Isa despertó temprano. Le gustaba ver el amanecer. Era una costumbre que le costaba perder. Se desperezó lentamente, mientras ponía orden en la maraña de pensamientos y sentimientos que se le venían encima como pesado alud antes de abrir los ojos. Pensó en Nicolas pero no quiso entregarse a la ternura de la memoria. Extendió las alas del recuerdo sobre los oscuros encinares y pinares que se veían desde su casa de Ubielos y planeó después sobre el brillo plateado del pantano con la cadencia pausada y ondulante de un buitre. Recordaba sin nostalgia, con un poso de amargura. El pueblecito donde había trascurrido su infancia hasta hacía un mes se levantaba a orillas de un lago artificial, sobre una colina amesetada. Las casas más nuevas, que no cabían arriba apiñadas alrededor de la iglesia, se derramaban por la ladera norte hacia el llano. Sus recuerdos eran historia viva y reciente. E inacabada. Isa tenía una pesada cuenta que saldar con su pasado, después del inesperado vuelco que había dado su vida.
A esas horas su madre ya estaría en pie. La recordó con frialdad. Cierto resquemor había agriado su cariño hacia ella. Seguramente que habría desayunado un tazón de café con leche y pan tostado y, antes de salir de casa, miraría hacia el barrio alto por si descubría aquella aterradora presencia entre las casas medio derruidas. Tal vez vería el sombrero de paja que ya no cubría una cabeza sino una amenaza, y temblaría.
En las más recónditas galerías del cerebro de la chica resonaron redobles de tambor. Se estremeció. Todo lo abandonado, incluso los sonidos y los olores, seguía obsesivamente presente en su mente.
Aunque aún le quedaban muchas cosas por ver y por descubrir en Barcelona, vivía más para adentro que para fuera. No tenía prisa por conocer la ciudad. Su curiosidad dormía. Era precisamente ese aislamiento el que le estaba haciendo renacer la memoria. No le molestaba. Al contrario, se esforzaba por avivarla. Arrancada de cuajo del paisaje de su infancia, cada vez tenía más necesidad de recuperar su pasado, plagado de vacíos, de silencios y de temores.
Al despegar los párpados, vio un hilillo de luz que se filtraba por el resquicio abierto entre dos varillas de la persiana de madera que no ajustaban. Se levantó y corrió descalza como mariposa hacia la luz. Habituada a mayores rudezas, no la incomodaba el frío de las baldosas. Tiró de la cinta con sumo cuidado para no despertar a tía Amparo que descansaba en el dormitorio contiguo y fue elevando la persiana. La mañana invadió la habitación henchida de recelos y pavores no descritos pero muy presentes. Corrió los visillos y dejó volar su vista por encima de los tejados de la ciudad todavía adormecida. Sobre el cielo polucionado volaba hacia el mar una nube blanca. Se imaginó que Nicolás se ocultaba en ella espiando su despertar y abrió un poco el pijama para que los pechos se le insinuaran.
Pensó en lo que acaba de hacer y de repente se dio cuenta de que ya no era una niña. Tan alta como su madre, tenía ya un busto de mujer en ciernes. No se sentía bien dentro de su piel morena y se estiraba los cabellos con furia para domesticar los leves rizos y para ir construyendo una media melena que la hiciera mayor y más esbelta. Era desgarbada y tensa. Incluso para sonreír había de desatar un gesto forzado de las mandíbulas.
Se frotó lo ojos. Su amigo se había esfumado.
Suspiró.
La ventana estaba situada en un chaflán de confluencia de las calles Sicilia y Mallorca, en el quinto piso. Abrió ligeramente para respirar el aire fresco. Sintió su caricia en los muslos. El camisón de seda, prenda que nunca había usado hasta entonces, voló sobre sus rodillas. Se sintió invadida por una mezcla de contento y de tristeza.
