LAS KATAS

 

 

 

 

 

 

 

Kenji Tokitsu

 

 

 

 

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Copyright de la edición original: © Éditions DésIris, 2002

 

Título original: Les Katas

 

Revisión técnica: Fidel Font

 

Traducción: Francesc Fàbrega

 

Diseño de cubierta: David Carretero

 

© 2011, Kenji Tokitsu

 

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ISBN: 978-84-9910-087-6

ISBN EPUB: 978-84-9910-237-5

Fotocomposición:

Bartolomé Sánchez

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Impreso en España por Sagrafic, S.L.

 

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Índice

 

Prólogo

 

Tesshu o el ejemplo de una vida

 

La kata o “La técnica es el hombre”

La noción de kata

La transmisión de las katas

La concepción japonesa de la técnica

 

EL ORIGEN DE LAS KATAS

El cierre de Japón y la vuelta hacia sí mismo

Japón hasta el Sakoku

Las vivencias del Sakoku: el desplazamiento de la tendencia prohibida

El masoquismo japonés y la estética del iki

 

Los kami o el politeísmo japonés

El culto a los ancestros

Los kami y el animismo japonés

El sincretismo religioso y los valores guerreros

 

Las katas de las clases sociales de la era Edo

 

Las rupturas de la historia

El final del feudalismo y la apertura al mundo exterior (1868)

La derrota y la abolición del régimen imperial (1945)

 

LAS DIMENSIONES DE LA KATA

El gyo y la entrega personal

El gyo de Shunsho

Interiorización

El gyo y la kata

El gyo y la muerte

 

La muerte y el tiempo

El maestro, personificación de la muerte

El tiempo estallado

El zen y el peso de las palabras

 

El aspecto psicológico de la kata

La figura múltiple del otro y la conciencia técnica

La kata de una vida

 

TRANSFORMACIONES Y PERSISTENCIA DE LA CULTURA TRADICIONAL

El seppuku, la clave de la kata de los guerreros

Dos ejemplos históricos

El seppuku

 

La kata del guerrero en la sociedad contemporánea

Mishima y el Hagakure

La búsqueda contradictoria de la kata de una vida

El seppuku de Mishima

 

Eficacia y gravedad de las katas

El “aire” (kuki) y lo no dicho

De Meiji a la Segunda Guerra Mundial

Los suicidios colectivos, el nacimiento de una kata

 

Las katas en la actualidad

Hundimiento y transformación

Los modelos sociales surgidos de las katas

La persistencia de las katas en el arte

La kata y la estructura de los pequeños grupos

Kata y karate

 

Conclusión

Prólogo

Esta obra nace de la confrontación personal que experimenté entre el mundo de la kata y mi instalación en Francia.

Nací en Japón y viví en mi tierra natal hasta los 23 años. A aquella edad ya contaba con unos diez años de práctica en el campo de las artes marciales y, de la misma manera, en la iniciación al mundo de la kata, factor esencial en la enseñanza de las artes marciales.

La kata comporta unos límites rígidos que definen aquello que uno busca, delimita los mundos exterior e interior y, de la misma manera, define nuestro lugar con relación a los demás. En mi caso, el hecho de instalarme en Francia tambaleó esos límites. Mi concepción de las relaciones con los demás fue puesta en tela de juicio.

Por ejemplo, a nivel del idioma me parecía increíble tutear a un anciano, ya que la lengua francesa no me ofrecía la posibilidad de expresar el mismo respeto que me permitía la lengua japonesa. De forma más general, la igualdad entre personas me pareció una contradicción con la aspiración japonesa de la jerarquización de la sociedad.

A partir del análisis de la kata en el ámbito del karate, tal como yo la he practicado desde hace 20 años –dónde el término kata se utiliza de manera explícita– encontré el equivalente a este término en todas las artes tradicionales japonesas. Al reflexionar sobre la kata, la secuencia básica de la práctica técnica de un arte, empecé a descubrir la estructura psicológica y las particularidades identificativas que presenta su práctica.

