COMITÉ CIENTÍFICO de la editorial tirant humanidades
Manuel Asensi Pérez
Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada
Universitat de València
Ramón Cotarelo
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia
Mª Teresa Echenique Elizondo
Catedrática de Lengua Española
Universitat de València
Juan Manuel Fernández Soria
Catedrático de Teoría e Historia de la Educación
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Pablo Oñate Rubalcaba
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración
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Catedrático de Geografía Humana
Universitat de València
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Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones
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LA DESNACIONALIZACIÓN DE ESPAÑA
De la nación posible al Estado fallido
Ramón Cotarelo
Valencia, 2015
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Introducción. Hablar. ¿Qué si no?
Come you masters of war.
Bob Dylan
Este es un libro escrito por un nacionalista español, uno que quiere a su país, pero no en la forma al uso a la que estamos desgraciadamente acostumbrados, bronca, chulesca, impositiva, chocarrera. Un nacionalista español a quien, como dicen muchos otros nacionalistas españoles, le duele España. Mas no le duele porque sea libre, diversa, incómoda, descreída, y sobresaltada sino, al revés, porque es sierva, uniforme, complaciente, crédula, y acomodaticia. Un nacionalista español que considera que España es su nación siempre que abandone su vieja obsesión por ejercer de imperio y se avenga a configurarse como una unión libre y voluntariamente aceptada por sus partes que han de tener la posibilidad de separarse de ella cuando lo deseen.
Un nacionalista español de una España que aún no ha existido pero que constituye la última esperanza de que algún día llegue a darse un orden libre, tolerante y civilizado de convivencia sobre este viejo solar ibérico al que gusta llamar Patria si no se la confunde con el patriotismo cuartelero y eclesiástico que ha caracterizado el país hace ya demasiado tiempo.
Un nacionalista español que se siente tal por considerarse al mismo tiempo andaluz, catalán, vasco, castellano y de los demás pueblos que componen lo que Ayala llama “un gran cuerpo histórico” que tiene un pasado común pero, porque es pasado, “porque se encuentra decaído y fuera de actividad política, perdida su hechura exterior y sumido en el desconcierto, ha olvidado su propio nombre”1.
Ese nombre, que el autor no ha olvidado, es España, su atribulada nación.
¿Podemos los españoles —quienes lo somos por decisión y consentimiento y quienes lo son por “imperativo legal”— hablar del problema de España sin insultarnos, sin agredirnos, sin excluirnos ni pretender exterminarnos mutuamente? ¿Podemos dialogar desapasionadamente? La experiencia demuestra, que es difícil, pero ¿es imposible? Ya se sabe que en lo tocante a la nación, la Patria, los sentimientos se disparan y el juicio se obnubila. La famosa expresión de Cánovas del Castillo, “con la Patria se está con razón o sin ella” que, probablemente se hace eco, simplificándola y desvirtuándola, de otra de Carl Schurz en 1872, my country, right or wrong sorprende por el denuedo patriótico que denota, pero también por su escasísima consistencia moral. Enorgullecerse de un sentimiento que empuja al individuo a suspender el juicio moral y abrazar, llegado el momento, la causa de la iniquidad por la conveniencia de un ente colectivo más o menos imaginario, no es la recomendación más adecuada para mantener un diálogo civilizado con perspectivas de continuidad. Mi nacionalismo no puede llevarme a dar por bueno el mal solo porque lo practique mi país o, mejor dicho, los gobernantes que en un momento dado tomen las decisiones colectivas en mi país. Si tal ha de ser la situación, la esperanza en el diálogo es quimérica. Pero no conozco ningún otro procedimiento aceptable de entenderse con los demás que el del diálogo
Para hacerlo posible es menester que los estamentos pensantes, lo que las gentes de orden llaman las “minorías selectas”, las élites orteguianas, los intelectuales, sean capaces de razonar sobre la cuestión no solo sosegada sino también sinceramente, sin hacer trampas, sin mala fe; que sean capaces de relacionarse, comunicar entre sí, buscar un terreno de entendimiento sin falsedades ideológicas, sin requisitos irrenunciables, sin condiciones previas. Que estén dispuestos a escuchar al otro admitiendo que quizá hasta esté en lo cierto. Tenía razón Benda: los intelectuales traicionan su condición cuando se ponen al servicio de un nacionalismo como objetivo estratégico”2.
