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Juan Cristóbal Castro

 

 

 

Idiomas espectrales

Lenguas imaginarias en la literatura
latinoamericana

 

 

 

 

 

 

 

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Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Juan Cristóbal Castro

 

isbn: 978-958-716-922-5

Número de ejemplares: 300

Impreso y hecho en Colombia | Printed and made in Colombia

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7 nº 37-25, oficina 1301

Teléfono: 3208320 ext. 4752

www.javeriana.edu.co/editorial

Primera edición: abril de 2016

Bogotá, D. C.

 

Diseño de páginas interiores | Claudia Patricia Rodríguez Ávila

Desarrollo ePub | Lápiz Blanco S.A.S

Diagramación | Claudia Patricia Rodríguez Ávila

 

Castro, Juan Cristóbal, autor

Idiomas espectrales : lenguas imaginarias en la literatura

latinoamericana / Juan Cristóbal Castro. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2016.

 

396 páginas ; 21 cm

Incluye referencias bibliográficas (Páginas 371-395).

ISBN : 978-958-716-922-5

 

1. LITERATURA - HISTORIA Y CRÍTICA. 2. LITERATURA LATINOAMERICANA.  3. LENGUAJE Y LENGUAS 4. CRÍTICA LITERARIA. I. Pontificia Universidad Javeriana.

 

CDD 809 edición 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

 

inp Marzo 31 / 2016

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

 

 

 

 

 

 

A Guillermo Sucre,

maestro, amigo

Prefacio

Todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho.

Alfonso Reyes, “La experiencia literaria”

 

 

 

 

 

La presencia de las lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana es un campo vasto y complejo. He tratado de entenderla, no como un simple juego de divertimento, o una forma secreta de rebelión identitaria, sino como síntoma de una realidad postletrada que se acentúa con las vanguardias. Por eso me he movido en territorios culturales, técnicos y teóricos, propios de la modernidad, y me he concentrado en algunos aspectos que explicaré a continuación.

El primero es literario. Estos idiomas encarnan las poéticas de sus autores, y la entienden como parte de una práctica textual propia de una tradición que se rescata en un contexto cultural y material preciso. En el “colly” de Eugenio Montejo o en el “neofonema” de Julio Cortázar, por solo mencionar algunos, vemos elementos propios de la manera de pensar de sus artífices sobre cómo debe ser escrita la obra literaria, sobre su lenguaje y confección teórica, pero también sobre la herencia que buscan refundar en su propia escritura.

El segundo aspecto es cultural. Está relacionado con las políticas de la lengua de los estados nacionales1. Vistos con cuidado, gran parte de estos artificios verbales pueden leerse como propuestas alternas, residuales o críticas a las políticas para legitimar los estilos oficiales, sus estéticas y, sobre todo, sus dispositivos de enunciación2. Si entendemos que los países son también máquinas lingüísticas que operan, por un lado, estableciendo y actualizando formas para regular los intercambios de sus ciudadanos a través de leyes, protocolos, prácticas institucionalizadas y manuales de uso en eso que muchos han dado en llamar “lengua estándar”; y, por otro, privilegiando intervenciones escritas y orales para delimitar un territorio imaginario común, una comunidad simbólica, entonces podemos entender que los “idiomas imaginarios” pueden también verse como tentativas subrepticias para reaccionar frente a estos movimientos, bien sea para criticarlos o incluso para perfeccionarlos3.

El tercer aspecto, vinculado con el anterior, es teórico. La crisis de cierta idea orgánica del “lenguaje” predominante en el siglo XIX, que fuese muy importante para la conformación del Estado nacional de los proyectos republicanos, creó una especie de vacío verbal en los escritores que los llevó a expresar su ansiedad por medio de diferentes experimentaciones con el idioma, entre los cuales estuvo inventar otras lenguas. Estas invenciones pretendieron poner en escena una vía para confrontar esta realidad y pensar mejor la naturaleza del lenguaje mismo. En secreto, expresan una nostalgia por la función privilegiada que cumplía la lengua literaria para imaginar la nación; nostalgia que no es patética ni épica, porque busca otras vías para lidiar con los cambios. Se mueven así entre el duelo y la melancolía, sin dejar de lado el desengaño lúdico y burlesco.

Literatura, lenguaje y políticas de la lengua: vectores de una relación cambiante que ha obligado al escritor a pensar la factura verbal de sus obras de creación, ya no como artefacto inmanente, sino como posición relacional y crítica frente a contextos específicos. Tal factura va más allá de la recurrente teoría de las influencias de la literatura, que solo depende de una tradición de firmas y estilos. Más bien, muestra sus vínculos con discursos, prácticas y dispositivos tecnológicos que inciden no solo a la hora de escribir, sino a la hora de pensar el lugar de la ficción literaria en la sociedad4.

A veces, por la naturaleza misma de esa exploración, he tenido que excavar como un buen arqueólogo en varios terrenos, ya que muchos de los elementos que estudio no han sido tematizados por sus autores y han tendido a ser invisibilizados por la tradición literaria misma, cuya pertenencia a cierto imaginario romántico del siglo XIX sigue siendo muy fuerte. Así, he tenido que develar una especie de “inconsciente técnico” que ocultan muchas de estas prácticas escriturarias. Es obvio, entonces, que por ello he tratado de ser lo más abierto posible y de incluir distintas líneas y tendencias, lo que muestra un exceso y una exageración, ahora que lo pienso. ¿Valió la pena? No lo sé a estas alturas. Que juzgue el lector.

La exploración, como es de suponerse, ha sido larga, cansona, vacilante. La he hecho partiendo del principio de que estas invenciones verbales no son sino creaciones espectrales que reviven el conflicto entre el archivo republicano del Estado nacional del siglo XIX (que pactó con la lengua castellana y las instituciones del hispanismo, signadas por la imprenta, la escritura a mano y el libro) y el archivo del siglo XX, profundamente influenciado por la fragmentación de los saberes, las nuevas tecnologías (la radio, el teléfono, el cine, la máquina de escribir) y la dispersión del castellano que debe ahora competir con la lingua franca del inglés y con la nueva visibilidad que se le da a los dialectos urbanos y rurales5.

