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Para Elsa y Ana,

en testimonio de su
«gatinfancia»

Gato: máquina fotográfica del misterio.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

El gato, ese príncipe somnoliento
de la ciudad de los libros.

ANATOLE FRANCE

Dios creó el gato para que sepamos lo que
es la sabiduría.

PROVERBIO ÁRABE

ÍNDICE DE GATERÍAS

  1. Orígenes oscuros

  2. En busca del nombre perdido

  3. El territorio de Tutumunlaru

  4. EL DDSM

  5. Una memoria magdaleniense

  6. Alegato

  7. Gaterías en París

  8. El gato de Troya

  9. Una mujercita en casa

10. Carletto el soprano

11. El Club Septimino

12. Fogata y fuga

Glosario de nombres propios

ORÍGENES OSCUROS

imageo sé si sabré contar su vida, sus viajes azarosos, sus sueños en el mirador Casablanca, los amores imposibles que disfrutó, su afición a las películas de B y B (Bogart y Bacall), sus escapadas nocturnas en la casona de Pintueles, en fin, ¡tantas cosas! Quisiera contar su vida pasito a paso, y con el rigor de la cronista fiel, pero al tirar del hilo de la memoria los recuerdos se me enredan como cerezas de un cesto. Además, recordar es inventar.

Empecemos. Una clara tarde de abril, Virginia, mi madre, me recogió en el colegio y me llevó por las tortuosas calles de la medina hasta el gran bazar. Un muchacho bereber reclamaba la atención de los viandantes pregonando a la puerta de una tienda el brillo de las ollas de cobre, la calidad de las pieles de cabra y la maravilla de las alfombras voladoras.

–¿Venden aquí animales vivos? –preguntó Virginia.

–De todo el mundo, menos osos polares. Caribús tampoco hay. Se han agotado.

Cruzamos el umbral y vimos al dueño apoltronado entre cojines, durmiendo la siesta descomunal de todas las tardes. Era un turco feliz, padre de siete hijas, todas rebosantes de salud. Como un gatazo sabio controlaba los dominios de la casa, la tienda y la calle. Salía a la acera a conversar con los mercaderes vecinos, atendía a los clientes importantes y cada poco cruzaba la cortina de canutillos para husmear los olores de la cocina. Si borbotaba la olla, si las criadas hacían sus faenas rutinarias y si sus queridas hijas bordaban en el taller de costura, regresaba a la tienda con la convicción de que el mundo estaba bien hecho. Era un mercader de ademanes zalameros y sólida barriga. Después del almuerzo familiar tomaba té y pastelillos de miel, fumaba una pipa de kif, suspiraba hondo y daba gracias a Alá por las dichas de la vida. Luego estiraba sus mostachos soberanos, se desabrochaba el cinturón, colocaba los pies en un escabel y se trasponía en un sueño bíblico. Parecía dormir un sueño completo, pero era como esos perrazos espatarrados en el suelo que tienen un párpado abierto para vigilar el orden de alrededor. Si cuento esta patraña es porque quisiera que mi fantasía fuese parte de la ilusión de todos. Además, lo acabo de decir: recordar es inventar.

La verdad es que Virginia y yo no fuimos a ningún bazar exótico, sino a una tienda común, junto al mercado de Colón. Ni siquiera había una campanilla en la puerta para anunciar la llegada de los compradores. Más que una tienda de animales vivos, parecía una ferretería. El vendedor era triste como unas escaleras, vestía guardapolvo gris y trataba a los animales sin entusiasmo, como si los perros, loros, hámsteres, tortuga, periquitos y gatos fueran arandelas, clavos, tuercas y destornilladores. Él mismo parecía un animal desgraciado, un mulo de noria o un búho miope.