En japonés, la palabra kata tiene dos significados principales, a los cuales corresponden dos ideogramas que pueden ser utilizados indistintamente en el sentido que nosotros lo entendemos:

“Forma” , etimológicamente:“trazar con el pincel un parecido exacto”.

“Molde” , etimológicamente:“forma original hecha con tierra”.

Este ideograma también significa, desde hace mucho tiempo,

“huella”, “forma ideal”, “ley”, “hábito”.

 

 

Así pues, el término kata evoca tanto la imagen de una forma ideal que debe ser reproducida como su rigidez. No obstante –no siendo el aspecto histórico menos importante– no se sabe con claridad a partir de qué época empezó a utilizarse este término para designar el establecimiento y la transmisión de los conocimientos que tenían como fundamento técnicas gestuales codificadas.

De hecho, la kata forma parte de una larga tradición japonesa y su sentido no puede concebirse sin ciertas referencias históricas. Etapas fundamentales de la historia de Japón permiten explicar aspectos de la noción del término kata y aclaran hechos o comportamientos recientes, a priori incomprensibles e incluso insensatos.

La palabra kata apareció en una clase social dominante, la de los guerreros, y hoy en día todavía está presente en muchos ámbitos, incluso aunque muchos japoneses no sean conscientes de ello. Otros elementos culturales se han sumado al término kata y han formado con él, a lo largo de los siglos, una estructura en la cual se fundamentan las particularidades de Japón.

A causa de cuestión de identidad personal, he querido explicar el papel y la importancia de la kata en Japón y por qué ésta todavía concierne a los japoneses, los cuales se encuentran entre una tradición dónde la estabilidad es evidente y las transformaciones rápidas de su vida social.

En el apartado siguiente, el ejemplo de Yamaoka Tesshu, guerrero del siglo XIX, ilustra perfectamente la imagen ideal del hombre, todavía presente en la sociedad contemporánea japonesa. Su vida, completamente centrada en la realización de la kata y, en su totalidad, dirigida hacia la perfección, traduce una manera de ser y de pensar indisociable de su sociedad.

Tesshu o el ejemplo de una vida

Katsu Kaishu cuenta:

“El 19 de julio de 1888 era un día muy caluroso. Al llegar a casa de mi amigo Yamaoka Tesshu, me recibió su hijo Naoki.

 

 

–¿Cómo está tu padre? –le pregunté.

–Fallecerá pronto –me contestó.

En la casa había muchos visitantes. Tesshu estaba sentado, en medio de todos ellos, en posición de zazen. Llevaba un vestido blanco budista.

Me dirigí a él y le pregunté:

–¿Ha llegado su final, Sensei1?

Abrió ligeramente los ojos, me sonrió y me contestó sin parecer sufrir:

–Gracias por venir, mi querido amigo. Estoy a punto de partir al estado del nirvana2.

–Que alcance el estado de Buda sin obstáculos –le dije retirándome. Aquel día, llevado por el cáncer estomacal que le invadía desde hacía meses, Tesshu se apagó sin abandonar la posición de meditación que su cuerpo mantuvo hasta la muerte. Dos horas antes, él le había dicho a su hijo:

–Hoy tengo un dolor inhabitual, me gustaría ver a mis amigos antes de morir.

Mientras Naoki se encargaba de cumplir su última voluntad, Tesshu tomó un baño, se vistió con un kimono limpio y blanco3 y se colocó en posición de zazen4.

