MÁRGENES Y CENTROS EN EL ESPAÑOL
DEL SIGLO XVIII
MARTHA GUZMÁN RIVERÓN
DANIEL M. SÁEZ RIVERA
(eds.)
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Valencia, 2016
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Introducción
Martha Guzmán Riverón
Daniel M. Sáez Rivera
¿Por qué un volumen, otro, sobre la lengua del siglo XVIII? Ya no puede afirmarse, como podía hacerse hasta hace poco tiempo, que el siglo XVIII sea una época dejada de lado o poco atendida por los estudios diacrónicos. Si bien durante mucho tiempo sí puede considerarse una centuria preterida, exceptuando algunas publicaciones de corte historiográfico1, aproximadamente a partir de los años 80 del siglo XX, pero sobre todo de los 90, empezó a ser tomada en consideración desde ciertos ámbitos como la historia del español de América, recibiendo especial atención por parte de algunos autores como Rivarola (1987) o Juan Sánchez Méndez (1994, 1997), quien la trata de manera central, e incluyéndose —desde los trabajos fundacionales— en las colecciones de fuentes para el estudio del español americano (Fontanella de Weinberg, 1993; Company Company, 1994). Del mismo modo, aparece en investigaciones sobre léxico2 y sobre ciertas variedades dialectales3, y sigue siendo abordada desde la historiografía4.
Ya en el siglo XXI, ha sido tratada cada vez con más asiduidad. Piénsese, por ejemplo, en los diversos artículos que se ocupan de ella en la Historia de la lengua editada por Rafael Cano (2004)5, en que la Asociación de Jóvenes Investigadores de Historia e Historiografía de la Lengua Española [AJIHLE] dedicó a este siglo sus I Jornadas Monográficas, de corte interdisciplinar6, en trabajos dedicados, fundamentalmente, a aspectos morfosintácticos de la época7 o en su inclusión, aunque dentro de un marco temporal más amplio, desde la perspectiva del cambio y las tendencias gramaticales en el español moderno (Narbona, 2004) y desde la de la historia del léxico del español desde el siglo XVIII al XX (Álvarez de Miranda, 2004). Solo en 2012, se editaron dos volúmenes sobre la lengua de la época, uno de ellos por María Teresa García-Godoy y otro por los propios editores de este libro8.
No obstante, como suele ocurrir con aquello a lo que no se ha prestado la debida atención durante mucho tiempo, numerosos aspectos de la historia de la lengua en esta etapa, considerada como el comienzo del español moderno9, requieren aún ser estudiados. Incluso podría decirse que el propio interés en la centuria ha llevado a descubrir nuevos filones —desarrollos o fenómenos fundamentales para explicar los rasgos actuales de nuestra lengua o de algunas de sus variedades— o ha suscitado interrogantes sobre el estado y la evolución de la lengua de la época que exigen nuevas investigaciones.
Justamente estas necesidades y el afán por subsanar —o seguir subsanando— las carencias que, en cuanto al conocimiento de la historia de la lengua en esta época, siguen existiendo han servido de acicate en su trabajo a los autores de los artículos aquí recogidos y nos han llevado a los editores del volumen a agruparlos y darlos a conocer. Es decir, que estos han de ser entendidos como complemento a lo ya realizado y como un paso más en un camino en el que aún queda mucho por avanzar.
Dentro de los artículos que integran este volumen pueden encontrarse tanto trabajos que se centran en cuestiones relacionadas con la lengua en América (Sánchez Méndez), como otros orientados a situaciones o autores peninsulares (por ejemplo, Carmona y Fernández Alcaide). Asimismo, se encuentran aproximaciones a temas que incumben a nuestra lengua a uno y otro lado del Atlántico (Garatea Grau). Por lo que a los ámbitos o niveles de la lengua se refiere, podría afirmarse que el libro consta de dos bloques.
El primero de ellos está formado por trabajos en los que se analizan la repercusión en la lengua de características o situaciones propias del siglo XVIII y aspectos historiográficos. La Ilustración, movimiento intelectual propio de la época, es tratada por Sánchez Méndez centrándose en sus ideas lingüísticas y en su repercusión en la lengua. Además de la Ilustración, o como parte de ella, el siglo XVIII es especialmente importante para la lengua por ser la época de la fundación de la Real Academia Española y la de la creación del Diccionario de Autoridades, cuestión de la que se ocupa Carlos Garatea Grau desde la perspectiva de la inclusión en este diccionario de un autor americano. Diana Esteba Ramos se fija en la producción gramaticográfica del español como lengua extranjera de principios del siglo XVIII y, a modo de puente hacia un segundo bloque, Elena Carmona conjuga el estudio de la influencia de un proceso cultural propio del XVIII español, el desarrollo de la prensa escrita, con el de la conformación de una tradición discursiva y de los rasgos morfosintácticos de esta.