Mi mamá me llevó de la mano con mimo. (Esa era la frase que yo había caligrafiado aquella tarde en el colegio. Era una frase adecuada, con trazos gatunos, pues estaba llena de emes, y la eme es la letra preferida de los mininos. A los gatos les gusta la m porque tiene forma de puente y les seduce la o porque es como un ovillo, y los puentes y los ovillos son los símbolos de las ilusiones y de los enigmas.) Decía que Virginia me llevó de la mano al bazar. Virginia era entonces una madre joven, de esas que se asustan antes de que ocurran las pequeñas desgracias infantiles.

A esas horas de la tarde, Pablo, mi padre, hacía experimentos en el laboratorio, la abuela jugaba al bridge con sus amigas viudas y mi hermana babeaba en el tacataca. Me había tocado en suerte una hermana muy babosa. Desde los cinco meses, Sol se había aficionado a chuparse el dedo gordo del pie y, luego, cuando empezó a echar los dientes, mordía todo lo que encontraba a mano y producía mucha saliva, y chorreaba por la barbilla un confeti de interminables hilvanes, casi espumosos, que acababan por pringarle hasta el pecho. Le salieron unos dientes tan feroces que su mordedura duraba cinco días consecutivos. En alguna de esas habituales disputas entre hermanas, Sol me acometió a dentellada limpia, como una víbora rabiosa.

Sigamos. Virginia y yo nos detuvimos ante una camada de siameses. Parecían náufragos de un mundo babilónico, aturdidos entre gritos de loro, ladridos de sétter y trinos amarillos de canario. Ya sabéis que los gatos nacen ciegos, pero traen a este mundo la experiencia de sus vidas anteriores. Durante los primeros días se desprenden de lo más accesorio de su pasado, descifran los primeros rumores y poco a poco entreabren sus ojos de aguamarina. ¿Alguna vez habéis mirado fijamente a los ojos de un gato? Son inquietantes. ¿Y sabéis por qué? Porque parecen deslizarse en el tobogán del tiempo. Los ojos de los gatos dicen lo que hay de permanente en lo fugaz.

–¿Cuál eliges? –me preguntó Virginia.

¿Este o aquel? ¿O el otro, el más negro? No sé si será verdad lo que una vez me dijo mi padre: Elvira, la incertidumbre es bella. Bien pudo ser una frase de consuelo, porque entonces yo era una niña indecisa. Todavía hoy, que ya soy mayor de edad, pongo a prueba la paciencia de los camareros porque dudo entre la carne o el pescado, las natillas o el flan, y en las tiendas acaban sacándome una montaña de zapatos, y me pruebo todas las blusas de mi talla, y me eternizo en tomar una decisión. Mi hermana, en cambio, fue desde siempre resuelta y preguntona, incluso descarada. Ya desde la cuna se dejaba guiar por sus impulsos flagrantes.

–¡Qué niña! –exclamaba la abuela–. Es «melón y tajada en mano».

Porque a la yaya se le caía la baba (es un decir) con Sol. La llamaba Solete y celebraba sus patochadas como si fuesen ocurrencias geniales. Era su nieta preferida, la predilecta.

El vendedor, que tenía cara de martillo, esperaba una indicación para sacar del capacho el gato elegido. Entre tanto, algunos viandantes se habían detenido ante el escaparate. Un señor aplastó la cara contra el cristal y se le quedó boca de rape y ojos de besugo. Su cabeza parecía la de un pescado monstruoso. Desde el interior de la tienda se veía a la gente ir y venir por la acera como esos peces sin rumbo de los acuarios, ignorantes de su destino, condenados a una incomunicación perpetua, resignados en sus idas y venidas a una larvaria soledad. Todos tenemos de vez en cuando la resbaladiza impresión de ser peces prisioneros. Hasta los gatos más auténticos. Ellos también tienen momentos escamosos y días como acuarios.

–Pues, me gusta… ¡Este! Bueno, ese también.

Así soy yo.

–El que quieras, Elvira. Tú decides.

