EL SEXO
DE LA CIUDAD
JUAN VICENTE ALIAGA
JOSÉ MIGUEL G. CORTÉS
CARMEN NAVARRETE
(Eds.)
Valencia, 2013
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INTRODUCCIÓN
“El espacio ha sido marcado y más que marcado: formado por la predominancia masculina (guerrera, violenta, militar) y valorizado por las virtudes denominadas viriles, difundidas por las normas inherentes en el espacio dominado-dominador.”
Henri Lefebvre
Este libro, y el seminario que lo propició, son producto del trabajo de investigación que durante los últimos años hemos ido realizando, desde diferentes plataformas y puntos de vista, en torno a la identidad sexual, los géneros y su vinculación con la construcción de la ciudad, el papel de las mujeres en la configuración del espacio público y la presencia y visibilidad de las sexualidades minoritarias en las calles de las urbes contemporáneas. Para nosotr@s estas prácticas ciudadanas tienen un significativo componente ideológico y de construcción cultural que no se puede olvidar, aunque muchas veces ha sido manifiestamente orillado o subvalorado en las prácticas artísticas por distintos sectores. La creación de estructuras urbanas más incluyentes y de relaciones sociales más plurales no pueden dejar de lado la problemática sexual ni de género; al igual que los derechos sociales (mejores condiciones de transporte, vivienda, salud…) la “batalla de los géneros” es un elemento de primer orden que se tiene que clarificar para la puesta en marcha de unas ciudades donde no sobra nadie y todo el mundo (los diferentes géneros y opciones sexuales) tiene un papel que desempeñar y un lugar que ocupar.
Entendemos que el espacio urbano no es un mero escenario en el que de vez en cuando suceden cosas, ni un concepto meramente técnico ni algo inerte, sino el resultado conjunto de la acción y del discurso de los diferentes agentes sociales que lo habitan y construyen diariamente. Frente a las ideas que entienden el espacio público como una estructura organizativa que tan solo pretende ser eficaz y productiva, aséptica y esterilizada, nosotr@s entendemos que la ciudad proporciona el orden y la organización de la convivencia, es el medio por el cual la corporeidad es social, sexual y discursivamente producida. Pensamos que el espacio no es algo al margen de las relaciones y conflictos políticos, culturales, étnicos o de género que atraviesan las estructuras sociales; más bien al contrario, consideramos que el espacio público es un componente fundamental a la hora de analizar, jerarquizar, valorizar y estructurar las formas y las maneras en que se experimenta el medio urbano y en cómo el sujeto lo percibe en relación con los otros.
Por tanto si la conformación de la ciudad es una pieza fundamental en la construcción y/o negación de las diferentes identidades que la constituyen, los espacios públicos no están al margen de la convivencia y las relaciones entre las personas, puesto que las relaciones sociales y las espaciales se auto-generan mutua y constantemente. Podemos decir que la ciudad abarca un conjunto de identidades e identificaciones que se suman, se confrontan o viven de forma más o menos aislada unas de otras. En este sentido, la forma y la estructura de la ciudad orientan y ayudan a organizar las relaciones familiares, sexuales o sociales, y co-producen el contexto en el cual las reglas y las expectativas sociales se interiorizan en hábitos para asegurar la conformidad social. Por esa razón, frente a planteamientos más tradicionales que desean silenciar esta realidad y mantener la idea de la ciudad como un ente asexuado que desconoce la existencia de los géneros e ignora la presencia del deseo, este Grupo de Investigación se plantea como objetivo central el estudio del papel que las tecnologías de género juegan en la conformación de unas estructuras urbanas más ordenadas y controladas o en la creación de unos espacios más libres, diversos y plurales.
Las páginas que tienen l@s lector@s en sus manos están estructuradas en tres partes interrelacionadas, pero autónomas al mismo tiempo, que constituyen una panorámica general del tema que nos ocupa. La primera de ellas, la que comprende el texto de José Miguel G. Cortés y Josep Maria Montaner, se centra en el deseo de subrayar la importancia que tiene la ordenación de los espacios públicos y privados a la hora de configurar un control corporal y social determinante en la existencia cotidiana de los habitantes de las ciudades actuales. La segunda parte, en la que se recogen las aportaciones de Juan Vicente Aliaga y Juan Antonio Suárez, se fija en la importancia de las contribuciones que el colectivo gay, lésbico, transgénero y transfeminista ha realizado a la hora de enriquecer la lectura de las diferentes prácticas sociales en el espacio urbano. La tercera parte, la que incluye los escritos de Carmen Navarrete, Patricia Mayayo y Jane Rendell, tiene como objetivo analizar diversas prácticas feministas y ofrecernos puntos de análisis y comprensión sobre la importancia que estas prácticas han tenido y tienen (todavía hoy) en la generación no sólo de edificios concretos o planificaciones espaciales específicas, sino en la manera de entender, ver y crear ciudad.