El nacionalismo, como las neurosis, nos esclaviza si no somos capaces de reconocerlo. Un nacionalista que reconoce serlo tiene un punto de partida más sano para entenderse con los demás que quien se obstina en negarlo. Eso pasa frecuentemente con los nacionalistas españoles, tanto en la derecha como en la izquierda. Engañan y quizá se engañen. Sostienen no ser nacionalistas. Nacionalistas son siempre los demás, catalanes, vascos, gallegos, gentes sumidas en los particularismos, provincianos, incapaces de remontarse a una consideración hegeliana del todo. Así se permiten formular unos discursos contrarios que presentan el nacionalismo como una ideología esencialista y peligrosa con relativa buena conciencia. Esos nacionalistas que dicen no serlo, o ser “no nacionalistas”, son lo que Anasagasti llamaba “nacionalistas satisfechos” porque cuentan con un Estado al servicio de su nación, mientras que los otros, a los que ellos condenan, son “nacionalistas insatisfechos” porque no cuentan con él3. Frente a ese supuesto nacionalismo esencialista periférico se impone un nacionalismo esencialista de centro cuyo eje es Castilla, supuesta arquitecta de la nación4.
Pero esto tampoco es tan sencillo. Hay que detenerse un poco y rumiar la dualidad esencial del ser nacional español, Castilla/España, sobre la que ha reflexionado generación tras generación de intelectuales. En un interesante libro titulado Ser español y cuya portada, significativamente, reproduce el caballero de la mano al pecho, Julián Marías condensa dicha dualidad en una serie de tres fórmulas debidas sucesivamente a Ortega, Sánchez Albornoz y él mismo y la dota de sentido mediante una interpretación que la va refinando hasta alcanzar una sucinta definición, a modo de broche final de la aporía del nacionalismo español. De Ortega recuerda la famosa conclusión en España invertebrada de “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho”. De Sánchez Albornoz su variante en las Cortes Constituyentes de 1931 ante el propio Ortega: “Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla”. De él mismo, una referencia en una conferencia pronunciada en Soria: “Castilla se hizo España”5. Parece como si un imaginario artillero de la palabra disparara su batería, corrigiera el tiro, volviera a disparar y, finalmente, diera en el blanco. “Castilla se hizo España”. Diana. Las otras dos expresiones son muy significativas, pero estáticas; presuponen dos realidades distintas, Castilla y España, independientes entre sí. La de Marías es dialéctica y llega al fondo de la cuestión: Castilla se convirtió, se metamorfoseó en España, al modo en que una crisálida se convierte en una mariposa.
Castilla no es la arquitecta de España. Castilla es España. Esa es su grandeza y su miseria. Castilla se diluye en España y es imposible contemplar esta desde aquella como, en cambio, siempre según Marías, sí es posible “ver España desde Cataluña”6 y castellano es el eje vertebrador del nacionalismo español, muy claramente desde la generación del 987. Esta concepción del nacionalismo español como precipitado de Castilla que podríamos equiparar metafóricamente a una supernova, es la que ha dado origen al nacimiento o renacimiento de los nacionalismos no castellanos. La queja de los primeros catalanistas como Prat de la Riba o Valentí Almirall, es que Castilla monopoliza el ser de la nación española y excluye a todas las demás. Desde el punto de vista castellano, el agravio puede parecer superficial e injusto pues ve a Castilla y España como dos entidades separadas pero coexistentes y olvida la profunda realidad por la que la primera, en realidad, dejando de ser ella misma, ha devenido en la segunda. La nación española quiere ser así la síntesis dialéctica entre la tesis, Castilla, y la antítesis, lo que no es Castilla: Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía, los Países Bajos, Nápoles, América, las Filipinas, partes del África. Pero no lo consigue.