Este relato me conmocionó durante mi adolescencia. Una muerte así me parecía el otro rostro de la intensidad de la existencia, lo cual era una cuestión casi ineludible a aquella edad: ¿Cómo vivir? Más tarde, al leer otros documentos sobre la vida de Yamaoka Tesshu, comprendí lo simbólica que era aquella imagen para los japoneses, la imagen ideal de la vida y la muerte. Entonces, la figura de Tesshu se concretizó más en mí y se hizo más fuerte, ya que su fallecimiento no reflejaba la serenidad de un anciano que se apaga dulcemente, sino la partida de un hombre, asolado por la enfermedad, que se enfrentaba a su dolor –un control perfecto de sí mismo y una prolongación, hasta el último suspiro, de un arte de vivir adquirido con fuerza que sigue unas formas culturales muy precisas.

Ahí radica el interés sociológico de este ejemplo que va más allá de lo anecdótico. Este suceso se sitúa entre dos períodos: el final de un Japón feudal y el inicio de la era Meiji, que oficialmente empieza en el año 1868.

La vida de Yamaoka Tesshu se consagró a la vía del sable enriquecida por la práctica del zen. Nació en 1836 en el seno de la familia Ono, una familia rica de guerreros (bushi o samurai). Su primer nombre fue Ono Tetsutaro, pero se le conoció más por su nombre adoptado, Yamaoka Tesshu. Su padre, gracias a su riqueza, le dio la educación más completa para un hijo de guerrero, y él la aceptó con una voluntad excepcional.

Mientras realizaba los estudios de las literaturas morales budista, confucianista y shintoísta, las cuales eran el fundamento de la educación de la época, empezó, a los 9 años, la práctica constante del sable, del zen y de la caligrafía. Aunque vivía fuera de la capital, gozó de las enseñanzas de los mejores maestros de cada disciplina.

Desde Edo5, vino a enseñarle Inoue Hachiro, un maestro de sable muy célebre. A la edad de 12 años, Tetsutaro realizaba cada día, armado con un sable de madera, un ejercicio de 10.000 sukis6. A continuación, empezó el entrenamiento cara a cara. Inoue golpeaba y picaba sin piedad el cuerpo de su estudiante. Incluso, aunque Tetsutaro iba protegido con una armadura especial, se desmayaba frecuentemente cuando su maestro le lanzaba contra el muro de madera.

Gracias a este rudo entrenamiento y a su voluntad inquebrantable, Tetsutaro hizo progresos remarcables. A los 14 años obtuvo el título de maestro en caligrafía y, todavía hoy en día, siguen existiendo muchas de sus obras literarias.

A los 17 años, se fue a Edo e ingresó en la escuela de sable del maestro Chiba, uno de los tres maestros más importantes de Edo y con quien su primer maestro Inoue había estudiado. El maestro Chiba Shusaku, ya con 60 años, era el fundador de la escuela. Su hijo, Eijiro, dirigía los cursos principales. La escuela tenía 2.000 estudiantes y tenía dos plantas. En la primera planta había una gran sala de entrenamiento (dojo), encima de la cual había habitaciones para cincuenta alumnos.

Muchos adeptos del sable que aprendieron en aquella época en aquellas grandes escuelas se integraron luego en los movimientos políticos y participaron en las guerras de restauración (Meiji Ishin). Este fue el último período de Japón en el cual el sable tenía una verdadera función social y, por lo tanto, el entrenamiento era extremadamente duro. Entre los muchos adeptos del sable de aquel tiempo, algunos alcanzaron el nivel supremo de este arte.

Tetsutaro, ya entrenado por el maestro Inoue desde hacía años, progresó todavía más entrenándose con más constancia que nunca. Obtuvo el diploma de fin de estudios de sable a la edad de diecinueve años, y se ganó la reputación de “poderoso”, algo que atestigua su sobrenombre “Oni Tetsu” (Tetsutaro “la fuerza del demonio”). La eficacia y la fuerza de sus sukis fueron constatadas por todos los miembros de su escuela.