Finalmente, recordar que este libro es el resultado del seminario del mismo nombre realizado en la Facultad de Bellas Artes de Valencia el 14 de febrero de 2012 y organizado por el grupo de investigación “Espacio Urbano y Tecnologías de Género”. Además de las cuatro conferencias allí pronunciadas en el libro podemos encontrar tres textos más, de los miembros del mencionado Grupo de investigación, así como una nota biográfica de cada uno de los autores y una amplia bibliografía sobre el tema que nos ocupa. Por último, quisiéramos agradecer muy sinceramente a todas las personas que nos han ayudado, de uno u otro modo, a hacer posible la aparición de este libro; sin su colaboración esta publicación no habría visto la luz.
Juan Vicente Aliaga, José Miguel G. Cortés, Carmen Navarrete
Grupo de investigación Espacio urbano y tecnologías de género,
Universitat Politècnica de València
Valencia, abril, 2012
ORDEN ESPACIAL Y CONTROL CORPORAL
José Miguel G. Cortés
Universitat Politècnica de València
“Así perdí una parte de la ciudad; o, por mejor decirlo, una parte de mi ciudad me fue robada. Imaginé una ciudad en que las calles, las aceras, se van cerrando poco a poco para nosotros, como las habitaciones de la casa en el cuento de Cortázar, hasta acabar por expulsarnos.”
Juan Gabriel Vásquez
Desde finales del siglo XIX la sociedad occidental argumenta su existencia mediante la creación y difusión de una cultura que glorifica la presencia de un mundo individualizado creado por hombres y basado en un ideal productivo, donde la eficacia de movimientos y de gestos, la fetichización de la higiene o las actitudes corporales estandarizadas, son considerados como fines en sí mismos que son importados a la estructuración de los hogares y a la organización de la vida cotidiana, hasta llegar a ser entendidos como los ejes estructuradores de las relaciones humanas y sociales. Paralelamente, y en clara simbiosis con esas ideas, las estructuras arquitectónicas ofrecen un mundo perfectamente planificado que ayuda a crear un entorno moral y espacial también perfectamente proporcionado. Todo ello con el propósito fundamental de implantar una visión disciplinaria y rígida de las actitudes, los comportamientos o los deseos que validan los conceptos morales de la clase media. Se trata, en definitiva, de conseguir un cuerpo dócil en un espacio controlado; algo que poco a poco, y de un modo más o menos sutil, se ha ido consiguiendo plenamente. De hecho, podemos comprobar cómo las ciudades occidentales han potenciado una estructura urbana que ha creado rígidas separaciones por diferencias de clase, de raza o de género, lo cual ha conformado las divisiones espaciales en las diferentes esferas de convivencia y trabajo, es decir, tanto en el diseño de los barrios, de las casas, de los centros de trabajo, como en las zonas comerciales o de ocio. Todo lo cual ha contribuido a producir y reproducir una jerárquica visión de los valores emocionales, físicos y materiales que deben vertebrar socialmente una ciudad.
En ese sentido, la planificación del espacio urbano (presentada, a menudo y de un modo interesado, como una ordenación meramente técnica) debe ser considerada como una de las tecnologías de dominación que tiene que estar continuamente tratando de resolver muy diferentes problemas, entre ellos los relacionados con los aspectos de inclusión o exclusión, de visibilidad u ocultación, de control o sumisión entre los que se desenvuelven los ciudadanos. No hay que olvidar que las diferentes formas de actividad humana imponen significados y transforman un espacio “mental” en un paisaje arquitectónico específico lleno de significado político. Y para ello es fundamental, tal como señala el arquitecto norteamericano Joel Sanders, la hegemonía de los hombres para acceder al domino de la visión, ya que ésta se conforma como un privilegio cultural que consigue que permanezca el control masculino sobre la distribución espacial de la mirada y la construcción arquitectónica de la masculinidad. Por ese motivo, la ordenación urbana (uno de los instrumentos de opresión más efectivo) consigue a través de la mirada masculina (hegemónica) consolidar sus órdenes lingüísticos y ser la portadora del sentido, es decir, la que constituye el modo, la forma y la manera en qué se mira y cómo se mira a la hora de construir la ciudad.