Aquella supuesta injusticia no tiene por qué afectar a los nacionalismos no castellanos que no están obligados por un supuesto deber moral de respetar el sacrificio de Castilla, volcada en el ser de España, del que ellos son parte por el devenir histórico de las cosas y no como resultado de proyecto alguno. Nadie pidió a Castilla que se hiciera España sino que, en el mejor de los casos, habrá sido una decisión propia. De ahí que, para desesperación de los nacionalistas españoles, los otros, los que aún forman parte de España, una vez perdidas las Españas de ultramar, sigan viéndola como un conjunto en el que una de sus partes, Castilla, se obstina en imponerse sobre las demás. Quizá esto no sea así en esa imagen idealizada de Castilla devenida España, pero a los efectos prácticos lo es y por tanto será muy difícil que consiga involucrar a las otras partes voluntariamente en una empresa común y compartida; y menos si es a base de eliminar sus características propias u obligarlas a aceptar, no una posición integral de síntesis superior en condiciones de igualdad de todas ellas, sino de supeditación jerárquica de las no castellanas a la castellana, identificada con la española, de modo mecánico y nada dialéctico.
Para ser nacionalista y actuar de forma constructiva, de modo que sea posible encontrar fórmulas de síntesis entre diversas naciones es preciso tener la capacidad de imaginar esa nación que ha de incluirlas todas. Justamente lo que falta a esos nacionalistas españoles, tanto conservadores como progresistas, que se enfrentan a los otros nacionalistas, llamados “periféricos”, esgrimiendo su supuesto “no nacionalismo”. Y nos referimos aquí al nacionalismo español civilizado. Pero también hay otro, el nacionalismo energúmeno y criminógeno de “la lengua del imperio”, “hable en cristiano”, el de “España una y no cincuenta y una”, o el de “una grande, libre” que es preciso tomar en consideración por razones de supervivencia. Los españoles hemos estado padeciéndolo campando por sus respetos en los últimos siglos y destruyendo todo intento razonable de constituir un orden civilizado de convivencia. Y ahora lo vemos de nuevo detentando el poder mediante los herederos ideológicos de quienes ganaron la guerra civil y haciendo gala de su misma mentalidad aunque de forma disimulada. Pero no puede olvidarse que, si las cosas llegaran a peores, volverán con sus imperios, sus brazos en alto, sus nuevos amaneceres, su unidad de destino en lo universal y su Dios castellanohablante.
¿Por qué unos nacionalistas se avergüenzan de decir que lo son y lo niegan como Pedro negó a Cristo y no tres veces sino las que haga falta? Porque, en el fondo, no confían en su nación. Esto es muy evidente en el caso de la derecha, pero se ve asimismo en la izquierda. Por las razones que trataremos de indagar en este libro, no creen en la capacidad de su nación, esto es, de su idea de nación, para integrar sus partes componentes de forma voluntaria. Al afirmar que no es nacionalista de su propia nación está admitiendo implícitamente que muchos que forman parte de ella por obligación, no lo harían si pudieran separarse. La prueba más evidente de que el nacionalismo falsario no confía en su propia nación, en su fuerza, su vis atractiva, su prestigio, es que se niega a admitir el derecho de autodeterminación de las partes que la componen. Las razones aducidas son variadas y a su análisis dedicamos partes de este libro pero, en el fondo, se reducen siempre a lo mismo, esto es, a disfrazar la contingencia histórica del Estado en que se encuentran, por ejemplo España, con la hopalanda esencialista de la nación y, en consecuencia, a obligar a colectividades que no se sienten españolas a formar parte de la nación española.
