedo cerval. El miedo que siente la presa en presencia del cazador que le apunta entre los ojos con su arma. De manera inesperada, el anciano logró sobreponerse al pánico y salir huyendo en dirección contraria, gateando primero hasta abandonar la protección de la “Verraco” y echando a correr, luego, entre las otras locomotoras allí estacionadas, sintiendo cómo su perseguidor, mucho más ágil que él, se lanzaba en su persecución y le comía el terreno a ojos vista.

El hombre de la estilográfica intentó rodear una máquina diésel pintada de verde claro pero, antes de haberlo conseguido, sintió en el brazo derecho una presión inaudita, como la de una tenaza hidráulica, que lo sujetaba justo por encima del codo.

Gritó de dolor.

Estaba atrapado. El hombretón del impermeable gris le había dado caza. Don Práxedes intentó desasirse, aun sabiendo que resultaba un empeño completamente inútil.

Y en efecto, resultó inútil. El gigante lo atrajo hacia sí.

-Entrégueme... esa... estilográfica –dijo a continuación con voz potente y neutra, carente de todo matiz humano.

Don Práxedes miró el rostro de su enemigo. La única zona que quedaba a la vista era la situada entre el sombrero y la bufanda, de apenas dos dedos de anchura: Sus ojos.

Sus ojos eran verdes –de un verde irreal, extraño, luminiscente, como venido de otro mundo- y parecían brillar levemente en medio de la aún escasa luz del amanecer.

-Entrégueme. Esa. Estilográfica –repitió el tipo, con mayor lentitud pero de modo igualmente monocorde, dejando patente lo inexorable de su determinación-. Ahora... ¡mismo!

Detenido por la presión el flujo sanguíneo, don Práxedes ya no sentía los dedos de la mano derecha. El dolor era tan intenso que apenas le dejaba pensar. A pesar de todo, tomó una rápida decisión.

-¿La quieres? –masculló entonces, con rabia-. ¿Quieres la pluma? ¡Pues ve a por ella!

En un gesto rápido, se palpó con la mano libre el bolsillo de la camisa, asió la estilográfica y, sin pensárselo dos veces, la arrojó lejos de sí, con todas sus fuerzas. La pluma fue a aterrizar dos vías más allá, sobre una de las traviesas de madera.

El gigante emitió un gruñido de desagrado y, acto seguido, se deshizo de don Práxedes, lanzándolo por los aires como un pelele, a cuatro o cinco metros de distancia. Luego, en tres zancadas, tras cruzar por delante de un automotor TAF allí estacionado, se plantó en medio de la vía, recogió la estilográfica con delicadeza y la alzó hasta colocarla a la altura de sus ojos.

La tenía en su poder.

Había cumplido con la tarea asignada. De haber sido capaz de sonreír, habría sonreído.

En ese instante, cuando apenas llevaba un par de segundos examinando la pluma, el hombretón escuchó a su espalda un leve siseo. Y, de inmediato, el aullido desgarrado de una bocina ferroviaria.

Giró con rapidez sobre sus talones pero solo tuvo tiempo de ver cómo las ciento veinte toneladas de una locomotora eléctrica tipo 7700 –de las llamadas “inglesas” por los ferroviarios-, que se deslizaba por la vía en inercia, prácticamente sin ruido, se le echaban encima irremediablemente.

Don Práxedes no pudo evitar un escalofrío al contemplar el atropello. El hombre fue alcanzado de lleno y el impacto sonó insólitamente metálico; como un aldabonazo; como una enorme campana tocando a muerto. Más pareció que la máquina hubiese arrollado a un automóvil en lugar de a una persona.

El conductor de la “inglesa” accionó los frenos de inmediato, logrando bloquear las ruedas, que deslizaron sobre los carriles, creando abanicos de chispas; pese a ello, no pudo evitar arrastrar al desdichado durante más de cuarenta metros, trabado en los ganchos delanteros. Durante ese espeluznante recorrido, la cabeza y las cuatro extremidades del gigante acabaron por separarse del tronco.