Virginia (o sea, mi madre), llevaba prisa, tenía que comprar laca en la droguería y recoger los análisis de la abuela. Desde que murió el abuelo la yaya tenía alto el colesterol, y la tensión así así, y un pinzamiento de cervicales que le machacaba la espalda. Cuando le preguntaban qué tal, doña Josefa, cómo está, ella siempre contestaba lo mismo: «Hecha puré, hija». Otras veces no estaba hecha puré, sino fosfatina. En alguna ocasión bajaba la voz para que las nietas no la oyéramos y se permitía una expresión grosera: «Hecha la puñeta». Pero exageraba. No había más que ver el remango y los andares marchosos que se gastaba. Decía que en la vejez todo son peplas. «Hija, qué le vas a hacer. Alifafes de yaya.» A la abuela le encantaban las palabras pepla y alifafes.

Virginia se impacientaba con mis dudas y estaba molesta con la escolta de aquel vendedor que parecía un taladro con guardapolvo gris.

–¿Este? –me preguntó Virginia.

–Bueno, sí.

Así lo elegimos. Fue una decisión trascendental. Desde aquel instante el gatito quedó vinculado a nuestra vida familiar. Mientras el dependiente lo metía en una cestita de viaje pensé si no sería muy pronto para separar a un hijo de su madre. ¿A qué edad se puede producir el des-madre? (¿Habré empleado con propiedad esta palabra? Estoy abusando de los paréntesis, un defecto que exasperaba al profesor de literatura del instituto. «¡Paréntesis, no, gracias!», decía, alzando los brazos como un predicador escandalizado.) En un libro de una escritora inglesa leí una vez que los gatitos deben permanecer al cuidado de su madre hasta las seis semanas, so riesgo de desarrollar tendencias neuróticas en su vida adulta. Como las inglesas saben mucho de gatos, habrá que creerlas. De cualquier modo, todos los gatos tienen una vena demente, como los artistas auténticos. Entenderlos es apasionante, aunque nada fácil. Entender a un gato es casi una aventura sin límites, tan complicada como conocerse a sí mismo, como verá quien siga leyendo esta «gatografía». (¿O se dice catografía?) Un gato invita a pensar. Su estado de ánimo parece tan variable como el clima tropical.

–¿Cómo estás? –le preguntaba cuando le veía subido a una silla.

–Ni fu ni fa –me contestaba.

A veces caía en pesadumbres de filósofo francés.

–¿Qué tal?

–Maúllo, luego existo.

Había momentos en que estaba fffuribundo y fffarfullaba bufffidos fffuriosos, como si su corazón fuera una bomba de relojería. Entonces lamía el pelaje áspero de las horas hasta calmar su desasosiego lunático. Sus mañanas eran somnolientas y plácidas, como los días tibios y dorados de otoño, pero al anochecer encendía motores como un avión antes de emprender un vuelo transoceánico. Era su hora mágica. Exploraba la casa, salía de cacería, acechaba el cielo y se asomaba al balcón Casablanca, donde se confundía con los espías dobles y los prófugos de guerra que conspiraban en el cabaré de Rick. Fue un gato casero, pero os hablaré de él como si hubiera desempeñado profesiones solitarias, como la de pianista, falsificador de pasaportes, quiromante, zahorí o astrónomo de estrellas todavía invisibles.