He dividido este recorrido en tres partes que corresponden a momentos importantes de cambios discursivos, culturales y tecnológicos. Comienzo con Jorge Luis Borges, no sin tocar un poco algunos experimentos vanguardistas en América Latina, sobre todo a la luz de ciertos elementos de la obra de César Vallejo. Sigo con Julio Cortázar y Guillermo Cabrera Infante, momento de Guerra Fría y alta conflictividad ideológica y sectaria, y termino con Eugenio Montejo y Ricardo Piglia, cuando se da la crisis de cierta idea del Estado nacional y el auge neoliberal. Me parece que sus creaciones verbales corresponden con estos periodos y reaccionan frente a algunas de las realidades que allí surgen6.

Por último, quisiera agradecer a quienes me han acompañado en gran medida por este viaje. Antes que nada, a Suzane Jill Levine, quien me estimuló en todo momento a seguir en esta exploración. Luego a colegas y amigos como Jorge Luis Castillo, Leo Cabranes-Grant, Julio Ramos, Juan Pablo Lupi y Luis Miguel Isava. Todos ellos leyeron estos escritos y me dieron importantes referencias e ideas. También agradezco a las Universidades de California, concretamente las sedes de Santa Bárbara y Berkeley, donde pude trabajar algunos de los capítulos; a la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela (a todos sus profesores y personal), así como a Nicolás Morales Thomas y la Pontificia Universidad Javeriana por su ayuda en la publicación de este libro. Last but not least, a Michel Lambert, primo y amigo y, sobre todo, a mi madre, Beatriz Kerdel Vegas, quien siempre fue un estímulo en los difíciles momentos que tuve durante este largo proyecto.

 

El idioma por-venir

 

 

 

El camino verbal

Lo que persigo es despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas si está bosquejado y de que es gloria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo.

Jorge Luis Borges, “El idioma infinito”

 

 

 

 

I

Quiero empezar con un cuento de César Vallejo. En “Magistral demostración de salud pública”, aparecido en Contra el secreto profesional (1973), el narrador sufre de una imposibilidad: no puede en efecto relatar un acontecimiento de su vida que sucedió en el Hotel Negresco de Niza. Como si fuera parte de la extensa galería de escritores del “no” del libro de Enrique Vila-Matas Bartleby y compañía (1999), sufre de una crisis de esterilidad creativa, sobre todo de incapacidad para narrar. El responsable no es una persona; menos aún una idea o accidente. Quien ha causado semejante impedimento es el lenguaje mismo:

 

Hartas veces he querido —a la fuerza y revólver en mano— relatar este recuerdo o esbozarlo siquiera, sin poder conseguirlo. Ninguna de las formas literarias me han servido. Ninguno de los accidentes del verbo. Ninguna de las partes de la oración. Ninguno de los signos de puntuación. Sin duda, existen cosas que no se han dicho ni se dirán nunca o existen cosas totalmente mudas, inexpresivas e inexpresables. (Vallejo 1973, 53)

 

En dicha obra se abre un dilema. La lengua literaria y la escritura son incapaces de describir la vivencia del narrador; en este sentido, se pudiera preguntar uno, citando los versos del mismo autor: “¿Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra?” (22). Vallejo pareciera poner en evidencia los límites de la narración y el lenguaje para mostrar un acontecimiento vivencial con una noción que también preocupó a Walter Benjamin en sus reflexiones sobre la Erfahrung en la era moderna y que en cierta forma ya Hugo von Hofmannsthal había representado en ficción en su Carta de Lord Chandos (1902): la puesta en crisis de una idea de experiencia personal, y de unos medios e instrumentos para describirla clara y coherentemente.

Este texto, escrito entre 1924 y 1929, permaneció inédito hasta la muerte del poeta peruano y solo se publicó en 1973. Formó parte de un conjunto de fragmentos y misceláneas en el que claramente se devela una preocupación por instaurar un nuevo estilo de literatura, que lo distancia de las apuestas modernistas o posmodernistas y donde los dilemas de las vanguardias empiezan a cobrar importancia. Sin duda, lo que venía trabajando en Trilce (1922) bien se revela aquí, tematizado y ficcionalizado de otra manera, pero mantiene un hilo común. Tampoco hay que olvidar que en esos momentos Vallejo viaja a París, deja su Perú natal para siempre, publica Escalas melografiadas (1923) y Fabla salvaje (1923), obras heteróclitas y fragmentarias, y escribe la novela de trama indigenista Hacia el reino de los Sciris (1944), a la par que trabaja en Poemas Humanos (1938). Sumado a ello, está la carga que debía tener de dos experiencias no del todo lejanas, como lo fueron la muerte de su madre y su injusto encarcelamiento en Trujillo por más de cien días. De modo que no es difícil pensar que durante este periodo su trabajo vive un proceso de revisión y ensamblaje de diversas posibilidades escriturales7. Sin embargo, como sabemos, posteriormente se va a imponer en su prosa cierto tono que lo acerca al realismo social, menos dogmático que melancólico y humano.