En 1854, a la edad de 18 años, Tetsutaro ingresó en el Instituto Marcial del Gobierno (Kobusho). Aquel año, una flota militar de Estados Unidos se presentó por segunda vez exigiendo la apertura comercial de Japón, cerrado en sí mismo desde hacía dos siglos y medio. En aquel mismo momento, la sociedad japonesa atravesaba una mutación compleja en el interior del país. En el Instituto se enseñaban todas las artes marciales tradicionales y, debido a la amenaza exterior que representaba la llegada de la flota americana, los estudios militares navales.

Siguiendo la vía marcial, Tetsutaro buscaba lo que podría llamarse “el estado inmutable de su existencia”. En la cultura japonesa, esta expresión designa un estado en el cual las palabras son inútiles; la existencia es la expresión de una fusión completa con el arte, y las palabras, aquí, son superficiales.

Tenía apenas veinte años cuando el maestro Chiba Shusaku le dijo:

–Tetsutaro, te entrenaré si lo deseas.

El entrenamiento consistía en un ejercicio de combate con un sable de bambú y una armadura de protección. Tetsutaro pensó lo mismo que los demás alumnos:“Aunque sea el gran maestro, ya tiene más de sesenta años y su fuerza ha debido disminuir. Su hijo Eijiro, el maestro joven, es sin ninguna duda más fuerte que él. Quizá tenga posibilidades de vencerle.”Y así le respondió:

–Sí, venerable… maestro.

Empuñaron los sables. Cuando el rostro del maestro apareció desde el interior del casco de protección, a Tetsutaro se le crisparon los nervios.

–Ven cuando quieras –dijo el maestro.

Pero era incapaz. Sentía que alrededor del maestro irradiaba una energía resplandeciente (ki o kiai) que le inmovilizaba. Tetsutaro, “la fuerza del demonio”, se sentía bloqueado y sudaba horriblemente. Treinta años más tarde les confesó a sus discípulos:

–Me sentía como la rana cautivada por la serpiente. El verdadero adepto (Meijin) está dotado de un nivel extraordinario.

Poco después, a la edad de 62 años, Chiba Shusaku falleció. No obstante, desde aquel día, el entrenamiento de Tetsutaro fue todavía más intenso.

En aquel período, Yamaoka Seizan, su maestro de lanza y su mejor amigo, murió ahogado y los Yamaoka tenían dificultades para encontrar un sucesor. En el sistema patriarcal de las familias guerreras, la elección del sucesor era primordial para la continuación de la familia. Seizan no había dejado descendencia y sólo tenía una hermana, Fusako, que tenía 15 años.

Considerando el vínculo estrecho que tenían Tetsutaro y los Yamaoka, el hermano menor de Seizan, Takahashi Kenzaburo (adoptado por la familia Takahashi y convertido en su heredero), propuso el matrimonio entre Fusako y Tetsutaro. A pesar de la pobreza de aquella familia y la riqueza de los Ono, y a pesar de su posición jerárquica respectiva, se casaron y Tetsutaro se convirtió, a los 20 años, en el heredero de la familia Yamaoka, la de su amigo más íntimo y, de alguna manera, su predecesor en el camino.

Empezó a trabajar oficialmente en el Instituto Marcial como instructor auxiliar en compañía de muchos adeptos del sable que procedían de las escuelas más ilustres. No obstante, seguía yendo a la escuela del maestro Chiba. Fue entonces cuando conoció a muchas personalidades de horizontes políticos distintos.

En aquel tiempo, llamado más tarde Baku-matsu (“final del mandato del Sogún”), aparecieron dos grandes corrientes políticas en la clase guerrera: una (Dabaku) tendía a reforzar el sistema del Sogún, y la otra (Kinno), quería establecer un nuevo sistema de gobierno en el cual el Emperador sostuviera, como en la antigüedad, el poder.

Los gobiernos formados por la clase guerrera siempre habían respetado, formalmente, la supremacía del Emperador, pero éste, completamente fuera de la vida política, sólo mantenía un lugar simbólico en la cúspide del Estado.