Os acabo de hablar del mirador Casablanca. No era el único que había en casa. En los días de bruma y de pesadumbre mi gato se asomaba al mirador Munchengladbaj. Con esa áspera palabra designaré todo lo que nos decepciona sin motivo aparente. Por ejemplo, mamá también se asomaba a veces al balcón Munchengladbaj. Así, en la casona de Pintueles, donde pasábamos las vacaciones de agosto, tan lejos de la luz radiante de Valencia, Virginia se notaba rara. Quizá fuera el aire húmedo y el cielo gris y las altas montañas de Asturias, el caso es que se sentía Munchengladbaj. «No sé qué me pasa –decía a papá–. Aquí las horas son interminables y sin embargo noto que la vida pasa tan deprisa que me asusto.» Pablo la miraba sin entenderla muy bien. (En cierto modo Virginia era para mi padre una gata: nunca acababa de conocerla bien.) Como científico obstinado que es, Pablo está convencido de que hasta los sentimientos más desbaratados tienen alguna explicación sensata. Acostumbrado a las perplejidades de la mente, le confunden las incertidumbres del corazón. Y más cuando brotan como confidencias imprevistas. Una vez Virginia leía un libro y le dijo de sopetón: «¿Sabes qué dice aquí? El corazón es un mar toujours recommencée». (O sea, como un mar siempre volviendo a empezar.) Pablo puso cara de estupor. ¿El corazón, un mar? ¡Y la mente, un océano!, debió de pensar. Luego sonrió. Cosas de Virginia.

Hablando de días munchengladbaj. Yo también los padezco. Los tuve desde muy pequeña, desde que mi hermana nació, incluso antes de que viniera a este mundo, cuando Virginia se hinchó como un globo y no sabía dónde sentarse, y daba paseítos por el pasillo arrastrando los pies, con las manos apoyadas en los riñones. Os ahorraré el relato de mi terrible extravío en las avenidas munchengladbaj el día que me llevaron a la clínica y me enseñaron la cuna donde estaba mi hermanita.

–¡Es una niña como tú!

¿Como yo? Llena de curiosidad eché un vistazo y me quedé de piedra. Entre las sábanas vi una especie de cara, algo sonrosado como un salmonete. ¿Aquello era una niña como yo? Le di la espalda con mucho desdén y decidí eliminarlo de mi vida, como si no existiera. Pero tres días después lo trajeron a casa y lo llevaron al cuarto de mis padres y entonces supe por primera vez que una intrusa había invadido mis dominios. Me sentí enviada al destierro munchengladbaj. Al bautizo vinieron hasta los tíos de Madrid y fui destronada en una solemne ceremonia. Recuerdo muy bien los peores momentos del exilio: el mal trago que me hacía pasar Virginia cuando le daba de mamar. La intrusa se agarraba al pezón como una ventosa, enrojecía de ansiedad, sorbía y sorbía, y una vez saciada lloriqueaba un poco, daba dos eructos de escándalo y hala, a dormir. A las seis semanas sobrevino una época de bonanza. Fue cuando a Virginia se le retiró la leche y sustituyó el pecho por el biberón. Mamá empezó a darme cierto protagonismo y pedía mi ayuda para cambiarle los pañales y bañarla. Pasaron meses de relativa tregua. Con todo, los peores días munchengladbaj estaban por venir. Llegaron cuando Sol empezó a dar los primeros pasos.

–¡Qué mona! –decían de ella, como si fuera un prodigio verla arrancar a borbotones, avanzar de canto, arremeter contra una pared, caerse de culo y deshacerse en un llanto estentóreo y, por supuesto, baboso. No sé por qué les hacía tanta gracia, pues a su edad yo ya corría como una atleta de maratón. Desde que Sol chapurreó cuatro sílabas descabaladas ya fue un encanto de niña. Al año yo hablaba de corrido, pero ella fue tan perezosa que hasta el año y medio no construyó una frase aceptable. Entre tanto se había inventado un cómodo dialecto personal con sonidos destartalados, y cuanto más chapucera era su jerga, más caía en gracia.

–Yaya, a zubá.

Y la yaya la entendía.

–Etas.

Y mamá le servía otra croqueta en el plato.

–Aloló –decía haciendo pucheros tristísimos y toda la cara encharcada de mocos, babas y lagrimones sin consuelo.

Y papá la entendía.