Las certezas cuestionadas por su periodo vanguardista, movimiento que siguió con algunas reservas, lo obligan a pensar bajo otra manera el tema de lo humano y a buscar un tipo de poesía más acorde con su ideario político y social. Lo importante, en todo caso y más allá de los cambios, es que Vallejo evidencia en estos trabajos iniciales una crisis de estilo —la literatura no muestra la experiencia— y también de medios: ni la sintaxis ni la ortografía sirven para dar con esta empresa. Rubén Darío, acaso intuyendo esta situación mucho antes, desde la voz poética dirá: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo” (1987, 177); algo que incluso Martí había sospechado en el prólogo al Poema del Niágara (1882) de Pérez Bonalde, como una necesidad de pensar el concepto de literatura ante la nueva realidad moderna8. “No hay obra permanente —dice —, porque las obras de tiempos de resquiciamiento y remolde son por esencia mudables e inquietas” (1978, 207). José Antonio Maitín lo habría previsto con antelación al hablar de sus mismas creaciones, que tilda de “imperfectas”, “diminutas” y “desiguales”, porque se dan en “las ráfagas del periodismo, entre el torbellino incesante de las ideas que viven solo un día, cuya memoria se pierde en un instante para dar lugar a nuevas impresiones que pasan y perecen a su vez” (1992, 138).

Algo estaba pasando en esos momentos, entonces, algo en cierta medida inhóspito, que revelaba una nueva angustia letrada, producto de la cada vez más evidente percepción de que el pacto entre escritura y realidad (tal como se había pensado idealmente en la era republicana) tenía serios problemas9. Esta crisis se agudiza mucho más a comienzos del siglo, y es con las vanguardias cuando todo sale a flote. No quisiera, sin embargo, ahondar en esta preocupación verbal que implica una clara conciencia de los límites de una manera de entender el lenguaje, y que tiene clara relación con las nuevas condiciones tecnológicas, urbanas, de la modernidad a finales del siglo XIX10. Lo que me interesa aquí es profundizar más en algunos dilemas que propone el cuento, porque me parece que en este se dan evidencias de algo clave para los fines de este estudio y que se hace visible en el periodo de las vanguardias. Vayamos entonces por pasos.

Recordemos lo sucedido al inicio del cuento de Vallejo. El protagonista no puede relatar un acontecimiento de su vida que se dio en un hotel de Niza (un perfecto “no-lugar” según Marc Augé), porque las palabras no le dan, porque la escritura se lo imposibilita. Con ello Vallejo dramatiza el agotamiento de la literatura y la asfixia de su lenguaje gramatical (y ortográfico) para “narrar” la experiencia. Más adelante, el narrador pareciera tener una especie de revelación que le daría las claves para poder expresar lo que le ocurrió: “Un instante —nos dice—, en el son de mis pasos me pareció percibir algo que evocaba la ya lejana noche del Hotel Negresco” (54).

No obstante, aprensivo y defraudado, el protagonista confiesa: “Cuando he pretendido someter ese fluido de mis pasos a un pre-concebido plan de expresión, el ruido perdía toda sugestión alusiva al fugitivo tema de memoria” (54). Se topa entonces con una limitación. No puede llevar a cabo lo que quiere, no puede expresarse bien. Sin saber qué hacer, empieza a indagar, a buscar una solución. “Salí del español”, dice, y agrega: “El francés, idioma que conozco mejor […], tampoco se prestó a mi propósito” (54). De pronto, una vez más reaparece la sensación de poder dar con una expresión: “Sin embargo, cuando oía hablar a un grupo de personas a la vez, me sucedía una cosa semejante a lo de mis pasos: creía sentir en este idioma, hablado por varias bocas simultáneamente, una cierta posibilidad expresiva de mi caso” (54).

Hasta ahora tenemos dos cosas claras. Una, que esta memoria solo puede ser capturada por algo fluido, en movimiento; y dos, que esta implica cierta simultaneidad y heterogeneidad.

Es muy posible pensar que, a través de este problema que presenta el narrador de su cuento, Vallejo esté poniendo en escena las condiciones de una modernidad desterritorial, que establece nuevas zonas de contacto entre comunidades y países: la escena en un hotel anónimo, donde solo hay turistas de paso, es más que significativa. Además, el idioma es una especie de reine Sprache benjaminiana que diluye fronteras verbales e identitarias. Pero no habría que dejar de lado, si observamos bien, que la capacidad de valorar y percibir esta heterogeneidad y simultaneidad verbal puede también deberse a una educación en la sensibilidad propia del estado de la escritura en una era postimprenta, en la que la presencia de la radio, el teléfono, el telégrafo y el cine han amenazado el orden ortográfico y han creado otras formas de comunicación sonoras y visuales que han redimensionado el reino gramatical y sintáctico del papel y las instituciones humanísticas, al abrir nuevas realidades espaciales y temporales: “Como una experiencia que tuvo aspectos tanto temporales como espaciales, la simultaneidad generó un impacto extensivo, ya que involucró a muchas personas en espacios significativamente lejanos, unidos en un instante por las nuevas tecnologías de comunicación” (1983, 315)11, explica Stephen Kern.

Para las primeras décadas del siglo XX en Argentina, era común ver películas de Europa y Estados Unidos. En cuanto a la radio, la primera emisión ocurre en 1920, y poco tiempo después se logra la trasmisión en vivo desde Nueva York de la pelea entre Jack Dempsey y Luis Ángel Firpo. Este desarrollo se puede decir que sucedió con cierta simultaneidad en Caracas, Santiago de Chile o Cuba. En Perú, tierra de Vallejo, es en 1897, en la Confitería Jardín Estrasburgo, donde se proyecta la primera película, y algunas décadas después se empiezan a ver con entusiasmo realizaciones provenientes de Norteamérica. Con el aparato radiofónico se demoraron más, pero ya para los años veinte del siglo siguiente tuvieron la primera radioemisora del país, Radio Nacional del Perú. De modo que el mundo se expande y Latinoamérica se acerca a otros lugares de manera más rápida y efectiva12.