Descendió de la cabina el maquinista horrorizado, con las manos en la cabeza. Y allí las mantuvo hasta que reunió el valor suficiente para echar un vistazo a los restos de la víctima. Entonces, se percató de que algo no encajaba en aquel escenario.

No había sangre; ni una gota. Los miembros, desgajados y dispersos, dejaban asomar por los muñones gruesos manojos de cables de colores; y los alrededores del accidente aparecían sembrados de ruedas dentadas, pedazos de circuito electrónico, engranajes y cojinetes.

-¿Qué demonios... significa esto? –tartajeó el ferroviario, perplejo y amedrentado.

Cuando el maquinista salió corriendo para dar parte del extraño accidente, don Práxedes, aunque dolorido y renqueante, se aproximó al escenario del atropello y comenzó a revisar la zona a la escasa luz de los primeros rayos de sol.

Pronto dio con lo que buscaba. A treinta pasos del cuerpo, el brazo derecho del gigante aún conservaba en su mano la preciada estilográfica. Los dedos metálicos la aferraban con tal fuerza que no resultó tarea fácil recuperarla. Pero, al fin, golpeando repetidamente el miembro amputado contra la parte interior del carril, don Práxedes logró aflojar la presión y hacerse de nuevo con la pluma.

Satisfecho, a pesar de los dolores que le atravesaban el cuerpo, el anciano volvió a situarla en el bolsillo de su camisa. Valoró la posibilidad de regresar junto a Carlos Gardel, pero llegó a la conclusión de que, en aquellos momentos y circunstancias, lo más importante era cumplir con el cometido que tenía asignado. De modo que optó por alejarse de allí a toda prisa.

Cuando, pasados apenas unos minutos, el conductor de la 7700 llegó al lugar del accidente seguido por varios de sus compañeros y por el jefe de estación, no hallaron el menor rastro que confirmase su extraña historia. No vieron sobre la vía ningún cuerpo destrozado, ni brazos amputados, ni cables de colores, ni muelles, ni tuercas, ni engranajes... absolutamente nada anormal. Nada raro. Nada fuera de lugar.

Sus colegas miraron al maquinista con desconfianza. Alguno de ellos, incluso, se le aproximó disimuladamente intentado percibir olor a alcohol en su aliento.

El hombre no había bebido una sola gota pero hasta él mismo dudó de su buen juicio ante la ausencia total de evidencias que confirmasen el incidente. Y al cabo de unos minutos, todos regresaron a sus ocupaciones con una sonrisa burlona en los labios.

Enganchado en el tirafondo de una de las traviesas cercanas podía verse un jirón de bufanda de color indefinible, con una pequeña etiqueta escrita en ruso.

Mas nadie se apercibió de ello.

CAPÍTULO UNO

MIÉRCOLES, 15 DE SEPTIEMBRE

“Se llaman corrientes inducidas a las producidas en un circuito cerrado

por una variación cualquiera del flujo de inducción magnético.”

Michael Faraday (1791-1867)

LLAMA UN INSPECTOR

Estábamos desayunando cuando sonó el timbre.

Tía Enriqueta, que conocía de memoria la forma de llamar de todos sus amigos y vecinos, alzó de inmediato la mirada, claramente alarmada.

-¿Qué pasa? –pregunté.

Su respuesta fue un dedo cruzado sobre los labios.

La llamada se repitió casi de inmediato. Sonó impaciente. Casi impertinente. Mi tía se levantó y se acercó a la puerta.

-¿Quién es?

-¡Eléctricas! –ladró una voz, al otro lado-. ¡Abra! Venimos a inspeccionar el contador.

-¿A estas horas?

-¡Sí, a estas horas! ¡Abra inmediatamente!

Sentí un escalofrío; y seguro que se me dibujó en la cara un gesto de temor. Pero tía Enriqueta alzó hacia mí la palma de la mano indicándome que permaneciese tranquilo. Por fin, movió los cerrojos y abrió la puerta.