El segundo bloque está compuesto por investigaciones centradas propiamente en rasgos y evoluciones de la lengua del siglo XVIII. Se comienza con un estudio fónico-gráfico (García Aguiar) al que siguen varios artículos sobre diversos temas morfosintácticos (Mendoza Gutiérrez, Granvik, Fernández Alcaide, Cornillie, Octavio de Toledo). Esta proporción —o desproporción— en la que la morfosintaxis aparece claramente favorecida no ha sido fortuita, sino que viene justificada por el hecho de haber sido un ámbito desatendido durante mucho tiempo en los estudios sobre la época y que requiere aún muchos esfuerzos de investigación.
Por lo que respecta a los detalles de su estructuración interna, el volumen se abre con un artículo de un autor que ya hemos mencionado por su temprano interés en la historia de la lengua en el siglo XVIII y que es, además, un reputado estudioso de la historia de la lengua en América, Juan Pedro Sánchez Méndez. Con su trabajo “Las concepciones lingüísticas de la Ilustración hispanoamericana”, se ocupa de este movimiento intelectual y cultural que es rasgo esencial y definidor del Siglo de las Luces, y lo hace desde su vertiente americana y desde la perspectiva de las ideas que genera acerca de la lengua. Abordar este tema implica tratar una extensión temporal que va más allá de los límites del XVIII, pues se impone incluir las ideas y la obra lingüística de Andrés Bello. Las razones para centrarse en este asunto son múltiples. Para América, recordémoslo, la época que nos ocupa no es solo la época de la Ilustración, sino también aquella en la que se gesta la Independencia, un momento de intentos de definición de identidades, pero también preocupado por la expresión racional y por la educación, esferas en las que la lengua tiene un papel fundamental. La complejidad del periodo y las múltiples corrientes de ideas e intereses intelectuales y socio-políticos que se generan en él en América en torno a la lengua hacen que estos años continúen siendo en este sentido, como bien señala el propio autor, “todavía mal entendido[s]”. Este hecho, y el peso que estas ideas puedan tener en la conformación de variedades y normas americanas, explican por qué justamente este tema constituye un arranque idóneo para este libro.
A este trabajo le sigue el artículo de Carlos Garatea, profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú, “El Inca Garcilaso en el Diccionario de Autoridades”, en el que, como ya hemos dicho, se aúna el interés por el español europeo y por el americano, y se combinan, asimismo, el estudio historiográfico de una obra fundamental de la época que tratamos y el examen de un aspecto poco atendido en los estudios sobre el Inca Garcilaso: su inclusión como autoridad en el citado diccionario. Este trabajo, situado en la estela de otros sobre la selección y el manejo de las fuentes de Autoridades10, resulta de sumo interés porque se trata de un autor no solo nacido en América, sino que tenía como lengua materna el quechua.
El volumen continúa con el artículo de Diana Esteba Ramos, “La figura de Jean Perger en la tradición gramaticográfica del español como lengua extranjera en Francia”. En él se aborda la obra de Jean Perger, alemán, pero Secretario e Intérprete de Lenguas de la Corona Francesa y redactor, en 1704, de una Nouvelle grammaire de la langue espagnolle. Atendiendo al análisis del corpus de ejemplos que manejó Perger en dicha gramática, Esteba analiza el lugar que esta ocupa en la historia de la gramaticografía del español como lengua extranjera.
En “Formación de géneros en la prensa dieciochesca: las cartas al director”, de Elena Carmona Yanes, el siglo XVIII cobra interés en tanto que época de consolidación de la prensa como medio de comunicación en España. Dentro de este ámbito, propicio para el surgimiento y la conformación de tradiciones discursivas, la autora estudia, centrándose en las cartas al director, el proceso a través del cual, tras la aparición y la habitualización de ciertos usos lingüísticos, pero también de modificaciones producidas en el modelo seguido, se genera y consolida una tradición textual, considerada hoy por la teoría periodística bien como género de opinión, bien como género anexo al periodismo.