Todo ello no solo obliga a pensar de otra forma, como puede suponerse, las fronteras nacionales de tiempo y espacio, sino que muestra otra relación con las prácticas escritas y con los medios culturales. De igual manera, y no sé si esté de más decirlo por lo obvio, esta situación también pone en entredicho las pretensiones homogeneizadoras de las lenguas oficiales que ahora se van difuminando con otros usos y dialectos, que se ven como amenaza o distorsión13. Cito dos ejemplos. Primero: “La invención es de primera/ para el que quiera/ hacer del idioma acopio/ aunque al fin de la carrera/ no sepa hablar ni el propio”, dice un anuncio comercial a comienzos del siglo XX sobre el fonógrafo en Caras y Caretas (1898-1941), revista argentina (en Gutiérrez Reto 2003, 27). Y segundo: el poeta Maples Arce, al reflexionar con admiración sobre la radio, dice que se da en ella una “perspectiva accidental de los idiomas” (en Gallo 2005, 122). De ahí que Manuel González Prada anunciara, con ironía y previendo esta realidad: “Salir de la patria, hablar otro idioma, es como dejar el ambiente de un subterráneo para ir a respirar el aire de una montaña” (2003, 229).

El cambio ha sido sin duda relevante y puede entonces explicarnos algunos de los dilemas que nos presenta el cuento de Vallejo14. Si antes, para saber alguna información internacional, debíamos supeditar nuestra mirada a la lectura marcada por el sonido de una voz silenciosa que estaba dentro de nosotros (en algún lugar que funde el aparato fonador con la conciencia, la boca con el oído y lo que entendemos como imaginación), y que iba revelándose en unas cuantas líneas negras de derecha a izquierda, con la radio y el gramófono eso se recorta en segundos en el momento en que escuchamos y se exterioriza en una voz que muestra ruidos que antes no podíamos captar, signos sonoros de diversa frecuencia y tono. Asimismo, si para advertir la presencia de varias voces en la escritura antes teníamos que esperar por un corte, y la marca de unos guiones que nos indicaran un diálogo, ahora con las nuevas tecnologías electrónicas todo aparece simultáneamente y en tiempo real15.

Pero el cambio puede ir incluso más allá. Una vez que todas estas tecnologías han pasado a formar parte de nuestra vida es evidente que han influido en nuestra forma de pensar, sentir, ver y, sobre todo, en relación con el propósito del cuento, recordar. En esta época ya no retenemos palabras solamente, o imágenes físicas mediadas por la sintaxis gramatical, sino también sonidos manipulados, imágenes visuales interferidas y cambiadas, que comprometen nuestra manera de revivir e imaginar el pasado. “Con la multiplicación industrial de prótesis visuales y audiovisuales […] se asiste normalmente a una codificación de imágenes mentales cada vez más laboriosa, con tiempos de retención en disminución y sin gran recuperación ulterior”, señala Virilio (1998, 16). Se organiza así no solo nuestro recuerdo individual de una manera distinta, sino también el recuerdo social y cultural, hecho que influirá mucho después.  “Nuestros bisnietos podrán […] vernos pasar en la pantalla, ir, venir, trabajar, comer, llorar, reír, resurrectos cuatrocientos o quinientos años”, explica Vallejo en la crónica “La música de las ondas etéreas” (1996, 152).

Sin embargo, no habría que dejar de ver este fenómeno en relación con la modernidad misma, en eso que José Martí había identificado como “dispendio” (1993, 139), es decir, como el sonido derrochador y abusivo de la misma “muchedumbre” (139) moderna, que deja a nuestro letrado decimonónico impotente, desolado ante la incapacidad de asimilar esa cantidad de información, y que nos recuerda al mismo Baudelaire, como bien ha mostrado Walter Benjamin en su trabajo sobre los pasajes16.

La masa en la urbe habla simultáneamente y con variadas voces, compartiendo su sonoridad con máquinas, motores e instrumentos, con espacios abigarrados, pretenciosos, disonantes. Rubén Darío lo expresa cuando habla de Nueva York: “En su fabulosa Babel gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock, y la urna electoral” (1993, 11). Todo es confuso, variado, difícil de asimilar. Por eso Gutiérrez Nájera se enerva: “la tos asmática de la locomotora, el agrio chirriar de los rieles y el silbato de las fábricas no permiten hablar de los jardines de Acadeus, de las fiestas de Aspasia, del árbol de Pireo, en el habla sosegada y blanda de los poetas” (1959, 192). Atropellado, convulsionado, el escritor decimonónico cuyos instrumentos verbales eran melódicos, “sosegados” y “blandos”, producto de su relación silenciosa y privada con el papel y la pluma, donde solo hablaba consigo mismo (con su conciencia), siente ahora el terrible “dominio del vértigo”, como afirma Darío, y dice: “El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece a cada instante aumentarse” (1993, 12). El impacto entonces es avasallador, traumático, proclive a despertar más de una fantasía apocalíptica. Al parecer la naturaleza armoniosa que cuidaba la cultura modernista va ahora siendo sustituida por el avance indetenible del progreso, por la frialdad de la técnica. “Temeríase a cada momento un choque, un fracaso si no se conociese que este inmenso río que corre con fuerza de alud lleva en sus ondas la exactitud de una máquina”, insiste Darío (12).

¿No estará entonces el cuento del poeta peruano, algunas décadas después, lidiando con este problema? ¿No estará indicando esa imposibilidad de poder expresar en “palabras” escritas un recuerdo que implica una idea de simultaneidad y fluidez que el imperio de la imprenta, como se entendía antes —y con un pacto de sangre con la gramática y la escritura a mano—, no puede ya satisfacer al competir con otras tecnologías y realidades? Vallejo, como escritor, participa de una “esfera cultural” de prácticas verbales y literarias que ahora se ve transfigurada por estas nuevas circunstancias en lo que el crítico alemán Friedrich Kittler ha llamado el “sistema de inscripción del siglo XIX17. Ese lugar, conformado por formas de lectura y escritura propias de la mal llamada República de las Letras, ha sido encarnado en América Latina en ese “espíritu” que Rodó identificó en Ariel (1900)18. No es casual que Ramón López Velarde, poco después y renuente a esta realidad, volviera con la metáfora en la dramática frase: “la palabra se ha divorciado del espíritu” (1998, 340). “Quizás la más grave consecuencia —insiste— del lenguaje postizo y pródigo consista en el abandono del alma” (342).

