© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
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© Jesús Ballaz
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ISBN: 9788416862351
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A mis padres, que me contaron
la guerra que vivieron.
A los que vivieron oscuras historias
en la posguerra y a los que,
con su lucidez y coraje,
fueron faro para iluminarlas.
Jesús Ballaz
LA CUEVA DEL EXTRANJERO
FRENTE al mar azul, en lo alto del acantilado, se recortaba la figura ligeramente encorvada del torrero.
Los pescadores de Riante lo veían siempre en pie, indestructible como los mismos peñascos en los que se apoyaba. Era más bien alto; delgado, pero fuerte; su cara estaba poblada de hoyitos de viruela, y no tenía lóbulo en la oreja derecha.
En las noches de tempestad, cuando la galerna jugaba caprichosamente con las barcas de pesca, el saber que estaba allí daba confianza a los marinos y les iluminaba más que el mismo faro que cuidaba.
Aquella mañana Ruperto, un viejo amigo, había subido a visitar a Alberto Durán, y los dos se habían sentado a la sombra de la torre, frente al límpido horizonte. Era uno de esos días en que todas las atalayas de las costas parecían estar de más. Reinaba una calma absoluta y el océano respiraba tranquilo.
Cerca de ellos un niño de cabello rojizo ordenaba las conchas que había recogido en la arena. Se llamaba Pedro Abilleira, y desde hacía algún tiempo andaba por allí cada vez con más asiduidad.
Los dos amigos, ante unos vasos de vino, recordaron sus aventuras de juventud. Después, su conversación recayó en Blas.
—Blas Resano está dando mucho que hablar; según dicen, ha desaparecido otra vez.
—¿Tú también crees que lo ha enloquecido el mar? —replicó el torrero.
—Desde que lo cogió la última galerna se ha vuelto tarumba. Eso es lo que se comenta.
—Lo que no significa que sea verdad, bien lo sabes tú. También de ti dicen que eres jugador empedernido por una vez que perdiste la camisa en una apuesta. Yo creo que de loco no tiene ni los sueños.
Pedro Abilleira, a cierta distancia, no perdía palabra. Nunca dejaba caer en saco roto lo que salía de la boca, ya desdentada pero sabia, del encargado del faro.
Éste, un hombre seco y severo como un acantilado, de joven había recorrido el mundo como marinero y después se había retirado al faro que ya custodiaban sus padres. Pertenecía a la tercera generación de torreros de apellido Durán y amaba su oficio, pero ahora estaba inquieto y contrariado porque con él se acababa la dinastía.
Los dos viejos se comunicaban con cortas frases entre largos silencios.
—¿A quién no lo ha cogido un día u otro la galerna en este maldito mar? —insistía incrédulo el torrero—. ¿Te acuerdas de los dos días que pasamos en el cabo de las Tormentas en aquel falucho?
Panocha —así llamaban a Pedro Abilleira— abría bien los oídos, sobre todo porque hablaban de Blas.
La charla de los dos viejos amigos fue después por otros derroteros, pues Alberto Durán no quería hablar demasiado de aquello.
Acostumbrado a estar consigo mismo, sabía escuchar y callar mucho, como el faro, que era testigo mudo de todas las tormentas.
Viendo que Pedro estaba atento a lo que hablaban, le dijo, como quien quiere dar una lección:
—El que tiene mucho tiempo para estar solo aprende a callar. ¿Para qué decir tonterías? Las tonterías se dicen para mentirle a alguien. Pero cuando uno habla consigo mismo, no hace falta que se eche trolas, porque él ya sabe enseguida que es un mentiroso.
Sin embargo, ese asunto de Blas Resano le escocía y estaba muy presente en su vida. No podía ocultarlo. Más de una vez le había preguntado al chico si había oído hablar sobre él en Riante. Pedro Abilleira llegó a pensar que el anciano tenía alguna relación con Blas.
Al final de la mañana Ruperto se marchó por la senda que baja hasta el pueblo por detrás del acantilado. Pedro lo siguió con la mirada. Por aquella vertiente el verdor llegaba hasta el pie mismo del faro. La vista se perdía, a lo lejos, en montañas azuladas que recibían muchos días la caricia de la lluvia.