En el rellano se hallaba un tipo alto, enjuto y malencarado, de rostro agrio y profundas ojeras. Tenía el pelo negro y tupido, peinado hacia atrás con gomina. Se parecía increíblemente al actor Peter Cushing en el filme La maldición de la calavera.

-¿Enriqueta Fantova?

-Servidora.

-Inspector Porras.

Proclamó el hombre, mostrando un carné de empleado de Eléctricas Reunidas. En la imagen de la foto se adivinaba que había intentado sonreír, sin lograr otra cosa que imitar con notable acierto al vampiro Nosferatu. Eso sí, en el espacio reservado al nombre podía leerse claramente: Martín Porras Porras. Y debajo, en letras más grandes: Inspector.

Porras venía acompañado por otro individuo, más bajo y de aspecto aún más siniestro, que me recordó de inmediato a Peter Lorre en El halcón maltés, y que permaneció todo el rato refugiado en la oscuridad del rellano.

-¡A ver! –vociferó entonces Porras, desabridamente-. ¡El contador!

Tía Enriqueta le lanzó una mirada gélida antes de señalarle el aparato con un gesto de las cejas.

Porras entró en nuestra vivienda, se quitó la gorra de plato, tan gris como el resto de su uniforme, y se la colocó bajo el sobaco izquierdo. Entró mirando lejos, paseando la vista por las paredes de nuestra sala de estar. Y, enseguida, hizo lo propio con el techo, frunciendo el ceño, como si quisiera -o pudiera- ver más allá del cielorraso y descubrir lo que se ocultaba en el desván.

Mi tía carraspeó, mientras señalaba el contador con el índice derecho. Porras parpadeó y hasta sacudió la cabeza levísimamente, como si acabase de despertar de un corto sueño. Entonces, se dirigió hacia el aparato, que emitía un zumbido suave y, alzándose de puntillas, se aproximó a él. Mucho. Muchísimo. Por un instante, pensé que le iba a dar un beso en el cristal. Así estuvo un buen rato.

-Veintidós kilovatios-hora –recitó, por fin, en voz alta.

Mientras el tipo que aguardaba en el rellano tomaba nota de la lectura en una libreta de tapas de hule, Porras comenzó a deslizar la yema de los dedos por la carcasa de baquelita negra del contador y por la caja de fusibles y luego acarició durante un tramo el recorrido de los cables de acometida. De pronto, se volvió hacia mi tía.

-¿Solo veintidós kilovatios, señora? –rezongó-. ¿Cómo porras gastan ustedes tan poca luz?

-Nos... acostamos pronto –respondió mi tía, con aplomo-. Y cocinamos con butano.

Porras alzó las cejas. La frente se le arrugó como una camiseta de algodón barato.

-¿Butano? –graznó el inspector, escandalizado-. ¿Butano, dice usted? ¿Acaso no sabe que el butano es un gas tóxico, además de un peligroso explosivo?

-Sí, ya, ya... –admitió mi tía- pero es más barato y...

-¡El butano es la muerte, señora! –bramo Porras, apocalíptico, alzando los brazos-. ¡La muerteee!

Con los ecos de aquel berrido inhumano aún resonando entre las paredes de nuestro salón, Porras recobró la compostura y concluyó, alzando el índice derecho:

-Lo mejor es la electricidad. Lo dicen los americanos.

Mi tía bajó la mirada, aparentando sumisión ante los irrefutables argumentos de Porras.

-Lo... lo tendré en cuenta –respondió, cautamente.

El inspector se encasquetó de nuevo la gorra y paseó una nueva mirada, lenta y minuciosa, por la estancia. Una mirada que se detuvo sobre mí. Tuve la sensación de que reparaba en mi presencia por primera vez desde su llegada.

-¿Su hijo? –preguntó.

-Como si lo fuera –respondió tía Enriqueta-. Es mi sobrino. Se llama Sergio, estudia quinto de bachillerato y, en sus ratos libres, me ayuda en el taller.