Muchas son entonces las preguntas que uno puede hacerse. Es obvio que todas tienen que ver con un cambio de paradigma que viene dándose a comienzos del siglo XX, con la configuración de nuevas prácticas de escritura y lectura, con la progresiva transformación del modelo del archivo republicano del siglo XIX y la fragmentación de los saberes. Pero antes de seguir especulando y desviarnos en un tema harto complejo y problemático, quiero insistir con el cuento, donde están las claves para la lectura que quiero realizar en este libro.

Prosigamos entonces con la narración de Vallejo. Habíamos dejado la historia en un momento clave: cuando el narrador percibía que en el flujo de varias voces podría acercarse a lo que vivió en el Hotel Negresco de Niza. Confundido, sigue buscando y termina explorando su experiencia con la lengua. La revelación final que lo lleva a la posibilidad de expresar su recuerdo se da después de un encuentro con una chica inglesa. Un amigo, a quien le había preguntado sobre ella, le da una respuesta en donde se escucha al mismo tiempo el uso de dos palabras que lo conmueven (una en francés y otra en inglés): “…me parecieron de súbito emitir juntas, por boca de mi amigo, una suerte de vagos materiales léxicos, capaces tal vez de facilitarme el relato de mi recuerdo”, dice (55). En efecto, ante la imposibilidad de contar un recuerdo entiende que no le queda otra forma que la de recurrir a la extravagante fórmula de reinventar la lengua misma, utilizando materiales de otros idiomas. “¿No será que las palabras que debían servirme para expresarme en este caso estaban dispersas en todos los idiomas de la tierra y no en solo uno de ellos?”, se pregunta ya con más claridad (56).

Si bien su propuesta de lengua imaginaria no es del todo clara —ya que solo nos da unas ideas muy aproximativas de este nuevo idioma—, no deja de ser curioso que tenga esta ocurrencia19. ¿Qué significa construir un lenguaje distinto? Es difícil saberlo. Hay sin duda un ánimo de cambio. Lo que propone, al mezclar vocablos de distintos idiomas (del alemán, del rumano, del italiano, del francés, del ruso, del lituano y del inglés), es salir de los límites de la lengua madre, que en su caso es el español, y, obviamente, de la lengua nacional, que es el castellano hablado en Perú, donde se oficializó a finales del siglo XIX, y llegar a una especie de reine Sprache. Esto es revelador: cualquier conocido de Latinoamérica sabe lo fuerte y poderosa que fue la herencia hispánica —y sobre todo el discurso hispanoamericano— incluso para la promoción de las literaturas nacionales en un pacto complejo y tenso, que termina de consolidarse a finales del siglo XIX, en consonancia con un regreso afectivo a la madre patria, producto de la pérdida de España de su última gran colonia: la hermosa Cuba20.

Puede pensarse entonces que con las nuevas condiciones tecnológicas del siglo XX, los flujos de capital y el desarrollo de los medios de comunicación, las fronteras de las lenguas nacionales de los estados, capitalizadas por la imprenta, se ven ahora en la necesidad de definirse de otro modo. Esta ansiedad postletrada es lo que el cuento pareciera indicarnos; recordemos, por otro lado, que la experiencia que quiere transmitirse en el cuento sucede en Niza y no en Quito o en Bogotá. El relato termina entonces con esa tentativa: con la invención de una nueva lengua, el narrador pudo recobrar su memoria perdida.

Esta presencia de una lengua que no existe, volviendo al tema que me ocupa aquí, es lo que me parece interesante: la idea de usar la literatura para crear un proyecto de idioma imposible.

Muy próximo al tiempo en que Vallejo se encontraba escribiendo este relato, Salustio González Rincones ordena los morfemas para romper con todo efecto de sentido en el poema "La emboscada": “Enda capun puichu erue” (en Miranda 2001, 159), dice, inventando un idioma que no existe. Vicente Huidobro hace algo parecido poco después en el Altazor (1931), poniendo en escena la caída misma de la lengua articulada: “Lunatando/Sensorida e infimento/Ululayo ululamento” (138). Ya Vallejo (1997), ni corto ni perezoso, había servido de antecedente cuando en el apartado XXXII de Trilce expresa:

 

999 calorías

Rumbbb… Trrraprrrr rrach… chaz

Serpentínica o del bizcochero

engirifada al tímpano.

Quién como los hielos. Pero no.

Quién como lo que va ni más ni menos.

Quién como el justo medio.

1,000 calorías

Azulea y sonríe su gran cachaza

el firmamento gringo. Baja

el sol empavado y le alborota los cascos

al más frío

Remeda al cuco; Roooooooeeeis…

tierno autocarril, móvil de sed

que corre hasta la playa.

 

Detengámonos por un momento en el extracto citado, ya que nos puede servir de ejemplo para entender mejor lo que el autor está haciendo en el cuento que venimos analizando. Como puede verse, en dichos versos no hay rima, y el ritmo es acelerado y disonante. De igual modo, hay palabras completamente inventadas, como “serpentínica” y el poema está abarrotado de imágenes que provienen de diferentes contextos y realidades, en eso que Wittgenstein ha popularizado como “juegos del lenguaje”: “números” (lenguaje de las matemáticas), “calorías” (lenguaje biológico y dietético), “autocarril” (lenguaje tecnológico y mecánico), “tímpano” (lenguaje del cuerpo), o “playa” y “firmamento” (lenguaje de la naturaleza). Todo eso pone en evidencia lo que el crítico Luis Miguel Isava ha llamado “The other (of) language”, es decir, un tipo de uso de la palabra “extravagante” donde se minan y suspenden los órdenes de los “juegos del lenguaje” del uso común y que nos sirve para explicar la manera como funciona la poesía moderna en general21.

