MARTÍN se sentó, apoyó la espalda y la cabeza en la pared de las caballerizas y, al sentir el calor que desprendía el muro de adobe, entornó los ojos. Los rayos del sol tibio de abril le daban de frente, desentumeciendo su cuerpo entorpecido durante el largo invierno, húmedo y frío. Caídas las primeras lluvias, la hierba apuntaba sobre el empedrado que se extendía entre los establos y el castillo y, en las traseras, junto al riachuelo donde abrevaban los animales, las flores amarillas de San José habían aparecido medio escondidas entre los hierbajos, anunciando la primavera.
También las hiedras verdeaban trepando por los muros y los vencejos cruzaban el adarve y se apiñaban en las almenas al atardecer.
Martín se había dado una vuelta por los pesebres, el pajar y la herrería. Los mozos de cuadra habían distribuido el pienso, retirado las boñigas, barrido el pavimento y cepillado a caballos y yeguas como si fueran a partir en cabalgada. Es lo que Martín exigía siempre en sus cuadras: orden y limpieza.
Ahora los hombres estaban en la herrería adecentando arneses, correas y aparejos; cuando él entró guardaron silencio, pero algo llegó a sus oídos. Le pareció entender que se esperaba a gente principal en el castillo. Tomó una montura por recomponer y el cestillo de las herramientas y salió sin indagar. Si hubiera hecho preguntas, se habría desautorizado ante sus subalternos, pues él era el jefe de las cuadras y debía tener conocimiento de las entradas y salidas del castillo.
Para desechar cavilaciones y aguardar con sosiego lo que aconteciera en la jornada, se puso a trabajar allá mismo, al sol de la mañana. El cosido de la montura se había abierto y la estopa del interior se salía; Martín, con la ayuda de la aguja y una lezna, lo fue asegurando.
Se estaba bien en el patio, oliendo a cuero y a caballerías. ¡Y pensar que pronto abandonaría el castillo! Estaba resuelto a dejar Arlanzar y no se iba a echar atrás en el último momento, aunque le habría gustado comunicárselo a su señor don Alonso de viva voz, y exponerle con sinceridad y franqueza los motivos de su partida.
Mientras repasaba sus pensamientos y remendaba el cuero, se oyeron pasos por el camino del foso viejo. Era Ginés con unos desconocidos que conducían unos jamelgos; detrás, unos jóvenes con vestimenta de escuderos se dirigían a la puerta trasera de las cuadras.
La desagradable sorpresa de ver a Ginés le hizo pincharse con la lezna; la sangre le salía a borbotones. Martín se chupó la herida y escupió; luego, se fue a la herrería y, con un trapo de lino de los que utilizaban para limpiar las heridas de las caballerías, preparó una venda que se ató a la mano. Enseguida dejó de sangrar. Uno de los mozos que le ayudó en la tarea intentó averiguar más de lo que ya sabía.
—Creo que llega don Gil, de paso para Burgos; tendremos que habilitar algún establo más. Es lo que han oído a don Ginés esta mañana.
—Dirás Ginés; el don sobra a un palafrenero.
—Como usted lo desee, Martín.
La buena noticia de la presencia del caballero aliviaba su mente, y, aunque hubiera preferido que fuera don Alonso, su señor, el que viniera, se conformaba con don Gil, persona afable y comprensiva que con seguridad le escucharía.
A lo largo de la mañana fue, llegando parte de la comitiva de don Gil: carros y mulas con el equipaje, caballeros del sur que Martín no conocía, gente de armas, su esposa en una carreta cubierta y sus escribanos. Descansarían en Arlanzar y partirían pronto para Burgos, a la reunión de Cortes donde don Gil debía representar a su cuñado don Alonso.
Hacia el mediodía, el patio de acceso al castillo era un hervidero de gentes que arribaban y esperaban acomodo en el castillo o en la aldea; de animales que, extenuados por la larga marcha, se movían inquietos, pataleando con sus cascos el empedrado, como reclamando que se les diera de comer y de beber.
El servicio del castillo, bastante menguado en los últimos años, se desvivía por atender a los recién llegados: acomodaron mesas en la sala de guardia de los centinelas, catres en las antiguas despensas y, al pie de la escalera principal, colocaron odres y jarros de agua fresca.