En efecto, cuando Tokugawa Ieyasu fundó, en el año 1603, el sistema mandatario del Sogún, en Edo, respetó el protocolo e hizo que el Emperador le llamara Sei-i-Tai-Sogún (“Gran General que vence a los enemigos bárbaros”). Desde entonces, el Emperador quedo recluido en su palacio, viviendo respetado pero sin poder.

El título de Gran Sogún había sido creado a finales del siglo VIII para designar la función transitoria de un guerrero, Sakanoue-To-Tamuramaro, que el Emperador Kammu envió al norte del país para eliminar la revuelta de los bárbaros (Ezo).

En aquella época, el poder imperial estaba en plena ascensión y el papel de los guerreros se esbozaba. Sin embargo, cuando Minamoto Yoritomo adquirió el título de Gran Sogún al fundar el primer gobierno de la orden de los guerreros (1192), el sentido original del título desapareció. El Gran Sogún se convirtió, entonces, en el guerrero que alcanzaba el poder político supremo.

La era de los guerreros se extendió en Japón desde el año 1192 hasta el año 1868, lo que marcó un período durante el cual los guerreros participaban en el gobierno. Los cabezas sucesivos tomaron el título y el estatus de Sei-i-Tai-Sogún, cuya abreviación usual fue Sogún. No obstante, aunque no poseía ningún poder, el Emperador era el único que podía otorgar este título y legitimar al aspirante. De esta manera, se reactivaban los gestos ancestrales y, debido a esto, el ritual adquiría su fuerza.

Tetsutaro vivió el final de la era Edo, etapa durante la cual el poder del gobierno guerrero decayó inexorablemente ante las amenazas procedentes del exterior.

En aquel período de declive del mandato del Sogún, la puesta en tela de juicio del sistema imperial hubiera roto toda la concepción japonesa del mundo. Así pues, los ideólogos que criticaban el feudalismo apoyaron el desdoblamiento formal del poder: la legitimidad volvía al Emperador, del cual el fundador del Sogunato había recibido el título y el poder. Un grupo aconsejó la destitución del Sogún con el fin de restablecer al Emperador en sus funciones originales.

Frente a la amenaza de colonización, muy sentida por los hechos transcurridos en China, el Sogún no propuso otra cosa que el mantenimiento del sistema existente, es decir: una estructura jerárquica muy marcada, estancada, que descansaba en un mundo rural con un desarrollo técnico rudimentario y un sistema militar arcaico.

Los partidarios de una reorganización del país chocaron violentamente con la tendencia conservadora que sostenía el Sogunato.

Durante el Sogunato Tokugawa, Japón había vivido dos siglos y medio de paz feudal aislándose casi por completo del exterior (Sakoku). De arma de guerra, el sable pasó a convertirse en un símbolo y su práctica fue, para los guerreros, una afirmación de su situación en lo alto de la jerarquía.

Sin embargo, los enfrentamientos políticos e ideológicos entre las dos tendencias que dividían la clase de los guerreros se materializaron principalmente por medio de combates con el sable. Así pues, el sable volvió a vivir plenamente una época de sobresalto para, finalmente, llegar a su desaparición, tanto simbólica como real.

En el Instituto, Tetsutaro estaba en contacto permanente con estas divergencias, pero la ideología revolucionaria no le convenía. Siendo un hombre recto, mantuvo su fidelidad al Sogún y demostró igualmente su lealtad al Emperador. El ser fiel a uno no le llevaba a poner en tela de juicio al otro, contrariamente a lo que hacían la mayoría de guerreros que consideraban que la lealtad al Emperador era sinónimo de oposición al Sogún.

Para Tetsutaro, la vía del sable implicaba una interiorización tal que se mantenía siempre alejado de los movimientos políticos.

En 1863, a los 27 años, se encontró en el Instituto con un gran adepto, Asari Matashichiro, quien por aquel entonces tenía 57 años. Tetsutaro le reto en un combate de entrenamiento para evaluar, también, su propio progreso.