Ya entrando en los rasgos internos de la lengua de la centuria, Livia Cristina García Aguiar expone, en “Los grupos consonánticos cultos en documentos malagueños del siglo XVIII”, los resultados de un trabajo sobre un tema que linda entre grafía y fonética. La autora se centra en un corpus inédito: actas capitulares malagueñas de entre 1701 y 1715. Es decir, que concede atención a una fase especialmente interesante en la historia de los avatares de la representación de los grupos consonánticos llamados cultos en nuestra lengua. Estos, que aparecen en buena medida simplificados en el periodo medieval, ven aumentada su frecuencia de aparición —en parte gracias a la introducción de voces— durante el Siglo de Oro y, posteriormente, son objeto de pugna entre los partidarios de su reducción y los del respeto a su forma latina. La consideración de este periodo, que precede y acompaña al nacimiento de la Real Academia de la Lengua, contribuye, pues, a ilustrar el estado de la cuestión que encuentra la institución cuando propone su postura al respecto, contraria a reducciones como conceto, efeto, ecelente, etc., pero tolerante con las de voces muy divulgadas (Lapesa 1981: 402), postura que, en buena medida, determina nuestros usos actuales.
La serie de artículos sobre temas morfosintácticos se abre con una investigación de Rodrigo Mendoza Gutiérrez: “Los siglos XVIII-XIX: punto de quiebre en la gramaticalización del artículo en las construcciones con hacer como verbo de apoyo en español”. En él atiende a una serie de construcciones con hacer como verbo de apoyo, del tipo hacer falta, hacer la guerra y hacer (una/la) pregunta. Es decir, construcciones en las que el núcleo semántico del predicado es el objeto directo —denominado sustantivo predicativo, base o función— y no el verbo, que solo inscribe en el tiempo o el espacio lo denotado por el núcleo, y en las que dicho objeto o núcleo “selecciona” al verbo acompañante de manera quizás arbitraria (ej. hacer una aclaración y dar una explicación). Su contribución tiene como objetivo general el análisis de las particularidades diacrónicas por lo que a la presencia o ausencia del artículo en estas construcciones se refiere, que se examinan prestándose una atención detallada a las diferentes etapas y caminos de difusión.
A continuación, en el artículo de Anton Granvik, “La relación posesiva con de en la prosa del siglo XVIII”, se ofrece un estudio de un uso específico de la preposición de en la historia del español: su papel como marca de la relación posesiva. Aunque esta investigación se basa en el siglo XVIII, otros trabajos del autor sobre el tema le permiten no solo describir y analizar los comportamientos propios del periodo, sino también compararlos con los de otras etapas. Dicho estudio se lleva a cabo sobre un corpus de prosa española del siglo XVIII, época para la que este tema había sido destacado, en estudios anteriores, como especialmente relevante. Gracias al análisis de un sustancioso número de ejemplos, Granvik presenta una esmerada síntesis del comportamiento y evolución del asunto estudiado.
En el volumen se incluyen dos contribuciones sobre los adverbios. En la primera de ellas, “Adverbios y gramaticalización en la literatura picaresca y burlesca del XVIII: Torres Villarroel e Isla”, Marta Fernández Alcaide aúna la atención a un periodo infrarrepresentado en la historia del español con el de un aspecto que requiere mayor atención desde la perspectiva diacrónica. El corpus del trabajo está compuesto por obras de los dos autores mencionados en el título que, por su estilo y por su reiterada imitación de la oralidad, podrían recoger usos diferentes de los presentes en obras propias de la distancia comunicativa11. Ello sin perder de vista que el acercamiento a la realidad de la inmediatez propiciado por estos textos está siempre tamizado, entre otros factores, por el medio, por tendencias retóricas y por la propia formación de los autores. En el análisis de estas unidades, que permite apreciar ciertos procesos de gramaticalización en marcha, se presta especial atención a aquellas en que los elementos afectados cambian de clase de palabra y pasan de utilizarse en el nivel del enunciado al nivel de la enunciación.
El segundo artículo sobre el ámbito adverbial pertenece a Bert Cornillie y se denomina “Acerca de la locución epistémica tal vez en el Siglo de las Luces: innovación y especialización”. En él se examinan las circunstancias en las que el paradigma de los adverbios y locuciones adverbiales epistémicos se renueva en el siglo XVIII con la adopción de tal vez como nuevo miembro. Para ello lleva a cabo, sirviéndose de un acurado trabajo de corpus basado en el CORDE, una comparación del paradigma de los adverbios epistémicos del siglo XVII y XVIII.
Por la amplitud y el carácter comprehensivo de este último trabajo, el volumen se cierra con “Antonio Muñoz y la sintaxis de la lengua literaria durante el primer español moderno (ca. 1675-1825)” de Álvaro S. Octavio de Toledo y Huerta. Dicha investigación se basa fundamentalmente en un autor poco o nada conocido cuyo nombre —o seudónimo— era Antonio Muñoz y en una obra de 1739, Aventuras en verso y prosa del insigne poeta y su discreto compañero, clasificada por Gottfried Baist cuando realiza su edición filológica como “no buena, pero sí rara”. En esta obra, Octavio de Toledo estudia un número considerable de aspectos, muchos de ellos de fundamental importancia en la historia de nuestra lengua y en la conformación de sus variedades diatópicas, tales como el uso del perfecto compuesto, el marcado preposicional o la duplicación de objetos, el leísmo y el laísmo, el uso de las formas de subjuntivo o la sintaxis de las construcciones negativas. Estos, y el resto de los fenómenos analizados, son presentados por el autor situándolos en el marco de los comportamientos usuales en otros textos de la época e interpretando los grados y los derroteros de su evolución.