Finalmente, venía don Gil con su cortejo; montaba un caballo alto y bayo. Martín lo vio entrar en la plazuela a paso lento, mirando de lado a lado, examinando con atención cuanto su vista alcanzaba: desde la torre hasta los fosos; desde el puente levadizo, que ya no se utilizaba, hasta los tejados, las cisternas del agua, las caballerizas y la aldea. A su regreso, debería dar cuenta de todo ello a su cuñado don Alonso, por lo que no perdía detalle.
Arlanzar ya no era lo que fue, una de las fortalezas más seguras de Castilla; su función de defensa se había anulado al ir extendiéndose la frontera hacia el sur, y esto se palpaba en el ambiente. Ni lo frecuentaba su señor, entregado ahora a la conquista de Andalucía, ni era lugar de encuentro de caballeros relevantes; sólo cuando el rey se trasladaba a Burgos se animaba su patio de armas y se advertían movimiento y vida en sus dependencias. El abandono se observaba en las grietas de muros y barbacanas, ocultas a veces por hiedras y madreselvas que ascendían verdes y vigorosas desde los fosos.
También en el interior se palpaba la desidia: no se colocaban vidrios ni alabastros en las ventanas; había salas totalmente desnudas, sin tapices ni esteras, y la limpieza de las letrinas se descuidaba con frecuencia.
Tal estado de cosas se atribuía en parte a la calamitosa administración de Ginés, actual mayordomo de Arlanzar, quien había pasado de mozo de cuadra a palafrenero y ascendió de mala manera por influencia de un escribano del señor. Ginés ponía buena voluntad, era trabajador, pero carecía de tacto y, ante cualquier percance, se tornaba irascible y violento con los servidores del castillo, gente en su mayoría honrada y digna que había consumido su vida al servicio de don Alonso. A gritos y sometiéndoles a veces a duros castigos, imponía su autoridad en la hacienda. Ahora, ante don Gil, se mostraba afable y sumiso, y le ayudaba a descabalgar sin dar tiempo a que lo hicieran los escuderos. Los caballeros del séquito se le aproximaban también y se interesaban por la última etapa del viaje.
Martín, desde su lugar de observación, pudo comprobar que el caballo de don Gil cojeaba de la pata trasera; al apoyarla en el suelo, el animal renqueaba y se quejaba. Sin pensarlo más, abandonó su escondite y se abrió paso hasta el cortejo. Se acercó al caballo y le frotó con cuidado de las ancas al corvejón; el animal se lo agradeció relinchando satisfecho, lo que provocó la atención de su amo.
—Don Gil, sea bienvenido. Soy Martín Oienart, el caballerizo mayor; mi señor don Alonso me conocía más por el Gascón.
—¡Ah, sí! Martín, el de la jineta. Te recuerdo.
—El mismo, don Gil. Me llevo a las cuadras al animal, hay que restregar a fondo esta pata y tal vez haya que herrarlo. Don Gil, ¿cómo está mi señor don Alonso? Le reservo un pequeño obsequio para él. ¿Cuándo podría entregárselo?
—Mañana mismo quiero salir para Burgos, así que acércate al atardecer. Tú eres de la casa. Cuida a mi trotón, Martín, que ya empieza a acusar los años como su dueño.
Martín lo tomó de la brida y se encaminó a los establos, pavoneándose al pasar entre los caballeros y sus servidores, quienes hablaban en corros de acomodarse y reponer fuerzas. Al cruzarse con Ginés, que cumplía con diligencia su papel de mayordomo y aposentador, ambos desviaron la mirada y Ginés escupió con rabia en el suelo. ¡Qué desgracia la suya! Cualquier cosa que él hiciera le reconcomía.
Martín pasó casi todo el día en las caballerizas; después se fue a su casa a asearse y le contó a su mujer que tenía audiencia con don Gil. Águeda, cabizbaja y triste, no intentó disuadirle. Sabía que era inútil, conocía a su marido y no deseaba gritos ni palabras de las que luego tuviera que arrepentirse. Estaba segura de que a él también le costaba tomar la determinación de abandonar Arlanzar y cambiar su vida y la de su familia. Hacía una temporada que Martín no dormía bien, hablaba en sueños, se despertaba angustiado y cualquier cosa le encolerizaba. A sus hijos les sorprendía verlo tan descompuesto ante cualquier nimiedad y, desconcertados, hacían preguntas a su madre.