Y lo peor de todo: ¡yo también la entendía! Decía zubar por jugar, aloló por chupete y teño nono en vez de tengo sueño. Si decía tanta agua es que quería chapotear en la bañera, rebozada de espumas. Y cuando estropeaba la cuerda de un muñeco se acercaba con él en la mano, ponía cara de desolación y proclamaba: no fonfona. Ella fonfonaba con oraciones de una sola palabra, que empleaba como una llave maestra con la que abría y cerraba todas las habitaciones que le salían al paso. La ley del mínimo esfuerzo. Algunas de las palabras que inventó tuvieron tanto éxito que se usaron en casa durante muchos años como valiosas monedas antiguas, como piezas de un museo entrañable y familiar.

–¡La pelúdica!

Después de la comida, todos los sábados veíamos la pelúdica de la televisión. Los cinco: Pablo, Virginia, mi hermana, el gato y yo. Bueno, Pablo medio la veía. Alternaba la lectura del periódico con las imágenes de la pantalla, hasta que la cabeza se le basculaba a un lado, abría la boca, se le resbalaba el periódico y quedaba traspuesto. No le despertaban ni una algarada de indios comanches, ni una balacera de gánsters, ni un baile maravilloso de Ginger y Fred. Dormía como un lirón en invierno, hasta que de repente se le desplomaba un brazo y se despertaba con un sobresalto descomunal. Entonces intentaba ponerse al tanto de la pelúdica, pero ya era tarde.

–Que no te enteras, papá.

La verdad es que mi hermana Sol me expulsó muchas veces al desolado mirador Munchengladbaj. (Si quiero ser escritora tendré que explicar la causa. ¿O no? ¡Merde, otro paréntesis, qué horror!) Sol se aprovechaba de la mayor tolerancia que se tiene con los hijos segundones. La vigilaban menos que a mí y le consentían caprichos desvergonzados, y no le tasaban los chupachups con el cuento de que daban dolor de tripa y destrozaban los dientes. En el aguaducho de la Alameda la abuela le compraba palomitas y cacahuetes, la invitaba a horchata y le permitía sorberla de la pajita con ruidosas aspiraciones. Yo, en cambio, había padecido los cuidados del hijo primogénito, los horarios rígidos, las comidas estrictas, las prohibiciones preventivas y la pedagogía de libro. En estas circunstancias, ¿quién no siente celos? Si hoy tuviera que describirlos diría que eran una carcoma secreta que hacía agujeros en mi vida. A veces eran tan punzantes, que necesitaba proclamarlos en alta voz.

–Mamá, ya me entraron.

–¡Qué pelusona eres!

Entonces Virginia, mi madre, me ponía la mano en la barriga y la carcoma dejaba de roer. El caso es que yo envidiaba la fortuna de la hermana menor. Porque Sol era una ventajista. La odiaba, y luego me arrepentía, y entonces la quería muchísimo, hasta que volvía a odiarla, y un instante después me sentía culpable, y entonces volvía a quererla de nuevo con mayor arrebato. Total, que estaba hecha un lío.

Pasé unos meses tan malos que a mí también se me amontonaron los alifafes. Yo siempre había sido de buen comer, incluso voraz, pero me hice una tiquismiquis con las verduras, provoqué la alarma con falsos dolores de cabeza y muchas noches me hacía pis en la cama. Pues sí, me hacía pis en la cama. O sea, que la vegija la tenía hecha fosfatina.

En el colegio las cosas no iban mejor. Quiero decir que allí también tenía mis peplas. «¿Qué te pasa, Elvira?», me preguntaba la seño, preocupada porque cada día era más chapucera con el lápiz y más silenciosa y en los recreos me quedaba sola en algún lugar del patio. Me pasaba las horas ensimismada. (¿O debo decir «enmimismada»?) Tanto me acosó la seño a preguntas, que un día decidí darle un motivo convincente.

–Es que mi mamá se ha roto una pierna.

–Vaya por Dios. ¿Y por eso estás tan calladita? Eso no es nada, mujer. Dentro de un mes tu mamá irá sin escayola. Podrá andar, saltar y bailar.