Por su variedad, pero sobre todo por su calidad, confiamos en que estos artículos contribuyan al conocimiento de la historia de la lengua de un siglo, que, a pesar de su intensa actividad intelectual, ciertamente no es el de las figuras señeras de nuestra literatura e incluso abunda en “escritorzuelos bárbaros” (Lapesa 1981: 424), pero sí constituye un periodo que, aunque no está cronológicamente muy alejado de nuestra época, es rico en evoluciones y comportamientos relevantes para la historia de la lengua, un siglo en cuyo estudio aún nos queda mucho por hacer.
1 Piénsese en el muy temprano trabajo de Lázaro Carreter (1985[1949]) sobre las ideas lingüísticas del XVIII. Véase también la bibliografía que al respecto presenta Niederehe (2005).
2 Cf. Álvarez de Miranda (1992).
3 Cf. González Ollé (1991). Véase además sobre este tema el Prólogo de García-Godoy (2012).
4 Cf. González Ollé (1992). Véanse además Niederehe (2005) y Polzin-Haumann (2006).
5 Cf. López Morales (2004), Brumme (2004) y Moreno Fernández (2004).
6 Cf. Res Diachronicae 3, 2004, <http://www.resdi.com/>).
7 Cf. Borreguero/Octavio de Toledo (2008) y Company (2007), Girón Alconchel (2008), Gutiérrez Maté (2008), Guzmán Riverón (2012), Octavio de Toledo (2007, 2008) y Sáez Rivera (2004, 2006a, 2006b, 2008).
8 García Godoy (2012) y Sáez Rivera/Guzmán Riverón (2012).
9 El siglo XVIII es considerado como comienzo del español moderno por Lapesa (1981: 418) y por Cano Aguilar (1988: 255). Véase también sobre este tema Sánchez Lancis (2012).
10 Cf. Morreale (1988), Jammes (1996), Freixas Alás (2003 y 2004).
11 Sobre el concepto de escrituralidad —y oralidad— concepcional, cf. Koch/Oesterreicher (2007).
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LAS CONCEPCIONES LINGÜÍSTICAS DE LA ILUSTRACIÓN HISPANOAMERICANA
Juan Pedro Sánchez Méndez
1. LA ILUSTRACIÓN HISPANOAMERICANA: IMPORTANCIA Y LÍMITES CRONOLÓGICOS
Desde la segunda mitad del siglo XVIII, y en el seno de la Ilustración hispanoamericana, se inicia una actividad creciente en torno a la lengua que culminará a mediados del siglo XIX en la obra lingüística de Andrés Bello. Se trata de un periodo poco estudiado y, por tanto, todavía mal entendido al menos en lo referente a los ideales y modelos que los ilustrados proyectaron sobre la lengua como símbolo ideológico y político de identidad americana y de unión y como herramienta pedagógica1. Asimismo, tampoco se ha prestado atención al peso y las implicaciones que esta actividad lingüística ilustrada tuvo sobre los orígenes de la configuración de las distintas normas americanas.
La importancia de tener en cuenta el policentrismo del español a la hora de enfocar o interpretar los fenómenos lingüísticos hispanoamericanos ha sido puesta de manifiesto por numerosos estudiosos (cf. Oesterreicher, 2009). Desde el punto de vista de la historia lingüística hispanoamericana, de nada sirve hacer acopio de formas, palabras, gramaticalizaciones, innovaciones o conservaciones para su estudio si no se insertan dentro de un determinado espacio de variación (cf. Oesterreicher, 1994: 172) y este espacio variacional se constituye a partir de la existencia de un estándar, de modo que hay que tener en cuenta el estatus de los fenómenos dentro de este espacio. Como veremos aquí, la Ilustración americana tendrá un papel destacado en este sentido, pues supondrá el surgimiento de la conciencia de lo americano en todos los niveles de análisis de la lengua y reivindicará su inclusión en una norma o estándar panamericano (e incluso panhispánico). Es decir, que en el seno de las consideraciones lingüísticas de la Ilustración americana vamos a encontrar ya recogida la mayoría de los ideales lingüísticos que se gestaron durante la época virreinal, lo que puede servir de trasfondo para la reconstrucción del espacio de variación del español colonial. Cuestión distinta es el éxito parcial que tuvo después o el grado de influencia que pudiera haber ejercido este modelo en la constitución de las normas regionales americanas que definen el policentrismo actual del español.