Allá abajo se veía Riante, con sus fachadas de color gris oscuro y sus tejados verdosos. Era un pueblo casi llano, acostado a lo largo de la carretera con su cabeza en el núcleo antiguo de piedra bien apiñado. Tenía unos quince mil habitantes. Era una villa marinera que había crecido al abrigo del peñascal, con los pies seguros en la rada en la que se hallaba el puerto.
Riante se defendía bien de las tempestades y de las iras del mar detrás del espolón en el que se levantaba el faro, pero no podía vivir sin la pesca. ¡Los que vivían!, porque muchos habían dejado la piel en el empeño.
Por lo demás, allí la vida no dejaba de ser monótona. En aquellos años de penuria, las gentes subsistían tratando de olvidar una guerra cuyos cañones se habían oído muy lejos, pero que devoró a muchos de sus hijos. Algunos no habían querido ni enterarse de que más allá de las fronteras había habido otra guerra.
Sólo de tarde en tarde surgía en Riante una noticia realmente sensacional, como la de que Blas se había echado aquella novia alemana; o la de la fundación de la Conservera Blanco, donde podían trabajar muchos obreros; o la de que en su último viaje al Brasil Perico el Chala se había traído una mona.
PEDRO Abilleira andaba por los once años. Era más bien espigado y tenía la cabeza del color de la punta de mazorca, rojizo, con unos recios pelos de cepillo. Por eso, todos lo llamaban Panocha. Todos menos el torrero.
A pesar de ser tan joven ya había visto dos veces la muerte de cerca. Las dos veces, de un hachazo asestado por el mar.
Había visto la primera luz en Riante, cerca del puerto, donde también habían nacido su abuelo y su padre, los dos pescadores.
Aquél, antes de que lo mataran las olas, le había enseñado a mirar el mar con respeto y a prudente distancia.
—Pedro —solía decirle—, nuestra vida depende del mar, pero tendrás una gran suerte si puedes vivir de él en tierra firme. ¡El mar es muy traidor!
Tan traidor era que un día, que se había encrespado violentamente, lo estrelló contra el acantilado de la Cueva Maldita. Pedro tenía entonces cinco años.
El niño perdonó al mar su mala pasada y siguió mirándolo con admiración y cariño, y bañándose en él. Su rencor se había fundido muy pronto en el crisol del olvido.
«También los abuelos de mis amigos mueren, sin que el mar tenga nada que ver con sus muertes», pensaba el chico.
Pero lo que Pedro no le perdonará al océano mientras viva es lo que le hizo a su padre sólo dos años más tarde.
Juan Abilleira era valiente y generoso. Un día de galerna salió en auxilio de unos pescadores a quienes había sorprendido la tormenta en alta mar. No podía cruzarse de brazos mientras otros luchaban desesperadamente por salvar sus vidas. Desafiando la furia de las aguas, lanzaba un cable a una de las barcas, que iba a la deriva, cuando una oleada lo barrió de la cubierta sin compasión. No se supo más de él.
Pedro se acuerda muy bien de aquella noche. Blas Resano y otros amigos de su padre estuvieron en su casa. Hablaban entre ellos y ponían caras sombrías. Cuando se dirigían a él, trataban de sonreír, y le regalaron un balón. Pero el chico se dio cuenta enseguida de que hacían un esfuerzo, y de que trataban de engañarlo. Se les notaba mucho y Pedro se echó a llorar. Entonces su madre lo abrazó desesperadamente y le dijo entre sollozos:
—Júrame por la memoria de tu padre que no serás pescador.
Y Pedro, lleno de rabia por la muerte injusta de su padre, lo juró.
Entonces fue cuando empezó a tomar en consideración las propuestas de Alberto Durán, pariente lejano de su abuelo, y comenzó a subir al faro a ver si le gustaba ser torrero. Su madre estaba contenta porque así lo alejaba del mar.
—¡Quién sabe si un día no le gustará quedarse allí! —le decía a Alberto.