Durante siglos la mirada al servicio del orden patriarcal ha estado dominando el orden social, proyectando los roles culturalmente establecidos y mostrando una única manera de relacionarnos, movernos y organizarnos en el espacio. Una única manera con la cual nos debíamos identificar y llevar a cabo la inscripción normativa de nuestro cuerpo en el entorno social o la marginación del mismo, ya que cada sociedad se define no sólo por lo que incluye y apoya, sino también por lo que excluye e ignora. Así, en ese contexto, los cuerpos “desviados” o las actitudes “equivocadas” tienen muchas dificultades para encontrar modelos u objetos de identificación en este proceso espacial y cultural identitario pues, generalmente, no existe un lugar para ellos. La unicidad de pensamiento se enfrenta a cualquier atisbo de heterogeneidad e impone las señas de identidad de la masculinidad como medida y razón de ser de cualquier actitud y ocupación de la ciudad. Como ha escrito la profesora Diane Agrest, el antropomorfismo masculino es el que sustenta el sistema arquitectónico occidental desde Vitrubio, el cual establece un orden simbólico constructivo en el que el cuerpo de la mujer y el de las minorías están ausentes, reprimidos u olvidados. Sin embargo, en estos últimos años las cosas están cambiando y lo que permanecía oculto se revela o, al menos, parece susceptible de discusión. Nuevos conceptos espaciales empiezan a abrirse camino, se apropian de los órdenes clásicos y los subvierten en nuevas y liberadoras propuestas que inciden en la expresión y seducción de los cuerpos, de todo tipo de cuerpos. En este sentido, conseguir la perturbación de la mirada masculina es un aspecto fundamental en el intento por modificar las configuraciones de las fronteras espaciales, ya que, de este modo, se pueden desestabilizar las contradicciones binarias de las que dependen los códigos narrativos y las teorías convencionales del espacio, al tiempo que se posibilita la creación de nuevas maneras de mirar mucho más ricas y plurales.
Nuevas maneras de mirar que, a menudo, cuestionan lo establecido y por ello se entienden como peligrosas para el orden instituido, lo que ha originado que el espacio urbano se asemeje, cada día más, a un inmenso lugar en el que cada presencia crítica es entendida como una amenaza que debe ser controlada y vigilada. Las pesadillas de la sociedad de vigilancia, planteadas por el filósofo francés Michel Foucault en la figura del Panóptico, han superado todos los pronósticos de tipo carcelario para incluir cualquier espacio urbano (real o virtual) en el que aparece el cuerpo para registrarlo, controlarlo y domesticarlo. Actualmente, los cuerpos, todos los cuerpos, cualquier cuerpo, ha quedado reducido a un código cifrado por un enorme y complejo GPS que rastrea, señala y persigue cualquier movimiento realizado en la ciudad por pequeño que éste sea. Se trata de la introducción de formas limpias y racionales de control social que sutilmente se incrusta en las actitudes y en los hábitos personales de todos nosotros, en las que la visibilidad permanente se convierte en una trampa en la que la multitud, inconexa e indiferenciada, es reemplazada por una serie de individuos separados, reconocibles y marcados. Se crea así una tecnología del sometimiento sutil y calculado, con unos métodos que conforman y recorren sin interrupción toda la estructura social urbana.
Estamos hablando de un poder que ya no basa su fuerza en la represión exterior, sino en algo más incorpóreo pero más efectivo como es la propia coerción, el propio sometimiento; un poder que consigue, al estar difundido en el cuerpo social y actuar directamente sobre el individuo, hacer posible que cada persona se convierta en su propio vigilante. Y ello es así porque su fuerza reside en ejercerse espontáneamente y sin aspavientos, en que sustituye la violencia o la coacción externa por la disciplina interna. De este modo, eso que podríamos considerar como un “panoptismo” global, trata de conseguir una sociedad atravesada completamente por mecanismos disciplinarios (tales como la vigilancia jerárquica, el registro continuo, el juicio y la clasificación perpetuos) y dominada por unos efectos de poder que prolongamos los propios ciudadanos. En definitiva, estamos hablando de métodos disciplinarios y procedimientos de examen constantes que consiguen convertir a los individuos en seres dóciles y útiles a los intereses marcados. En esta sociedad disciplinaria y de control que tanto Michel Foucault como, posteriormente, Gilles Deleuze plantearon, el poder ya no funciona tanto a través de la represión del deseo como mediante la clasificación, tabulación y organización de ese deseo.