Porras dio un respingo.

-¡Ajá! –exclamó, señalando a mi tía con el índice-. Así que tiene usted un taller ¿eh?

El inspector se dirigió hacia su compañero con el brazo extendido.

-El registro, Eladio. Dame el registro.

De una cartera de cuero sacó Eladio un cuaderno de oficina, de hojas listadas. Porras lo hojeó con parsimonia. Luego, miró a mi tía, sonriendo torvamente.

-Pues aquí no consta ningún taller, señora mía.

-Se trata de un taller artesanal. Como no usamos maquinaria industrial, no tenemos obligación de declararlo a la Compañía. Lo dice la ley.

-¿La ley? –masculló Porras, siniestro, mostrando los incisivos superiores-. La ley me la paso yo por el fondillo de los pantalones, señora. La Compañía les proporciona luz y energía. Eléctricas Reunidas les permite vivir. Vivir como seres modernos. ¿Qué es eso de que no tienen obligación? ¡Claro que la tienen! ¡Una obligación moral! A ver, a ver... ¿Qué clase de taller es ese?

-Ebanistería especializada.

Porras se aproximó a mi tía.

-Sea más concreta, señora. Le recuerdo que está usted hablando con la autoridad..

-Fabricamos... ataúdes –dijo entonces mi tía, poniendo en aquellas dos palabras toda la intención. Como un contraataque a las amenazas de Porras.

Pude ver cómo el pequeño compañero del inspector retrocedía dos pasos en la oscuridad del rellano al tiempo que susurraba “lagarto, lagarto”. También Porras perdió de inmediato buena parte de su aplomo. A partir de ahí, sus palabras resultaron vacilantes e inseguras. Y palideció visiblemente.

-Ah... Ataúdes, dice usted... –murmuró.

-Ataúdes por encargo y a medida, sí –continuó mi tía-. Tenga, guárdese uno de nuestros catálogos.

-Es igual, no se moleste...

-Tenga, tenga –insistió ella-. Coja uno, por si acaso. Uno nunca sabe cuándo lo va a necesitar, ¿no es cierto?

Sin poder ocultar su aprensión, el inspector tomó con dos dedos el folleto que le ofrecía mi tía.

-Gracias...

-Yo le recomiendo el modelo “Abelardo y Eloísa” –continuó mi tía, disfrutando de su triunfo-, ligeramente mullido y forrado de satén en su interior. Como yo digo: La eternidad no tiene por qué ser incómoda. ¿No cree?

Porras tragó saliva. Le temblaba el labio inferior.

-No, claro... Bien... Bueno... Bien, gracias. Adiós, señora.

Tía Enriqueta sonrió y me guiñó un ojo. ¡Ah, cómo disfrutaba ella con esas pequeñas travesuras!

Se disponía ya el hombre a abandonar nuestra casa cuando su compañero carraspeó desde el rellano para llamar su atención.

-Te olvidas de algo, Porras –le dijo.

El inspector chasqueó la lengua con disgusto.

-¡Porras! Tienes razón, Eladio –murmuró.

Giró entonces sobre sus talones y se encaró de nuevo con mi tía. De modo distraído, siguió con la mirada los dos cables trenzados que surgían de la caja de los “plomos” para, sujetos a la pared por pequeños husillos de porcelana blanca, distribuir la electricidad por toda nuestra vivienda. Por fin, la miró a ella, de nuevo.

-Antes de irme, déjeme informarle de algo, señora.

-Usted dirá.

-Eléctricas Reunidas sabe de buena tinta que algunos usuarios de esta zona colocan “trampas” en los contadores para reducir el importe de su recibo de la luz. Otros, enganchan sus aparatos en la toma de corriente de las farolas cercanas o directamente en el tendido público. Y eso, además de peligroso, es un delito. Un delito muy grave.

Ahora, fue mi tía la que tragó saliva.

-Lo sé. Leo las advertencias que la Compañía publica en los periódicos. Pero yo no soy una delincuente.