En silencio, le preparó un capisayo limpio y los borceguíes de cuero, mientras su esposo se lavaba la cara y se atusaba el cabello. Águeda lo miró y le preguntó solícita:
—¿Llevarás ahora el presente?
—Sí, aunque me habría gustado dárselo en mano.
Ella se dirigió al patio trasero de su casa y cogió las dos pieles de jineta que colgaban de un cordel. Estaban ya resecas, pero pudo enrollarlas y meterlas en un saquillo.
—Ya no huelen —dijo acercándoselas a la cara.
El perrillo, al percatarse de que Martín iba a salir, empezó a dar saltos cariñosos a su alrededor.
—Volveré pronto. Y vete disponiendo todo, que en cualquier momento arrancamos.
Águeda, estremecida, no respondió, pero el corazón le dio un vuelco y sólo acertó a salir a la puerta para despedirlo.
Martín tenía buena planta: alto, robusto, se movía erguido y seguro al andar; los borceguíes de cuero le daban cierta prestancia y podría pasar por hidalgo donde no lo conocieran. Eso pensaba satisfecha su mujer al verle marchar.
—¡Lástima que esté perdiendo el pelo!
Águeda permaneció apoyada en el quicio de la puerta hasta que lo perdió de vista. Zarzo, el perrillo, lo despidió con afectuosos ladridos; meneando la cola, iba y venía indeciso entre seguir a su amo o permanecer en su papel de vigilante. El viento fresco del atardecer movía el ropaje de Martín, que, con andar resuelto, se encaminaba hacia el castillo.
Poco le costó dar con don Gil; uno de los criados que guardaban la entrada de la sala había trabajado con él en la herrería y al momento anunció su visita al señor.
Don Gil departía con unos caballeros delante del brasero, descansando en un sillón de brazos y con los pies apoyados en un escabel. Al entrar Martín, se incorporó para recibirlo.
—Ha llegado a mis oídos que nos abandonas, Martín.
—Vengo a comunicárselo a usted antes que a nadie, como es mi deber. Me gustaría contar con su aprobación y la de don Alonso, mi señor. Lo he meditado y éstas son mis razones, espero que las considere. En Arlanzar ya no me necesitan; la vida en el castillo es descansada desde que don Alonso partió para las campañas del rey de Andalucía, y la gente que queda es joven, trabaja bien y con ánimo, y yo pronto cumpliré treinta y cinco años, más de la mitad de una vida.
—No te echaría yo tantos, Martín.
—Pues ahí están, mi señor. Ocurre también que desde hace tiempo me ronda en la mente la idea de volver a las tierras de mis mayores, a la Gascuña de Francia, de donde salí, niño aún, camino de Santiago y, gravemente enfermo, aquí me quedé, en Arlanzar. No me ha ido mal, porque tengo mujer e hijos y serví con agrado y voluntad a don Alonso, pero ahora me gustaría dar con algún rastro de hermano o pariente, que sé que los tenía. Creo que, si los hallara, me sentiría satisfecho y feliz.
Martín se fue emocionando hasta que apenas pudo articular palabra.
—Hasta ahora me parece razón poderosa para tu partida, y digna de todo ser bien nacido, la de querer reencontrar a tus deudos.
—También me gustaría, debo confesarlo, alcanzar horizontes más desahogados para mi familia.
—Y para alcanzar ese bienestar y la prosperidad de los tuyos, ¿no te tienta la guerra del moro en la frontera? Ten por seguro que las campañas andaluzas están tornando a muchos solariegos en hidalgos y caballeros. Allí llegaron empobrecidos y hoy hacen acopio de casas, sembrados, viñedos y huertos recibidos del rey nuestro señor por la valerosa ayuda prestada. Además, Martín, entrarías en los servicios de don Alonso, no andarías buscando nuevo señor.
—Lo sé, don Gil, y no crea que no me ha quitado el sueño la idea de volver junto a mi señor en aquellas lejanas tierras. Pero la sangre tira, don Gil, y, aunque mis padres ya no sobrevivan, me gustaría arrodillarme en la tierra que los cubre y abrazar a algún hermano que acaso no sepa ni que existo.
—Todo muy loable, Martín, mas, ¿de qué vas a vivir cuando abandones el castillo? Tal vez te atraiga la ciudad y sus oficios.