En el dojo, se sorprendieron de la valentía de Tetsutaro, ya que el maestro Asari, después del fallecimiento del maestro Chiba Shusaku, era considerado como el hombre de sable más eminente de la época.

Asari blandió un sable de bambú (shinaï) y dijo:“Ven”.

Diciendo sentirse muy honorado por la lección, Tetsutaro se colocó delante del maestro. Pero desde el momento en que Asari se puso en guardia, Tetsutaro se tragó un grito de asombro; el maestro había levantado el sable por encima de su cabeza y lo blandía con ambas manos manteniéndose perfectamente inmóvil. Aunque la posición del maestro era muy abierta, Tetsutaro no vio ningún defecto en ella, ni en el pecho, ni en el vientre… Sintió la misma sensación que ocho años antes delante del maestro Chiba. El cuerpo fino de Asari parecía una roca y desprendía una potencia irresistible. Esta energía bloqueó literalmente a Tetsutaro.

No obstante, reuniendo toda su energía, Tetsutaro se lanzó con todo su cuerpo y su sable. Enseguida, recibió un golpe seco y violento en la cabeza y su vista se nubló. Al intentar recuperar el control de su sable, el cual sólo había golpeado el aire, recibió un segundo golpe en la cabeza. Si no hubiera sido de bambú, el sable le hubiera cortado la cabeza en dos.

Al volver a casa tambaleándose, no tenía más que una cosa en la mente: el sable de Asari. Tres días más tarde, todavía obsesionado por aquella experiencia, se dirigió a la escuela del maestro empujado por esta reflexión:

“Mientras no venza al sable del maestro Asari, mi sable está muerto… Un verdadero adepto tiene la flexibilidad del exterior y la fuerza del interior. Su espíritu respira, conoce la fineza del combate, sabe el momento vulnerable del adversario incluso antes de que éste le lance un ataque… Mi vida ahora tiene una meta: vencer a su sable.”

 

 

Para conseguir el nivel de Asari necesitaba desarrollar su mente por medio del zen. El sable de Asari le obsesionaba:

“Desde aquel día no he dejado de entrenarme, pero no puedo encontrar ningún método para vencerle. Sin embargo, desde aquel día me entreno en el combate durante el día y en la meditación durante la noche con la finalidad de descubrir el aliento del combate. Cuando pienso en el maestro Asari y cierro los ojos, él aparece delante de mi sable como una montaña, y no consigo encontrar una salida. Se deberá a mi incapacidad innata y a mi falta de sinceridad.”

 

 

Tetsutaro dormía frecuentemente en el dojo del maestro. Lo hacía con el sable de bambú en la mano ya que, una vez terminaba el entrenamiento de la noche, continuaba entrenando y a veces se quedaba dormido reflexionando. Una noche soñó que el maestro Asari le golpeaba y, sin ningún asombro, se colocó en posición. Estaba listo en todo momento.

Aunque se había marcado la meta de superar el nivel de su maestro, Tetsutaro, bushi (samurai) del Sogún, fue apresurado por unos sucesos.

En el mes de enero de 1868, los partidarios del Sogún sufrieron una derrota definitiva, infligida por las fuerzas aliadas de los clanes feudales del sur, los cuales eran partidarios de la restauración del poder imperial y continuaban su imparable progresión hacia Edo, donde se había refugiado el Sogún.

Se presentaban dos posibilidades para el poder del Sogún: hacer un combate decisivo en los alrededores de Edo, o ceder al poder imperial para evitar un baño de sangre inútil y fratricida.

Considerando la amenaza de una invasión de los americanos, los ingleses, los franceses y los rusos, el Sogún escogió la segunda opción juzgando necesario conservar vivas las fuerzas de un país forzado, a partir de aquel momento, a unirse para no perecer.

En agosto de 1868, el poder imperial se restaura y el estado japonés se organiza “a la europea” alrededor del Emperador Meiji.