Asimismo, en general se han comprendido mal sus ideas y planteamientos. El estudio de la Ilustración, como la de casi todo lo hispanoamericano, ha presentado tradicionalmente los mismos problemas de perspectiva que se dan en otros temas de la investigación, ya sean de historia externa o de lingüística histórica hispanoamericana. En primer lugar, por ejemplo, para la fonología o la morfosintaxis, América ha sido considerada tradicionalmente de manera distorsionada, como una desviación o apéndice dialectal del español, lo que en ningún caso es justificable, bien porque muchas de las características lingüísticas forman parte de estándares regionales y no tienen, por tanto, la marca diatópica que tendrían en España (cf. Oesterreicher, 1994), bien porque no hay un español general en el que se incluya el español americano, sino que la historia del español es en buena y gran medida la historia de sus variedades americanas (Rivarola, 1988: 211). De la misma manera, la Ilustración no ha escapado tampoco a este eurocentrismo (hoy ciertamente superado en buena medida, pero latente).
Un ejemplo lo proporciona el gran hispanista francés Bataillon (1960: 200) cuando comenta una característica llamativa de El lazarillo de ciegos caminantes, curiosa obra limeña del último tercio del siglo XVIII a la que se hará alusión más adelante. Bataillon destaca que son tantos los americanismos —y lo que él denomina “expresiones vernáculas”— que aparecen empleados a lo largo de sus páginas que “es necesaria una edición anotada de este libro” (ibid.) para poder entenderlo. Esto le lleva a afirmar que “la dificultad [del texto] para el hispanista medio radica en que su autor escribe en americano para los americanos” (ibid.).
Esta observación es un buen ejemplo de distorsión o malinterpretación de la realidad (aunque también es cierto que es propia de las consideraciones hacia lo americano de su momento). Por un lado, es evidente el eurocentrismo que se desprende de esta afirmación, pues es como si lo americano no formara también parte de lo hispano, y se subraya este adjetivo, ya que es esencial para entender la Ilustración americana y su tratamiento de la lengua. Además, no se percibe la razón por la que “el hispanista medio” haya de pasar exclusivamente por España para entender América. Por el otro, el hecho de que el autor escriba “en americano para americanos” no es un defecto, sino un planteamiento propio de la época, pero no como algo excluyente, que es lo que parece desprenderse de la cita de Bataillon, sino como algo incluyente, como una reivindicación y una nueva concepción de los hechos lingüísticos o, mejor, una nueva actitud hacia ellos, que va más allá de lo que indica Bataillon y que es precisamente lo que se trata de señalar en estas líneas a propósito de la Ilustración americana. Los americanismos de esta obra se pueden considerar una más de las nuevas maneras de escribir y decir, en este caso, la de incluir lo americano en el discurso; una actitud criollista por la expresión vernácula, propia de la prosa desde finales del siglo XVIII, que se prolongará con fuerza en la centuria siguiente, pero ideologizada y articulada ya con los contenidos políticos en planes de acción concretos que veremos, por ejemplo, en Andrés Bello.
En segundo lugar, esta perspectiva eurocéntrica latente de gran parte de los estudiosos ha llevado a atribuir a la Ilustración planteamientos que o bien le fueron ajenos, como que pudieran haber mostrado un rechazo o cuestionamiento lingüístico de lo español, o bien habría que matizar en gran medida, como el de que los Ilustrados, con Bello a la cabeza, siguieron e intentaron imponer un modelo normativo centro-peninsular, lo que se aleja bastante de sus verdaderas pretensiones. Un ejemplo lo encontramos en un artículo de Murillo (1992: 169), donde analiza las obras y las concepciones lingüísticas de Bello, Caro y Cuervo. Haciéndose eco de la tradición de estudios generales sobre el tema, Murillo califica, a propósito de la labor de Bello y de su generación, como “singular, extraordinario y digno de admiración” el hecho de que pocos años después de conseguida la independencia de las repúblicas americanas, aparezcan los primeros síntomas de una preocupación por el cuidado y el conocimiento de la lengua española considerada un valioso patrimonio común. Señala, asimismo, que esta actitud comenzó con la obra de Bello y tuvo su continuación a través de los estudios lingüísticos de otros grandes intelectuales y filólogos americanos posteriores.