Pero también hay otro elemento en el extracto que vale la pena mencionar, antes de volver al análisis del cuento. Tiene que ver efectivamente con un uso de los signos ortográficos completamente dispar, que rompe con los ordenamientos de la gramática. De hecho, la arbitraria disposición de las letras que no significa nada en particular nos pone en evidencia la misma materialidad de la escritura, que también está compuesta por signos vacíos, trazas sin sentido, huellas sin referencia de algo concreto, que sutura y corrompe el imperio de la transparencia hermenéutica.

Estos espacios, despojados de significación, nos obligan a entender de otra manera el dominio sintáctico de la letra alfabética, y quizás le dan visibilidad a lo que el poeta Carlos Oquendo de Amat (de la misma generación de Vallejo) mostraba como nuevas condiciones de escritura, cuando decía que todos “los poetas han salido de la tecla U. de la Underwood” (2002, 24). En consecuencia, el proyecto de Bello o Sarmiento, seguido en Perú por importantes gramáticos, escritores, filólogos (Ricardo Palma, Francisco García Calderón o Pedro Paz Soldán y Unane), que buscaba proponer un uso regulado de la lengua castellana, naturalizando la grafía, la dicción y el estilo literario como propiamente nacionales y americanos, queda —al menos en esos versos de Vallejo— completamente desmantelado. Ya la mano no domina enteramente el papel y la pluma, el ojo queda mediado por una fría máquina (de escribir), y la lengua oral, que aprendimos en la infancia gracias a los silabarios y a las voces de nuestras madres, es otra, diferente a sí misma, extraña.

Esto lo sabe bien Vallejo, quien escribió a máquina gran parte de sus poemas y quien entendió muy bien las transformaciones que estaban dándose22. “El verbo del hombre se conservará por el fonógrafo y el acto del hombre, por el cinema”, dirá con cierta sospecha en su crónica “La música de las ondas etéreas” (1996, 152). Y si bien no considera poesía sincera la que usa palabras como “cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazzband, telegrafía sin hilos”, según advierte en el texto “Poesía nueva”, no quiere decir que no sea válida “la emoción cinemática, de manera oscura y tácita, pero efectiva y humana”, porque “los materiales artísticos que nos ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad” (44). Ojo: “espíritu”, elemento del letrado, que ahora busca apropiarse y dirigir las transformaciones de las tecnologías, sus ruidos y distorsiones.

Vallejo intuye las implicaciones de las tecnologías. Sabe que está en otro tiempo23. De modo que, al igual que sucede en el cuento del autor comentado en estas líneas, también en sus poemas y reflexiones está tratando de poner en evidencia la crisis que viene viviendo el estilo de la lengua de la nación, casi como si fuera parte del mismo proyecto, casi como si en su relato estuviera tratando de darle sentido a lo que ya estaban haciendo sus versos, alegorías, cartas y aforismos, casi como si todos fueran síntomas de un mismo cambio, de una misma imposibilidad, que es la de habitar de nuevo la “casa del lenguaje”, convirtiéndose así en remanentes indiscretos de una expulsión verbal: esa que ha llevado al sujeto moderno lejos de las tierras paradisiacas de la lengua madre de la era republicana, de la construcción de lo “oral” por su institucionalidad e imaginario.

Es obvio que, después de todo este recorrido, quisiéramos preguntarnos qué quiere entonces hacer Vallejo al presentarnos, en la historia “Magistral demostración de salud pública”, semejante gesto que inscribe dentro del relato ficcional las prácticas vanguardistas de romper todo principio de articulación de la lengua nacional. ¿Qué significa, en otras palabras, inventar una lengua dentro de la literatura Latinoamericana; o, mejor dicho, ficcionalizar la creación de un nuevo idioma dentro del marco de la narración, tomando en cuenta esta realidad? ¿Tendrá alguna relación con la obra del autor y su lengua literaria (es decir, con su estilo), así como con las políticas de un idioma oficial del Estado donde nació y se formó Vallejo? ¿Podrá, al mismo tiempo, reflejar una ansiedad postletrada por buscar otra vía para retomar la legitimidad de una tradición, estrechamente emparentada con la imprenta y cierto uso del alfabeto, que ahora debe replantearse?

Estos interrogantes, como se puede evidenciar, además de disímiles, son complejos. No se pueden entender siguiendo solo el trabajo de Vallejo, que no surge desvinculado de otros proyectos vanguardistas donde la creación de una lengua nueva también fue vital. Pienso en Mariano Brull con sus jitanjáforas, en Xul Solar y su panlingua o neocriollo, en Mário de Andrade con su idea de una lengua brasilera auténtica, en el grupo del Boletín Titikaka con su ortografía indoamericana, o en el movimiento del grupo Minorista y los trabajos de Nicolás Guillén o Emilio Ballagas, por solo mencionar algunos24. Es claro que se mueven entre la utopía, el mesianismo y la emancipación radical, procurando lidiar con los cambios producidos, para dejar una herencia espectral que será resucitada en narrativas posteriores25.

No hay duda de que estas invenciones se dan como proyectos alternos —y a veces claramente contrapuestos— a las políticas de la lengua oficial, y así proponen una apuesta distinta, una nueva versión del archivo que vislumbra una lengua “por-venir”, hipotética y futura. Lo que habría que hacer entonces es detenernos en algunas tentativas de narrativas posteriores, para leerlas retrospectivamente; solo en sus huellas y rastros podemos reconstruir la forma de su camino y el fin secreto que las anima. Además, no creo que sea demasiada coincidencia el hecho de que una vez que la explosión vanguardista mermó y de nuevo surgieron géneros y disciplinas autónomas para organizar y “narrativizar” mejor las expresiones sociales, tecnológicas y culturales reaparecieron de manera clandestina estas lenguas imaginarias.