Quienes niegan el derecho de autodeterminación de los demás, pero se lo adjudican a sí mismos, quienes niegan el derecho de los catalanes a celebrar una consulta en el marco de ese derecho que estos llaman derecho a decidir con el ánimo ingenuo de que quizá rebajando la contundencia del léxico consigan una actitud más transigente de los gobernantes españoles y también de la oposición que, en esto, se opone poco, ¿qué imagen tienen de España? ¿Qué fe en su nación? ¿Qué confianza en la fuerza de su idea? Compárese con los EEUU, con Francia, con Alemania. Nadie quiere separarse de ellas. Y cuando, de modo excepcional, alguien lo pretende, como es el caso de Quebec en el Canadá o Escocia en Gran Bretaña (el caso del Ulster tiene coordenadas muy distintas), el procedimiento es pacífico, democrático, dialogado, respetuoso, muy distinto a lo que nos encontramos en España, en donde estas pretensiones solo encuentran cerrazón, hostilidad y, llegado el caso, imposición por la fuerza. Es decir, en España es al revés. En cuanto hay posibilidad, se van todos. Incluida Cartagena que ya en el pasado dio en la flor de solicitar el ingreso en los Estados Unidos de América del Norte como un estado federado más8. Y esto es lo que debilita y hace problemática la nación española, el no ser capaz de derivar su fuerza de su unión sino su unión de su fuerza. Algo especialmente patético cuando las fuerzas están decaídas.
La cuestión que se plantea en el siglo XXI es si merece la pena seguir manteniendo esta construcción estatal correspondiente a una nación española, en cuya defensa son reacios a salir incluso quienes dicen creer en ella. Si es lícito ignorar y sofocar las aspiraciones nacionales de los pueblos que la componen. La Constitución de 1978 inauguró una nueva planta territorial del país con la que se pretendía clausurar el asfixiante centralismo de la dictadura anterior y dar satisfacción a aquellas aspiraciones con un grado elevado de descentralización política. Sin embargo, al cabo de casi cuarenta años de funcionamiento del nuevo orden, este no ha conseguido acomodar la realidad plurinacional española en un marco de estabilidad y sin tensiones y el país se encuentra en una encrucijada que no por conocida deja de ser preocupante.
A dilucidar esta cuestión se dedican las páginas siguientes, escritas, reitero, por un nacionalista español partidario del derecho de autodeterminación de los pueblos de España. Uno que pretende dialogar tanto con los nacionalistas españoles como con los no españoles pero, sobre todo, con los primeros en la esperanza de que quepa hacerlo de modo sosegado, respetuoso y provechoso para todos.
1 Ayala, 1962: 107.
2 Benda, 1965: 151.
3 Anasagasti, 2001.
4 Balfour, 2009: 64.
5 Marías, 1987: 273/274.
6 Marías, 1974: 119.
7 Tierno Galván, 1977: 153.
8 Navarro Melenchón, 2004.
I. ¿Qué es una nación?
“Hay en la Historia dos ideas que nunca se han realizado:
la idea de una nación, y la idea de una religión para todos”
Emilio Castelar, 12 de abril de 1869.
En 1845 Benjamin Disraeli, luego primer ministro todopoderoso de la todopoderosa reina Victoria, publicó una novela de cierto éxito llamada Sybil or the Two Nations en la que daba forma literaria a su teoría sobre la división de la sociedad inglesa de su tiempo en dos naciones: los ricos y los pobres. Para los sociólogos se tratará de un error de concepto y enmendarán la plana al autor afirmando que, en realidad no quiere decir “naciones” sino “clases”. No está claro si el concepto “clase” es o no más preciso que el de “nación”, pero tampoco es imprescindible dilucidarlo ahora. A nuestros efectos se trata de mostrar que la idea de nación no tiene plantilla y puede predicarse de cualquier tipo de colectividad. Como recuerda Kedourie, Maquiavelo hablaba de una “nación gibelina” y Montesquieu llamaba a los monjes la “nación piadosa”1. Para el abate Sieyès, siempre más radical, el Tercer Estado no era una nación sino que era la nación pues “el tercer estado abarca todo cuanto pertenece a la nación; y todo lo que no es el tercer estado no puede considerarse como la nación. ¿Qué es el tercer estado? Todo”2. La nación es un sentimiento y su fuerza, el ser compartido. Naciones son los ricos y los pobres, y naciones las tribus de la Amazonia. Naciones los ámbitos territoriales poblados por gentes que dicen ser una nación.