Por la calle Mallorca se alejaba un tranvía colgado del hilo eléctrico; a su lado, pequeños Seiscientos corrían como ratones metálicos. El frío la obligó a cerrar de nuevo. Lo hizo con sumo cuidado para no hacer ruido.
Calle Sicilia arriba, no muy lejos, se levantaba airosa una chimenea de ladrillo rojo sobre los tejados de uralita de un almacén. Era la única trompa de dinosaurio industrial que quedaba cerca, avanzados los sesenta. Las que hubo antes se habían ido con el humo a otra parte. Empezaban a dejarse oír las primeras voces de los que no querían chimeneas señoreando la ciudad. Más cerca, al otro lado de la plaza, sobresalían, pura fantasía pétrea, las torres de la Sagrada Familia, que ocupaban un lugar privilegiado en el paisaje urbano y que ya eran referencia inconfundible. Barcelona empezaba a ser reconocida por ellas en todo el mundo.
A esas horas en que las mortecinas farolas iban perdiendo brillo sin llegar a estar apagadas, la pequeña plaza que veía desde la ventana parecía un lugar fantasmagórico. Isa paseó por ella sus ojos. Tuvo la impresión de que, en uno de sus extremos, entre los setos, un rebaño rumiaba tendido sobre la hierba. ¡Siempre le habían gustado esos ovillos blancos de rizada lana! Las imágenes que llevaba prendidas en el interior de su retina las proyectaba en los rincones más insospechados para darse el gusto de seguir viendo imágenes familiares. No se oían las esquilas, pero los pacíficos rumiantes, quietos y silenciosos, persistían en su mente. ¡Pero era imposible que estuvieran allí! Llegó a pellizcarse para convencerse de que no vivía en un sueño.
Hacia el mar, cuyo brillo azul se adivinaba al fondo del bosque gris de edificios, empezaba a clarear. Un resplandor rojizo hacía renacer un día más, milagrosamente, las filigranas de las torres de Gaudí, moldeadas por el viento de su poderosa fantasía de visionario, que tenían la virtud de despertar la imaginación.
-¡Oh, gallinas! -exclamó.
Gallinas blancas y rojas subían y bajaban por los huecos y los salientes de la piedra. En la distancia, creyó oír soberbios quiquiriquíes. No lograba ver los gallos que los emitían pero hubiera querido que estuvieran allí, orgullosos y altaneros, eternizando ese momento con su canto. Enseguida vio su insensatez. Pero, aunque se amordazara a los gallos, nada podía ya detener el amanecer. Casi indescifrable, percibió, además, el canto salvaje de un búho haciendo frente al alba que le arrebataba la noche.
Las torres de soberbias formas vegetales le causaban, ojos adentro, la extraña sensación de que estaba frente a organismos vivos. En su mente se entremezclaban desde hacía un mes, en loco desencuentro, realidad y fantasía, pasado cerrado bruscamente y futuro por desplegar. Se veía sola y vaciada por dentro, herida de temores. Uno sobresalía por encima de todos los demás. Aún no se atrevía a describirlo totalmente. Era un vacío, una gran ausencia, una pregunta insoportable que aún no se atrevía a formular con meridiana claridad. Ni siquiera a su madre. Le daba rabia su madre. La había dejado ahí como quien abandona un cubo ya inservible al lado del camino.
Poco a poco Isa iba construyendo en Barcelona un nuevo entorno pero sin lograr que se desvaneciera del todo el que había sido cotidiano hasta entonces: Ubielos, con sus casas en gran parte nuevas, en el barrio de abajo, y sus tortuosas callejas de viviendas derruidas, en el de arriba, y, al fondo, la sierra de cabeza pétrea y de arboladas laderas, y el majestuoso pantano que ocupaba la zona más honda del valle. Su madre y sus amigos. Nicolás, los últimos besos... Furtivos, perseguidos besos.
Toda la ciudad iba despertando, mientras la creciente luz del amanecer ponía al descubierto la suciedad de la atmósfera que no lograba alcanzar la transparencia. El sordo palpitar de los motores y el metálico traqueteo sobre las vías iban poblando el silencio de un fragor que aún le molestaba.