Pero falta terminar algunos puntos de la obra de Vallejo que cité al inicio y que siguen dejando interrogantes a su paso. Como ya vimos, solo recreando las lenguas que sabía el narrador y fracturando sus delimitaciones geográficas, históricas y culturales, podía recuperar esa experiencia perdida en el laberinto de la memoria. Es curioso ver cómo de pronto el texto se desborda y cambia de registro en una operación paródica. Aparece la figura de un lector a quien el narrador atiende en tiempo presente con un giro verbal muy español:  “Aquí tenéis”. Y luego enumera, escenificando las convenciones propias del glosario lexicográfico (que tanto sirvió para consolidar el auge de las lenguas nacionales), los distintos idiomas que debe atender dando cuenta de la manera como advino a su “espíritu”, a saber: sin orden gramatical ni sintáctico, como una mera lista arbitraria de sonidos y significantes de distintas lenguas. Una especie de antilengua, una “magistral demostración” de falta de “salud pública”, en la que el pacto mimético de la palabra, lugar garante de la civitas y de lo público, queda en suspenso. Por eso, este al final concluye con un dejo de satisfacción y de alegría contenida: “Esta caprichosa jerga políglota me da la impresión de expresar aproximadamente mi emoción de los Alpes marítimos” (Vallejo 1973, 478).

La invención de una (anti)lengua surge entonces gracias a la fantasía de que se puede, aunque siempre de manera aproximada, rescatar la nueva realidad fragmentaria y “desterritorializada” del sujeto moderno en tiempos confusos donde lo “público”, es decir, la república y lo nacional como comunidades imaginadas, queda en suspenso. ¿No se trata, después de todo, de una de las más importantes misiones del artista, a saber, la de intentar recuperar la experiencia fundando quizás con ello otra experiencia, una experiencia de lo imposible?

Entender esa ilusión es acaso uno de los factores que secretamente han motivado esta búsqueda. Empecé de forma breve con las vanguardias, con este cuento de Vallejo, pero habría que ver ahora qué sucede después, cuando entramos en un periodo de tensa “normalización”, donde las lenguas estándar de los Estados y sus nuevos arreglos archivísticos renuevan el pacto mimético bajo otras condiciones y términos, al menos en cuanto a la literatura se refiere.

Borges nos puede dar la primera clave.

Las lenguas de Tlön

—¿A qué te dedicas ahora?
—le preguntan a Luder—

—Estoy inventando una nueva lengua.

Julio Ramón Ribeyro, “Dichos de Luder”

 

 

 

I

No sé si sea obvio, pero vale la pena decirlo: “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius” resume, más que ningún otro cuento, las fantasías de los proyectos lingüísticos de la modernidad. De cierta manera, se convierte en un catálogo de diversas utopías verbales que se extienden a lo largo del relato de forma soterrada y en clave de ficción. Su argumento es complejo. Contempla varios escenarios distribuidos bajo una estructura en abismo. Lo resumo brevemente.

En un tomo de la Anglo-American Cyclopaedia, una reimpresión pirata de la Enciclopedia Británica, el narrador descubre la referencia a un país que no existe. Al comentar sobre ese lugar, nota que en su literatura se hablaba de dos regiones imaginarias: Mlejnas y Tlön. Tiempo después encuentra un libro, A First Encyclopaedia of Tlön, donde se describe el desconocido planeta. En él hay toda una visión del mundo que descansa en cierto “idealismo”; también, en sus hemisferios, se habla una lengua distinta. Al parecer, y como se puede colegir de un artículo que se encontró posteriormente, fue todo la invención de una sociedad secreta de especialistas, que tuvo entre sus miembros a Berkeley y a Dalgarno. El proyecto se reinició al cabo del tiempo en diferentes países. La creación de Tlön se dio bajo el formato “plagiado” de una enciclopedia, en una sola edición secreta. Con el tiempo, sin embargo, los signos que hablaban de este imaginario mundo fueron poco a poco apareciendo en la realidad: uno a uno, de diferentes formas. Tlön amenazaba con convertirse en algo real.

Esa es la historia. Me interesa destacar dos cosas: el hecho de que sea un proyecto letrado con pretensiones universales y que su naturaleza sea escrita. Las similitudes con el género moderno practicado por Bacon, Campanella o Moro son evidentes. Allí vemos un mundo ficticio, una región desconocida y un observador que pretende ser imparcial. Todos comulgan por igual con estos elementos. Es obvio que también sobresalen algunas diferencias: el narrador, en vez de un viajero, es un lector e investigador; el lugar, en cambio de una realidad física, es una realidad textual, libresca; el mundo imaginario no queda aislado del mundo real, sino que amenaza con reproducirse sobre la realidad. Tampoco habría que olvidar que tiene aspectos distópicos y de ciencia ficción: el mundo de Tlön es presumiblemente totalitario, con heresiarcas y metafísicos oficiales.

Borges escribió este cuento en 1940 para la revista Sur. Un año más tarde lo incluyó en El jardín de los senderos que se bifurcan (1941) y cuatro años después lo volvió a publicar en el grupo de relatos reunidos bajo el título Ficciones (1944). Para esas fechas, Argentina se encontraba en una situación peculiar. Después del fracaso de la democracia populista de Irigoyen, empieza a darse una especial inquietud por reflexionar en torno a lo argentino y apostar por un nuevo nacionalismo que terminará siendo encarnado años después en la figura de Perón; un nacionalismo que se caracteriza también por una particular concepción de la lengua, donde se privilegian ciertos usos orales y populares26.