Tetsutaro, aunque vasallo del Sogún, jugó un papel muy importante en la conciliación entre ambas partes y le solicitaron que ocupara un alto cargo en el nuevo Estado.

En 1872, fue nombrado instructor del joven emperador de 20 años. En aquel mismo año, a los 37 años de edad, fue nombrado Tesshu.

Así pues, Tesshu atravesó este período de conmoción social, llevando consigo los valores esenciales –en el sentido correcto– del guerrero. Para él, el punto de convergencia de estos valores era doble: el emperador para la vida social y el sable para la existencia interior. Estos dos aspectos constituían en él el bushido7, “la vía de los guerreros”, ligeramente diferente del budo, “la vía de las artes marciales”. El ámbito del bushido era más amplio en virtud de su aspecto cosmogónico y los valores múltiples que abarcaba –efectivamente, en él encontramos una amalgama de budismo, confucianismo, shintoísmo y artes marciales, que tienen como valor central el Señor y, luego, el Emperador.

Al inicio del período de restauración, la clase de los guerreros, formados con el bushido, tuvo un papel motor en la modernización rápida de la sociedad japonesa. Aquel momento requería un servicio considerable al Emperador y, en consecuencia, a la expansión del poder imperial hacia la conquista de la tecnología occidental. Es con este propósito que los guerreros forman parte de las funciones del nuevo Estado japonés.

Esta evolución tenía la finalidad de aumentar la fuerza productiva de un Japón capitalista que empezaba emprender el vuelo. Esto, a su vez, creaba una antinomia entre la clase social de los guerreros y los valores tradicionales sobre los cuales reposaba. La influencia de la ideología dominante del bushido en otras clases sociales hizo que se formaran generaciones de trabajadores dedicados que valoraban la capacidad de concentración, la implicación personal y la fidelidad a sus superiores.

En el torbellino del desarrollo social, Tesshu no había olvidado al maestro y adversario Asari. Además de su trabajo externo para el Emperador, Tesshu continuaba entrenándose con el sable y practicando el zen en su dojo personal, el shumpukan (“casa de la brisa primaveral”), rodeado de sus muchos estudiantes. El maestro Asari se había retirado de la enseñanza después de la restauración del régimen imperial, pero Tesshu seguía enfrentándose a su imagen. Un día, su maestro zen le dijo:

–A pesar de sus ojos sanos, utiliza unas gafas oscuras. Ésta es la razón por la cual usted no ve la verdadera luna.

En 1877, el maestro zen le dio un koan8 en el cual Tesshu meditó durante mucho tiempo. La meditación no se limita al momento en el que uno está sentado en silencio; ésta debe penetrar todos los momentos de la vida cotidiana, y debe cambiarla cualitativamente.

El 30 de marzo de 1880, al despertar, Tesshu tuvo una iluminación y alcanzó el satori9. Como era de costumbre en sus sueños, blandió su sable y se enfrentó a su maestro. Pero, en aquella ocasión, el sable de Asari, que siempre le había repelido como una gran roca, había desaparecido. Se levantó enseguida y llamó a su discípulo principal, el cual vivía con él:

–¡Koteda, Koteda! ¡Ven enseguida! ¡Coge tu armadura y atácame! Se colocaron frente a frente. Pero, inmediatamente, Koteda soltó su sable y se puso de rodillas con las manos en el parquet. Dijo:“Estoy perdido Maestro. No puedo continuar”.

Koteda explicó más tarde:“Había recibido enseñanzas de mi maestro desde hacía mucho tiempo, pero jamás había percibido una intensidad tan extraña, tan potente, como la que aquel día mostraba el sable de mi maestro”.

Tesshu solicitó enseguida una entrevista con el maestro Asari y le desafío en combate, por primera vez después de 17 años. Se colocaron en posición. Asari le miro un momento y, bajando el sable, le dijo emocionado:“¡Al final, has llegado! Has adquirido la esencia y la razón del sable. Te felicito…”

En ese momento, Asari le dio la última enseñanza de su escuela. Tesshu tenía 45 años.

