NARANJAS
DE LA CHINA
Ilustración de Fernando Elizarán
Me gustan las naranjas. La forma que tienen, su color. Todos los días mi madre me exprime dos naranjas y me bebo su zumo relamiendo las gotitas que se me quedan alrededor de la boca. Es casi lo más bonito del día. Luego las cosas van estropeándose a medida que avanza la mañana. No sé muy bien por qué. Pero a primera hora, nada más levantarme, tengo tal empuje que me creo Superman, capaz de luchar por todo y contra todos. La verdad es que esa sensación me dura exactamente el tiempo que me bebo el zumo. Luego, en cuanto se me quita el gusto dulce de la fruta, pienso en el cole y en Zamora, que se sienta a mi lado porque la Bruja quiere conseguir que sellemos una profunda amistad. Pero está claro que no hay cosa más difícil en esta vida que Zamora y yo nos llevemos bien, porque Zamora está empeñado en hacerme la vida imposible. Tal cual.
Bueno, pues eso: que pienso en el cole, en la Bruja y en Zamora, y en la boca se me pone un sabor amargo. Como si, en mi estómago, la naranja se transformara en limón. Es impepinable. Siempre igual. Todos los días de mi vida. Desde que tengo uso de razón. Y yo uso de razón tengo desde que pienso, y pienso desde que existo. Eso lo dijo alguien. Lo sé. Pero ahora mismo no caigo quién.
Mi madre es periodista. Del corazón. Hay médicos del corazón y periodistas del corazón, pero no son exactamente la misma cosa. De pequeño yo creía que eran algo parecido. Que los médicos curaban el corazón de las personas, o con medicinas o con operaciones, según tuvieran los pacientes más o menos dinero. Si eran ricos, los operaban y se sacaban una pasta. Si eran pobres, les recetaban una medicina y la pasta se la llevaba la farmacia. Aunque suponía que el farmacéutico le daba una parte al médico, por eso siempre había que llevar la receta, para que el de la farmacia supiera el nombre del médico al que había que darle el tanto por ciento. Tal vez, el número que un día descubrí debajo del nombre del doctor era la cuenta del banco, pero eso no lo tenía del todo claro. Llegué a pensar en preguntarle a mi padre, que es el que sabe de números en casa. Pero al final no lo hice.
Seguramente porque no lo encontré y luego se me olvidó.
Bueno, esos eran los médicos. Los periodistas del corazón escribían del corazon, pero, claro, solo les interesaba a los médicos y era un poco aburrido. Porque que te cuenten cómo es el corazón de las personas, lo que pone en el libro de Naturales de mi hermano de la sístole y la diástole..., pues menudo rollo. Así que si lo pensaba, mi madre me daba pena. Tanto escribir en el ordenador, para nada. No habría lectores –salvo los médicos, ya lo he dicho– que se tragaran esa historia. Además, no sabía por qué escribía tanto y salía tanto a la calle a preguntar y a perseguir a algunas personas. Si todos tenemos el mismo corazón, ¿no? Los niños más pequeño, y los mayores más grande. Pero siempre rojo guarro y con mala pinta. Como el del cuerpo humano de plástico que me regalaron el año pasado. Pero de un material más esponjoso, menos duro. Igual hasta está caliente si lo tocas, ¡qué asco!
Ahora que caigo, lo de perseguir a las personas sería para probar si andaban bien del corazón. Si les daba un infarto tan solo por correr un poquito, pues, nada, que no valía la pena escribir de ellos; mejor dedicar las páginas a otro que tuviera el corazón más fuerte. Sí, eso debía de ser. Menos mal que mi madre no corre mucho porque, si no, se habría ido cargando (= matando) a casi todos los famosos que hubiera perseguido. Pobrecitos.
Pero no, un buen día me enteré de que ella no tenía nada que ver con los médicos. Ella hablaba de los famosos y de sus novios, de si se casaban o no se casaban, de si se juntaban o no se juntaban, de si se divorciaban o no se divorciaban. Y, claro, eso parece mucho más divertido. Por eso tiene tanto trabajo, porque lo que escribe no lo leen solo los médicos, sino también la gente normal.
Ayer, mientras me exprimía el zumo, mi madre me contó que había unos premios que todos los años le entregaban a unos cuantos famosos y que, a veces, ella había formado parte del jurado que los elegía. Se llaman Naranja y Limón. El jurado le da el Naranja a la persona más simpática con los medios. Eso me dijo: “con los medios”.
Yo le pregunté:
—Los medio... ¿qué? ¿Los mediolistos? ¿Los mediotontos?
Ella se rió y me dijo:
—¡No! Los medios, los medios de comunicación: prensa, radio y televisión.
—Aaaahhh.
Odio los limones. No me gusta el amarillo. Me da repelús verlos alrededor de las paellas, y nadando en la cocacola. No sé muy bien para qué sirven. ¿Hay alguien que coma limones para cenar?
Aunque, ahora que lo pienso, mi padre los corta a rodajas y los chupa. Y a mí, de verlo, se me pone el pelo de los brazos de punta. ¡Qué horror! Solo se le podría ocurrir a él.
En fin... Después de pensarlo durante trescientos veintiocho segundos y medio, esta es mi lista de Limones y Naranjas:
Y no sigo que me quedo sin papel.