-¡Oh...! Claro que no, señora. Claro que no –dijo Porras, falsamente obsequioso, forzando una sonrisa de hiena-. Lo que quiero decirle es que cualquier información sobre esas... u otras actuaciones ilícitas es siempre generosamente, repito, generosamente recompensada por nuestra Compañía. ¿Me comprende?

-Pues...

-Quizá usted sospeche de alguno de sus vecinos. Hay mucha gente rara en este barrio.

-No, lo siento –cortó mi tía de inmediato-. La verdad es que no tengo mucha relación con mis vecinos. Pero si me entero de algo... bueno, sé cuáles son mis deberes como ciudadana.

Porras asintió, complacido.

-Eso espero, señora. Eso espero. Recuerde que, si no denuncia un delito, automáticamente se convierte usted en cómplice del mismo. Lo ha entendido, ¿verdad?

-Por supuesto...

-Estupendo. Adiós, entonces, señora Fantova.

-Adiós, adiós...

El inspector aún lanzó una última mirada general por nuestra vivienda antes de salir definitivamente al rellano.

Tras cerrar la puerta, tía Enriqueta se secó con el dorso de la mano el sudor que había empezado a perlar su frente. Respiró hondo, se volvió hacia mí y sonrió, con desgana.

-Termina de desayunar, Sergio. No vayas a llegar tarde al colegio el primer día del curso.

-Sí, tía, ya voy. ¿Y tú? No te acabas tu café con leche?

Ella miró desde la distancia la taza de Duralex. Seguramente, el contenido se había quedado ya frío.

-A mí... la verdad es que se me ha ido el apetito.

BOIRA

Diez minutos más tarde, al salir a la calle, me topé con Boira de manos a boca.

Boira era uno de mis compañeros de colegio. Pero no uno cualquiera. Boira era un tipo raro y solitario. Un marginal. Un inadaptado social. Un tipo sin amigos.

Bueno... bien pensado, tampoco yo tenía en aquel momento demasiados amigos pero, al menos, mis compañeros de clase no huían de mí como de la peste ni me perseguían por el patio de recreo arrojándome cagadas de paloma, como a él.

Yo, afortunadamente, pasaba desapercibido. Era nadie. Y resulta relativamente cómodo ser nadie. Desde luego, mejor ser nadie que ser Boira.

No había visto a Boira desde el examen de reválida de cuarto, a finales del curso pasado. A pesar de que vivíamos en el mismo barrio, no habíamos coincidido ni en una sola ocasión durante el último verano. Supuse que quizá había pasado las vacaciones fuera, en la playa o en un pueblo del interior. Mucha gente tiene un pueblo al que escapar. Incluso, llegué a pensar que se habría mudado de ciudad, harto de las humillaciones a que lo sometían nuestros más brutos compañeros.

Pero no. Por lo visto, allí seguía.

Aquel primer día de curso, al salir de casa, lo encontré parado en la acera, de pie, justo ante mi portal, mirando a uno y otro lado con gestos desconcertados y perplejos. O sea, en una actitud de lo más habitual en él.

Encontrarme a Boira precisamente en aquel momento inicial del curso, vestido exactamente con la misma ropa del año pasado, me pareció un indicio de fatalidad. Una catarata de malos augurios cruzó ante mis ojos.

Sentí una sensación tal de desasosiego que a punto estuve de hacerme el despistado y pasar a su lado sin saludarlo. En el último segundo, me arrepentí. Al fin y al cabo, de algún modo, Boira y yo estábamos en el mismo bando.

-Hola, Boira –dije, por lo bajo, apresuradamente-. ¿Cómo va eso?

Me miró durante unos instantes, con aire perplejo. Noté que se le había oscurecido la pelusilla del bigote desde la última vez que nos vimos.

-Ah. Hola, hola... –respondió, al fin-. Oye, Fantova, ¿son tuyos estos papeles? -me preguntó entonces, frunciendo el ceño y mostrándome varios folios escritos a máquina y unidos con una grapa por una de sus esquinas-. Estaban aquí, tirados en el suelo, frente a la puerta de tu casa.

