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Jesús Ballaz

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EL BARQUERO

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La prueba

ANTÓN y Locha cuidaban ganado por los mismos montes, pero no se podían ver. A causa de un pleito sobre pastos, los dos se llamaban mutuamente embustero. Locha vivía solo y Antón con su mujer, de robustos brazos, que zurraba de lo lindo la lana y a veces a él mismo.

Un día el viejo Antón propuso hacer un puente para evitarse muchos kilómetros de rodeo cuando llevaban a pastar las ovejas al otro lado del río Irat. Al joven Locha le pareció una ocurrencia aprovechable, y dijo a sus amigos:

—Es la única idea luminosa que ha salido de ese cabezón de corcho.

El muchacho comenzó a trabajar a escondidas en el río. Pero no construía un puerto, no; estaba haciendo a toda prisa una barca.

Antón quería retirarse de andar tras las ovejas, cosa que había hecho toda la vida.

—¡Uno no está ya para esos trotes!

Se sentía viejo. Así es que encomendaba los animales a su perro pastor y él, imitando a su adversario, también bajaba a la orilla del Irat, a fabricar su embarcación.

Pronto fue un secreto a voces que el Ayuntamiento no tenía dinero para hacer un puente y que convocaría una plaza de barquero. A pesar del sigilo con que trá? bajaron, todos sabían que había dos aspirantes: Antón, que era el candidato del alcalde, y Locha, que no tenía más padrino que su abuela. Sólo ellos reunían las dos condiciones: ser nativos del pueblo y tener barca.

Malas lenguas aseguraban que el alcalde comunicó su decisión a Antón a cambio de que siempre pudieran pasar gratis en la barca sus rebaños y su gordísima esposa.

Una tarde, al volver de su trabajo, Locha se hizo el encontradizo con el secretario y le preguntó:

—¿Es cierto que Antón quiere ir a América? Veo que ya está construyendo su barco.

El secretario se fue de la lengua y le confirmó que era verdad lo que se decía sobre los planes del Ayuntamiento. No es que el secretario fuera ingenuo; lo que ocurría era que deseaba que los dos estuvieran en igualdad de condiciones.

El día en que el alguacil echó el bando que convocaba a los que aspiraban a ser barquero, los dos contrincantes salieron a la calle brazos en jarras y se dirigieron hacia el Ayuntamiento. El secretario rellenó la solicitud, se la leyó y ellos firmaron con el dedo. Aquella mancha de tinta quería decir que no daban su brazo a torcer.

Después les dijo:

—Sólo hay una plaza y, si ninguno de los dos renuncia, habrá que hacer una prueba para ver a quién se le adjudica.

El alcalde pensó: «¡Mal lo tengo con Antón en una prueba de astucia! Pero todavía será peor si hacemos pruebas de fuerza, puesto que ya está viejo y su contrincante, por el contrario, es joven y participa en apuestas de forzudos».

*  *  *

La prueba era doble: una de fuerza y habilidad, y otra de inteligencia.

Ante la mirada atónita de los habitantes de la aldea agolpados a la orilla, los dos contrincantes transportaron en viaje de ida y vuelta al alcalde y a su rolliza esposa, clavando su larga pica en el fondo de las verdes aguas e impulsándose con ella. La prueba, al mismo tiempo que cultivaba la vanidad de las autoridades, demostraba la solidez de aquel medio de transporte.

Ninguno de los dos quedó eliminado, y entonces hubo que pasar a la prueba de inteligencia.

La abuela bruja de Locha invocaba a todas sus colegas para que infundieran su buen espíritu en su nieto.

—Si le ponen una de las astucias de zorro que ha oído de mí, no fallará, porque el chico tiene una feliz memoria. Pero como le toque inventar algo...

El alcalde se presentó en el cascajar con un lobo, una cabra y una berza que había cogido del huerto de Hiso, y dijo a Locha con una sonrisa llena de malicia:

—Pasa en tu barca a la otra orilla esta planta y estos dos animales. Pero, ¡cuidado!, que la cabra no se coma la berza ni el lobo acabe con la cabra. Ten en cuenta, además, que sólo puedes llevarlos de uno en uno.

Locha repasó mentalmente todos los ardides que conocía, pero no le venían las ideas. Creyendo que la debilidad no le dejaba pensar, se comió toda una sartén de magras con tomate y tres huevos fritos. Después todavía ingirió una colas de ajo, que, según su abuela, aguzaban la inteligencia. Todo fue inútil, pero, al menos, quedó reconfortado.

Desesperado, se sacudió el polvo de los sesos y recordó que su abuela le había hablado una vez de un zorro, un conejo y una zanahoria que también habían de pasar el río.

—¡Pero no es lo mismo! ¡Un lobo no es un zorro, ni se puede confundir una berza con una zanahoria!

Perdido en la maleza de su mente y sin saber cómo salir del atolladero, se dijo: «Antes de que la cabra se coma la col, que es del pobre Hiso, prefiero que el lobo se coma la cabra del alcalde, que posee muchas más».

Se llevó la berza en la barca y dejó en la orilla los dos animales. No quiso volver la vista atrás porque le horrorizaba pensar en los apuros que pasaría el lobo para tragarse los cuernos de la cabra.

Antón se llevó primero la oveja y volvió a buscar la berza, que también transportó a la otra orilla. Entonces cogió de nuevo la oveja y la devolvió al punto de partida para que no comiera la col. Abandonó aquí este animal y, en su lugar, cargó al lobo, que llevó al lado en que estaba la col. Finalmente, regresó ya triunfante a buscar la oveja. Utilizaron una oveja en vez de una cabra porque, en efecto, el lobo se la había comido.

Antón realizó correctamente la operación, tal como le había instruido el alcalde, y se quedó con la plaza de barquero.

Locha, por el contrario, se largó en su barca río abajo, ofreciendo sus servicios en todos los pueblos que no tenían puente.

En las seis primeras aldeas no entendieron las ventajas de semejante oferta, y prosiguió su camino. El séptimo día decidió descansar. Casualmente coincidió que era domingo. Se enteró porque las campanas lo iban pregonando a los cuatro vientos.

Amarró en un tronco de avellano. Comió muy triste el último chusco de pan y la berza que le quedaba y se tendió en la hierba, envuelto en una manta, esperando que el sueño le devolviera la ilusión de seguir adelante.

—¿Qué será de mí mañana? —preguntó a la Luna.

Pero ésta, con cara de pasmarote, no contestó y se metió también entre una sábana de nubes.

Por fin, vio brillar los cañones de las escopetas y los lomos sudorosos de los galgos y los perdigueros que se acercaban a beber a la corriente.

—Me lo temía —se quejó un cazador—. Si las empujábamos hacia aquí era natural que pasaran el río. Ahora ya no podemos seguirlas.

—¿Quién dice que no podéis? —exclamó Locha.

—¿Las has visto tú? —preguntaron al barquero.

—Sí, claro. ¡Lástima! Era una buena bandada.

—¡Lástima! —repitió uno.

—Si queréis ir tras ellas, os puedo pasar en mi barca...

Los cazadores subieron sin más preámbulos, mientras algunos perros preferían ir a nado por refrescarse.

Volvieron hacia el mediodía, con los zurrones Henos de torcaces y conejos y con una ristra de tordos colgando de la cintura. Pidieron de nuevo sus servicios al barquero y se lo agradecieron dándole una pieza cada uno. Este era el primer sueldo que Locha recibía por su nuevo trabajo.

—Con esto tengo para ir tirando hasta que me salga un nuevo encargo —se dijo.

Aquella tarde se comió un conejo para pagar deudas atrasadas a su estómago.