—He reunido algún dinero y provisiones para el viaje, y, sobre todo, tengo dos brazos para allegar el sustento de mis hijos. Y ya que le estoy confiando mis ilusiones, le diré que ambiciono para ellos un bienestar diferente al que puedan encontrar en Arlanzar. Sueño para ellos algo de la cultura que dan los libros y el saber escribir y pienso que puede lograrse con menos dificultades en las villas que nuestro monarca está promoviendo al otro lado de las montañas. Espero, don Gil, que no me juzgue como hombre iluso y dado a fantasías.
—Martín, creo firmemente que conseguirás tus afanes y me gustaría saber de ti en unos años; te veo convertido en un próspero mercader de alguna villa real.
—No lo veo a mi alcance, señor. A mí me atrae el trabajo de la madera, la talla, y nunca el trabajo de las manos ha hecho al hombre adinerado. Don Gil, lamento que distraiga su atención conmigo. Para no robarle más tiempo, le ruego presente a don Alonso el homenaje y gratitud de un vasallo que siempre deseó servirle con lealtad y afecto y, como recuerdo, le envío estas pieles de jineta para su montura. Espero que sean de su agrado.
—A buen seguro le complacerán. Fuiste tú mismo, Martín, el que, con este animal, confeccionó una bolsa que don Alonso lleva siempre consigo. ¡Precioso animal! Para nosotros no deja de ser una maloliente alimaña; sin embargo, entre la morisma es una especie de gato o animal casero muy apreciado. Además de saber labrar la madera, veo que eres un buen cazador. Antes de partir, convendría que hablaras con Ginés sobre tu sustitución en las caballerizas; yo lo haré también, y que mi escribano te extienda un pliego para que puedas moverte sin desazones ni enredos por los distintos territorios del reino.
—Espero poder corresponder algún día a tamaño beneficio. Dios os guarde, don Gil, a usted y a toda su familia. Mis respetos a don Alonso y a su esposa mi señora.
—Gracias. Con Dios, Martín. Y que el señor Santiago te guíe. No olvides lo de Ginés.
Claro que tenía en la memoria la obligación de ver a Ginés, pero sospechaba que iba a perder los buenos modos con aquel hombre que le odiaba. Por respeto a don Gil procuraría no perder la serenidad y moderarse en las palabras, aunque ganas no le faltaban de desahogarse y largarle todas las quejas que de él tenía en estos años.
Don Gil en persona lo acompañó hasta los escribanos, para que le redactaran la carta del viaje. Con gran cordialidad, se despidió de nuevo y le golpeó la espalda dándole ánimos.
Ya en el despacho, Martín se encontró a un antiguo sirviente del castillo que sabía de letras y de números y que, gracias a eso, había escalado puestos en la casa de don Alonso, allá en Andalucía. Disfrutando como estaba de su nueva posición, incitó a Martín a que partiera para aquellas tierras.
—No te arrepentirás, Martín; aquello es otra vida, créeme, y, por supuesto, mejor que la que llevas en Arlanzar. Allí todo el año es primavera, luce el sol y la gente es risueña y conversadora; se vive con alegría y, si hay suerte en la campaña de Lebrija que ahora se prepara, te puedes hacer rico en breve tiempo.
—Todas las personas que bajan al sur dicen lo mismo; debe de ser verdad.
—En los últimos repartimientos de nuestro rey hubo beneficio hasta para los monteros y mozos de cuadra. Yo mismo poseo una casilla en el Aljarafe; perteneció a un sarraceno que huyó a la costa y me la dieron con el huerto plantado de higueras y berenjenas. Y, con los ahorros por mis servicios, me he comprado una jaca para ir a la ciudad. No te puedes imaginar cómo es Sevilla: el puerto, el río, el alcázar… Aquello es otro mundo. Sólo por ver el mercado diario que hay en sus calles merece un viaje. Y por las moras…, que lo convierten en el edén. Bellas y acogedoras, cantan, bailan y se hacen entender a cualquier cristiano que las requiebre. ¡Y cómo huelen, Martín! Olvídate del olor a pesebre de nuestras virtuosas mujeres.
—¿Y el peligro de la guerra…?
—Nada, hombre. Ellos son los primeros que huyen de la refriega y, desde que el rey Santo entró en Sevilla y la flota castellana bloqueó el Guadalquivir, han comprendido que aquella tierra será cristiana en pocos años. Creo que, salvo sus reyezuelos y visires, que siempre sueñan con alguna aceifa, el resto de la morería se ha resignado a convivir con la gente venida del norte.