Esta visión de la labor de Bello hacia la lengua es en gran medida distorsionada e inadecuada. La independencia fue un rechazo a lo español pero no a la lengua, que adquirió un papel político importante. La emancipación de las distintas repúblicas americanas llevó a un primer plano de actualidad las preocupaciones lingüísticas y la discusión sobre las lenguas nacionales, a la vez que aparecieron nuevos contenidos apenas esbozados en la época anterior (Sánchez Méndez, 2011). Es en este contexto donde hay que situar la obra de Bello y sus contemporáneos. No en vano, señalaba Amado Alonso (1989: 537) que Bello y sus colegas americanos sentían la cuestión de la lengua en América como un problema político, específico de América por su historia pasada y de urgente atención dada la historia venidera. La actitud de asombro y elogio de Murillo hacia la obra de Bello, por lo demás general en otros estudiosos, supone también ignorar lo que fue la Ilustración al centrarse solo en la figura de Bello, que queda así resaltado como algo aislado y “singular”, cuando de hecho el venezolano es el continuador de esa Ilustración americana que nutrió de ideas el basamento desde el que se desarrollaría lingüísticamente el siglo XIX y en ella hundieron sus raíces las polémicas y actitudes lingüísticas de todo tipo durante esta centuria, con diferente intensidad según las regiones (cf. Caballero, 1992). Más bien lo “extraordinario y singular”, como veremos, habría sido haber hecho lo contrario de lo que hizo Bello y su generación. Y de hecho, los intentos de escisión lingüística se caracterizaron en América por ser propios del Romanticismo, la generación nacida ya en época independiente, y minoritarios o muy restringidos temporal y geográficamente, como ocurrió en Argentina.
La preocupación por el cuidado y conocimiento de la lengua es algo que Bello heredó a través de su formación ilustrada. En realidad, la obra de Bello no se trata de un comienzo, sino de una continuación (aunque ciertamente magistral) que luego será seguida, con criterios y presupuestos renovados y en parte distintos, por las generaciones de intelectuales posteriores. En Bello no tenemos los “primeros síntomas”, como señala Murillo, sino una nueva manera de abordarlos. Quizás sea admirable y extraordinaria la labor de Bello por innovador, pero no por iniciador, ya que fue consecuente con sus ideas y su época o, por decirlo de otra manera, fue su bagaje ilustrado el motor que impulsó su obra y dotó de contenidos políticos sus ideas lingüísticas. Bello, en tanto que ilustrado, encarna la toma de posición hacia un modo de entender la lengua y el buen uso, como prolongación de un conjunto de ideas sobre la lengua que se fueron gestando a lo largo del último tercio del siglo XVIII.
Por otro lado, el principal problema al que se enfrenta el estudioso de este período es que, hasta Bello, la primera generación de la Ilustración no produjo una obra sistemática y doctrinal que recogiese sus planteamientos en torno a la lengua. Sencillamente no existe corpus y hay que rastrearlo de manera indirecta. Es algo que primero se expresó en ideas y posturas y fue en aumento progresivo en distintos y variados tipos de obras y discursos dieciochescos. Comenzó a manifestarse de manera tenue y poco a poco fue ganando volumen hasta eclosionar en un plan de acción concreto en la época de la independencia. Por ello, cuando aparecen actitudes lingüísticas en ciertos autores, la crítica las ha encajado mal o no las ha entendido, pues le ha faltado una perspectiva más global y menos prejuiciada, como hemos visto en el caso de Bataillon.
Para saber qué pensaban los ilustrados y cómo se conformó el basamento que serviría a Bello y sus contemporáneos para su obra lingüística, hay que rastrear y buscar pacientemente en los modos dispersos, a veces sutiles y dispares, de diferentes autores, en los objetivos y temas de sus obras, en las tradiciones discursivas nuevas o diferenciadas que surgieron desde mediados del siglo XVIII: la distinta actitud hacia el americanismo o hacia los indigenismos, los cantos a la naturaleza americana, las nuevas maneras de decir y narrar, la transformación de algunos géneros, como el discurso científico o el político, o los cambios que conscientemente se operan en determinadas tradiciones textuales. Solamente al final del proceso ilustrado, con la generación de la independencia, que abarca nombres como San Martín, Bolívar o Andrés Bello, comienzan a manifestarse las ideas en escritos y libros. De este modo, cuando se habla de esta cuestión se suele adscribir al siglo XIX, haciendo erróneamente tabula rasa de lo anterior.