La nación como sentimiento y voluntad
No hay más definición de nación que la subjetiva, al menos según amplio sentir de los estudiosos, que la entienden en el plano de la representación y la conciencia y no dan por posible una “definición científica”, objetiva de la nación. Todo lo más que cabe decir, en criterio muy extendido es que existe una nación “cuando una cantidad significativa de individuos en una comunidad consideran que forma una nación y se comporta como si lo fueran”3. Particularmente feliz y de uso generalizado es la formulación de Benedict Anderson: la nación es una comunidad imaginada4. De la conciencia se va a la voluntad. Es la voluntad, según Gellner, la que, conjuntamente con la cultura, constituye la nación y, aunque precisa que siempre y cuando converjan en una unidad política, lo importante aquí es que se trata de factores subjetivos5. Pero esa voluntad, dice Rubert de Ventós, “es también un ‘hecho’ y un hecho tozudo que no se puede borrar por decreto como no se pueden barrer con una escoba las olas del mar”6. La tozudez del hecho radica en que, siendo subjetivo, tiene un grado impreciso pero considerable de objetividad al ser una subjetividad compartida, una intersubjetividad.
Es la voluntad colectiva de ser una nación lo que constituye la nación alemana en la idea de Fichte, según el cual esa representación del ser nacional se adquiere mediante la educación7. Nación es el conjunto de gente que dice ser una nación porque tiene conciencia de serlo. Tal es asimismo el criterio de Weber, para quien este concepto significa que “hay que adjudicar a ciertos grupos humanos un sentimiento de solidaridad específico frente a otros, es decir, algo que pertenece a la esfera de los valores8. El problema se sitúa así en el terreno resbaladizo de la decisión de una colectividad. Para el nacionalismo romántico o el étnico —que tiene tantos detractores como seguidores—, esa decisión es unánime porque corresponde al espíritu del pueblo que, siendo uno, habla solo con una voz. En el terreno de los hechos y de los hechos reales, no de los artificiales o fabricados, pongamos por caso en un partido político, un comité o una asamblea, la unanimidad es prácticamente imposible y toda decisión es cosa de mayorías y minorías. Una decisión de la mayoría puede ser combatida por una o unas minorías y no es raro que la proporción numérica cambie. Una minoría nacional en un Estado puede ser mayoría dentro de su territorio. De hecho, sucede y puede plantear un problema de irredentismo. A su vez, esa mayoría quizá se enfrente a otras minorías, incluso pertenecientes a la misma nación pero que discrepen en otros aspectos substantivos. Y la disyuntiva para afirmar su condición nacional será siempre la misma: recurrir a la violencia o respetar las vías pacíficas y legales.
Probablemente por esto dijo Rodríguez Zapatero en cierta ocasión al comienzo de su primer mandato que el concepto de nación es discutido y discutible9. Se refería a una conclusión avalada por la doctrina según la cual no hay acuerdo generalizado sobre la idea de nación ni, por ende, de nacionalismo. Pura evidencia a la hora de habérselas con un constructo polisémico, no enteramente racional, pues se entrevera de muy fuertes pasiones. Aunque suela considerarse habitualmente el nacionalismo como una ideología, su alcance supera los límites de esta para entrar en el ámbito de lo religioso. La nación tiene un elemento sacral, una “comunión sagrada de ciudadanos” y el nacionalismo es “una forma de ‘religión política’, con sus propios textos sacrosantos, liturgia, mártires y rituales”10. Y esto para nacionalistas de uno y otro signo. No es casual que el libro de Álvarez Junco sobre la idea de España en el siglo XIX lleve como título la alegoría de la Mater Dolorosa, referida a la nación española que es madre, madre divina y, según parece, sufriente. Nada hay más conflictivo internamente que las religiones, nada que mueva más pasiones, enfrentamientos, luchas que los dogmas y las creencias religiosas. Por ello, como dice Smith,
“mientras persistan los fundamentos sagrados de la nación y el materialismo y el individualismo seculares no hayan socavado las creencias centrales de una comunidad de historia y destino, el nacionalismo —como ideología política, como cultura pública y como religión política— está destinado a florecer y la identidad nacional seguirá proporcionando una de las piezas fundamentales para la construcción del mundo contemporáneo”11.