-No, Boira. No son míos –respondí, tras echarles una mirada rápida.

-¡Oh...! Vaya –exclamó él, encantado-. Entonces... ¿crees que puedo quedármelos?

-¿Y yo qué sé? Si estaban ahí tirados supongo que sí. O no. No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo?

Por alguna razón, aquel chico me ponía de los nervios.

-Claro, claro... Cómo vas a saberlo.

Dijo él, en un tono casi dulce. Luego, sonrió –o eso creo- y, de inmediato, reanudó su camino. Yo permanecí quieto, simulando leer un cartel pegado a la pared en el que se anunciaba la celebración de una verbena en el barrio de San Pablo el pasado quince de agosto. Dejé que se alejase un buen trecho. No quería que nadie me viese caminando hacia el colegio al lado de Boira.

Incluso ahora, después de tantos años, recuerdo con precisión a Casimiro Boira.

Era moreno y enclenque. Vivía en una nube de la cual pocas veces se apeaba. Nadie lo entendía y, quizá por eso, daba la sensación de ser un necio absoluto y, al tiempo, de saber cosas que todos los demás ignorábamos. Su sola presencia me producía una inquietud inexplicable, como la que se siente al adentrarse de noche en un viejo cementerio.

Boira, pese a sus quince años, era ya en aquel tiempo el vivo retrato del cantante francés Charles Aznavour.

DON EVELIO PASA CURSO

El hermano Bonifacio, el portero, un tipo bajo y gordo, calvo por completo, al que se le formaban tres lorzas en el pescuezo –cuatro, cuando se encogía de hombros- abrió la puerta principal a las nueve menos cinco, con puntualidad astronómica. Como todos y cada uno de los días lectivos de todos y cada uno de los ocho cursos que yo llevaba acudiendo a aquel colegio.

Hoy no entrábamos, como a diario, por el patio de recreo. Hoy era primer día de curso y todo el mundo entraba al colegio por la puerta de las vidrieras, la que daba a la calle del General Castaños.

Tras ella, en el centro del vestíbulo, nos esperaba el cuadro de profesores al completo, encabezado por don Jacinto, el director, que lucía sotana limpia y recién planchada. Todos sonreían y daban los buenos días a diestro y siniestro. Todos, excepto don Evelio que, como siempre, parecía que se había tragado una escoba.

Ah, don Evelio… Don Evelio era otro ser extraño. Como Boira. O más aún. En realidad, don Evelio era un individuo tan extraño que merecería por sí solo un capítulo aparte en cualquier novela de terror.

Lo merecería, sí.

Desde luego que sí.

¡Qué diablos...! Se lo vamos a conceder.

MERECIDÍSIMO CAPÍTULO APARTE: DON EVELIO

Don Evelio era un maniático desaforado e imprevisible. Un maniático, además, contagioso como el sarampión o el tifus; capaz de convertir cualquier grupo de alumnos en ciudadanos de una república de maniáticos con sus arbitrarios castigos –el más habitual: redacciones de extensión monstruosa medida siempre en “líneas”- destinados a quienes osasen alterar el absurdo universo creado por él y habitado por sus manías.

Como no sé si me explico con claridad pondré

UN EJEMPLO:

-¡Lozano! Pero... ¿qué veo? Ese pupitre suyo no está bien alineado.

-¿Cómo dice, hermano...?

Lozano contemplaba desconcertado la posición y los límites de su pupitre mientras don Evelio se le acercaba con su cara de rey mago lampiño y su caminar acolchado, como de marino recién llegado a puerto; se le acercaba blandiendo en la mano, como una fusta, aquel temible escalímetro metálico marca Faber, de sección triangular. Lo apoyaba en la esquina de la mesa de Lozano por la cara del 1:250 y efectuaba una medición incomprensible, guiñando el ojo derecho y tomando como origen de coordenadas, aparentemente, el retrato de San José de Calasanz que colgaba de la pared norte de todas las aulas de nuestro colegio.