—De momento, amigo, no lo veo claro. Tengo otra idea en la cabeza. Me voy al otro lado de las montañas, a la tierra del mar Cantábrico, pacífica y vacía de judíos y moriscos, según he oído. Me gustaría llegar a la Gascuña, que es la tierra de mis mayores, para que mis hijos la conozcan y, si es su gusto, allí se establezcan. Espero que Dios me ayude.
—Es lo que te deseo, compañero.
Martín recogió su documento y lo plegó con cuidado, pues seguro que en el viaje que le aguardaba le sería de gran utilidad. Al salir se dio de bruces con Ginés.
El mayordomo, que en estos días de huéspedes en el castillo vestía con calzas rojas y capa corta bordeada de piel, venía acompañado de dos de sus fieles servidores. Martín no lo pensó más y lo abordó.
—Ginés, quiero hablarle.
—No es éste el lugar ni el momento; mis obligaciones me lo impiden. Pero, si es breve, pasemos a esta sala.
Ginés tomó asiento en un sillón de cuero situado detrás de la mesa, guardando la debida distancia con el que consideraba un simple mozo de cuadras. Martín permaneció de pie, tenso, enroscando el pliego que acababa de recibir con manos inquietas.
—He hablado con don Gil para comunicarle que voy a abandonar el castillo. Él se lo hará llegar a don Alonso mi señor.
—Por ahora lo que me pide es imposible; los establos, la herrería y el almacén de arreos necesitan de su presencia. Usted verá.
—Para empezar, yo a usted no le pido nada porque no entra dentro de mis obligaciones de servidor de Arlanzar. Cuento con el parabién de don Gil, que es el que representa a mi señor, y los trabajos quedan atendidos con Juan, el caballerizo segundo, que lleva años aquí. En cuanto don Gil parta para Burgos, aquí no hay nada que hacer más que lustrar arneses y recibir órdenes sin sentido.
—Veo que sigue tan insolente y faltando siempre que puede a sus superiores. Más le valiera permanecer en su puesto y no arrastrar a su familia a la miseria con aventuras y fantasías descabelladas.
—Le ruego que en este negocio no se haga valedor de los míos; sé cómo conducirme y, hasta el día de hoy, de nada han carecido.
—Pues las noticias que hasta mí han llegado son bastante lamentables; su mujer llora de casa en casa por culpa de sus disparates. No es de bien nacido atormentar así a la mujer que Dios le dio.
—El mal nacido será usted, que tiene sojuzgado a todo el personal del castillo. ¡Pobre gente, gobernada por un palafrenero! Los mejores hombres de Arlanzar han marchado a la ciudad o han preferido trabajar la tierra antes que estar a sus órdenes.
—¡Largo de aquí! ¡Fuera de mi vista, bellaco, traidor …! —gritó Ginés golpeando ruidosamente la mesa—. En las cuadras y no en otro lugar es donde debes pudrirte de por vida.
Al oír voces, entraron los dos criados de Ginés y se abalanzaron sobre Martín.
—¡Esto es lo que te duele! —dijo Martín esgrimiendo el documento que don Gil le había extendido—. Aquí está escrita y firmada mi noble conducta en Arlanzar. Esto es lo que vale y no el resentimiento y la envidia de un gañán ascendido a mayordomo. ¡ Ah, si estuviera don Alonso…!
—¡Arrojadlo por la escalera!
—No es menester —dijo Martín desembarazándose de los criados—. Gracias a Dios y a mi señor, no tendré la desgracia de volverle a ver.
Martín apretó el salvoconducto contra su pecho y en dos zancadas alcanzó la puerta trasera de la fortaleza. Cuando llegó a casa, estaba desencajado y sus ojos expresaban la rabia y la furia de un hombre ofendido y humillado. Su mujer, arrodillada sobre el hogar, encendía el fuego para acercar la olla de la comida. La agarró de la toca con violencia y la enderezó como si fuera un guiñapo.
—¿Quién te manda ir lloriqueando de casa en casa confiando a las mujeres tus desdichas? Dime, ¿quién? ¿Tan desgraciada te sientes por tener un marido valeroso y con arrestos?
—¡Martín, suéltame! No sé de qué me estás hablando. ¿Te ha ocurrido algo? Estás temblando. ¿Algún altercado con Ginés?