Cuando Zapatero tuvo aquel atrevimiento lúcido, se le echó encima el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, rasgándose las vestiduras con gran escándalo y, criticándole agriamente que se atreviera a discutir la nación española, algo sagrado. Desde aquella aciaga fecha, Zapatero ha tenido tiempo de arrepentirse y se ha sentido obligado a matizar, rebajando el alcance teórico y político de su afirmación. El hombre pagó el precio de su bisoñez cuando, sin calibrar bien su apoyo parlamentario, o el problema que podría suponer la renovación del estatuto catalán, prometió que apoyaría el texto que el Parlament enviara a las Cortes españolas12. Confrontado con la dura realidad de su impotencia para cumplir su palabra, el presidente socialista aclararía años después, en una entrevista televisada en la que hizo balance más bien autocrítico de su segundo mandato que, con su afirmación, no se refería a la nación española, a su juicio ahora indiscutible; que la frase se había sacado de contexto; y que, contra toda evidencia, no se refería a España. Una retractación típica de político de escaso fuste13. Visto el talante moderado del expresidente socialista, conservador en bastantes asuntos y hasta reaccionario en otros como, por ejemplo, su sumisión a los intereses y designios de la Iglesia católica, aunque no a todos, parece obvio que su primera observación, lejos de manifestar sus convicciones profundas, solo respondía a una vanidad de profesor universitario en agraz.
Consistente, sumamente coherente, era el rechazo al relativismo del expresidente del gobierno socialista evidenciado en el nacionalismo conservador para el que no solo la nación sino bastantes otras cosas son indiscutibles: el orden, la autoridad, la desigualdad, Dios y, por supuesto, la nación. Indiscutible, indiscutida. A la derecha no le preocupan las cuestiones de mayorías y minorías. Tanto si se encuentra en minoría como en mayoría, lo que tiene enfrente, al estar enfrente, será antinacional y, por tanto, perverso y carente de derecho a la existencia. En tiempo de paz, será el silenciamiento, la exclusión, la censura y la represión; en tiempo de guerra, directamente el exterminio. En la idea de nación de la derecha no caben quienes no acepten sus postulados sobre la religión, la jerarquía, la autoridad, el orden público, el respeto a la tradición, el amor a la Patria y otras consignas. Mucho menos quienes discrepen de esa idea de nación parcial, partidista, de bandería, aunque acudan al muy sensato argumento de que una idea partidista y sectaria de la nación carece de dignidad y no merece acatamiento. Quien monopoliza el sentimiento nacional y lo identifica con sus particulares postulados no actúa en nombre de este —aunque lo invoque— sino en beneficio de sus intereses con lo que, como sucede con la derecha española, se comporta con la nación como el hacendado con su propiedad. Una idea de nación que no sea capaz de incluir a quienes la tengan distinta ni siquiera es respetable pues empieza por faltar al respeto a quienes no coincidan con ella.
1 Kedourie, 1985: 5.
2 Sieyès, 1982: 32.
3 Seton-Watson, 1977: 5.
4 Anderson, 1991: passim.
5 Gellner, 1983: 55.
6 Rubert de Ventós, 1998: 142.
7 Fichte, s/d: 129.
8 Weber, 1972: 528.
9 ABC, 18 de noviembre de 2004.
10 Smith, 2004: 172.
11 Ibíd.: 173.
12 El País, 14 de noviembre de 2003.
13 Periodista Digital, 21 de diciembre de 2012.
Nación, cultura, lengua
En relación con estos y otros conceptos relativos al nacionalismo es imprescindible tener a mano para frecuente consulta la excelente Enciclopedia del nacionalismo, dirigida por A. de Blas14. Obra la más completa a nuestro conocimiento, sistemática, de inmensa utilidad para quien quiera aclarar conceptos complejos, muchas veces confusos, cuando no enmarañados por afinidades ideológicas electivas o simplemente simuladas.