En este sentido, el papel de la arquitectura como estructura orgánica para la organización de la ciudad, y el ejercicio del poder, también se ha ido modificando. Así, el muro que separaba claramente el espacio interior del exterior se ha ido deteriorando y se han abierto amplios orificios que permiten contemplar lo que sucede dentro de la esfera privada, a la vez que condicionan la permanente teatralización de la vida contemporánea. Estamos viendo cómo, bajo la influencia de los medios de comunicación y las cámaras de vigilancia, la consistencia espacial del interior se está disolviendo y sus habitantes se están convirtiendo en personajes que actúan en tiempo real. Podemos constatar cómo, desde la popularización de las estructuras trasparentes en los edificios modernos, hasta la inclusión de sofisticadas tecnologías de control en los espacios contemporáneos, se ha ido creando una nueva codificación del exhibicionismo público y del voyeurismo, así como una internalización de los imperativos disciplinarios. De igual modo, con esta transformación espacial, la relación de la población con las tecnologías de la mirada está cambiando de modo ostensible. Ahora, la vigilancia y el control permanente se han impuesto socialmente como algo positivo y han perdido gran parte de sus características más negativas al ser vistos no tanto como una imposición de un Estado que vigila, sino como el producto de una sociedad mediatizada que observa. De esta manera, la cada vez mayor demanda de seguridad y de protección por parte de la comunidad permite dar legitimidad a cualquier intrusión en la esfera de lo privado en aras del denominado bien común.
Hoy en día, parece que la autoridad tan sólo es tolerable si posee la habilidad para esconder sus propios mecanismos y consigue hacer pasar por el deseo general aquello que no es más que la legitimación de su poder específico. Como digo, ya no se trata de una relación de poder basada en la dominación evidente de una persona sobre otra, sino de un concepto de poder disperso y difuso a través del cuerpo social que utiliza las propias capacidades del sujeto para su propia represión. Un poder capaz de construir sujetos dóciles y operar mediante prácticas sociales y espaciales que se propagan a todos los rincones de la experiencia vital, un bio-poder que controla al sujeto en profundos niveles biológicos, disciplina sus gestos corporales, organiza sus hábitos y vigila sus deseos. Un poder que se concreta mediante la regulación de las experiencias vitales a través de la creación o regulación de fichas, análisis, estadísticas, censos, estudios, bases de datos… que procesan todo tipo de información y que recogen todo tipo de aspectos (desde los nacimientos, las migraciones, la fecundidad, el envejecimiento, las prácticas sociales y sexuales, el acceso a la cultura…). Ahora, en estas sociedades de consumo en las que vivimos, ya no es tan necesario el control de los cuerpos mediante el castigo —es decir, mediante el derecho de muerte— como el poder sobre la vida, sobre el control de las poblaciones y sus deseos. Las nuevas tecnologías refuerzan y dotan cada vez de mayor sentido este tipo de sociedad que, apoyándose en el discurso de la seguridad y la prevención, dice garantizar la misma vida que controla.
En este proceso la sociedad actual decreta la crisis de las instituciones precedentes y funciona con un control al aire libre, sustituyendo a las antiguas disciplinas que operaban en la demarcación de un sistema cerrado. Después de la Segunda Guerra Mundial la lógica que presidía las instituciones disciplinarias se desparramó por todo el campo social, prescindiendo del encierro y asumiendo modalidades más fluidas, flexibles o tentaculares. Si antes lo social era recortado y estructurado por las instituciones configurando un espacio estriado, ahora navegamos en un espacio abierto, sin fronteras demarcadas por las instituciones (espacio liso). Si la sociedad disciplinaria forjaba moldes fijos y circuitos rígidos, la sociedad de control funciona con redes modulables. La lógica que antes estaba restringida a la prisión ahora abarca el campo social entero, como si la sociedad se hubiese convertido en una zona de vigilancia permanente. Es lo que Gilles Deleuze denomina como un “poder de modulación continua”; así, si en las sociedades disciplinarias el empeño se dirigía a moldear los cuerpos a determinados modelos y verdades, en las sociedades de control los moldes y los modelos no llegan nunca a constituirse total y definitivamente.