¿Conque romperse una pierna no era nada? Otro día me anticipé al interrogatorio de la maestra con una desdicha que suponía iba a impresionarla de veras.

–¿Sabes qué?

–¿Qué? –me dijo.

–Pues que mi hermana ayer se tragó tres pastillas y se puso mala y casi se muere.

Pero la seño tenía remedios para todo, y con una sonrisa demoledora desbarataba una a una todas las trolas.

–Es que mi papá se ha ido a trabajar a América.

–Será una temporadita. Pronto volverá. Hala, vete a jugar al patio con las demás.

Fue así como me vi obligada a iniciar un juego de embustes fabulosos. Como a mi seño Mariloli nada le parecía suficiente, tuve que inventar un suceso tan calamitoso que la dejara sin habla. Siete días después le anuncié de sopetón que mi hermana se estaba quedando ciega.

–¿De veras?

–Sí.

–¿Le han puesto gafas? –me preguntó.

–Gafas de ciega –dije mirándola a los ojos.

Sostuvo mi mirada desafiante y yo creí que la había derrotado para siempre. Pero se repuso de inmediato.

–No será nada –dijo al fin–. Hoy día los médicos lo curan casi todo.

¡Nada tenía importancia! Hasta que una mañana en que me sentí más expulsada de casa que nunca, desterrada en el colegio mientras Sol se quedaba ¡a solas y todo el día con mamá!, di con una mentira verdaderamente catastrófica.

–Mi abuelita se está muriendo en el hospital. La atropello un camión.

Esta vez la seño se quedó sin aliento. Hizo un mohín incontrolado, dudó, pensó, volvió a mirarme el fondo del ojo y luego me dio un beso. Después me cogió de la mano para dar en alta voz la noticia de mi desgracia. Toda la clase clavó la vista en mí y me sentí tan importante que tuve que agachar la cabeza para soportar la vergüenza de tanta satisfacción. La profesora estuvo aquella mañana atenta y obsequiosa, como si yo fuera la niña más desvalida del mundo. Incluso creo que me concedió responsabilidades excepcionales, como hacerle recados de confianza, borrar la pizarra y disfrazarme de botella de zumo.

Pero aquellos privilegios fueron efímeros. Al día siguiente conseguí que la abuela siguiera agonizando en el hospital, pero el jueves la seño descubrió la horrible patraña y con ella la sarta de mentiras anteriores. De repente me convertí a los ojos de todo el mundo en una niña «problemática». Ser problemática parecía algo vergonzante, como llevar un lamparón en el vestido, pero en seguida comprobé que tenía sus ventajas. Cuando la abuela se enteró de que la había matado bajo las ruedas de un camión, estuvo a punto de sufrir un soponcio.

–Jesús! –dijo, horripilada–. Qué sadismo el de esta mocosa. Virginia, hija, esta niña no es normal.

La abuela nunca me perdonó la ignominiosa muerte que le atribuí. Desde aquel día exhibió con descaro sus preferencias por Sol, pero, en compensación, Pablo y Virginia empezaron a estar más pendientes de mí. Ellos no se creyeron que era una niña anormal, pero aceptaron que era «problemática». Pronto comprobé que ser una niña «problemática» tenía sus ventajas. Empecé a recibir contemplaciones excepcionales y tratos de favor. Un día fueron a buscarme al colegio por sorpresa, ¡los dos!, ¡y por sorpresa!, ¡y sin mi hermana!, y me llevaron al cine. Cuando los vi aparecer en la puerta del aula, me levanté de la silla y, despacio, sintiéndome muy importante, me acerqué a ellos, me puse en medio y los presenté en bloque a mis compañeros de clase.

–Son mi papá y mi mamá, ¿sabéis?

(Esto que escribo es un borrador, por eso, unas veces digo Pablo y Virginia, y otras papá y mamá. Ya lo corregiré.)