Las concepciones objetivas de nación carecen de consistencia. Ningún criterio externo define por sí solo una colectividad nacional. La raza, la geografía, la religión, la historia, la cultura, en la medida en que no se confunde con las anteriores, son insuficientes tomadas una a una y solo parcialmente nos acercan a nuestro objetivo tomadas en conjunto. Son insuficientes incluso aunque, con su pedestre y dogmático estilo, al tratar la cuestión nacional, Stalin, quien redactó un opúsculo sobre la cuestión nacional por encargo directo de Lenin para fijar la posición de los bolcheviques al respecto, considere que solo la suma de ellas constituye una nación: “una nación es una comunidad humana estable e histórica, formada sobre la base de una vida económica, una lengua y un territorio comunes, así como una psicología manifiesta en una cultura común”15; una definición en la que faltan tantos elementos como los que sobran.
La cultura es la que más se acerca a una idea de nación y ello porque, junto a su aspecto objetivo, como instituciones, normas, objetos, monumentos, arte, etc., tiene otro fuertemente subjetivo. Y el elemento cultural de más largo alcance a la hora de fundamentar una conciencia nacional es la lengua, precisamente porque es la unión más completa de lo objetivo y lo subjetivo, el vehículo característico de la mencionada realidad humana sui generis, la intersubjetividad, la propia del Lebenswelt de los fenomenólogos. Si prestamos atención al criterio lingüístico este mostrará que no hay tanta distancia como suele creerse entre el nacionalismo “político” de raigambre francesa y el “etnicista”, de origen preferentemente alemán. Se trata de una distinción dicotómica, a veces maniquea, que permite establecer tipologías cómodas desde un punto de vista ideológico disfrazado de analítico, algo muy común en los estudios sobre nacionalismo en los que no es extraño leer que así como hay nacionalismos “buenos”, también los hoy “malos”. División entre amigo/enemigo, esencia misma de la política, al decir de Carl Schmitt.
Herder, adelantado del nacionalismo alemán, sostenía que lengua y nación o patria son sinónimos16. No solo la lengua, si bien esta tiene una función esencial en la formación de la conciencia nacional. “Una lengua es”, dice Herder, “un todo orgánico que vive, se desarrolla y muere como ser vivo; la lengua de un pueblo es, por decirlo así, el alma misma de ese pueblo, que se ha hecho visible y tangible”17. Es el ámbito físico y psíquico de la acción humana, en donde lo fáctico y lo simbólico y valorativo se mezclan sin cesar. Y lo hacen a través de la lengua, vehículo de transmisión de contenidos significativos entre generaciones. Un diálogo entre vivos y muertos, la urdimbre de la vida del ser humano, de la historia.
Para Fichte la lengua es el signo externo y visible de las diferencias entre una nación y otra; es el criterio más importante por el que reconocer la existencia de una nación y su derecho a formar su propio Estado”18 aunque, como muestra una ojeada a las naciones hispanohablantes, muchas de ellas intensamente nacionalistas, tampoco es criterio universalmente válido. Puede ser el mejor soporte de esa idea imperial, no nacional, de que la lengua es el principal instrumento del poder político para imponer la propia nación sobre las demás, como decía Nebrija: “la lengua siempre fue compañera del imperio y de tal manera lo siguió que juntamente comenzaron, crecieron y florecieron”19. La lengua es un elemento esencial de la nación, no el definitivo, pero sí decisivo cuanto de ella dimanan otros. Así es como cuatrocientos años después de Nebrija, Prat de la Riba sostendrá que Cataluña es una nación justamente porque tiene una lengua, un derecho, un arte propios20.