Vivimos en la época del imperio de las pantallas y de los programas por satélite, de la tecnología cibernética y de Internet, en el turno “óptico” de una sociedad guiada, cada vez más, por el bombardeo incesante de las imágenes. Es la constatación de la omnipresencia del ojo de la cámara, que nos vigila permanentemente mediante unas tecnologías orwellianas utilizadas para observar y controlar el movimiento de millones de ciudadanos en los diferentes momentos de la vida diaria: en la regulación del tráfico, en los grandes almacenes, en las zonas peatonales, en los aeropuertos y estaciones de viajeros, en todo tipo de información bancaria, en los usos y consultas de las tarjetas de crédito, en las escuchas telefónicas, en los correos electrónicos… Así, nos encontramos en que habitamos en unas sociedades de control basadas en procedimientos ubicuos de seguimiento electrónico y recopilación de datos, procesos de vigilancia miniaturizados y móviles, es decir, bajo la mirada de un despliegue de sistemas que tienen como función fundamental la modulación del flujo de experiencias vitales de todas y cada una de las personas.
Cada día resulta más evidente lo difícil que es escapar a la mirada controladora y a las redes de vigilancia que son capaces de penetrar hasta el último rincón de la experiencia humana para saciar los deseos voyeuristas de los vigilantes del orden. Resulta sorprendente comprobar cómo se está instaurando en la existencia cotidiana una “ecología del miedo” (como diría Mike Davis) que justifica el control de cualquier acto y/o espacio por nimio o pequeño que éste sea. Así, cualquier aspecto de la vida privada puede ser sacado a la esfera pública y cualquier acto puede ser grabado u observado sin previo aviso, muy especialmente, aquellos que se escapan de los límites normativos o que exceden las fronteras de lo permitido. Todo ello ayuda a generalizar la sospecha, a favorecer la delación, a incluir a los vecinos de un barrio en las labores de vigilancia, a desconfiar de los extraños o a estigmatizar a un grupo social u otro. Con estas actitudes, se alienta una obsesión desmedida por la seguridad que puede llegar a significar el sacrificio de las libertades políticas o sociales.
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Por ello, en estas circunstancias es tan necesario el ser capaces de proyectar diferentes sistemas representacionales del tejido urbano y social que ensanchen y superen las fronteras que estratifican y organizan los espacios y el tiempo de la vida en las ciudades del siglo XXI. Se trataría de poner en pie proyectos (que se denominen arte o arquitectura), traten del manejo del espacio y de las relaciones entre cuerpos y programas, estructuras y convenciones, actitudes domésticas o institucionales, subrayando las relaciones cotidianas de las personas con su entorno para volver a reinventar nuevas convenciones. Si bien es difícil encontrar un único estatuto disciplinar que defina estas instalaciones, podríamos plantearlas desde una actitud que haciendo referencia a la “filosofía de la sospecha” foucaltiana, ponga el énfasis en la deconstrucción de los mecanismos de control y poder con los que las distintas instituciones sociales construyen sus miradas. Teniendo muy en cuenta que los diferentes espacios construidos (reales o virtuales) ejercen una decidida función persuasiva o de control, sutil pero eficaz, sobre el cuerpo humano y, entendiendo que la arquitectura es otro sistema de disciplina más que ayuda a generar procesos de normalización social en las personas que la habitan y a considerar como patológicas todas las disidencias e insumisiones que se puedan manifestar. Con este objetivo, sería interesante establecer una relación fluida entre diferentes materias y medios que nos lleve a concebir proyectos que cuestionen y expandan las maneras en las que debemos considerar la construcción de los espacios y las ciudades; elaborar alternativas a la cultura de la exhibición permanente, en la que la continua presentación de objetos consumibles (incluidos los seres humanos) aparece como el objetivo central del sistema socio-político.
Vivimos en la ciudad de la exhibición, nos exhibimos nosotros mismos, mediante nuestras ropas o el lenguaje de nuestros cuerpos, mediante signos e iconos; y todos los rituales que conforman o regulan estas experiencias posibilitan una estructura urbana que lo envuelve todo. Para evitar los estragos de los múltiples sistemas de visibilidad y control permanente sería interesante proponer unos mecanismos de defensa (lo que podríamos denominar el efecto de lo indefinido, de lo borroso o desinhibido), es decir, la potenciación de imágenes, lugares u objetos de los que nunca estemos completamente seguros de lo que estamos viendo realmente. Se trataría de potenciar estructuras urbanas dotadas de una presencia efímera y mutable en las que las fronteras, los recorridos y los mensajes parezcan confusos y donde las historias estén rotas o no se entiendan cabalmente. Optar por alentar límites difusos y espacios ambiguos para tratar de revertir y subvertir la artificialidad de las normas y de los roles sociales y sexuales que la ciudad de la sobre-exposición nos trata de imponer a diario, con el fin de evitar ese rígido orden espacial y control corporal que conforman nuestras existencias cotidianas.