¡Mis padres en mi colegio! ¡Qué día más inolvidable! Los conduje al comedor, los llevé al patio para que vieran los columpios y les dejé que admiraran el cuarto de baño. Les enseñé las mesas ínfimas y las sillas liliputienses, y los grifos, espejos, lavabos y retretes hechos para enanitos. Los constructores de casas no piensan en los niños, todo lo hacen a la medida de los adultos. Y los constructores de muebles, igual. Recuerdo que tenía que alzarme de puntillas para abrir un grifo, trepar a la banqueta para mirarme al espejo, escalar la cama y hacer alpinismo para sentarme en la taza del retrete. (¿O escribiré «inodoro»?) Mi primo Javier hacía pis de pie, pero yo tenía que encaramarme a la taza sujetando con una mano las bragas y agarrándome al borde con la otra, haciendo equilibrios de funambulista, y pujar con todas mis entrañas evitando caerme dentro. En el colegio, en cambio, como todo estaba hecho a medida infantil, eran los padres los que se encontraban desplazados. No había más que verlos, con andares torpes, despistados, simulando su aturdimiento con sonrisas de compromiso.

Después de la visita, Pablo y Virginia me llevaron a merendar a una cafetería, los tres solos, y luego vimos Blancanieves en el Capitol. Aquella noche no me hice pis en la cama.

Virginia sabía intuitivamente cómo aliviar mis retortijones de celos. Me mandaba tareas que una hermana menor era incapaz de hacer, me comunicaba secretos de mayor y en casos agónicos me ponía la mano en la barriga hasta aplacar la corrosiva comezón de la maldita carcoma. Pero Pablo buscaba procedimientos más científicos para afirmar mi amor propio. Inventó una letanía de salmos para fortalecer eso que llaman el ego. La verdad es que yo lo tenía maltrecho y demediado. Así que practicamos una especie de hechicería tribal, aunque ahora lo llaman terapia de grupo.

–Yo soy Pablo –empezaba papá la ronda.

–¡Pablo es importante! –salmodiábamos todos a coro, silabeando claro y seco.

–Yo soy Virginia –decía luego mamá.

–¡Virginia es importante!

Luego me tocaba a mí el turno.

–Yo soy Elvira –decía.

–¡Elvira es importante! –me decían, y con el conjuro notaba al instante que mi ego se ponía duro y erecto.

Hasta aquí, perfecto. Pero la ronda continuaba con Sol, que no necesitaba fortalecer su amor propio, pues lo tenía abusivo e hipertrofiado. Sin embargo, para no discriminarla…

–Yo so Sol –decía mi hermana.

–Sol es importante –contestábamos, aunque yo sin ganas, como si masticase sílabas amargas.

Los celos no tenían horario. Acometían de día o de noche, clavaban su aguijón de avispa a pleno sol o mordían en el cuello como los vampiros. Aunque donde más roían era en la barriga. Un día me levanté con un dolor tan espantoso que Virginia pensó en una apendicitis fulminante. Me palpó el pecho, el estómago y la barriga, y descubrió que me dolía toda entera, de un cabo al otro del intestino, unos cinco metros de dolor. No podía ser apendicitis, aunque, naturalmente, no estaba en condiciones de ir al colegio.

–¿Te han entrado? –me preguntó.

No me atreví a contestar que sí, porque Sol, con los hilos de babas chorreándole hasta los pies, se había detenido para contemplar una vez más el efecto de la mano milagrosa en mi vientre. Pero se ve que la carcoma había socavado el intestino grueso y el delgado, y la mano de mamá era incapaz de dominarla. Al fin, sonriendo, me dio una palmadita, me llamó calamidad y me susurró una escucha en el oído. Prometió recogerme en el colegio, iríamos las dos solas a la peluquería y luego… ¡me compraría un gato!

–¿De veras?