El maestro de sable Jirokichi Yamada (1863-1930), sucesor de Kenkichi Sakakibara, explicó así el combate:

–Los dos maestros se vistieron con las armaduras de entrenamiento. Después del saludo, se pusieron en guardia. El maestro Sakakibara colocó su sable en jodan (guardia con el sable por encima de la cabeza), y el maestro Yamaoka también se colocó en jodan, pero en diagonal. Les separaba una distancia de cinco metros. Buscaban el momento de atacar lanzando kiais (grito de ataque) de vez en cuando. El dojo estaba en calma. Los estudiantes les observaban con una tensión agotadora. En el dojo sólo se oía el sonido de la respiración de los dos maestros. Era un espectáculo solemne e imponente. Diez, luego 15 minutos pasaron. Su sudor bajaba por los pies e iba a parar al parquet. Pasaron, así, 40 minutos. En aquel momento, los dos maestros bajaron sus sables a la vez y se saludaron. A continuación, se retiraron en calma. Fue un combate igualado al nivel más alto.

Saigo Takamori, un hombre político de aquella época, dijo sobre Tesshu:

–Es imposible manipular a aquel que no se apega ni a la vida, ni al honor (alusión a su nombre), ni a la situación social, ni al dinero. Las obras esenciales y difíciles que sirven al país sólo las pueden realizar estos hombres.

De la misma manera, todas las anécdotas que hablan de él relatan la rectitud de su conducta y su fidelidad a la vía que había escogido. Así se comportaba este hombre, el cual se había impuesto, en su búsqueda de la vía del sable, superar o alcanzar el nivel de su maestro, nivel que, para él, era indisociable del estado de iluminación zen. Mientras la imagen imponente de su maestro estuviera presente, su sable estaría inacabado y él mismo permanecería en la imperfección.

El sable y el zen son una imagen clásica en Japón de la realización del hombre, la cual llega a partir de la práctica de ciertas formas codificadas relacionadas con técnicas, denominadas en Japón katas.

Este término –el cual hemos visto que puede traducirse en su sentido literal como “forma” o “molde”– designa una secuencia de gestos formalizados, codificados, que condensan una experiencia social particular.

Las katas tienen un papel notable, tanto en la vida cotidiana como en la práctica de las artes tradicionales japonesas. Aunque se desarrollaron principalmente en el seno de la orden de los guerreros, también impregnan las actividades de otras clases sociales.

En la kata, lo que predomina es el acto. De la misma manera, el aprendizaje y la transmisión se hacen principalmente de una manera no verbal, las palabras aquí sólo tienen un papel accesorio.

Los diez mil sukis diarios de Tesshu son un ejemplo elocuente de las katas del sable. El aprendizaje de una técnica utilizable en combate no puede, por sí sola, justificar la severidad de esta formación. Para comprenderla, es necesario considerar todo el proceso en un sentido doble: el entrenamiento en solitario, realizando diariamente una repetición de diez mil veces, se dirige a una técnica inmediatamente aplicable, pero constituye también un vínculo con una forma de perfección10 –los dos aspectos de la técnica en la cultura japonesa.

Cuando el joven Tesshu se entrena, constata el nivel de su propia práctica y, al mismo tiempo, su maestro le presenta la imagen de una perfección que él podrá alcanzar.

En la relación maestro-discípulo, la concepción de un estado de realización, de libertad intensa o de perfección es esencial. Al alcanzar esta última etapa, en cualquier forma de arte que consideremos, se alcanza también un logro humano perfecto. Algunos maestros personifican este estado. Ésta es la razón por la cual Tesshu no podía sentirse completamente realizado sin eliminar antes la imagen de su maestro, la prueba de su imperfección.