-¡Aquí lo tiene! ¿Qué le decía yo? ¡Siete centímetros, Lozano! Ha desplazado usted su pupitre siete centímetros fuera de su ubicación ideal. A cinco líneas el centímetro: treinta y cinco líneas –sentenciaba el profesor.

-Pero, don Evelio...

-¡No hay pero que valga, Lozano! Usted, como todos mis alumnos, sabe que su conducta es inadmisible y merece justa sanción. Para mañana, quiero una redacción de treinta y cinco líneas sobre el tema: “Razones por las que los pupitres deben estar siempre bien alineados”.

OTRO EJEMPLO:

(POR SI CON EL ANTERIOR NO HA QUEDADO CLARO)

-¡Bayarte! ¿Se puede saber por qué se peina usted así? ¡Parece una cupletista del Oasis!

-Verá, don Evelio: es que mi madre...

-¡Excusas! Para mañana, veinte líneas sobre el tema: “Un hombre debe peinarse como un hombre y los días de cierzo, además, con fijador.”

-Pero es que mi madre...

-¿Su madre? ¿Su madre? ¡Su madre que venga esta tarde a hablar conmigo, que la voy a poner al corriente de la clase de vándalo despeinado que tiene por hijo!

Por supuesto, en el siguiente recreo todos nos preguntábamos cómo sabía don Evelio los peinados que lucían las cupletistas del Salón Oasis, el teatro de variedades más indecente de la ciudad. Y no tardaban en correr de boca en boca las más procaces historias –falsas, sin duda- sobre la secreta vida nocturna de nuestro profesor.

OTRO EJEMPLO MÁS, YA PUESTOS:

-¡García Lombardía! ¡Qué asco, por Dios! ¡Apesta usted a sudor!

-Es que en el recreo hemos estado jugando a...

-¡Es que, es que...! –cloqueaba, burlón, don Evelio-. Ustedes siempre tienen un “es que”. Ande, ande, vaya ahora mismo a los retretes a lavarse los sobacos. Y mañana, me trae treinta líneas sobre el tema: “Sudar o no sudar, he ahí la cuestión.”

-Pero es que...

-¿Y aún me replica? ¡Pues que sean en francés!

Y OTRO MÁS:

(EL ÚLTIMO, PROMETIDO)

-¡Boira! ¿En qué rábanos está usted pensando? Miren, miren todos la cara de tonto de su compañero, que merece la pena. Si nunca han visto a un tonto, pero a un tonto muy tonto, ahora tienen la ocasión. ¡Para mañana, cincuenta líneas, Boira!

-¡Pero...! ¿Por qué?

-¿Y aún pregunta por qué? ¡Por tonto! Tema libre.

Cada promoción de bachilleres elementales de nuestro colegio podía distinguirse de las demás por la impronta que don Evelio había dejado en ella con sus manías.

El curso 1950-51 había aprendido a distinguir el canto de sesenta especies de pájaros diferentes. Los alumnos del 59-60 pasaron todo el segundo trimestre escolar practicando en los recreos el lanzamiento de barra aragonesa. Los pertenecientes a la promoción de 1966 tuvieron que aprender los fundamentos de la soldadura autógena; eso sí, a costa de media docena de conatos de incendio, de los que, al menos uno, requirió la presencia de los bomberos. Los del año siguiente tuvieron que aprender a bailar el bolero de Caspe.

Y así, hasta llegar al curso pasado en el que, abanderados por don Evelio, mis compañeros y yo batimos todas las marcas conocidas de recogida de sellos de correos usados. “Para los negritos de las misiones”, decía él, muy convencido. Nadie entendía qué utilidad podían encontrar los habitantes de África o de las Filipinas en aquellas montonadas de sellos usados.

Aunque más alto y mucho más gordo, a mí don Evelio me recordaba de forma inequívoca al actor Louis de Funes.