Por ello es necesario revisar los límites cronológicos señalados tradicionalmente para la Ilustración desde el punto de vista de la historia de la lengua, pues habría que ampliarlos considerablemente. La Ilustración hispanoamericana fue un fenómeno relativamente tardío que hunde sus raíces en el Siglo de las Luces, pero cuyo proyecto político e ideológico no comenzará a tener repercusiones sino en la centuria siguiente, tras la emancipación de las distintas repúblicas (Sánchez Méndez, 2003, 2004). Quizás a causa de esto último, la mayoría de los estudiosos limitan la Ilustración a esta segunda generación y a las polémicas lingüísticas que se desarrollaron en el siglo XIX. No obstante, como veremos, los temas y asuntos de los que se ocuparon los criollos de la independencia ya estaban prefigurados y encaminados en la generación anterior. Tan de la Ilustración son figuras intelectuales como Lavardén, Espejo, Alcedo o Carrión de la Vandera, como Andrés Bello, Lizardi o Simón Bolívar. Es decir, que la Ilustración se desarrolló no en una, sino en dos generaciones. La primera señalará las directrices y proporcionará el basamento ideológico y doctrinario y la segunda, nacida y formada en el último tercio del siglo XVIII, lo hará explícito y lo llevará a la práctica. Veamos esto con más detalle.
El primero en destacar el valor de la Ilustración para la historia lingüística americana y señalar algunas vías para su estudio fue hace ya bastantes años Guitarte (1980: 175-176) cuando estableció una periodización de la historia del español en América en cinco etapas. Esta división tiene el mérito de haber sido la primera en singularizar el período de la Ilustración y en apuntar hacia sus principales aportaciones en el terreno de la lengua, la norma y la reivindicación de lo americano en ella. A este período lo denominó “peaje a la época independiente” (Guitarte, 1980: 175). Con esta denominación se refirió a una época convulsa, y muy breve, que abarcaría, según el autor, desde los últimos decenios del siglo XVIII y los primeros del siguiente y que se caracterizaría por el pensamiento ilustrado bajo el cual, la América colonial desembocó en la independiente. Todos los hombres que hicieron la independencia pertenecieron a la época iluminista y de ellos dependió tanto la creación de las nuevas naciones y nacionalidades, como la labor intelectual de encontrar elementos particulares en los que legitimar su identidad nacional recién estrenada.
Sin embargo, como estamos viendo, el lapso temporal que señala Guitarte es mucho más amplio y de mayor alcance y calado. El período al que se refiere Guitarte (1980) es el de la Ilustración en su fase acentuadamente neoclásica, que ocupa a la segunda generación de ilustrados, caracterizada por una preocupación sociopolítica y una intensa afirmación nacionalista (Oviedo, 1995: 317). Como observan Oviedo (1995: 314) y Janik (2003: 283), esta dominó los últimos decenios del siglo XVIII y se prolongó en América hasta casi mediados del siglo XIX como fuente principal del pensamiento que marcará las múltiples expresiones literarias y también lingüísticas.
La primera generación de los ilustrados arranca, en cambio, desde mediados del siglo XVIII y abarca a un conjunto de intelectuales criollos educados en la época de las reformas borbónicas, que transformaron profundamente gran parte de la América colonial, y de las expediciones científicas, que pusieron de relieve la variedad y grandiosidad de la naturaleza americana, a la vez que subrayaron la singularidad del continente como una entidad distinta a la europea. Hay, por tanto, un conjunto de obras de una primera generación anterior a Bello y Bolívar, preocupada por la ciencia, el progreso, la razón y la definición del hombre americano, en las que se puede entrever ya un nacionalismo patriótico incipiente. Este ambiente criollo, por tanto, se convirtió en un factor fundamental en el gran despliegue de actividad cultural que se dio en gran parte de las ciudades americanas desde mediados del siglo XVIII. Por ello, y desde la perspectiva de las consideraciones lingüísticas y la creación de diferentes discursos ilustrados, el período de la Ilustración empezaría tímidamente hacia mitad del siglo XVIII para alcanzar su apogeo con la independencia de las colonias americanas y culminar a mediados del siglo XIX.
1 Sobre este tema me he ocupado ya en varios trabajos anteriores (Sánchez Méndez, 2003: 185-193, 2004, 2010 y 2011), por lo que aquí retomaré, para ampliar o matizar, algunas de las ideas expuestas en ellos, a las vez que señalaré posibles vías que se abren a la investigación, tanto desde el plano de la historia de los modelos lingüísticos y normativos que se desarrollaron en el mundo hispánico desde mediados del siglo XVIII, como brevemente desde el lado de las Tradiciones Discursivas y sus posibilidades.