El criterio de determinar las fronteras políticas según las lingüísticas “se basa en una definición académica y en una clasificación de idiomas que quizá pueda ser útil para fines filosóficos o especulativos. Sin embargo, utilizado con un propósito político plantea tantas dificultades como las que pretende resolver”21. Aun así, se trata del recurso que más se aproxima a encontrar una explicación del nacionalismo sobre bases objetivas. En cuanto elemento subjetivo, sentimiento, la nación pertenece al terreno de la voluntad colectiva. Prat lo deja bien claro: “En vano se buscará una definición geográfica, etnográfica o filológica (de la nación). El ser y esencia del pueblo no están en las razas ni las lenguas, sino en las almas. La nacionalidad es, pues, un Volksgeist, un espíritu social o público”22. Es la idea que regía en el pensamiento del citado Fichte y en el de Renan, para quien, en frase ya célebre, la nación es “un plebiscito de todos los días·23. Más o menos lo mismo que piensa Meinecke quien, tras referirse expresamente al autor francés concluye: “la nación es lo que la nación quiera ser”24. En el fondo, no es tanta la diferencia entre el nacionalismo romántico y el racionalista; ambos remiten a la definición apodíctica que da dios de sí mismo a Moisés en el Éxodo (3, 14): “yo soy el que soy”.
Las definiciones objetivas no satisfacen a nadie y las subjetivas, especialmente las de tipo voluntarista y, por lo tanto, muy relativizadas en el espíritu de Renan, sin duda producen una especial congoja en el ánimo de los políticos o los estudiosos nacionalistas que no están seguros de si son nacionalistas antes que estudiosos o estudiosos antes que nacionalistas. Porque el nacional es precisamente aquel terreno en el que con mayor facilidad se incurre en elaboraciones ideológicas, incluso ditirámbicas, mientras se afirma que se está atendiendo exclusivamente a los datos de la experiencia interpretados a la luz de la recta razón. Y eso cuando no se pasa directamente a entrar en faena, pontificando sobre los nacionalismos ajenos sin cuestionar jamás el propio que se considera tan natural como la respiración.
Al enfrentarse con la dura realidad de la contingencia de la nación o la patria, en lo que los estudiosos nacionalistas tienen depositada toda su fe y, al parecer, su razón de existir, experimentan el vértigo del vacío, una sensación de despojo que los impulsa directamente al elemento sacral, haciéndolos refugiarse en un dios que, según lo invoca Cánovas del Castillo, más parece un deus ex machina. Su función reside en salvarlos del galimatías en que ellos solos se meten al enfrentarse a las otras concepciones de la nación, con lo que acaban convirtiendo esa idea de nación en un producto de la voluntad divina o, lo que viene a ser igual, de la naturaleza misma25.El nacionalismo es la perspectiva más proclive a convertir en vigas las pajas en ojos ajenos y no sospechar siquiera las vigas en los propios, es decir a errar en el juicio. Ello es explicable porque, al fundamentar la nación en la naturaleza, la razón misma le queda supeditada. Y esto es lo que hace tan intratable la cuestión del nacionalismo, la razón por la que, expresándolo en términos quijotescos, la idea de nación obnubila la razón. Bastaría con tener presente este dato al hablar de la nación para valerse de nuevo de la razón sin necesidad de engañarse a uno mismo, pues a los demás no se consigue, afirmando que no se es nacionalista cuando sí se es. Reiteremos que nadie puede de buena fe negar sinceridad a los argumentos de los estudiosos nacionalistas siempre que expliciten su nacionalismo y no lo oculten.
14 Blas, 1997.
15 Stalin, 1973: 63.
16 Herder, 1966: 104.
17 Cit. por Prat de la Riba, 1998: 87.
18 Kedourie, 1985: 48.
19 Fuente: Texto extraído de www.mcnbiografías.com.
20 Prat de la Riba, 1998: 51.
21 Kedourie, 1985: 97.
22 Prat de la Riba, 1998: 93.
23 Renan, 1987: 83.
24 Meinecke, 1911: 4.
25 Cánovas, 2007: 107.