La carnicera de la calle Córcega seguía sin prisa y con paciente calma los caprichosos merodeos de su perro por la plaza. Cualquiera hubiera dicho que, paradógicamente, el animal era el amo, ya que ella iba tras él a todas partes y satisfacía todos sus deseos. Varias personas atravesaban presurosas, como si les echaran ya en falta en algún lugar.
Un riiing desgarró el silencio. El áspero sonido del despertador de tía Amparo la arrancó de golpe del exilio de sus ensoñaciones y la trajo de golpe a la habitación que más que albergarla la mantenía prisionera. Desde que llegó a Barcelona no había logrado librarse de ese agobio casi claustrofóbico.
-¡Isa! -susurró su tía pocos momentos después, golpeando con insistencia la puerta con los nudillos de los dedos.
La apremiante voz, nerviosa e insegura, se repitió varias veces. La chica se refugió de nuevo entre las sábanas haciéndose la dormida. Dejó que la tía la llamara repetidamente. Experimentaba un desconocido placer en que la despertara, aunque fuera con aquellas perentorias maneras. Desarmada aún frente al pavor, la extrañeza y la aprensión de vivir en una gran ciudad, atrapada en el terror de un pasado que sospechaba que querían ocultarle, la consolaba esa manera dulzona y empalagosa, hecha de abrazos, palabras y caricias con que Amparo le aseguraba que estrenaban un estupendo día, aunque ella sabía mejor que nadie que era mentira. No obstante, éste era el lado mejor del infortunio de haber sido arrancada de sus raíces, y de la violencia del proceso de reeducación a que la la estaban sometiendo. A pesar de las prisas, esta ceremonia matinal resultaba suave, comparada con los premiosos gritos con que la despertaba su madre en Ubielos. Allí tenía que correr a sacar las ovejas o las cabras a los prados, o a buscar leña, o a comprar el pan. ¡Y sobre todo no le quedaba más remedio que oír aquel torturante tambor!
Se abrió la puerta y apareció tía Amparo todavía en camisón. La cara sin maquillar acentuaba su aire severo y triste, herido de ausencias. Pero, al contemplar a Isa, la dureza se transformaba de repente en melosa amabilidad algo forzada.
-¿Cómo ha dormido mi niña?
-¡Huum! -gruñó ésta bajo las mantas, con una sensación de gusto y rechazo al mismo tiempo por ser tratada como una niña.
Era como si en un mes le hubieran quitado dos años de encima y fuera mucho más pequeña.
-¿Me dejé la persiana subida? -dijo la tía, lamentando su descuido.
Isa asomó la cabeza y le sonrió de aquella manera entre arisca y seductora que la encandilaba.
-Hace un día excelente...
Lo decía todas las mañanas aunque luego la lluvia, el malhumor o las frustraciones vinieran a desmentirlo. Se inclinó sobre Isa, corrió las mantas y la abrazó. La niña esperaba esa agradable sensación, suma de palabras, de risas y de contacto con el tibio cuerpo de su tía, y se abandonó a ella por un feliz instante.
A los pocos minutos, desayunaban leche con bizcochos, mientras una cálida y convincente voz desde la radio les contaba noticias frescas y crujientes de todo el mundo, y tomaba el pulso al acontecer de la ciudad en el que iban a sumergirse. Seguidamente, con milimetrada exactitud, las dos salían en dirección a la colegio y al trabajo.
A Isa no le importaba mucho lo que iba a aprender en los libros. El alboroto que bullía en su interior no le permitía estudiar. La azuzaba sobre todo la curiosidad por descubrir lo que querían hacer de su vida, y el oscuro pasado que se abría camino a través de los recuerdos rotos que empezaba a recomponer. Poco a poco iba estando en posesión de algunas claves que la hacían sentirse adulta.