El autor, por su parte, también se encuentra en una etapa peculiar. No hacía mucho que se había desmoronado su fallido proyecto criollista, en el que buscaba rescatar los espacios olvidados de la ciudad de Buenos Aires. A su vez, la muerte de su padre, quien había sido una figura central en su vida (también escritor), y la finalización de los devaneos románticos con Norah Lange se convirtieron en los posibles factores desencadenantes de un proceso de cambio que empieza a vivir su escritura (Williamson 2004). Todo ello, junto con sus relecturas de Kafka, Valéry o Mauthner, lo llevan a apostar de manera más decidida no solo por el género narrativo, sino también por una relectura descentrada de los clásicos. Ese itinerario también comprende un cambio: si en su periodo “criollista” creía en la posibilidad de crear una lengua nacional donde literatura y política pudieran darse la mano en un nuevo pacto mimético, en esta nueva etapa ve ese matrimonio como utópico, y entiende que el papel de la literatura es ahora el de radiografiar los cimientos lingüísticos y ficcionales de la política, mostrando por medio de la ironía y la ficción las complicidades que se labran en los sistemas de saber.

La lengua re-creada

¿Cómo se da la constitución de un idioma imaginario? El mismo Borges nos da una pista. En un texto que había escrito previamente en Sur (1931-1992) sobre la obra “La estatua casera”, de su amigo Adolfo Bioy Casares, el escritor argentino dice que el género utópico —que considera como una forma de literatura fantástica— tiende a valerse de ciertos mecanismos que lo hacen parecer realista (Irby 1971). Estos se concentran en describir un mundo con todas sus particularidades, y entre estas está su idioma. Es decir, la relación entre utopía (como parte de un corpus literario) y el lenguaje es mucho más estrecha de lo que se piensa27.

No hay que olvidar, por otra parte, que este género está en relación con el relato de viajes imaginario, el cual floreció en el siglo XVII, paralelo a la obsesión por los proyectos de creación de lenguas universales. Andrew G. Lang señala: “Los viajes imaginarios en la literatura del siglo XVII hacia partes poco conocidas del mundo, o incluso más allá de los planetas y estrellas, a menudo incluyen encuentros con nativos que hablan esas lenguas imaginarias, y son una vez más indicativos del interés general por el lenguaje en ese tiempo” (1985, 29); después asegura que los “viajes reales”, donde se descubren “nuevas personas con extraña costumbres” (29), eran de vital importancia para el desarrollo de estas invenciones verbales28.

Pero la utopía también está presente como forma de la imaginación política en Latinoamérica, no sin un componente verbal. Ya el peso de sus discursos inaugurales, como las ideas del Edén y el Nuevo Mundo de los conquistadores, marcaban muchas de sus tentativas nacionalistas. La manera profética como los criollos enunciaron sus proyectos de construir sus naciones fue claramente utópica. Las revoluciones y los populismos, por su parte, también profesaron una política lingüística que emulaba paradójicamente el acto bautismal de las empresas de Colón o Vespucio: nombrar de nuevo las cosas para que estas cambiasen. Tábula rasa y mesianismo: “Las palabras del coronel Perón son verdaderamente cristianas, patrióticas y salvadoras”, decía Manuel Gálvez sobre el líder argentino para las mismas fechas en que Borges escribe el cuento29 (en Altamirano 2001, 57). Entonces, la construcción de una lengua ficticia por parte del autor no solo obedecía a la necesidad de emular al género utópico mismo, o de encarnar de forma irónica algunos anhelos de muchos proyectos lingüísticos de la modernidad, sino también de parodiar la visión adánica del imaginario político al pretender crear un nuevo idioma puro y auténtico.

II

Cada lengua, cualquiera que sea, lleva en su seno en cada momento de su existencia la expresión de todos los conceptos que se pueden desarrollar alguna vez en la nación.

Wilhelm von Humboldt, Escritos sobre el lenguaje

 

Para Foucault (1994), la modernidad tuvo al lenguaje como una de sus principales preocupaciones. Le interesó como tópico de estudio racional y en estrecha relación con la indagación sobre la naturaleza del hombre. Es lógico suponer, en consecuencia, que cuando estas dos narrativas (la antropomórfica y la lingüística) entran en crisis en la historia crean una peculiar ansiedad posthumana no solo en la filosofía, sino sobre todo en la misma literatura, que busca darle sentido a nuestras tramas verbales desde la reificación o el mesianismo.

Quien haya leído el cuento de Borges puede darse cuenta de que el autor argentino no es ajeno a este evento. Una de sus afirmaciones más importantes nos lo da a entender, al menos implícitamente. El protagonista, quien es a su vez el narrador del cuento, al empezar a hablar del nuevo mundo, en un momento dice: “Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje —la religión, las letras, la metafísica— presuponen el idealismo” (1985b, 435). Se trata, en efecto, de una cita peculiar que, además de destacar las bases “idealistas” del idioma, revela que para el narrador toda fuente de sabiduría es producto de su “lenguaje”30: este precede así a las ideas y a los saberes, los cuales considera el narrador como simples “derivaciones” suyas. Arturo Echavarría nos lo confirma: “La vertiginosa verdad es que Tlön es un planeta hecho, constituido exclusivamente por el lenguaje” (1977, 173). Y más adelante agrega: “Sin referentes externos el mundo se convierte en una serie de ideas y sensaciones cuyo único referente es el lenguaje mismo”31 (1977, 173).

Esta relación es fundamental para entender, a mi modo de ver, el cuento borgeano. Por esa razón, considero que se hace necesario explorar cómo se refleja esta en las lenguas de la ficción. Entremos en materia. El planeta de Tlön está constituido por dos zonas o hemisferios. Cada uno tiene su propio idioma. En el hemisferio austral, en su Ursprache, no existen sustantivos, solo hay verbos impersonales, “calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial”. En la siguiente oración el narrador pasa a darnos un ejemplo:

 

No hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la luna sobre el río se dice hlor u fang axaxaxas mlo o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó. Upward, behind the onstreaming it mooned). (1985, 435)32