2. LA ESPECIFICIDAD DE LA ILUSTRACIÓN HISPANOAMERICANA
Los estudios coinciden en señalar que en Hispanoamérica la Ilustración asumió unas características específicas que la singularizan frente a otras. El pensamiento de la Ilustración europea, con su didactismo y sus conceptos de soberanía, libertad, igualdad, progreso, civilización y razón, se difundía también en América a través de la lectura de Rousseau, Bayle, Mostesquieu y Voltaire. Gracia a la Enciclopedia de Diderot, junto a las obras de Feijoo y de otros ilustrados españoles, las ideas estaban muy extendidas entre todos los sectores educados criollos, donde encontraban un eco favorable y entusiasta.
Ahora bien, una particularidad americana es que la burguesía erudita se identificará con las ideas de la Ilustración europea en la medida en que le suministraba los conceptos que permitían explicar tanto su peculiaridad como la necesidad histórica de la emancipación (Janik, 2003: 282). En este sentido, el nuevo lenguaje de los ilustrados y su expresión se adecuó, a veces de manera independiente a España, para expresar sus preocupaciones por el progreso, el desarrollo económico o la ciencia y se subordinaron o se dejaron en un segundo plano otros tipos literarios. Como ha estudiado Fontanella (1992: 111-112), a partir de un trabajo más detallado de Vallejos (1990) sobre el léxico iluminista en la Ilustración bonaerense, pero igualmente aplicable a otras regiones americanas, a fin de expresar mejor los nuevos contenidos políticos y culturales se produjo un amplio proceso de renovación e intelectualización léxica nada comparable en su difusión al de la época anterior.
En este proceso podemos ver claramente la labor de las dos generaciones de ilustrados. La primera generación, que Fontanella (1992: 112) llama “prerrevolucionaria”, se ocupó de introducir vocabulario propio de la economía, el comercio, la ciencia y la filosofía: se hicieron generales o ampliaron sus acepciones palabras como agronomía, fábricas, industria, comercio, cambio, circulación, molécula, volátil, fluido, aritmética, canon, trigonometría, o numerosos latinismos que no tuvieron curso en España: acápite, occiso, egresar, rubro. A propósito de estos últimos, en un interesante estudio Hildebrant (1961) muestra cómo durante la época colonial, pero más intensamente desde mediados del siglo XVIII hasta el siglo XIX, la tradición culta y latinizante americana se desprendió pronto de la peninsular y se hizo independiente, lo que explica hoy día la existencia de esos latinismos en América desconocidos en España. La segunda generación de ilustrados, la “revolucionaria”, incluirá también la dimensión política mediante la incorporación de nuevas voces más afines con los tiempos para expresar las nuevas ideas: gobierno, monarquía, corte, congreso, república, libertad, soberanía, servidumbre, derechos del hombre, revolución, ciudadano, nación, patria o ilustración.
Esta renovación léxica supuso un notable esfuerzo por parte de muchos escritores y pensadores a la hora de dotar a su vocabulario de un léxico culto, adecuado y científico, que bebía en los ilustrados peninsulares y también cada vez más en otras culturas europeas de gran influencia, como la francesa. El resultado fue el desarrollo de un nuevo estilo de expresión, más independiente del de los escritores peninsulares contemporáneos, en el que se intentaba encontrar y justificar también su identidad como hombres cultos americanos.
Entre los principales asuntos que ocuparon y definieron a la Ilustración americana también estaba el tema de la búsqueda de aquellos elementos que permitieran delimitar su sentir americano, especialmente frente a los europeos: a partir de la constatación de que no eran nativos indígenas ni tampoco se sentían europeos, la labor que emprendieron fue la de remarcar lo peculiar de su ser como hombres americanos y de aquellas características culturales, ideológicas, históricas, antropológicas y, especialmente para lo que nos interesa, también lingüísticas que les permitieran delimitar con el mayor fundamento posible su conciencia de ser diferentes.
Esto significó que se buscase una expresión más americana, no tanto porque se sintiese diferente, como por cuanto era capaz de hablar de lo americano. A través de algunos escritos de mediados del siglo XVIII percibimos una conciencia y una manifestación cada vez más clara, aunque bastante imprecisa, de que la expresión americana es (o se busca que sea) de alguna manera distinta de la española y se habla incluso de un cierto “estilo llano, castizo y propio de americano” (Sánchez Méndez, 1994: 12). La aportación ilustrada a esto será la revalorización primero de este sentimiento y la reivindicación después de la diferencia. Así pues, la Ilustración supone también un afán por ir desprendiéndose del lastre peninsular a medida que consolidaba una voz propia en la lengua escrita, con nuevos recursos expresivos, y se abría a la influencia de otras literaturas y culturas, como la francesa, que ocupará un lugar de privilegio en esta época y durante buena parte del siguiente siglo. Se trata del nacimiento de una expresión culta propia en la medida que puede reflejar o incluir lo americano y las nuevas ideas que sustentan las identidades recién adquiridas.