FIN DEL MERECIDÍSIMO CAPÍTULO APARTE

En nuestro colegio, al terminar con aprovechamiento el cuarto curso y, tras efectuar el examen de reválida, todos los alumnos experimentábamos una sensación de desbordante alegría. Y, creo yo, no tanto por la satisfacción de obtener el título de bachiller elemental, que tantas puertas abría en el mundo laboral, como por la de perder definitivamente de vista a don Evelio.

Por eso, cuando aquel primer día del nuevo curso académico, nos anunciaron que don Evelio -de modo inexplicable y seguramente fraudulento- había sido autorizado por el Ministerio de Educación Nacional a impartir la Historia de España en quinto de bachillerato y, por tanto, volvería a ser nuestro profesor este año, la poca fe que me quedaba en el sistema educativo español, se esfumó por completo, sin dejar rastro ni aroma.

Nada más conocer la triste noticia, mis compañeros y yo nos preguntamos, angustiados, con qué nuevo dislate nos sorprendería Louis de Funes este curso.

No tardamos mucho en averiguarlo.

DE UN PLUMAZO

-¿Una pluma? ¿Una pluma estilográfica?

Tras esas interrogativas exclamaciones, tía Enriqueta me miró, consternada, con el cazo de servir lleno de lentejas suspendido en el aire, a medio camino entre la perola y mi plato.

Me encogí de hombros.

-Pues sí, tía. Una pluma. Don Evelio, el profesor de Historia, dice que nuestra patria va camino de la perdición por culpa de los adelantos modernos y que es necesario volver a las buenas y viejas costumbres si queremos seguir siendo garantes de los valores de la civilización occidental.

-Lo que hay que oír –murmuró mi tía.

-Ha puesto el invento del bolígrafo a caer de un burro y nos ha advertido que quien mañana no tenga una pluma será sancionado con cien líneas.

Tía Enriqueta gruñó ahora como un oso pardo herido en la mejilla.

-¡Desde luego...! –rezongó-. Tu madre fue una santa, Sergio. De eso no tengo duda. ¡Pero en lo tocante a esos curas, metió la pata hasta el ombligo! Si por mí fuera, ahora mismo te sacaba de ese colegio y te matriculaba en el Instituto Ramón y Cajal donde, además de enseñar gratis, no te obligan a escribir con pluma.

-¿Y por qué no lo haces, tía? –la reté-. Yo también preferiría estudiar en el instituto.

Primero, posó en mis ojos su mirada. Luego, con un suspiro, la enterró en el suelo antes de volver a hablar.

-Tu madre, que en paz descanse, nos la jugó bien jugada, Sergio. A los dos. Que cuando ya era seguro que se nos iba para el otro barrio, me llamó a los pies de su cama y me dijo: “Enriqueta, hermana mía, sobre todo, que el chico estudie en los escolapios, a ver si puede labrarse un porvenir religioso. Que yo le veo cara de arzobispo...”

Me quedé pasmado. Pasmado y triste, porque el recuerdo de mi madre –un recuerdo ya lejanísimo y difuso- me enturbió la mirada. Mi tía nunca me había contado aquello. Yo no sabía que decir, así que acabé diciendo una bobada.

-Y... ¿tú también crees que tengo cara de arzobispo, tía?

Ella emitió un gruñido antes de responderme.

-¿Tú? ¡Tú qué vas a tener! ¡Ni de monaguillo, vamos! Ya nos la jugó bien tu madre, que en paz descanse, ya...

Con la nueva mención a mamá, llegó un silencio que podía haber resultado largo y doloroso, pero que mi tía se encargó de cortar de raíz con un comentario banal.

-En cambio, lo que son las cosas, con la gubia y el cepillo no te defiendes mal, no señor. Aquellas filigranas que hiciste el mes pasado para el ataúd del señor Fresneda tenían su aquel, desde luego. Un poco descaradas, quizá; pero el trabajo era de primera, ya lo creo.

Mi tía se refería a que entre las filigranas había deslizado algunas figuras de señoritas ligeras de ropa.